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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (6 page)

—Ante ti lo tienes —dije. Sopesó la lanza y advirtió que mi escudo seguía colgado de la silla de mi montura.

—Derfel, amigo de Arturo, de ése sí he oído hablar.

—El mismo que ves, también —dije—, y tengo un asunto que tratar con Aelle.

—Ningún britano tiene nada que tratar con Aelle —sentenció, y sus hombres lo apoyaron con murmullos.

—Soy sajón —repetí.

—¿De qué asunto se trata?

—Eso es cosa que sólo mi padre debe oír y sólo yo he de exponer. A ti no te concierne.

Se giró hacia sus hombres e hizo un gesto.

—Nos concierne desde este momento.

—¿Cómo te llamas? —pregunté en tono exigente.

El guerrero vaciló un momento y por fin decidió que nada perdía diciéndome su nombre.

—Ceolwulf —dijo—, hijo de Eadberhrt.

—Bien, Ceolwulf —repliqué— ¿crees que mi padre te compensará cuando sepa que me has hecho perder el tiempo? ¿Cómo crees que te compensará, con oro o con la tumba?

Era un débil farol, pero surtió su efecto. No tenía idea de si Aelle me abrazaría o me mataría, pero Ceolwulf temía la ira de su rey lo suficiente como para franquearme el paso a regañadientes y darme una escolta de cuatro hombres, que me llevaron a las entrañas de las Tierras Perdidas.

Así fue como viajé por tierras holladas por muy pocos britanos libres desde hacía generaciones. Era terreno enemigo plenamente, y viajé por él durante dos días. Al principio, el paisaje se diferenciaba poco de la tierra britana, pues los sajones se habían apoderado de nuestros campos y los cultivaban de manera semejante a la nuestra, aunque percibí que sus almiares eran más altos y cuadrados que los nuestros y sus casas más sólidas. Las villas romanas estaban prácticamente abandonadas, aunque todavía había algunas propiedades en pie desperdigadas por aquí y por allá. No vi iglesias cristianas ni santuarios, aunque en una ocasión pasamos ante un ídolo britano que tenía algunas pequeñas ofrendas al pie. Todavía vivían britanos por allí, e incluso algunos conservaban tierras, pero la mayoría eran esclavos o mujeres casadas con sajones. Todos los nombres de los lugares habían cambiado y mis escoltas ni siquiera sabían cómo se llamaban cuando pertenecían a los britanos. Cruzamos Lycceword y Steortford, luego Leodasham y Celmeresfort, nombres sajones todos ellos, y lugares prósperos. No eran terrenos de labor ni casas de un pueblo invasor, sino poblaciones ya arraigadas. Viramos hacia el sur en Celmeresfort y cruzamos Beadewan y Wicford y, mientras cabalgábamos, mis acompañantes me contaron con orgullo que eran terrenos de labranza devueltos por Cerdic a Aelle ese mismo verano, el precio de la lealtad de Aelle en la próxima guerra, la que llevaría a su gente limpiamente hasta el mar occidental. La escolta estaba segura de la victoria. Todos sabían que Dumnonia se había debilitado a raíz de la rebelión de Lancelot, y la revuelta había animado a los reyes sajones a unir sus esfuerzos para conquistar todo el sur de Britania.

El cuartel de invierno de Aelle se hallaba en un palacio que los sajones llamaban Thunreslea. Tratábase de un cerro elevado en medio de un paisaje llano de campos arcillosos y oscuros marjales, desde cuya cima plana se dominaba el sur, por donde discurría el ancho Támesis en dirección a las brumosas tierras de Cerdic. En lo alto del cerro se alzaba una gran fortaleza de oscuras vigas de roble, y arriba del todo, en la punta del hastial del empinado tejado, divisábase el emblema de Aelle: una calavera de toro pintada con sangre. La solitaria fortaleza se alzaba, negra e impresionante, en la oscuridad como un lugar siniestro. Hacia el este, más allá de unos árboles, había una aldea y percibí el reflejo de millares de hogueras. Al parecer habíamos llegado a Thunreslea en un día señalado y las hogueras indicaban el lugar donde acampaba el gentío.

—Es una fiesta —me dijo uno de los de la escolta.

—¿En honor de los dioses? —pregunté.

—En honor de Cerdic, que ha venido a hablar con nuestro rey. —Mis esperanzas, escasas de antemano, cayeron en picado. Con Aelle tenía alguna posibilidad de sobrevivir, pero pensé que con Cerdic no había ninguna. Cerdic era un hombre frío e intransigente, mientras que Aelle era de espíritu emocional e incluso generoso.

Toqué el pomo de Hywelbane y pensé en Ceinwyn. Rogué a los dioses que me permitieran volver a verla y llegó el momento de apearme del cansado caballo, estirarme bien el manto, descolgar el escudo de la perilla de la silla e ir a enfrentarme con mis enemigos.

Debía de haber trescientos guerreros divirtiéndose en el suelo cubierto de juncos de aquella fortaleza elevada y siniestra de la cima del cerro. Trescientos hombres alegres y ruidosos, con barba y rostro bermejos que, al contrario que los britanos, no encontraban inadecuado entrar armados en el salón de festejos de un señor. En el centro del salón crepitaban tres grandes hogueras y la humareda era tan densa que al principio no veía a los hombres sentados a una larga mesa en el fondo de la estancia. Nadie se percató de mi llegada, pues por mi largo cabello rubio y mi espesa barba parecía un lancero sajón, hasta que al pasar junto a las crepitantes hogueras, un guerrero vio la estrella blanca de cinco puntas de mi escudo y recordó haberse enfrentado a ese símbolo en la batalla. Entre el tumulto de conversaciones y risas se oyó un gruñido. El gruñido fue aumentando hasta que todos los hombres allí reunidos me miraban y me abucheaban mientras yo seguía avanzando hacia el estrado donde se hallaba la mesa larga. Los guerreros dejaron los cuernos de cerveza y empezaron a batir las palmas contra el suelo o contra los escudos, de modo que el alto techo repetía como un eco el latido de la muerte.

El restallar de una espada contra la mesa puso fin al ruido. Aelle se había puesto en pie, había sido su espada la que había levantado astillas de la larga y rústica mesa a la que se sentaban una docena de hombres ante fuentes repletas y cuernos rebosantes. Cerdic estaba a su lado y al otro lado de Cerdic sentábase Lancelot. Mas no era él el único britano presente, pues su primo Bors se hallaba con él y Amhar y Loholt, los hijos gemelos de Arturo, ocupaban el extremo opuesto. Todos eran enemigos míos, de modo que toqué el pomo de Hywelbane y rogué por una muerte digna.

Aelle me miró fijamente. Me conocía bien, pero, ¿sabría que era hijo suyo? Lancelot pareció asombrado de verme e incluso se ruborizó, luego hizo una seña a un intérprete, le dijo unas breves palabras y el intérprete se acercó a Cerdic y le musitó algo al oído. También Cerdic me conocía, pero ni las palabras de Lancelot ni el hecho de reconocer a un enemigo hicieron cambiar la impenetrable expresión de su cara. Tenía cara de escribano, bien afeitado, de barbilla estrecha y con la frente alta y ancha. Sus labios eran finos y llevaba los ralos cabellos tensados hacia atrás y recogidos en un moño prieto; un rostro sin nada especial, a excepción de sus inolvidables ojos, claros y despiadados, ojos de asesino.

Aelle parecía haberse quedado sin habla, de la sorpresa. Era mucho mayor que Cerdic, debía de tener cincuenta y uno o cincuenta y dos, es decir, un viejo, aunque de porte impresionante todavía. Era alto, ancho de pecho, con la cara aplastada y acerada, la nariz rota, las mejillas marcadas por cicatrices y una cerrada barba negra. Llevaba una elegante vestimenta roja y una gruesa torques de oro al cuello, y otras piezas de oro en las muñecas, pero no había lujo que ocultara su condición primera y principal de soldado, de gran oso, de guerrero sajón. Le faltaban dos dedos de la mano derecha, que habría perdido en alguna batalla lejana y de la que me atrevería a decir se había vengando cumplidamente. Por fin, habló.

—¿Te atreves a presentarte aquí?

—Para veros a vos, lord rey —dije, e hinqué una rodilla en tierra. Saludé a Aelle y a Cerdic con una inclinación de cabeza, pero desprecié a Lancelot. Para mí no era nadie, un rey vasallo de Cerdic, un elegante traidor britano cuyo oscuro rostro rebosaba odio hacia mí.

Cerdic pinchó una gran porción de carne con el cuchillo, se la llevó a la boca y vaciló.

—No recibimos a los mensajeros de Arturo —dijo con naturalidad—, y si algún loco se atreve a venir, lo matamos. —Se metió la carne en la boca y me dio la espalda despachándome como asunto trivial. Sus hombres clamaban por mi muerte.

Aelle impuso silencio una vez más con un golpe de espada en la mesa.

—¿Vienes de parte de Arturo? —inquirió.

—Os traigo saludos, lord rey —dije pensando que los dioses sabrían perdonar una mentira— de Erce y el filial respeto del hijo de Erce, el cual se congratula de ser hijo vuestro.

Tal saludo no significaba nada para Cerdic. Lancelot, que escuchaba la traducción, cuchicheó con apremio al oído del intérprete, el cual habló a Cerdic a su vez. Las siguientes palabras de Cerdic se inspiraron sin duda en las de Lancelot.

—Debe morir —insistió, hablando con serenidad, como si muerte fuera cosa sin importancia—. Tenemos un acuerdo —recordó a Aelle.

—Según nuestro acuerdo, no recibimos embajadas de nuestros enemigos —sentenció Aelle, sin dejar de mirarme.

—¿Y qué otra cosa es éste? —preguntó Cerdic, mostrando por fin algo de temperamento.

—Es hijo mío —dijo Aelle sencillamente, y la concurrencia se quedó sin respiración—. Es hijo mío —repitió Aelle—, ¿acaso no lo eres?

—Lo soy, lord rey.

—Tienes otros hijos —comentó Cerdic a Aelle como al descuido, y señaló hacia unos hombres con barba que se hallaban sentados a la siniestra de Aelle. Esos hombres, a los que tomé por medio hermanos míos, me miraban sin comprender—. ¡Trae un mensaje de Arturo! —insistió Cerdic—. Ese perro —me señaló con el cuchillo— siempre sirve a Arturo.

—¿Traes un mensaje de Arturo? —inquirió Aelle.

—Traigo palabras de un hijo para su padre —mentí nuevamente—, nada más.

—¡Debe morir! —exclamó Cerdic secamente, y todos sus partidarios presentes lo apoyaron con grandes voces.

—No tengo intención de matar a mi propio hijo en mi propia casa.

—Entonces, ¿lo mato yo? —inquirió Cerdic con acritud—. Si un britano viene aquí, debemos pasarlo por la espada—. Lo dijo dirigiéndose a todos los presentes—. ¡Es lo acordado! —Cerdic insistió y sus hombres lo apoyaron nuevamente con gritos y golpes de lanza contra escudo—. ¡Esa cosa —continuó, señalándome con un ademán— es un sajón que lucha por Arturo! ¡Es un gusano, y ya sabéis lo que hay que hacer con los gusanos! —Los guerreros pedían mi muerte a pleno pulmón y los perros se sumaron a la algarabía con ladridos y aullidos. Lancelot me observaba con expresión indescifrable, mientras que Amhar y Loholt parecían ansiosos por contribuir a mi muerte. Loholt me guardaba un rencor singular, pues yo le había sujetado el brazo mientras su padre le cortaba la mano derecha.

Aelle esperó a que cesaran las voces.

—En mi casa —dijo, subrayando el posesivo para recordar a todos que él mandaba allí y no Cerdic—, los guerreros mueren con la espada en la mano. ¿Alguno de los presentes desea matar a Derfel mientras lleve su espada? —Miró hacia el salón invitando a cualquiera a enfrentarse conmigo. Nadie se alzó y Aelle se dirigió a su colega, el otro rey sajón—. No rompo ningún acuerdo contigo, Cerdic. Nuestras espadas marcharán juntas y ninguna palabra que mi hijo pronuncie evitará nuestra victoria.

Cerdic se sacó una hebra de carne de entre los dientes.

—Su cabeza —dijo señalándome— sería un buen estandarte de guerra. Lo quiero muerto.

—Pues mátalo tú —replicó Aelle burlón. Aunque fueran aliados mediaba poco afecto entre ellos. Aelle opinaba que Cerdic, más joven, era un oportunista, mientras que Cerdic opinaba que Aelle, el mayor de ambos, adolecía de carácter blando.

—Yo no —replicó Cerdic con media sonrisa, sin inmutarse—, mi paladín hará el trabajo. —Echó una ojeada a la sala, dio con el hombre que buscaba y lo señaló con el dedo—. ¡Liofa! Aquí hay un gusano. ¡Mátalo! —Los guerreros prorrumpieron en vivas. Tenían ganas de pelea y, sin duda, antes de que la velada concluyera la cerveza que tomaban causaría más de un enfrentamiento mortal, pero un combate a muerte entre el paladín de un rey y el hijo de otro rey era un espectáculo más refinado que una pelea de borrachos y mucho más divertido que las melodías de los dos arpistas que miraban desde los extremos del recinto.

Me volví hacia mi oponente con la esperanza de encontrar a un hombre medio ebrio ya y, por tanto, más fácil de vencer con Hywelbane, pero el que se destacó de entre los invitados no era lo que esperaba. Esperaba a un hombre de gran corpulencia, del estilo de Aelle, pero se trataba de un paladín esbelto y acerado, de semblante sereno y artero, limpio de cicatrices. Me miró descuitado mientras dejaba caer el manto al suelo y luego desenvainó una espada larga de hoja fina de su funda de cuero. Apenas llevaba joyas, sólo una sencilla torques de plata, y su atavío no ostentaba el lujo del que gustaban los paladines. Todo en él denotaba experiencia y seguridad, y su cara sin cicatrices indicaba una buena fortuna extraordinaria o una pericia poco común. Además, parecía pavorosamente sobrio cuando salió al espacio abierto ante la alta mesa y saludó a los reyes con una inclinación de cabeza.

Aelle parecía preocupado.

—El precio por hablar conmigo —me dijo— es defenderte ante Liofa. Pero puedes marcharte ahora y regresar a casa sano y salvo. —Los guerreros se burlaron de la propuesta.

—Hablaré con vos, lord rey —dije.

Aelle asintió y volvió a sentarse. Aún parecía descontento y deduje que Liofa debía de tener fama de espadachín temible. Mejor que bueno había de ser, pues de lo contrario no sería paladín de Cerdic y, por la expresión de Aelle, supuse que sería algo más que un espadachín consumado.

No obstante, mi nombre también era conocido, cosa que, al parecer, preocupaba a Bors, pues hablaba precipitadamente a Lancelot al oído. Lancelot, tan pronto su primo hubo concluido, hizo una seña al intérprete, el cual a su vez susurró algo a Cerdic. El rey lo escuchó y acto seguido me miró torvamente.

—¿Cómo sabemos —preguntó— que este hijo tuyo, Aelle, no está protegido por algún encantamiento de Merlín? —Los sajones siempre habían temido a Merlín y la mera sospecha levantó airadas protestas. Aelle frunció el ceño.

—¿Estás protegido, Derfel?

—No, lord rey.

Cerdic no quedó satisfecho.

—Estos hombres pueden reconocer la magia de Merlín —insistió, señalando a Lancelot y a Bors. Bors se encogió de hombros, se levantó y, dando un rodeo a la mesa, bajó del estrado. Se acercó a mí con cierta vacilación y yo extendí los brazos para indicarle que no pretendía hacerle mal alguno. Bors me miró las muñecas, buscando quizás pulseras de hierbas trenzadas o cualquier otro amuleto, luego me deshizo los cordones del jubón de cuero.

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