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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (4 page)

—Pero no estáis seguro —dije, ansioso de que me corroborase algo más.

—No seas necio, Derfel. ¿Por qué siempre me exiges certidumbre? ¡Tan sólo puedo celebrar el rito con la esperanza de que salga bien! Pero esta noche has presenciado algo, ¿no es cierto? ¿Es que no es suficiente para convencerte?

Vacile pensando que tal vez lo que había presenciado no fuese más que un truco. ¿Pero cómo se podía hacer brillar a una niña en la oscuridad?

—¿Y los dioses lucharán contra los sajones? —pregunté.

—Para eso los invocamos, Derfel —replicó paciente—. Pretendemos que Britania vuelva a ser como antaño, devolverle la perfección de que gozaba antes de que la adulterasen los sajones y los cristianos. —Se detuvo junto a la verja y se quedó mirando el paisaje nocturno del campo—. Amo a Britania —dijo en un tono repentinamente lánguido—, amo mucho esta isla. Es un lugar privilegiado. —Me puso la mano en el hombro—. Lancelot incendió tu casa. ¿Dónde vives ahora?

—Tengo que construirme una —dije, aunque no sería en la fortaleza de Ermid, donde había muerto mi pequeña Dian.

—Dun Carie está vacío —dijo Merlín—, y te permito vivir allí, pero con una condición: que cuando haya cumplido mi misión y los dioses estén con nosotros, pueda ir a morir a tu casa.

—A vivir, señor —contesté.

—A morir, Derfel, a morir. Soy viejo. Sólo me queda una cosa por hacer, e intentaré hacerla en Mai Dun. —Siguió con la mano apoyada en mi hombro—. ¿Crees que no me doy cuenta del riesgo que corro?

Percibí que Merlín tenía miedo.

—¿Qué riesgo, señor? —pregunté cohibido.

Un buho ululó en la oscuridad y Merlín se quedó escuchando con la cabeza inclinada, a la espera del grito de respuesta, pero no se produjo.

—Durante toda mi vida —dijo al cabo de un rato— he procurado devolver los dioses a Britania; ahora dispongo de los medios necesarios, pero no sé si funcionarán. Tampoco sé si soy yo el indicado para cumplir los ritos, o si viviré siquiera para verlo. —Me apretó el hombro—. Ve, Derfel —dijo—, ve. Tengo que dormir, mañana parto hacia el sur. Pero no faltes en Durnovaria en Samain. Acude a ver a los dioses.

—Allí estaré, señor.

Sonrió y dio media vuelta. Yo regresé al Caer como en un sueño, lleno de esperanza y atosigado por los temores, preguntándome adonde nos llevaría la magia o si acabaríamos a los pies de los sajones, que regresarían en primavera. Pues si Merlín no lograba que los dioses acudieran a su llamada, Britania quedaría condenada definitivamente.

Poco a poco, como un estanque de aguas revueltas que recobra la calma, Britania se fue tranquilizando. Lancelot se ocultaba en Venta temeroso de la venganza de Arturo. Mordred, nuestro rey por derecho, llegó a Lindinis, donde recibió todos los honores pero rodeado de lanceros. Ginebra permanecía en Ynys Wydryn bajo la severa vigilancia de Morgana, y Sansum, esposo de Morgana, vivía prisionero en las ha bitaciones de huéspedes de Emrys, el obispo de Durnovaria. los sajones se retiraron a sus fronteras, aunque, cuando los de un laclo recogían la cosecha, los otros los invadían salvajemente y viceversa. Sagramor, el comandante numidio de Arturo, defendía la frontera sajona, mientras Culhwch, el primo de Arturo y nuevamente uno de sus principales jefes guerreros, vigilaba la frontera belga de Lancelot desde nuestra fortaleza de Dunum. Nuestro aliado el rey Cuneglas de Powys dejó cien lanceros a las órdenes de Arturo y regresó a su reino; en el camino se encontró con su hermana, la princesa Ceinwyn, que volvía a Dumnonia. Ceinwyn era mi mujer y yo era su hombre, aunque ella había jurado que jamás contraería matrimonio. Volvió con nuestras dos hijas a principios de otoño y confieso que no me sentí plenamente feliz hasta que regresó. Salí a su encuentro al camino del sur de Glevum y la abracé durante un largo rato, pues en algunos momentos había llegado a temer que no volvería a verla jamás. Ceinwyn era una belleza, una princesa de dorados cabellos que en otra ocasión, hacía ya mucho tiempo, había estado prometida a Arturo y que, después de que Arturo abandonara los planes de matrimonio con ella para quedarse con Ginebra, hubo de prometer su mano a otros grandes príncipes; mas ella y yo habíamos huido juntos y me atrevo a decir que ambos obramos acertadamente al hacerlo.

Instalamos nuestro nuevo hogar en Dun Carie, situado a una corta distancia al norte de Caer Cadarn. Dun Carie significa «la colina junto al hermoso río», y el nombre hacía justicia al lugar, pues era un rincón delicioso donde creí que seríamos muy felices. La fortaleza de la cima era de roble con el tejado de paja y había una docena de barracones dentro del recinto, rodeado por una empalizada de leños medio podridos. La gente que vivía en la aldea, al pie de la colina, creía que la fortaleza estaba encantada, pues Merlín había permitido que un viejo druida llamado Balise terminara sus días en la vieja fortaleza; pero mis lanceros limpiaron el lugar de nidos y alimañas y sacaron al exterior toda la parafernalia mágica de Balise. No dudé que los aldeanos, a pesar del temor que les inspiraba la vieja fortaleza, se hubieran apoderado de cuantas ollas, trípodes y objetos de valor hubieran encontrado, de modo que a nosotros nos quedaron las pieles de serpiente, los huesos secos y los cadáveres disecados de aves, todo ello convenientemente envuelto en telas de araña. Había muchos huesos humanos, pilas de ellos, y los enterramos repartidos en diferentes fosas para que el espíritu de esos muertos no volviera a reunirse y viniera a molestarnos.

Arturo me envió docenas de jóvenes para instruirlos en las artes de guerra y todo aquel otoño los eduqué en la disciplina de la lanza y el escudo; una vez por semana, más por deber que por placer, iba a visitar a Ginebra a la cercana Ynys Wydryn. Le llevaba alimentos a modo de presentes y, cuando empezó a hacer frío, le regale un grueso manto de piel de oso. A veces me acompañaba su hijo Gwydre, pero en realidad nunca se sintió a gusto con él. Le aburrían las historias que le contaba de cuando iba a pescar al río de Dun Carie o a cazar en nuestros bosques. A ella le gustaba mucho la caza, pero se le había prohibido tal esparcimiento y el único ejercicio que realizaba era pasear alrededor de las construcciones del santuario. Su belleza no mermaba, al contrario, la desgracia confería a sus grandes ojos una luminosidad de la que antes carecía, aunque jamás reconocía estar triste, pues se lo impedía el orgullo, mas yo me daba cuenta de que no era feliz. Morgana la irritaba, la asediaba con rezos cristianos y la acusaba constantemente de ser la ramera escarlata de Babilonia. Ginebra lo soportaba con paciencia y la única queja que manifestó fue a principios de otoño, cuando las noches se hicieron más largas y las primeras heladas nocturnas blanquearon los surcos; entonces me dijo que sus habitaciones eran muy frías. Arturo puso fin a esa escasez ordenando que se proporcionara a Ginebra cuanto combustible precisara. Aún la amaba, aunque no podía soportar que yo pronunciara su nombre. En cuanto a Ginebra, no llegué a saber a quién amaba. Siempre me pedía noticias de Arturo, mas no nombró a Lancelot ni una sola vez.

También Arturo era prisionero, pero de sus propios tormentos. Su hogar, si es que lo tenía, estaba en el palacio real de Durnovaria, aunque prefería recorrer Dumnonia, ir de fortaleza en fortaleza disponiéndonos a todos para la guerra contra los sajones que llegaría al año siguiente; si en algún lugar pasaba más tiempo que en los demás, era en Dun Carie con nosotros. Lo veíamos llegar desde la fortaleza de la cima y, un momento después, un cuerno sonaba anunciando que sus jinetes habían cruzado el río. Gwydre, su hijo, corría a su encuentro; Arturo se inclinaba desde la silla de Llamrei, izaba al muchacho y entraba a todo galope por las puertas. Se mostraba tierno con Gwydre, como con todos los niños, pero con los adultos actuaba fría y reservadamente. El Arturo de antes, el hombre entusiasta y animado, había desaparecido. Sólo a Ceinwyn desnudaba su alma y, siempre que acudía a Dun Carie pasaba con ella horas y horas hablando de Ginebra, ¿de quién, si no?

—Aún la ama —me dijo Ceinwyn.

—Tendría que tomar otra esposa —dije.

—¿Cómo? —me preguntó—. Sólo piensa en ella.

—¿Y tú, qué le dices?

—Que la perdone, naturalmente. No creo que cometa más locuras, y si ella es la mujer que lo hace feliz, debería tragarse el orgullo y volverla a tener a su lado.

—Es demasiado altivo para eso.

—A la vista está —replicó en tono de censura. Dejó la rueca y el huso—. Creo que antes tendría que matar a Lancelot. Eso le animaría.

Arturo lo intentó aquel invierno. Invadió Venta, la capital de Lancelot, sin previo aviso, pero Lancelot había oído rumores del ataque y buscó la protección de Cerdic. Se llevó a Amhar y Loholt, los hijos que Arturo había tenido con Ailleann, su amante irlandesa. Los gemelos siempre Me habían recriminado su condición de bastardos y se habían aliado con los enemigos de su padre. Arturo no halló a Lancelot pero se hizo con una importante carga de grano, tan absolutamente necesario, ya que los disturbios del verano habían afectado inevitablemente la cosecha.

A mediados de otoño, dos semanas antes de Samain y poco después de haber invadido Venta, Arturo volvió de nuevo a Dun Carie. Había adelgazado más y ofrecía un semblante más severo aún. Su presencia nunca había inspirado temor, pero últimamente se mostraba tan reservado que nadie sabía cuáles eran sus pensamientos y esa reticencia le investía de misterio, mientras que la tristeza del espíritu lo endurecía. Nunca había sido proclive al mal genio, mas en esa época montaba en cólera a la menor provocación. Sobre todo estaba enfadado consigo mismo, pues se consideraba un fracasado. Sus dos primeros hijos lo habían abandonado y su matrimonio quedó destrozado arrastrando a Dumnonia tras de sí. Creía que podía levantar un reino perfecto, un lugar justo, seguro y pacífico, mas los cristianos habían optado por la masacre. Se culpaba a sí mismo de no haber previsto lo que se acercaba y en esos momentos, en la calma que sigue a la tormenta, dudaba de su propia visión.

—Es necesario disponerse a cumplir pequeñas tareas, Derfel —me dijo en aquella ocasión.

Era un día perfecto de otoño. El cielo estaba moteado de nubes y por entre los claros el sol se derramaba al oeste sobre el paisaje amarillo y marrón. Por una vez, Arturo no se procuró la compañía de Ceinwyn, sino que me llevó a mí hasta una pradera, fuera de la empalizada ya reparada de Dun Carie, y desde allí contempló, malhumorado, el Tor, que se levantaba en el horizonte. Miraba hacia Ynys Wydryn, donde permanecía Ginebra.

—¿A qué pequeñas tareas os referíais? —le pregunté.

—Derrotar a los sajones, naturalmente. —Esbozó una sonrisa, sabiendo que vencer a los sajones no era empeño nimio—. Se niegan a hablar con nosotros. Si envío emisarios, los matarán; eso me comunicaron la semana pasada.

—¿Quiénes? —pregunté.

—Ellos —me confirmó, refiriéndose tanto a Cerdic como a Aelle. Los dos reyes sajones se hostigaban mutuamente sin cesar, circunstancia que abonábamos por nuestra parte con grandes sobornos, pero en esos momentos, al parecer, habían aprendido la lección que Arturo había enseñado concienzudamente a los reinos de Britania: que sólo la unión procura la victoria. Los dos monarcas sajones unían sus fuerzas para aplastar a Dumnonia y la decisión de no recibir emisarios era señal de su resolución, al mismo tiempo que una medida de protección. Los mensajeros de Arturo podían ser portadores de sobornos que debilitaran a sus caciques y todos los emisarios, por más que deseen la paz con todas sus fuerzas, espían al enemigo. Cerdic y Aelle no querían arriesgarse. Tenían intención de enterrar las diferencias entre ellos y unir sus fuerzas contra nosotros.

—Esperaba que la peste los debilitara —dije.

—Pero han llegado más hombres, Derfel. Dicen que arriban naves a diario, cargadas de hombres hambrientos. Saben que somos débiles, así que el año que viene llegarán por millares. —Arturo parecía regocijarse con tan tenebrosa perspectiva—. ¡Una horda! Tal vez signifique nuestro fin, el tuyo y el mío. Dos viejos amigos, escudo junto a escudo, muertos por los hachazos de los enemigos bárbaros.

—Hay peores formas de morir, señor.

—Y mejores —replicó secamente. Miraba hacia el Tor; ciertamente, cada vez que acudía a Dun Carie se sentaba en la misma ladera de poniente, nunca en la de oriente ni en la del sur, que daba a Caer Cadarn, sino siempre en la misma, la que dominaba el valle. Yo sabía lo que pensaba, y él sabía que yo lo sabía, pero no pronunciaba su nombre porque no quería que supiera que se despertaba todas las mañanas pensando en ella y que todas las noches se iba a dormir rogando soñar con ella. De pronto, se dio cuenta de mi atenta mirada y bajó la suya hacia los campos, donde Issa entrenaba a los jóvenes para ser soldados. El aire de otoño se llenaba del ruidoso entrechocar de lanzas y estacas y la voz ronca de Issa ordenaba sin cesar que mantuvieran las espadas bajas y los escudos altos.

—¿Qué tal van? —preguntó Arturo, refiriéndose a los reclutas.

—Como nosotros hace veinte años —dije—, cuando nuestros mayores aseguraban que jamás nos convertiríamos en guerreros, y dentro de otros veinte años esos muchachos dirán lo mismo de sus hijos. Serán buenos soldados. Una batalla los pondrá a punto y luego serán tan útiles como cualquier guerrero britano.

—Una batalla —repitió Arturo con mala cara—, quizá libremos una sola batalla. Cuando vengan los sajones, Derfel, nos doblarán en número. Aunque Powys y Gwent envíen a todos sus hombres, ellos serán más. —Era la amarga verdad—. Merlín dice que no me preocupe —añadió sarcásticamente—, que su trabajo en Mai Dun hará la guerra innecesaria. ¿Has ido a ese lugar?

—Todavía no.

—Cientos de locos arrastrando leña hasta la cumbre. ¡Qué desatino! —Escupió hacia el valle—. No confío en los tesoros, Derfel, sino en las barreras de escudos y las lanzas afiladas. Y aún tengo otra esperanza más —hizo una pausa.

—¿Cuál es? —pregunté, y se volvió a mirarme.

—Si logramos dividir a nuestros enemigos una vez más —dijo—, aún tendremos una posibilidad. Si Cerdic se presenta solo, lo venceremos, siempre y cuando contemos con el apoyo de Powys y Gwent, pero no puedo vencer a Cerdic y a Aelle juntos. A lo mejor, si dispusiera de cinco años para reconstruir el ejército..., pero es imposible hacerlo para la próxima primavera. La única esperanza, Derfel, es que nuestros enemigos se separen. —Era nuestro modo clásico de guerrear, sobornar a un rey sajón para que luchara contra el otro, pero, por lo que me había contado Arturo, los sajones habían tomado medidas para que no volviera a suceder durante el invierno—. Ofreceré a Aelle la paz para siempre —prosiguió Arturo—, que se quede con todas las tierras que tiene ahora y todas las que pueda arrebatar a Cerdic y que él y sus descendientes reinen en ellas para siempre. ¿Comprendes? Le entrego la tierra a perpetuidad, si se pone de nuestro lado en la próxima guerra.

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