Authors: Bernard Cornwell
Tanto los sajones como los nuestros animaban a los rivales, cada cual a su representante. Sólo Arturo y yo guardábamos silencio. Estaba presenciando la muerte del hermano de Ceinwyn y no podía hacer absolutamente nada por evitarlo. Nada honorable, entiéndase, pues si rescataba a Cuneglas lo hundiría en la desgracia. Arturo me miró desde la silla con preocupación, mas no estaba en mi mano aliviar su cuita.
—Luché contra él —dije con amargura—, es un asesino.
—Pero sobreviviste.
—Soy guerrero, señor —dije. Cuneglas nunca había sido guerrero, por eso quería reafirmarse en ese momento, pero Liofa lo estaba dejando en ridículo. Cuneglas atacaba tratando de derrumbar a Liofa de un solo golpe, pero el sajón esquivaba los envites una y otra vez sin contraatacar jamás; poco a poco, nuestros hombres fueron cayendo en el silencio pues veían que el rey empezaba a agotarse y que Liofa jugaba con él.
Entonces, un puñado de guerreros de Powys se precipitó a salvar a su rey; Liofa retrocedió tres pasos rápidamente y señaló con la espada sin decir nada. Cuneglas se volvió y los vio.
—¡Atrás! —les ordenó—. ¡Atrás! —insistió furioso. Debía de saber que estaba perdido, pero no quería deshonrarse. El honor lo es todo.
Los hombres de Powys se detuvieron. Cuneglas volvió a enfrentarse a Liofa pero no se precipitó a atacar, sino que empleó mayor precaución. Su espada tocó por primera vez la hoja de Liofa, y vi que Liofa resbalaba en la hierba y Cuneglas cantaba victoria levantando la espada para rematar a su oponente; mas Liofa la esquivó con un giro, resbaló deliberadamente y la trayectoria de la caída hizo descender su espada, de modo que pinchó a Cuneglas en la pierna derecha. Cuneglas se quedó un momento de pie, con la espada temblorosa en la mano y, cuando Liofa se incorporó, él cayó. El sajón esperó a que el rey terminara de caer, le apartó el escudo de una patada y le clavó una sola vez la punta de la espada.
Los sajones enronquecieron lanzando vivas, pues el triunfo de Liofa auguraba la victoria. Liofa sólo tuvo tiempo de despojar a Cuneglas de su espada y correr ágilmente hacia los suyos, pues un grupo de hombres lo perseguía para vengar al rey. Los aventajó fácilmente y luego se volvió a provocarlos. No tenía necesidad de luchar contra ellos, pues había vencido en el reto. Había matado a un rey enemigo y sin duda los bardos sajones ensalzarían a Liofa el terrible, el asesino de reyes. Fue el artífice de la primera victoria sajona de la jornada.
Arturo desmontó y él y yo insistimos en llevar el cuerpo de Cuneglas a sus hombres. Los dos lloramos. En todos aquellos largos años no habíamos contado con aliado más incondicional que Cuneglas ap Gorfyddyd, rey de Powys. Jamás había discutido con Arturo y jamás le había fallado, y conmigo había sido como un hermano. Era un hombre bueno, dispensador de oro, amante de la justicia, pero había muerto. Los guerreros de Powys se hicieron cargo del cadáver de su rey y lo llevaron detrás de la barrera de escudos.
—El que lo ha matado —les dije— es Liofa, y daré cien monedas de oro al que me traiga su cabeza.
Un grito me hizo girar sobre los talones. Los sajones, convencidos de su triunfo, habían iniciado el avance.
Mis hombres se pusieron en pie y se restañaron el sudor de los ojos. Me calé el yelmo, abollado y ensangrentado, me bajé los protectores de las mejillas y recogí una lanza abandonada.
Era el momento de reemprender la lucha.
Fue el ataque sajón más impetuoso del día, llevado a cabo por unos lanceros plenos de confianza que se habían recuperado de la sorpresa inicial y se abalanzaban dispuestos a hacer añicos nuestras líneas para rescatar a Aelle. Se acercaban cantando a voz en grito, golpeando las lanzas contra los escudos y prometiéndose unos a otros matar a un puñado de britanos por cabeza. Los sajones sabían que la victoria era suya. Habían soportado el ataque más enconado que Arturo podía lanzarles, habían combatido hasta inmovilizarnos, su campeón había matado a un rey y en ese momento, con las tropas de refresco en cabeza, avanzaban con intenciones de rematarnos. Los francos echaron atrás sus ligeras lanzas arrojadizas preparándose para mandar una lluvia de hojas afiladas contra nuestra barrera de escudos.
Pero, de pronto, un cuerno resonó en Mynydd Baddon.
Al principio sólo lo oímos unos pocos a causa de la barahúnda de gritos, pisotones y gemidos de los moribundos, pero el cuerno volvió a sonar hasta tres veces y, a la tercera, los hombres volvieron la mirada a la fortificación abandonada de Mynydd Baddon. Incluso los francos y los sajones se detuvieron. Estaban a tan sólo cincuenta pasos de nosotros cuando el cuerno los detuvo y, al igual que nosotros, volviéronse hacia la empinada ladera verde.
Y vimos a un solo jinete con un estandarte.
Sólo ondeaba un estandarte, pero era enorme, una pieza de lino blanco desplegada al viento con el dragón rojo de Dumnonia bordado en el centro. La bestia roja y rampante, todo garras, cola y fuego, dominaba la enseña que flotaba en el aire y casi tapaba al jinete que la portaba. Incluso desde la distancia, percibimos que el jinete cabalgaba tieso, de una forma extraña, como si no dominara el negro corcel ni pudiera sujetar firmemente el gran estandarte, pero enseguida aparecieron dos lanceros detrás del jinete que espoleaban al caballo con picas, y el animal empezó a descender por la ladera tirando hacia atrás bruscamente al jinete. A medida que el caballo corría cerro abajo, el jinete volvió a caer hacia adelante con el manto negro flotando a la espalda y una armadura blanca y brillante, tan blanca como el lino de la enseña ondeante. Detrás de él empezó a desbordarse por el parapeto de Mynydd Baddon, como unas horas antes hiciéramos nosotros, una multitud enfebrecida de hombres con escudos negros y otros con osos de grandes colmillos en el escudo. Oengus mac Airem y Culhwch habían llegado por fin, pero en vez de caer desde el camino de Corinium, habían subido primero a la cima de Mynydd Baddon para unirse a nosotros.
Pero yo no perdía de vista al jinete. Cabalgaba de la forma más extraña, y entonces vi que estaba atado al caballo. Tenía los tobillos unidos con cuerda por debajo del vientre de la negra montura, y su cuerpo iba fijado a la silla por medio de algo que no podía ser sino astillas atornilladas al borren de la silla. No llevaba yelmo y su largo cabello flota ha libremente al aire, y bajo el pelo el semblante del jinete no era sino una calavera sonriente cubierta de piel apergaminada. Era Gawain, el difunto Gawain, sin labios ni encías, con dos hendiduras negras por nariz y dos cuencas vacías por ojos. La
cabeza
se balanceaba de lado a lado del cuerpo, al cual llevaba atado el estandarte del dragón britano, y el cuerpo resbalaba a los flancos de la montura.
Era la muerte cabalgando en un corcel negro de nombre Anbarr; la visión del fantasma montado, dirigiéndose hacia su flanco, estremeció la confianza de los sajones. Los Escudos Negros bajaban aullando detrás de Gawain, llevando al caballo y al jinete muerto hasta más allá de los setos, directo al flanco sajón. Los Escudos Negros no atacaban formando una barrera de escudos sino que embestían en una horda aullante. Era el estilo guerrero de los irlandeses, un asalto terrorífico de hombres enloquecidos que se arrojaban a la carnicería como amantes.
La batalla se tambaleó unos momentos. Los sajones estaban a punto de obtener la victoria pero Arturo, al ver su indecisión, nos azuzó sin previo aviso.
—¡Vamos! —gritó.
—¡Adelante! —dijo Mordred después de Arturo—. ¡Adelante!
Y así comenzó la
matanza
de Mynydd Baddon. Los bardos la relatan de cabo a rabo y, por una vez, no exageran. Pasamos por encima de la línea de cadáveres y alcanzamos al ejército sajón con nuestras lanzas en el momento en que los Escudos Negros y Culhwch caían sobre su flanco. Durante unos instantes las espadas entrechocaron fragorosamente, las hachas cayeron con estrépito sobre los escudos, el aire se llenó de gruñidos, empellones y sudor de la colisión de las dos barreras de escudos, pero después el ejército sajón rompió filas y luchamos desordenadamente en un campo resbaladizo de sangre franca y sajona. Los sajones salieron en desbandada, desbaratados por la carga salvaje al mando de un muerto que cabalgaba sobre un negro corcel, y nosotros matamos hasta perder la noción de matar. Abarrotamos de muertos sajones el puente de espadas. Los pasamos a lanzazos, los destripamos y a algunos simplemente los ahogamos en el río. Al principio no tomamos prisioneros, sino que desahogamos años de odio acumulado sobre nuestros aborrecidos enemigos. El ejército de Cerdic se hizo añicos ante el asalto a dos bandas y cargamos contra las filas desordenadas rivalizando en la masacre. Fue una orgía de muerte, un fárrago carnicero. Algunos sajones estaban tan aterrorizados que no se podían mover, se quedaban literalmente con los ojos desorbitados esperando la muerte, mientras que otros luchaban enconadamente, morían corriendo o buscaban la huida por el río. Perdimos toda semblanza con una barrera de escudos, no éramos más que una jauría de perros enloquecidos desgarrando al enemigo en mil pedazos. Vi a Mordred cojeando y matando sajones sin tregua, vi a Arturo persiguiendo a los fugitivos, vi a los hombres de Powys vengando la muerte de su rey a mil por uno. Vi a Galahad golpeando a diestra y siniestra desde el caballo, con el semblante más tranquilo que nunca. Vi a Tewdric vestido de sacerdote, flaco como un esqueleto y con la cabeza tonsurada, blandiendo salvajemente su gran espada. También estaba el viejo obispo Emrys con una cruz enorme colgada al pecho y una vieja coraza sobre la sotana, atada con cuerda de crin de caballo.
—¡Idos al infierno! —rugía acuchillando sajones indefensos con la lanza—. ¡Arded eternamente en el fuego purificador!
Vi a Oengus mac Airem con la barba empapada de sangre sajona y alanceando sais sin cuento. Vi a Ginebra a lomos del caballo de Mordred empleando a fondo la espada que le habíamos dado. Vi a Gawain descabezado, un peso muerto a lomos del ensangrentado caballo que pacía tranquilamente entre los cadáveres sajones. Vi a Merlín, por último, pues había acudido con el cadáver de Gawain y, a pesar de ser viejo, golpeaba a los sajones con la vara y los maldecía llamándolos gusanos miserables. Tenía una escolta de Escudos Negros. Me vio, me sonrió y con un ademán me indicó que siguiera matando.
Arrasamos el poblado de Cerdic, donde las mujeres y los niños se escondían en las chozas. Culhwch y un puñado de hombres abrían, imperturbables, un camino de carniceros entre los pocos lanceros sajones que trataban de proteger a sus familias y la impedimenta abandonada de Cerdic. Los guardianes sajones murieron y el oro del botín se derramó como ahechaduras. Recuerdo que se levantó una polvareda cual bruma, que gritaban las mujeres y los hombres, que los niños y los perros huían despavoridos, que ardían las cabañas llenándolo todo de humo y, por encima de todo, el retumbar de los caballos de Arturo sembrando el terror y clavando lanzas a los lanceros enemigos por la espalda. No hay júbilo como el de destruir a un ejército vencido. Cuando se rompe la barrera de escudos, la muerte manda, de modo que matamos hasta que nuestros brazos exhaustos no pudieron levantar la espada y, concluida la matanza, nos encontramos en un pantano de sangre; entonces, nuestros hombres dieron con la cerveza y el hidromiel de los sajones y empezaron a beber. Algunas mujeres sajonas encontraron protección en algunos de los nuestros que se mantenían sobrios y acarrearon agua desde el río para los heridos. Buscamos a los compañeros vivos y los abrazamos, descubrimos amigos muertos y lloramos por ellos. Conocimos el delirio de la victoria aplastante, compartimos lágrimas y risas y, algunos, a pesar del agotamiento, bailaron de pura alegría.
Cerdic escapó. Atravesó el caos con su guardia personal y subió a los montes orientales. Algunos sajones cruzaron el río a nado en dirección al sur y otros siguieron a Cerdic, mientras que unos pocos se fingieron muertos y se escabulleron durante la noche, pero la mayoría yacía en el valle al pie de Mynydd Baddon, y aún permanecen hoy allí.
Habíamos vencido. Convertimos los campos de la vega en un matadero. Salvamos a Britania e hicimos realidad el sueño de Arturo. Éramos los reyes de la matanza y los señores de la muerte, y lanzamos al cielo nuestro sanguinario aullido de triunfo.
Habíamos quebrantado el poder de los sais.
La reina Igraine se sentó en mi ventana a leer las últimas páginas preguntándome de vez en cuando el significado de alguna palabra sajona, pero sin más comentarios. Leyó rápidamente el relato de la batalla y arrojó los pergaminos al suelo con desagrado.
—¿Qué pasó con Aelle? —me preguntó enfadada—, ¿y con Lancelot?
—Llegaré al destino de ambos, señora —dije. Con el muñón de la izquierda sujetaba una pluma contra el pupitre mientras le afilaba la punta con un cuchillo. Soplé las virutas, que cayeron al suelo—. Todo a su tiempo.
—¡Todo a su tiempo! —refunfuñó—. ¡No podéis dejar un relato sin final, Derfel!
—Tendrá su final —le prometí.
—Aquí hace falta un final ahora mismo —insistió mi reina—. Es lo principal de cualquier relato. En la vida no encontramos finales concluyentes, por eso los relatos deben tenerlos. —Está muy hinchada ya, pues pronto dará a luz. Rezaré por ella, y buena falta le harán las oraciones porque son muchas las mujeres que mueren en el parto. No sufren tanto las vacas, ni las gatas, ni las perras, ni las cerdas, ni las ovejas, ni las zorras ni ninguna otra criatura, salvo el ser humano. Sansum dice que es porque Eva tomó la manzana prohibida del Edén y con ello nos cerró el Paraíso. Predica el santo varón que Dios castiga a los hombres con las mujeres y a las mujeres con los hijos—. Así pues, ¿qué sucedió con Aelle? —insistió Igraine con tesón cuando vio que no respondía a su pregunta.
—Murió, recibió un lanzazo. Se le clavó justo aquí —dije, señalándome entre las costillas por encima del corazón. Naturalmente, la historia era más larga, pero no tenía intención de contársela en ese momento pues me desagrada relatar la muerte de mi padre, aunque supongo que habré de transcribirla para que el relato quede completo. Arturo dejó a sus hombres saqueando el campamento de Cerdic y volvió al galope a enterarse de si los cristianos de Tewdric habían terminado con el ejército acorralado de Aelle. Encontró los despojos sangrantes y agonizantes del ejército derrotado, pero aún dispuestos a luchar. Aelle había sido herido y ya no podía sujetar el escudo, pero lejos de rendirse, se había rodeado de su guardia personal y de sus últimos lanceros y aguardaba a que los soldados de Tewdric acudieran a matarlo.