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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (39 page)

Cerdic nos superaba en número, pero no podía envolvernos por el norte, pues allí se encontraba la caballería pesada y no deseaba mandar a sus hombres colina arriba, al encuentro de semejantes bestias, de modo que mandó que nos envolvieran por el sur, pero Sagramor se anticipó a la maniobra y acudió raudo a cubrir el hueco. Recuerdo el entrechocar de los escudos. Tenía la bota derecha llena de sangre, de modo que chapoteaba cada vez que me apoyaba en ese lado, la cabeza me dolía terriblemente y yo enseñaba los dientes en una mueca fija. El hombre que había ocupado mi sitio en la primera fila no quería devolvérmelo.

—Ya ceden, señor —me dijo a gritos—. ¡Ya ceden! —Y, ciertamente, la presión de los sajones empezaba a disminuir. No los habíamos vencido, sólo se retiraban; de pronto, un grito llamó al enemigo a retirada y, con un último golpe de lanza o hacha, se replegaron rápidamente. No los seguimos. Estábamos cubiertos de sangre, molidos, agotados en exceso, y no los seguimos; además teníamos el obstáculo de la montaña de cadáveres que señalaba el punto máximo de la batalla de lanzas y escudos. Algunos estaban muertos, pero otros agonizaban y rogaban que los matáramos.

Tras retirar a sus hombres, Cerdic formó otra barrera de escudos muy grande, con la intención de abrirse camino hasta las tropas de Aelle, el cual había quedado aislado cuando los hombres de Sagramor ocuparon la mayor parte del terreno entre mis hombres y el río. Más tarde supe que los lanceros de Tewdric empujaban a los de Aelle hacia el río y que Arturo dejó el número justo de hombres para mantener a esos sajones acorralados, mientras enviaba a los demás a reforzar la posición de Sagramor.

Tenía una abolladura en la parte izquierda del yelmo con un tajo al final que atravesaba el hierro y el relleno de cuero. Cuando me lo quité, un mechón de pelo empapado de sangre coagulada me dio un tirón. Me toqué el cráneo aprensivamente pero no percibí huesos rotos, sólo una magulladura y una pulsación dolorosa. En el brazo izquierdo tenía una herida abierta, en el pecho otra contusión, y el tobillo derecho me sangraba todavía. Issa cojeaba pero aseguró que no era más que un rasguño. Niall, el jefe de los Escudos Negros, había muerto. Una lanza le había atravesado la coraza, yacía de espaldas con la pica sobresaliendo hacia el cielo y la boca abierta cubierta de sangre. Eachern había perdido un ojo. Se tapó la cuenca vacía con un trapo, se lo ató alrededor de la cabeza y se encasquetó el yelmo encima del rudimentario vendaje; luego juró vengar el ojo perdido al ciento por uno.

Arturo bajó del cerro a felicitar a mis hombres.

—¡Seguid resistiendo! —nos gritó—. ¡Seguid resistiendo hasta que llegue Oengus, y entonces los aniquilaremos para siempre! —Mordred cabalgaba detrás de Arturo y su enseña avanzaba junto a la del oso. El rey llevaba la espada desnuda y abría los ojos desmesuradamente por la excitación de la jornada. A lo largo de tres kilómetros por la orilla del río no había más que polvo y sangre, muertos y moribundos, hierro clavado en carne.

Las filas de Tewdric, vestidas de oro y escarlata, rodearon a los supervivientes de Aelle. Esos hombres seguían luchando y Cerdic hizo un nuevo intento de llegar hasta ellos. Arturo se llevó a Mordred de vuelta al cerro mientras nosotros cerrábamos la formación de escudos una vez más.

—Están impacientes —comentó Cuneglas al ver el avance de las líneas sajonas.

—No están borrachos —dije—, por eso resisten.

Cuneglas no había sufrido heridas y desbordaba entusiasmo, el arrebato de quien cree que su vida está protegida mágicamente. Había luchado en el frente de batalla, había matado y no había recibido ni un rasguño. Nunca había sido famoso por sus hazañas guerreras, al contrario que su padre, y creía estar ganándose la corona en esos momentos.

—Ten cuidado, lord rey —le dije cuando regresó junto a sus hombres.

—¡Estamos ganando, Derfel! —replicó, y se alejó presuroso a enfrentarse a los atacantes.

El segundo asalto de los sajones sería mucho mayor que el primero, pues Cerdic había situado a su guardia personal en el centro de la formación con unos perros de guerra colosales, a los que soltaron contra los hombres de Sagramor que ocupaban el centro de nuestra barrera. Un instante más tarde, golpearon los sajones avanzando a hachazos entre los huecos abiertos por los perros en nuestra fila. Oí el estrépito de los escudos y después ya no pude pensar en Sagramor, pues el ala derecha de los sajones cayó sobre mis hombres.

Los escudos entrechocaron nuevamente. Nuevamente empujamos con las lanzas y asestamos mandobles, y nuevamente nos hallamos aplastados unos contra otros. El sajón que tenía enfrente abandonó la lanza y trató de alcanzarme el estómago con un cuchillo corto. El cuchillo topaba con mi cota de mallas y el hombre gruñía, empujaba y rechinaba los dientes hurgando con la hoja entre los anillos de hierro de mi cota. Yo no tenía sitio para bajar la mano y agarrar la suya, de modo que le di un golpe en el casco con el pomo de Hywelbane y seguí golpeándolo hasta que cayó a mis pies y pude pisotearlo. Él seguía tratando de clavarme el cuchillo, pero el hombre que tenía a mi espalda le clavó la
lanza y
me empujó con el escudo obligándome a avanzar sobre el enemigo. A mi izquierda, un héroe sajón golpeaba a diestra y siniestra con el hacha abriéndose un pasillo entre los míos por la fuerza, pero le hicieron tropezar con el asta de una lanza y media docena de guerreros se abalanzaron sobre él con espadas y lanzas. Murió entre los cadáveres de sus víctimas.

Cerdic recorría su línea cabalgando, gritando a sus hombres que empujaran y mataran. Lo llamé, le reté a que desmontara y luchara como un hombre, pero, o no me oyó o bien hizo caso omiso de mi provocación. Hincó espuelas y se dirigió al punto donde Arturo luchaba junto a Sagramor. Arturo, apercibiéndose de la presión que soportaban los hombres de Sagramor, llevó a sus jinetes a la retaguardia de las líneas para apoyar al numidio, y la caballería procedió a empujar con los caballos entre la aglomeración de hombres y a pinchar por encima de sus cabezas a los de la primera fila enemiga con sus largas picas. Allí estaba Mordred y, más tarde, los hombres aseguraron que había luchado como un demonio. A nuestro rey nunca le faltó valor sanguinario en la batalla, sólo sensatez y decencia en la vida. No era soldado de a caballo, de modo que desmontó y ocupó un lugar en primera línea. Después, lo vi cubierto de sangre, pero ni una gota era de sus venas. Ginebra estaba tras nuestras líneas. Vio el caballo abandonado de Mordred, lo montó y empezó a soltar flechas desde el lomo. Una se clavó y tembló un momento en el escudo de Cerdic, pero la quitó él mismo de un manotazo como si de una mosca se tratara.

El segundo asalto terminó por pura fatiga. Llegó un momento en que estábamos tan exhaustos que apenas podíamos levantar la espada una vez más y lo único que hacíamos era apoyarnos en el escudo del enemigo y escupir insultos por encima del borde. De vez en cuando, un hombre lograba reunir fuerzas para enarbolar un hacha o asestar un lanzazo, y entonces la furia del combate volvía a prender, aunque moría tan pronto como la barrera de escudos contenía el estallido. Todos sangrábamos, teníamos todo el cuerpo magullado y la boca seca y, cuando el enemigo se replegó, agradecimos el respiro.

También nosotros retrocedimos y nos libramos de los cadáveres que yacían en un montón en el punto donde se habían encontrado las barreras. Nos llevamos a nuestros heridos; entre los muertos de nuestro bando había algunos con la frente marcada por una punta de lanza al rojo vivo, señal de que se habían unido a las fuerzas rebeldes de Lancelot el año anterior pero habían muerto luchando por Arturo. También encontré a Bors entre los heridos. Temblaba y se quejaba de frío; habíanle abierto el vientre y, cuando lo levanté, se le cayeron las tripas al suelo. Volví a acostarlo y se quejó como un gato; entonces le dije que el otro mundo le esperaba con hogueras rugientes, buenos compañeros e hidromiel sin tasa, y me apretó la mano izquierda mientras le cortaba la garganta con una rápida estocada de Hywelbane. Un sajón ciego se arrastraba penosamente entre los muertos echando sangre por la boca, hasta que Issa recogió un hacha caída y le asestó un golpe en la cerviz. Vi a uno de mis bisoños vomitando; luego avanzó unos pasos trastabillando y por fin, un compañero lo agarró y lo ayudó a enderezarse. El joven lloraba avergonzado porque las tripas se le habían vaciado de miedo, pero no le había sucedido sólo a él. Todo el campo atufaba a heces y sangre.

Los hombres de Aelle, situados a cierta distancia por detrás de nosotros, habían formado una compacta barrera de escudos de espaldas al río. Los hombres de Tewdric estaban enfrente de ellos, pero se conformaban con mantenerlos inmóviles en vez de luchar contra ellos, pues los hombres acorralados son de temer. Y Cerdic seguía fiel a su aliado, con esperanzas todavía de atravesar las filas de Arturo y llegar al lado de Aelle, para juntos atacar en dirección norte dividiendo en dos nuestras fuerzas. Lo había intentado dos veces y en ese momento reunía los restos de su ejército para realizar un último y gran esfuerzo. Contaba con algunos hombres de refresco, guerreros a sueldo del ejército franco de Clovis, y situó a dichos mercenarios en primera línea de batalla; vimos que los hechiceros los arengaban y luego se volvieron hacia nosotros con sus maldiciones e insultos. El siguiente ataque no sería veloz. No había necesidad, pues la mañana era joven aún, ni siquiera era mediodía, y Cerdic tuvo tiempo de dar de comer y beber a sus hombres y dejar que se prepararan. Uno de sus tambores de guerra empezó a redoblar lúgubremente mientras las filas sajonas seguían engrosándose por los flancos con hombres y perros sujetos por correas. Estábamos todos exhaustos. Mandé a unos hombres al río a por agua y nos la repartimos tomándola a grandes sorbos con los cascos de los muertos. Arturo se acercó a mí y torció el gesto al ver el estado en que me encontraba.

—¿Podrás contenerlos por tercera vez? —me preguntó.

—Es necesario, señor —dije, sabiendo que sería ardua tarea. Habíamos sufrido muchas bajas y la barrera sería delgada. Las lanzas y las espadas habían perdido el filo y nos faltaban piedras de amolar para afilarlas de nuevo, mientras que el enemigo recibía el refuerzo de hombres de refresco con las armas a punto. Arturo se apeó de Llamrei, dio las riendas a Hygwydd y me llevó hacia la diseminada línea de cadáveres. Conocía a algunos de los caídos por su nombre y frunció el ceño al ver a los jóvenes bisoños que tan breve vida habían disfrutado hasta topar con el enemigo. Se detuvo junto a Bors y le tocó la frente con un dedo, parose después al lado de un sajón que yacía con una flecha clavada en la boca abierta. Creí por un momento que iba a decir algo, pero se limitó a sonreír. Sabía que Ginebra estaba entre mis hombres, seguro que la había avistado montada en el caballo, como se habría fijado en la enseña que ondeaba al lado de mi estrella. Volvió a mirar la flecha y un rayo de alegría le iluminó el semblante un momento. Me tocó el brazo y me llevó de nuevo con mis hombres, que descansaban sentados o apoyados en las lanzas.

Un sajón de las filas que se estaban reuniendo reconoció a Arturo, salió a tierra de nadie, la franja que mediaba entre los dos ejércitos, y le retó a voces. Era Liofa, el espadachín con el que me había batido en Thunreslea, y llamó a Arturo cobarde y mujer. Ni yo se lo traduje ni él me lo pidió. Liofa se acercó más. No llevaba escudo ni armadura, ni siquiera casco, sólo la espada, la cual envainó para demostrar que no nos temía. Vi la cicatriz de su rostro y sentí la tentación de abrirle otra más grande, una que se lo llevara a la tumba, pero Arturo me retuvo.

—¡Déjalo! —me dijo.

Liofa siguió provocándonos. Gimió como una mujer insinuando que éramos mujeres, y se plantó dándonos la espalda para invitar a cualquiera a que lo atacara. Pero nadie se movió. Se encaró a nosotros nuevamente, sacudió la cabeza compadeciéndose de nuestra cobardía y siguió avanzando hasta la línea de cadáveres. Los sajones lo animaban a gritos y mis hombres callaban. Hice correr el aviso de que se trataba del paladín de Cerdic, que era peligroso y que lo dejaran en paz. Ver a un sajón tan desenfrenado sublevaba a mis hombres, pero era preferible que Liofa siguiera vivo de momento en vez de darle ocasión de humillar a nuestros agotados lanceros. Arturo trató de infundirles nuevos ánimos; subióse a Llamrei haciendo caso omiso de las pullas de Liofa y cabalgó a lo largo de la línea de cadáveres. Espantó a los desnudos hechiceros sajones, desenvainó a Excalibur y espoleó a la yegua acercándose más al frente sajón y exhibiendo su penacho blanco y su manto ensangrentado. El escudo con la cruz roja brillaba y mis hombres lo vitorearon. Los sajones reculaban a su paso, y Liofa, que quedó impotente detrás de Arturo, lo llamó corazón de mujer. Arturo dio la vuelta y en dirección a donde me hallaba yo. Tal actitud significaba que Liofa no era oponente digno; seguro que el campeón de los sajones debió de sentirse ofendido, pues se acercó más a nuestra línea buscando un contrincante.

Se detuvo junto a los cadáveres. Pisoteó la sangre y cogió un escudo del suelo. Lo levantó para que todos viéramos el águila de Powys y, cuando se hubo asegurado de que todos lo habíamos visto, arrojó el escudo al suelo nuevamente, se abrió los calzones y orinó en la insignia de Powys. Luego apuntó de tal modo que la orina cayó sobre el dueño del escudo, ya muerto, y tamaño insulto colmó el vaso de la paciencia.

Cuneglas aulló de rabia y salió de la línea a la carrera.

—¡No! —grité, y eché a correr hacia él. Pensaba que era preferible enfrentarme yo a Liofa, pues al menos conocía sus artimañas y su velocidad, mas llegué tarde. Cuneglas había desenvainado y no me hizo el menor caso. Se creía invulnerable aquel día. Era el rey de la batalla, un hombre que necesitaba demostrarse a sí mismo que era un héroe, cosa que había conseguido, y entonces creía que todo era posible. Acabaría con el insolente sajón a la vista de todos sus hombres, y los bardos celebrarían durante años la gloria del rey Cuneglas el poderoso, el carnicero de sajones, el gran guerrero.

No podía salvarle, pues perdería el honor si se retiraba o si lo reemplazaba otro hombre, de modo que me quedé mirando horrorizado mientras él avanzaba con aplomo hacia el esbelto sajón sin armadura. Cuneglas llevaba la antigua armadura de su padre, de hierro con ribetes de oro y un yelmo coronado por un ala de águila. Sonreía. En ese momento se sentía por encima de todo mal, pletórico de entusiasmo por las gestas de la jornada, se creía tocado por los dioses. No vaciló, atacó a Liofa, y todos habríamos jurado que le alcanzaba de pleno, pero Liofa escapó a la estocada, se hizo a un lado, soltó una carcajada y saltó hacia el otro lado esquivando el segundo intento de Cuneglas.

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