Authors: Bernard Cornwell
Por la tarde empezaron a arder las primeras piras funerarias. Ayudé a colocar los cadáveres de mis hombres en las piras y dejé a mis camaradas acompañando a los espíritus al otro mundo con canciones, mientras yo recogía mi montura y cabalgaba hacia el norte entre suaves sombras alargadas. Me dirigí a la aldea donde se habían refugiado nuestras mujeres y, a medida que ascendía por los montes del norte, el barullo del campo de batalla se debilitaba. Era el ruido de las hogueras que chisporroteaban, de las mujeres que lloraban, de los cantos elegiacos y de hombres embriagados que aullaban como salvajes.
Di a Ceinwyn noticia de la muerte de Cuneglas. Se quedó mirándome fijamente cuando se lo conté y tardó unos momentos en reaccionar, hasta que las lágrimas le inundaron los ojos. Se tapó la cabeza con el manto.
—Pobre Perddel —dijo, refiriéndose al hijo de Cuneglas, que ya era rey de Powys. Le relaté la forma en que había muerto su hermano y después se retiró a la cabaña donde vivía con nuestras hijas. Quería vendarme la herida de la cabeza, que tenía peor aspecto de lo que era en realidad, pero no pudo hacerlo pues ella y mis hijas tenían que llorar a Cuneglas, es decir, tenían que encerrarse durante tres días y tres noches, sin ver el sol y sin ver ni tocar hombre.
Ya había oscurecido. Podía haberme quedado en la aldea, pero me lo impidió la inquietud y, a la luz de la luna menguante, volví hacia el sur. Pasé primero por Aquae Sulis pensando que tal vez encontrara a Arturo en la ciudad, mas sólo hallé los restos de la carnicería pasados por el fuego. Nuestros soldados de leva se habían precipitado por las inútiles murallas dando muerte a cuanto ser vivo hallaron dentro, pero el horror concluyó cuando las tropas de Tewdric tomaron la ciudad. Esos cristianos limpiaron el templo de Minerva, recogieron las entrañas de tres toros sacrificados que los sajones habían dejado desangrándose sobre las baldosas y, tan pronto como el templo quedó acondicionado, los cristianos celebraron una ceremonia de acción de gracias. Los oí cantar y fui en busca de otros que cantaran lo mismo que yo, pero mis hombres se habían quedado en las ruinas del campamento de Cerdic y en Aquae Sulis no hallé sino desconocidos. No di con Arturo ni con ningún amigo más que Culhwch, borracho como una cuba, de modo que cabalgué por el río hacia el este en la oscuridad. El aire olía a sangre y las ánimas pululaban por todas partes, pero me arriesgué a ganarme su ira por encontrar compañía. Di con un grupo de hombres de Sagramor que cantaban en torno a una hoguera, pero ignoraban el paradero de su comandante, de modo que seguí cabalgando, adentrándome en dirección este atraído por el resplandor de una hoguera donde bailaban unos soldados.
Los danzarines eran Escudos Negros, que bailaban dando grandes saltos pues lo hacían entre las cabezas cortadas al enemigo. Habría pasado de largo a los irlandeses saltimbanquis, pero vislumbré dos siluetas de blanco sentadas tranquilamente junto al fuego en medio del corro de danzantes. Uno era Merlín.
Até al caballo a un tocón y cruce el corro de bailarines. Merlín y su compañero cenaban pan, queso y cerveza; al verme, el druida no me reconoció.
—Lárgate —me espetó— o te convierto en sapo. ¡Ah! ¡Eres tú, Derfel! —exclamó desilusionado—. Ya sabía yo que si encontraba algo de comer, algún estómago vacío pretendería que lo compartiera. Supongo que tendrás hambre.
—Así es, señor. —Me invitó a sentarme con un gesto.
—Sospecho que este queso es sajón —dijo sin convencimiento—, y estaba manchado de sangre cuando lo encontré, pero lo he limpiado con agua. Bueno, como fuera, pero ya está limpio, y, sorprendentemente, es bastante comestible. Supongo que hay suficiente para ti. —En realidad había suficiente para doce—. Te presento a Taliesin —dijo secamente—. Es una especie de bardo procedente de Powys.
Miré al renombrado bardo y vi a un hombre joven de rostro inteligente y despierto. Tenía la mitad superior de la cabeza rapada al estilo de los druidas, una barba corta y negra, la barbilla alargada, las mejillas hundidas y la nariz estrecha. Alrededor de la tonsura llevaba una fina cinta de plata. Sonrió e inclinó la cabeza.
—La fama os precede, lord Derfel.
—Como a vos —dije.
—¡Maldición! —gruñó Merlín—. Si vais a empezar a daros coba uno a otro me largo y os enjabonáis a vuestras anchas. Derfel lucha —dijo a Taliesin— porque en realidad no se ha hecho mayor y tú eres famoso porque casualmente tienes una voz pasable.
—Compongo canciones, además de cantar —dijo Taliesin modestamente.
—Cualquiera es capaz de componer canciones cuando está beodo —replicó Merlín con displicencia, y me miró entrecerrando los ojos—. ¿Es sangre eso que tienes en el pelo?
—Sí, señor.
—Da gracias porque no te hayan herido en ninguna parte vital. —Se rió solo de su gracia y señaló a los Escudos Negros—. ¿Qué te parece mi guardia personal?
—Bailan bien.
—Tiene motivos para bailar. ¡Qué jornada tan satisfactoria! —dijo Merlín—. Y Gawain cumplió su cometido a la perfección ¡Qué gratificante resulta que un imbécil sirva de algo y mira que Gawain era imbécil! ¡Un mocoso aburrido! Siempre tratando de arreglar el mundo. ¿Por qué los jóvenes creen saber siempre más que sus mayores? Taliesin, tú no pecas de tan insoportable malentendido. Taliesin —añadió, dirigiéndose a mí— ha venido para aprender conmigo.
—Mucho tengo que aprender —murmuró Taliesin.
—Muy cierto, muy cierto —replicó Merlín. Me ofreció una jarra de cerveza—. ¿Te has divertido en tu pequeña batalla, Derfel?
—No. —En verdad, me sentía extrañamente deprimido—. Cuneglas murió —añadí.
—Ya sabía lo de Cuneglas —dijo Merlín—. ¡Qué insensato! Tenía que haber dejado las heroicidades para los imbéciles como tú. De todas formas, es una lástima que haya muerto. No era exactamente inteligente, no lo que yo llamaría inteligente, pero no era un imbécil, y eso es raro en estos tristes días. Y siempre me dispensó un trato amable.
—Conmigo fue la personificación de la malicia —terció Taliesin.
—Pues tendrás que buscarte otro patrón —dijo Merlín al bardo—, y no mires a Derfel. No distingue una canción decente del pedo de un novillo. La clave del éxito en la vida —siguió aleccionando a Taliesin— radica en nacer de padres ricos. Yo he vivido sin cuitas de mis rentas, aunque ahora que lo pienso, hace años que no las cobro. ¿Tú me pagas renta, Derfel?
—Es mi deber, señor, pero nunca he sabido adonde enviárosla.
—Ahora no importa —dijo Merlín—. Soy viejo y débil. Sin duda moriré pronto.
—Tonterías —dije—, os veo en perfectas condiciones. —Parecía un anciano, naturalmente, pero en sus ojos bailaba la chispa de la maldad y en su anciano rostro arrugado había viveza. Tenía el cabello y la barba magníficamente trenzados y sujetos con lazos negros, y su túnica estaba limpia, a excepción de un poco de sangre seca. Y era feliz; creo que no sólo porque hubiéramos vencido sino porque disfrutaba de la compañía de Taliesin.
—La victoria da vida —replicó con desdén—, pero pronto olvidaremos este triunfo. ¿Dónde está Arturo?
—Nadie lo sabe —respondí—. He oído que estuvo largo rato conversando con Tewdric, pero ya no se encuentra con él. Sospecho que se ha reunido con Ginebra.
—El perro vuelve a sus vómitos —comentó Merlín con sarcasmo.
—Empiezo a apreciarla —dije a la defensiva.
—Ciertamente —replicó, burlón—, y me atrevería a decir que ahora no provocará mal alguno. Sería un buen patrón para ti —le dijo a Taliesin—, siente un respeto absurdo por los poetas. Pero no te vayas a la cama con ella.
—De eso no hay peligro, señor —respondió Taliesin. Merlín rompió a reír.
—Este joven bardo que tenemos aquí —me dijo— es célibe. Es una alondra castrada. Ha renunciado al mayor placer del hombre por mor de su don.
Taliesin sonrió al percibir mi curiosidad.
—No se refiere a mi voz, lord Derfel, sino al don de la profecía.
—¡Y es un don auténtico! —exclamó Merlín con genuina admiración—, aunque dudo que valga el celibato. Si me hubieran exigido tal precio alguna vez, habría abandonado la vara de druida. Habría aceptado un empleo más humilde, como ser bardo o lancero, por ejemplo.
—¿Veis el futuro? —pregunté a Taliesin.
—Predijo la victoria de hoy —contestó Merlín—, y sabía que Cuneglas moriría desde hace un mes, aunque no adivinó que un inútil zoquete sajón vendría a robarme todo el queso. —Me arrebató el queso bruscamente—. Supongo que ahora —añadió— querrás que te prediga el futuro, ¿no, Derfel?
—No, señor.
—Bien hablado —dijo Merlín—, siempre es mejor ignorar el futuro. Todo termina en llanto, y no hay más que decir.
—Pero la alegría se renueva —puntualizó Taliesin en voz baja.
—¡Oh, no, los dioses nos libren! —exclamó Merlín—. ¡La alegría se renueva! ¡Llega el alba! ¡Retoñan los árboles! ¡Escampan las nubes! ¡El hielo se derrite! Sabes cosas mejores que toda esa basura sentimental. —Guardó silencio. Los hombres de la guardia personal terminaron de bailar y fueron a divertirse con algunas cautivas sajonas. Las mujeres tenían niños, que gritaron lo suficiente como para molestar a Merlín, el cual puso mala cara—. El destino es inexorable —comentó con amargura—, y todo termina en llanto.
—¿Nimue está con vos? —le pregunté, e inmediatamente la expresión de alarma de Taliesin me indicó que había hecho una pregunta inadecuada.
Merlín miró al fuego. Las llamas le arrojaron una pavesa y él escupió para devolver al fuego su malicia.
—No me hables de Nimue, —dijo tras escupir. El buen humor desapareció y me sentí cohibido por haber hecho tal pregunta. Tocó su negra vara y suspiró—. Está enfadada conmigo —me dijo.
—¿Por qué, señor?
—Porque no le dejo salirse con la suya, claro está. Todo el mundo suele enfadarse por eso. —Otro madero se resquebrajó en la hoguera soltando chispas que se sacudió de la túnica con irritación después de escupir nuevamente a las llamas—. Leña de alerce —dijo—. Al alerce no le gusta que lo quemen recién cortado. —Me miró sombríamente—. Nimue no quería que trajera a Gawain a esta batalla. Cree que fue una pérdida inútil y, seguramente, tenga razón.
—Ha traído la victoria, señor —dije.
Merlín cerró los ojos y me pareció que suspiraba como diciendo que mi estupidez era terrible de soportar.
—He dedicado mi vida entera —dijo al cabo de un rato— a una cosa. Una cosa sencilla. Quería atraer a los dioses de nuevo. ¿Tan difícil es de comprender, Derfel? Pero se precisa una vida entera para hacer una cosa bien hecha, Derfel. Bueno, los necios como tú podéis alardear de ser magistrados un día y lanceros al siguiente, pero, cuando esas cosas terminan, ¿qué tenéis? ¡Nada! Para cambiar el mundo, Derfel, hay que tener una sola cosa en la cabeza. Arturo se acerca, eso se lo concedo. Quiere liberar Britania de los sajones, y probablemente lo haya conseguido por un tiempo, pero los sajones no se han extinguido y volverán. Tal vez yo no lo vea, ni tú, pero tus hijos y los hijos de tus hijos tendrán que librar esta misma batalla otra vez. Sólo hay un camino hacia la verdadera victoria.
—El camino de los dioses —dije.
—El camino de dioses —asintió—, ahí tienes el trabajo de mi vida. —Bajó la mirada un momento fijándola en su negra vara de druida, Taliesin lo observaba inmóvil—. De niño tuve un sueño —prosiguió en voz baja—. Fui a la gruta de Carn Ingli y soñé que tenía alas y volaba tan alto que veía la isla de Britania; era muy hermosa; hermosa y verde, rodeada de una espesa niebla que mantenía lejos a los enemigos. La isla bendita, Derfel, la isla de los dioses, el único lugar de la tierra digno de acoger su presencia. Ahí lo tienes, Derfel, no he deseado otra cosa desde aquel sueño más que recuperar la isla bendita, traer a los dioses de nuevo.
—Pero... —quise interrumpirle.
—¡No seas necio! —me gritó, y Taliesin esbozó una sonrisa—. ¡Piensa! —me instó—. ¡El trabajo de toda mi vida!
—Mai Dun —dije en voz baja.
Asintió con un gesto pero nada dijo. Unos hombres cantaban a lo lejos y se veían fogatas por todas partes. Los heridos gemían en la oscuridad mientras los perros y las alimañas husmeaban entre los muertos y los moribundos. Al alba, el ejército se despertaría ebrio y vería el horror del campo después de la batalla, pero mientras tanto todos cantaban y se empapaban de cerveza cobrada.
—En Mai Dun —dijo Merlín por fin, rompiendo su silencio— estuve muy cerca, muy cerca. Pero fui débil, Derfel, fui débil. Quiero a Arturo excesivamente. ¿Por qué? No es ingenioso, su conversación es aburrida como la de Gawain y siente una devoción ridícula por la virtud, pero lo quiero. Y a ti también, por lo visto. Una debilidad, ya lo sé. Aunque me agraden los hombres de inteligencia despierta, es a los honrados a quienes se inclina mi corazón. Admiro la fortaleza a secas, ¿sabes? y permití que esa admiración me debilitara en Mai Dun.
—Gwydre —dije, y Merlín asintió.
—Teníamos que haberlo matado, pero yo sabía que no podría. Al hijo de Arturo no puedo matarlo, y eso es una debilidad nefasta.
—No.
—¡Qué necio eres, Derfel! —repitió con hastío—. ¿Qué importa la vida de Gwydre frente a los dioses? ¿O frente a la perspectiva de restituir Britania? ¡Nada! Pero no pude hacerlo. Bien es verdad que encontré excusas. El pergamino de Caleddin dice llanamente: «El hijo del rey de la tierra debe ser sacrificado», y Arturo no es rey, pero eso es una nimiedad. Para que el rito fuera completo había que derramar la sangre de Gwydre y no encontré fuerzas para hacerlo. Matar a Gawain no fue problema, antes al contrario, fue un placer acallar la cháchara de ese insensato virgen, pero a Gwydre no podía matarlo y el rito quedó inconcluso. —Estaba hundido, encogido y hundido—. Fracasé —añadió con amargura.
—¿Y Nimue no piensa perdonaros? —pregunté vacilante.
—¿Perdonarme? ¡Ni siquiera conoce el significado de esa palabra! Considera el perdón una debilidad. Repetirá la ceremonia, y entonces no fallará. Si para ello debe matar a todos los hijos de todas las madres de Britania, lo hará. ¡Los pondrá en la olla y los hará hervir a fuego lento un buen rato! —Casi sonreía, y después se encogió de hombros—. Claro que ahora, le he puesto las cosas mucho más difíciles. Como buen anciano senil y sentimental, me vi en el deber de ayudar a Arturo en la escaramuza de hoy. Para hacerlo utilicé a Gawain y ahora creo que Nimue me odia.
—¿Por qué?
Levantó los ojos al cielo, que estaba lleno de humo, como apelando a los dioses para que me concedieran siquiera un poco de entendimiento.