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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (45 page)

Arturo no me pidió consejo. Por el contrario, cuando convocó a Oengus y a Mordred me rogó que fuera a informar a Ginebra de su regreso, de modo que me dirigí al otro extremo del patio, a los alojamientos de los sacerdotes, y encontré a Ginebra en una habitación del piso superior en compañía de Taliesin. El bardo, ataviado con una túnica blanca y limpia y con la fina cinta de plata alrededor del negro cabello, se puso en pie e hizo una inclinación al verme entrar. Tenía un arpa pequeña, pero me dio la impresión de que habían estado conversando y no tocando música. Sonrió y se retiró de la estancia dejando caer la gruesa cortina que cerraba el acceso.

—Un hombre de brillante inteligencia —dijo Ginebra, levantándose a saludarme. Llevaba un vestido de color crema rematado con cintas azules en los orillos, el collar sajón que yo le había regalado en Mynydd Baddon y el rojo cabello recogido en la parte superior de la cabeza con una cadena de plata. No estaba tan elegante como la recordaba, antes de los malos tiempos, pero no guardaba parecido alguno con la mujer armada que cabalgara con entusiasmo por el campo de batalla. Se acercó con una sonrisa—. ¡Estás limpio, Derfel!

—Me he bañado, señora.

—¡Y no has muerto! —se burló gentilmente, y me besó en la mejilla y, una vez me hubo besado, me sujetó un momento por los hombros—. Te debo mucho —dijo en voz baja.

—No, señora, no —dije y, abochornado, me separé.

Se rió de mi azoramiento y fue a sentarse en la ventana que dominaba las dependencias del patio. La lluvia formaba charcos entre las piedras y goteaba por la sucia fachada del templo donde estaba atado el caballo de Arturo a un aro incrustado en una columna. No precisaba que le anunciara el regreso de Arturo, pues a buen seguro lo habría visto llegar con sus propios ojos.

—¿Con quién está? —me preguntó.

—Con Galahad, Sansum, Mordred y Oengus.

—¿Y no te ha convocado a ti al consejo? —preguntó con un leve deje de su antigua sorna.

—No, señora —dije, procurando ocultar mi decepción.

—Estoy segura de que no te ha olvidado.

—Eso espero, señora —contesté, y entonces, con mucha mayor zozobra, le dije que Lancelot había muerto. No cómo había muerto, sólo que había muerto.

—Ya me lo había dicho Taliesin —respondió mirándose las manos.

—¿Cómo lo sabía? —pregunté, pues había muerto muy poco antes y Taliesin no se encontraba en el río.

—Lo soñó anoche —dijo Ginebra y, con un gesto brusco, zanjó el tema—. Bien, ¿de qué hablan allí? —preguntó, mirando al templo—. ¿De la esposa niña?

—Eso me imagino, señora —dije, y le conté que el obispo Sansum había aconsejado a Oengus mac Airem que Argante se casara con Mordred—. Me parece la peor idea que he oído en mi vida —manifesté con indignación.

—¿De verdad?

—Es completamente absurdo.

—No fue idea de Sansum —me dijo con una sonrisa—, sino mía.

Me quedé mirándola tan sorprendido que tardé unos momentos en recuperar el habla.

—¿Vuestra, señora? —logré preguntar por fin.

—No cuentes a nadie que la idea es mía —me advirtió—. Argante no lo pensaría un momento siquiera si supiera que la idea la he dado yo. Antes se casaría con un porquerizo que con alguien propuesto por mí. De modo que mandé buscar al pequeño Sansum y le rogué que me dijera si era cierto el rumor sobre Argante y Mordred, y añadí que me parecía una idea deleznable, cosa que, naturalmente, le hizo cobrar mayor entusiasmo por el asunto, aunque fingió indiferencia. Incluso lloré un poquito y le rogué que jamás revelara a Argante cuan detestable me parecía la idea. En ese momento, Derfel, ya podía decirse que estaban casados. —Sonrió triunfalmente.

—Pero, ¿por qué? —pregunté—. ¿Mordred y Argante? ¡Sólo causarán problemas!

—Causarán problemas tanto si están casados como si no, y es necesario que Mordred contraiga matrimonio, Derfel, para tener un heredero; es decir, que debe casarse con una princesa. —Hizo una pausa y acarició el collar—. Confieso que preferiría que no tuviera herederos, pues así el trono quedaría libre a su muerte. —No terminó de redondear el pensamiento y la miré con curiosidad, a lo cual respondió con una expresión fija de inocencia. ¿Estaría pensando que Arturo podría heredar el trono de Mordred si el rey no tenía descendencia? Pero Arturo nunca lo había deseado. Entonces comprendí que si Mordred moría, Gwydre, el hijo de Ginebra, tendría tanto derecho como cualquiera a reclamar ese trono. Debí delatar mis pensamientos, pues Ginebra sonrió—. No es que debamos especular sobre la sucesión —prosiguió antes de que yo pudiera decir algo—, pues Arturo insiste en que Mordred se case si así lo desea y, al parecer, al perverso muchacho le place Argante. Es posible que incluso lleguen a entenderse. Como víboras en un nido pestilente.

—Y Arturo tendrá dos enemigos unidos por la amargura —dije.

—No —replicó Ginebra y, con un suspiro, miró por la ventana—. No si satisfacemos sus deseos, y si yo satisfago los de Arturo. No sabes de qué deseos se trata, ¿verdad?

Reflexioné un instante y, de repente, lo comprendí todo. Entendí lo que Arturo y ella debían de haber hablado durante la larga noche después de la batalla. Comprendí también las medidas que Arturo debía de estar tomando en el templo de Minerva.

—¡No! —me opuse. Ginebra sonrió.

—Yo tampoco lo deseo, Derfel, pero amo a Arturo. Y es mi obligación satisfacer sus deseos. Le debo un poco de felicidad, ¿no crees? —preguntó.

—¿Quiere renunciar al poder? —pregunté, y ella asintió. Arturo siempre había hablado de su sueño, llevar una vida sencilla, con su esposa, su familia y un poco de tierra. Quería una fortaleza, una empalizada, una fragua y unos campos. Imaginábase convertido en terrateniente, sin más complicaciones que la preocupación de que los pájaros le robaran el grano, los ciervos se comieran sus verduras y la lluvia echara a perder las cosechas. Hacía años que alimentaba ese sueño y en aquel momento, tras vencer a los sajones, parecía que fuera a convertirlo en realidad.

—También Meurig quiere que Arturo abandone el poder —dijo Ginebra.

—¡Meurig! —escupí—. ¿Por qué habría de importarnos lo que quiera Meurig?

—Es el precio que Meurig exigió para permitir que su padre llevara al ejército de Gwent a la guerra. Arturo no te lo dijo antes de la batalla porque sabía que discutiríais.

—Pero ¿por qué quiere Meurig que Arturo renuncie al poder?

—Porque cree que Mordred es cristiano —dijo Ginebra con un encogimiento de hombros— y porque quiere que Dumnonia esté mal gobernada. De esa forma, Derfel, Meurig tiene posibilidades de apoderarse del trono de Dumnonia algún día. Es un sapejo ambicioso. —Yo le tildé de algo peor y Ginebra sonrió—. Sí, eso también, pero es preciso satisfacer el precio convenido, de modo que Arturo y yo nos iremos a vivir a Isca la de Siluria, donde Meurig pueda vigilarnos. Será mejor vida que en una fortaleza en ruinas. En Isca hay algunos palacios romanos agradables y muy buena caza. Nos llevaremos a algunos lanceros. Arturo cree que no los necesitamos, pero tiene enemigos y no debe renunciar a una banda de guerreros.

—¡Pero Mordred... ! —exclamé, paseando inquieto por la habitación—. ¿Acaso recuperará el poder?

—Es el precio por el ejército de Gwent —dijo Ginebra—, y si Argante va a casarse con Mordred, es necesario devolverle el poder; de lo contrario, Oengus jamás daría su consentimiento. Al menos habrá que otorgarle cierta influencia y ella la compartirá con él.

—¡Y la obra de Arturo será destruida! —dije.

—Arturo ha librado a Britania de sajones —argüyó Ginebra— y no quiere ser rey. Eso lo sabes tú y lo sé yo. No es lo que yo deseo. Siempre quise que Arturo fuera el rey supremo y que Gwydre lo sucediera, pero él no lo desea y no va a luchar por ello. Me dice que desea tranquilidad. Y si él no ocupa el trono de Dumnonia, debe ocuparlo Mordred. La insistencia de Gwent y el juramento a Uther lo garantizan.

—¡De modo que abandonará Dumnonia a la injusticia y la tiranía!

—No, pues Mordred no detentará poder absoluto.

La miré y, por su tono, adiviné que yo no había comprendido el alcance de todo.

—Continuad —dije con cautela.

—Sagramor se queda. Los sajones han sido vencidos, pero aun así habrá fronteras y no hay nadie más apto que Sagramor para guardar las. Y el resto del ejercito de Dumnonia jurara lealtad a otro hombre. Mordred reinará, pues es rey, pero no tendrá mando sobre las lanzas, y un hombre sin lanzas no tiene auténtico poder. Sagramor y tú os ocuparéis de eso.

—¡No!

Ginebra sonrió.

—Arturo sabía que reaccionarías así, por eso le dije que te convencería.

—Señora —quise argüir, pero me impuso silencio levantando una mano.

—Tú gobernarás Dumnonia, Derfel. Mordred será rey, pero las lanzas serán tuyas, y gobierna quien tiene poder sobre las lanzas. Tienes que hacerlo por Arturo, porque sólo si tú te avienes podrá marcharse de Dumnonia con la conciencia tranquila. De modo que, para darle un poco de paz, hazlo por él, y quizá —dudó un momento— por mí también. Por favor.

Merlín tenía razón. Cuando una mujer quiere una cosa, la consigue.

Y yo tendría que gobernar Dumnonia.

10

Taliesin compuso una canción sobre Mynydd Baddon. La compuso deliberadamente al estilo antiguo, con un ritmo sencillo vibrante de dramatismo, heroísmo y ampulosidad. Era una canción muy larga, pues importaba dedicar al menos medio verso de alabanza a todo guerrero merecedor de tal honor, aunque los dedicados a cada uno de los jefes ocupaban estrofas enteras. Después de la batalla, Taliesin se instaló en las habitaciones de Ginebra, y con sensatez rindió el debido homenaje a su protectora describiendo maravillosamente las carretas que descendían dando tumbos con la carga incendiaria, aunque sin nombrar al hechicero sajón caído por su arco. Se inspiró en sus rojos cabellos para crear una imagen del campo de cebada anegado en sangre, donde habían muerto algunos sajones y, aunque nunca vi cebada en el campo de batalla, júzguelo detalle inteligente. Cantó la muerte de su antiguo protector Cuneglas en forma de lento lamento donde el nombre del rey muerto se repetía como un toque de tambor, y la carga de Gawain fue un recuento estremecedor donde el espíritu iracundo de nuestros lanceros caídos llegaba desde el puente de espadas para asaltar el flanco del enemigo. Alabó a Tewdric, a mí me trató con cariño y rindió honor a Sagramor, pero por encima de todo su canción era un himno a Arturo. En la canción de Taliesin, Arturo inundaba el valle de sangre enemiga, Arturo derrotaba al rey enemigo y Arturo sumía toda Lloegyr en el terror.

Los cristianos odiaban la canción de Taliesin. Compusieron sus propias canciones, en las que Tewdric arrasaba a los sajones. El Señor Dios Todopoderoso, decían las canciones de los cristianos, escuchando los ruegos de Tewdric, envió huestes celestiales al campo de batalla y los ángeles lucharon contra los sais con espadas flamígeras. Ni siquiera mentaban a Arturo en sus canciones, ciertamente no reconocían el menor mérito por parte de los paganos y aun en el día de hoy hay gente que incluso niega la presencia de Arturo en Mynydd Baddon. Una de las canciones cristianas adjudica la muerte de Aelle a Meurig, nías Meurig nunca estuvo en Mynydd Baddon, sino que permaneció en su casa, en Gwent. Después de la batalla, Meurig volvió a asumir el trono, Tewdric regresó al monasterio y fue declarado santo por los obispos de Gwent.

Aquel verano, Arturo tenía muchos quehaceres y no disponía de tiempo para canciones o santos. Durante las semanas posteriores a la batalla recuperamos enormes extensiones de Lloegyr, mas no toda entera, pues eran muchos los sajones que quedaban en Britania. Cuanto más hacia el este, más difícil resultaba hacerlos retroceder y, cuando llegó el otoño, el enemigo estaba encajonado en un territorio la mitad de extenso que el que ocupaba antes de la batalla. Incluso Cerdic hubo de pagar tributo aquel año, y prometió seguir pagándolo durante diez más, aunque no lo cumplió. Por el contrario, acogía toda nave que cruzara el mar y, poco a poco, reconstruyó sus vencidas fuerzas.

El reino de Aelle fue dividido. La mitad meridional volvió a manos de Cerdic y la septentrional se dividió a su vez en tres o cuatro reinos menores despiadadamente hostigados por bandas guerreras de Elmet, Powys y Gwent. Miles de sajones se sometieron a la ley britana, pues miles de ellos habitaban en las tierras orientales reconquistadas por Dumnonia. Arturo quería que las repobláramos nosotros, pero no abundaban los britanos dispuestos a establecerse allí de buen grado, de modo que los sajones se quedaron y cultivaron la tierra soñando con el día en que regresara su propio rey. Sagramor se convirtió en el gobernante de oficio de las nuevas tierras de Dumnonia. Los caudillos sajones sabían que su rey era Mordred, pero durante los primeros años después de Mynydd Baddon pagaban homenaje y tributos a Sagramor, y su severa enseña negra ondeaba sobre la vieja fortificación del río en Pontes, de donde salían sus guerreros para mantener la paz.

Arturo se puso al frente de la campaña de reconquista de las tierras robadas, pero tan pronto como llegó a los acuerdos necesarios con los sajones respecto a las nuevas fronteras, abandonó Dumnonia. Algunos de nosotros mantuvimos hasta el último momento la esperanza de que rompiera el compromiso contraído con Meurig y Tewdric, mas nada más lejos de sus propios deseos. Jamás había codiciado el poder. Lo había aceptado como un deber mientras el rey de Dumnonia fue niño y la rivalidad entre un puñado de ambiciosos señores de la guerra amenazaba con sumir el reino en el caos, pero a lo largo de todos esos años no había dejado de acariciar la idea de una vida sencilla y, desde el momento en que los sajones fueron vencidos, se sintió libre para convertir su sueño en realidad. Le rogué que lo considerase nuevamente, pero se negó.

—Soy muy viejo, Derfel.

—No mucho más que yo, señor.

—En tal caso, tú también eres viejo —replicó con una sonrisa—. ¡Más de cuarenta! ¿Cuántos hombres viven cuarenta años?

Pocos, ciertamente. Mas, con todo, creo que Arturo habría escogido quedarse en Dumnonia de haber recibido lo que deseaba, es decir, gratitud. Era orgulloso y sabía lo que había hecho en favor del país, pero el país se lo había agradecido con un hosco resentimiento. Primero, los cristianos pusieron fin a la paz por él lograda y, después, tras las hogueras de Mai Dun, también los paganos se volvieron contra él. Por otra parte, había prometido a Meurig salir de Dumnonia, promesa que reforzaba el juramento prestado a Uther de colocar a Mordred en el trono, e insistió en que cumpliría ambos compromisos plenamente.

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