Authors: Bernard Cornwell
De modo que Galahad y yo acudimos en representación de Arturo, y el servicio se me hizo ciertamente interminable. Se celebró en una iglesia que parecía un gran cobertizo; Meurig había mandado construirla para conmemorar el quinto centenario del supuesto advenimiento de Cristo Jesús a este mundo de pecado y, una vez recitadas o salmodiadas las oraciones dentro de la iglesia, hubimos de soportar aun otras en la tumba de Tewdric. No hubo pira funeraria ni lanceros que cantasen, sólo una fría fosa en la tierra, un puñado de sacerdotes que cabeceaban y un indigno apresuramiento por volver a la ciudad a llenar las tabernas tan pronto como Tewdric recibió al fin sepultura.
Meurig nos ordenó a Galahad y a mí que acudiéramos a cenar con él. Peredur, el sobrino de Galahad, asistió también, así como el obispo de Burrium, un hombre de carácter lúgubre llamado Lladarn, el responsable de la mayoría de las tediosas oraciones del día; y aun antes de empezar a comer, recitó otra larga oración tras la cual me preguntó con gran interés por el estado de mi alma; se entristeció cuando le respondí que estaba perfectamente al cuidado de Mitra. Normalmente, a Meurig le habría irritado una respuesta semejante, pero estaba distraído y no se percató de la provocación. Me di cuenta de que no era dolor por la muerte de su padre la causa primera de su distracción, pues todavía no le había perdonado que le arrebatara el poder durante la campaña de Mynydd Baddon, pero al menos fingió estar afectado y nos abrumó con alabanzas insinceras de la sagacidad y la santidad del buen rey. Expresé el deseo de que la muerte hubiera sido misericordiosa con Tewdric y Meurig me dijo que había muerto de inanición en su intento de emular a los ángeles.
—Estaba completamente consumido, al final —especificó el obispo Lladern—, no era sino piel y huesos. ¡Piel y huesos! Pero los monjes dijeron que su cuerpo despedía una luz celestial, ¡alabado sea Dios!
—Y ahora, el santo se sienta a la diestra de Dios Padre —dijo Meurig santiguándose—, donde me sentaré yo también algún día, a su lado. Probad una ostra, señor. —Me acercó un platillo de plata y se sirvió vino. Era joven, con ojos saltones, barba rala y una irritante actitud de pedantería. Al igual que su padre, imitaba el estilo romano. Ceñíase el ralo cabello con corona de laurel hecha de bronce, vestía toga y comía reclinado en un triclinio, un diván tremendamente incómodo. Habíase casado con una princesa de Rheged, triste y con cara de buey, que había llegado a Gwent siendo pagana y, tras concebir gemelos varones, había sido sometida al cristianismo a fuerza de azotes. Compareció unos breves momentos en la penumbra del comedor, nos devoró con los ojos, no dijo ni probó nada y desapareció tan misteriosamente como había llegado.
—¿Tenéis nuevas de Mordred? —preguntó Meurig tras la breve comparecencia de su esposa.
—Nada nuevo sabemos, lord rey —respondió Galahad—. Clovis lo tiene atrapado, mas ignoramos si vive o no.
—Yo sí tengo nuevas —dijo Meurig, satisfecho de saber más que nosotros—. Ayer llegó un mercader de Broceliande con noticias frescas, y, según él, Mordred se halla muy cerca de la muerte. La herida se le encona. —El rey se limpió entre los dientes con un palillo de marfil—. Será un castigo de Dios, príncipe Galahad, un castigo de Dios.
—Alabado sea su nombre —terció el obispo Lladarn. La barba entrecana del obispo era tan larga que desaparecía bajo el triclinio, la utilizaba a modo de servilleta para limpiarse la grasa de las manos y se iba impregnando las tiesas guedejas de suciedad.
—No es la primera vez que se oyen tales rumores, lord rey —dije. Meurig se encogió de hombros.
—El mercader parecía seguro de lo que decía —dijo, y engulló una ostra—. De modo que si Mordred no ha muerto aún, morirá sin tardanza, con toda probabilidad, ¡y sin dejar descendencia!
—Cierto —convino Galahad.
—Y Perddel de Powys tampoco tiene descendencia —añadió Meurig.
—Perddel es soltero, lord rey —puntualicé.
—¿Pero hay perspectivas de boda? —nos preguntó Meurig.
—Se ha hablado de matrimonio con una princesa de Kernow —dije—, y varios reyes irlandeses le han ofrecido a sus hijas, pero su madre desea que espere un año o dos.
—Está dominado por su madre, ¿no es cierto? No me extraña que sea débil —dijo Meurig con su voz aguda y de tono pedante—, débil. Tengo entendido que en las montañas occidentales de Powys abundan los proscritos.
—Eso dicen, lord rey —dije. Las montañas de la costa del mar de Irlanda eran dominio de hombres sin ley desde la muerte de Cuneglas, y, con las campañas de Arturo en Powys, Gwynedd y Lleyn, su número aumentaba sin cesar. Algunos de los refugiados eran lanceros de los Escudos Sangrientos de Diwrnach que, unidos a los descontentos de Powys, podrían representar una amenaza para el trono de Perddel, aunque hasta ese momento no habían causado más que pequeñas molestias. Hacían incursiones en busca de cereales y ganado, raptaban niños para esclavizarlos y regresaban corriendo a los refugios de las montañas para escapar a las represalias.
—Y Arturo —inquirió Meurig—, ¿cómo lo dejasteis al partir?
—No muy bien de salud, lord rey —dijo Galahad—. Le habría gustado acudir personalmente, pero por desgracia lo aqueja una fiebre invernal.
—¿Nada grave? —preguntó con una expresión rayana en la esperanza de que el catarro de Arturo fuera fatal—. Naturalmente, espero que así sea —se apresuró a añadir—, pero es viejo, y los viejos sucumben a trivialidades que los hombres más jóvenes superan de un plumazo.
—No creo que Arturo sea viejo —dije.
—¡Tendrá cerca de cincuenta! —puntualizó Meurig con indignación.
—Aún le faltan uno o dos años —dije.
—Pero es viejo —insistió Meurig—, viejo. —Guardó silencio y yo eché una ojeada en derredor; la estancia del palacio estaba iluminada por mechas que flotaban en platillos de bronce llenos de aceite. No había más mobiliario que los cinco triclinios y la mesa baja, y el único ornamento era una talla de Cristo en la cruz colgada a cierta altura en una pared. El obispo rebañaba una costilla de cerdo, Peredur estaba sentado en silencio y Galahad observaba al rey con leve sorna. Meurig volvió a escarbarse los dientes y luego me señaló con el palillo de marfil—. ¿Qué sucede si Mordred muere? —Parpadeó rápidamente, cosa que siempre hacía cuando se inquietaba.
—Debemos encontrar un nuevo rey, lord rey —dije sin darle importancia, como si la cuestión no me atañera.
—Hasta ahí llego yo —replicó ácidamente—, ¿pero quién?
—Los lores de Dumnonia lo decidirán —respondí evasivamente.
—¿Y escogerán a Gwydre? —Volvió a parpadear mientras me provocaba—. ¡Eso tengo entendido, que escogerán a Gwydre! ¿Me equivoco?
No respondí y, por fin, Galahad se decidió a hacerlo.
—Ciertamente, Gwydre tiene derecho, lord rey —dijo con cautela.
—¡No tiene derecho! ¡Ningún derecho! —gritó Meurig desquiciado—. ¿Acaso necesito recordaros que su padre es un bastardo?
—Igual que yo, lord rey —intervine.
Meurig pasó el comentario por alto.
—¡Los bastardos no entrarán en la congregación del Señor! —citó con insistencia—. Así rezan las escrituras. ¿No es cierto, obispo?
—«Los bastardos no entrarán en la congregación del Señor ni en la décima generación», lord rey —declamó Lladarn, e hizo la señal de la cruz—. Alabada sea su sabiduría, alabada sea su luz, lord rey.
—¡Ahí lo tenéis! —dijo Meurig, como si la cita zanjara la discusión. Sonreí.
—Lord rey —señalé con calma—, si hubiéramos de negar la herencia a los descendientes bastardos no tendríamos reyes.
Me miró fijamente con sus ojos claros y saltones, tratando de dilucidar si mis palabras ocultaban un insulto a su linaje, pero debió de optar por eludir la confrontación.
—Gwydre es joven —dijo— y no es hijo de rey. Los sajones se van fortaleciendo de día en día y Powys vive sin ley. Faltan jefes en Britania, lord Derfel, ¡faltan reyes fuertes!
—Cantamos hosannas a diario para que vos demostréis lo contrario, lord rey —replicó Lladarn untuosamente.
El halago del obispo me pareció simple retórica cortés, el tipo de frase vacía que los cortesanos suelen dedicar a los monarcas, pero Meurig se lo tomó como una verdadera revelación.
—¡Exactamente! —exclamó el rey entusiasmado, y me miró con los ojos muy abiertos como si esperara que me hiciese eco de los sentimientos del obispo.
—Lord rey —dije—, ¿a quién os gustaría ver en el trono de Dumnonia?
De repente, empezó a parpadear a toda velocidad, señal inequívoca de que la pregunta lo había desconcertado. La respuesta no podía ser otra: Meurig aspiraba al trono. Antes de Mynydd Baddon había hecho un intento falto de energía de anexionarse Dumnonia; su empeño por negar a Arturo el apoyo del ejército de Gwent en la lucha contra los sajones, a menos que éste renunciara a su poder, había sido una argucia para debilitar el trono de Dumnonia con la esperanza de que un día quedara vacante; pero en esos momentos, por fin, veía la ocasión, aunque no osaba anunciar su candidatura abiertamente hasta que la noticia cierta de la muerte de Mordred llegara a Britania.
—Yo apoyaría —dijo— a todo aspirante que demostrara ser discípulo de Cristo. —Se santiguó—. Nada más puedo hacer, pues sirvo al Señor Todopoderoso.
—¡Alabado sea! —remató el obispo a toda prisa.
—Y tengo informaciones fidedignas, lord Derfel —prosiguió Meurig con gran interés—, de que los cristianos de Dumnonia piden a gritos un gobernante cristiano. ¡Lo piden a gritos!
—¿Y quién os ha informado de sus gritos, lord rey? —pregunté en un tono tan ácido que el pobre Peredur se alarmó. Meurig no respondió, pero tampoco yo esperaba que lo hiciera, de modo que respondí a mi propia pregunta—. ¿El obispo Sansum? —dije, y por la expresión indignada de Meurig supe que había dado en el clavo.
—¿Qué os hace pensar que Sansum tiene voz en este asunto? —inquirió Meurig, completamente sonrojado.
—Sansum procede de Gwent, ¿no es así, lord rey? —pregunté, y Meurig enrojeció más aún, lo cual me corroboró que Sansum instigaba para colocar a Meurig en el trono de Dumnonia; y Meurig a su vez, Sansum podía estar seguro, le recompensaría con mayores poderes aún—. Sin embargo, en mi opinión, los cristianos de Dumnonia no precisan de vuestra protección, lord rey, ni de la de Sansum. Gwydre, al igual que su padre, es amigo de vuestra fe.
—¡Amigo! ¡Arturo amigo de Cristo! —me espetó el obispo Lladarn—. ¡En Siluria hay templos paganos, se sacrifican animales a dioses antiguos, las mujeres bailan desnudas a la luz de la luna, se pasa a los niños por el fuego, los druidas no callan! —El obispo escupía por la boca a medida que recitaba la lista de iniquidades.
—Sin la bendición de ¡a ley de Dios —dijo Meurig inclinándose hacia mí— no puede haber paz.
—Lord rey —le dije sin ambages—, no puede haber paz si dos hombres codician el mismo reino. ¿Qué deseáis que diga a mi yerno?
Nuevamente, mi falta de diplomacia inquietó a Meurig. Estuvo dando vueltas a una concha de ostra hasta hallar la respuesta, y se encogió de hombros.
—Podéis asegurar a Gwydre que recibirá tierras, honores, rango y mi protección —dijo parpadeando muy velozmente—, pero que no consentiré en verlo convertido en rey de Dumnonia. —Al pronunciar las últimas palabras se sonrojó. Meurig era listo, pero un cobarde en el fondo, y debió costarle un esfuerzo ímprobo hablar con semejante franqueza.
Tal vez temiera mi ira, pero le respondí cortésmente.
—Así se lo diré, lord rey —respondí, aunque en realidad el mensaje no era para Gwydre sino para Arturo. Meurig no sólo había declarado su intención de reinar en Dumnonia, sino que además advertía a Arturo que el formidable ejército de Gwent se opondría a la candidatura de Gwydre.
El obispo Lladarn se inclinó hacia Meurig y le susurró unas palabras al oído. Habló en latín pensando que ni Galahad ni yo lo entendíamos, pero se equivocaba respecto a Galahad, el cual entreoyó lo que decía.
—¿Intentáis enjaular a Arturo en Siluria? —preguntó a Lladarn acusadoramente en britano.
Lladarn se sonrojó. Además de ser obispo de Burrium, Lladarn era el primer consejero del rey y, por tanto, un hombre con poder.
—Mi rey —dijo con una inclinación de cabeza en dirección a Meurig— no puede permitir que Arturo pase por el territorio de Gwent con sus lanceros.
—¿Eso es cierto, lord rey? —preguntó Galahad amablemente.
—Soy hombre de paz —bramó Meurig—, y una forma de conservar la paz es que los lanceros no salgan de su casa.
Nada respondí temiendo que la ira me hiciera pronunciar algún improperio que empeorara las cosas. Si Meurig se reafirmaba en prohibir que nuestros lanceros cruzaran por sus tierras, habría logrado dividir las fuerzas que apoyarían a Gwydre. Ello significaba que Arturo no podría reunirse con Sagramor, ni Sagramor con Arturo, y si Meurig lograba mantener separadas las fuerzas de Arturo, no sería difícil que se proclamase rey de Dumnonia.
—Pero Meurig no presentará batalla —dijo Galahad burlonamente mientras cabalgábamos río abajo hacia Isca al día siguiente. Una especie de velo sutil envolvía los sauces, el despuntar de las primeras hojas de primavera; pero el día era más un recordatorio del invierno, pues soplaba un viento frío y había niebla.
—Tal vez sí —dije—, por una compensación suficiente. —Y la compensación era enorme, pues si Meurig se proclamaba rey de Gwent y Dumnonia, controlaría la parte más rica de Britania—. Dependerá de cuántas lanzas le hagan frente.
—Las tuyas, las de Issa, las de Sagramor —contó Galahad.
—¿Quinientos hombres, a lo sumo? —dije—, y los hombres de Sagramor se encuentran lejos; Arturo tendría que cruzar el territorio de Gwent para llegar a Dumnonia. ¿De cuántos dispone Meurig? ¿De un millar?
—No se expondrá a una guerra —insistió Galahad—. Quiere la recompensa pero le aterroriza el riesgo. —Había detenido al caballo para observar a un hombre que pescaba en una embarcación pequeña en el centro del río. El pescador echaba la red de mano con despreocupada pericia y, mientras Galahad admiraba la destreza del pescador, yo adjudicaba una predicción a cada tirada. «Si ahora saca un salmón —me dije—, Mordred morirá». En efecto, sacó un gran pez que se revolvía, y enseguida pensé que el augurio era una tontería, porque todos habíamos de morir, así que pensé que en la siguiente tendría que salir un pez si Mordred moría antes de Beltain. La red salió vacía y toqué el hierro del pomo de Hywelbane. El pescador nos vendió una parte de lo cobrado, guardamos los salmones en las alforjas y seguimos camino. Rogué a Mitra que me hubiera equivocado con el destinado augurio; luego pedí que el juicio de Galahad fuera acertado y que Meurig no se atreviera a comprometer a sus tropas. Pero Dumnonia, la rica Dumnonia, ¿no valía el riesgo, incluso a ojos de un hombre cauteloso como Meurig?