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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (53 page)

—El mismo que el tuyo, Derfel —contestó Amhar—, mi querido primo Mordred. —¿A qué otro lugar habrían podido ir a parar Amhar y Loholt, tras la derrota de Mynydd Baddon? Como tantos otros britanos sin señor, habían buscado refugio en Mordred, el cual habría recibido con los brazos abiertos a todo espadachín desesperado que cayera bajo su bandera. ¡Cuánto habría disfrutado Mordred, atrayéndose a los hijos de Arturo!

—¿El rey vive? —pregunté.

—¡Medra! —respondió—. Su reina mandó dinero a Clovis, y Clovis prefirió tomarlo a luchar contra nosotros. —Sonrió y señaló a sus hombres—. Y aquí nos tienes, Derfel. Hemos venido a rematarla faena de esta mañana.

—Pagarás con tu espíritu lo que has hecho a estas gentes —dije, señalando con Hywelbane la sangre derramada en el patio de Dun Carie.

—Pagarás, Derfel —dijo, inclinándose hacia adelante en la silla—, con lo que mi hermano y nuestro primo decidan que pagues.

—He servido a tu primo lealmente —repliqué mirándolo con aire retador.

—Dudo que requiera tus servicios de ahora en adelante —replicó con una sonrisa.

—En tal caso, saldré del país.

—No lo creo —dijo sin darle importancia—, creo que a mi rey le gustaría verte una vez más, y me consta que mi hermano arde en deseos de cruzar unas palabras contigo.

—Prefiero marcharme.

—No —insistió Amhar—. Vendrás conmigo. Depon la espada.

—Ven a por ella, Amhar.

—Si es preciso —dijo, sin el menor asomo de preocupación, mas ¿por qué había de preocuparse? Nos superaban en numero y al menos la mitad de mis hombres no tenían escudo ni lanza.

Me volví a mis lanceros.

—Si deseáis rendiros —les dije—, salid del círculo. Pero yo lucharé. —Dos de los que estaban desarmados avanzaron un paso tímidamente, pero Hachern los miro con tal ferocidad que se quedaron quietos. Les hice seña de que se alejaran—. Idos —dije con tristeza—, no deseo cruzar el puente de espadas con los que no me acompañen voluntariamente. —Los dos hombres se alejaron, pero, a una seña de Amhar, los jinetes los rodearon, blandieron la espada y volvieron a regar con sangre la cima de Dun Carie.

—¡Bastardo! —dije, y me lancé hacia Amhar, pero él tiró de las riendas y, simplemente, esquivó el envite; mientras él me esquivaba, sus hombres hincaron espuelas y embistieron sobre mis lanceros.

Fue otra masacre y nada pude hacer por evitarlo. Eachern mató a un jinete, pero mientras tenía la lanza clavada aún en las tripas del enemigo, otro lo abatió por detrás. Los demás murieron con la misma rapidez. Al menos en eso, los hombres de Amhar se mostraron misericordiosos. No dejaron que el espíritu de mis hombres se demorase sino que los despedazaron y acuchillaron con ímpetu feroz.

Apenas me di cuenta, pues, mientras perseguía a Amhar, uno de sus hombres se lanzó tras de mí y me golpeó salvajemente en la nuca. Caí con la cabeza envuelta en un torbellino negro rasgado de rayos de luz. Recuerdo que caí de rodillas y un segundo golpe me sacudió el casco, y creí que moría. Pero Amhar me quería vivo y, cuando recobré el sentido, me encontré tirado en un montón de abono de Dun Carie, maniatado, y Amhar se había ceñido el cinturón de Hywelbane. Habíanme despojado de la armadura y de una fina torques de oro que llevaba al cuello, pero Amhar y sus hombres no hallaron el broche de Ceinwyn, que seguía a buen recaudo, prendido en la parte interior de mi jubón. Estaban decapitando a mis hombres con las espadas.

—¡Bastardo! —escupí el insulto a Amhar, él se limitó a sonreír y reemprendió la macabra tarea. Cortó la cerviz a Eachern con Hywelbane, luego agarró la cabeza por los pelos y la arrojó al montón que iban formando en un manto.

—Una buena espada —me dijo, sopesando a Hywelbane.

—Pues úsala para mandarme al otro mundo.

—Mi hermano jamás me perdonaría tamaño alarde de piedad —dijo; limpió el filo de Hywelbane en el raído manto que llevaba y la envainó. Hizo una seña a tres de sus hombres para que se acercaran y se sacó un cuchillo pequeño del cinturón—. En Mynydd Baddon —dijo, encarándose a mí— me llamaste bellaco, bastardo y chucho roído por los gusanos. ¿Crees que olvido los insultos?

—La verdad siempre es memorable —conteste, aunque hube de esforzarme por imprimir osadía a mi voz, pues estaba aterrorizado.

—Tu muerte sí que será memorable, aunque de momento tendrás que conformarte con los servicios del barbero. —Hizo un gesto de asentimiento a sus hombres.

Forcejeé con ellos, pero maniatado como estaba y con la
cabeza,
dolorida todavía, poca resistencia pude oponer. Me sujetaron fuertemente entre dos, aplastándome contra el montón de mierda, mientras el tercero me inmovilizaba la
cabeza
agarrándome por el pelo y Amhar, con la rodilla derecha encima de mi pecho, me cortaba la barba. Lo hizo brutalmente, levantándome la piel a cada cuchillada y tirando los mechones a uno de sus hombres, que iba cardando el pelo para retorcerlo y hacer una cuerda corta. Hecha la cuerda, la convirtieron en dogal y me lo echaron al cuello. Era la forma más vil de insultar a un guerrero prisionero, humillarlo poniéndole una correa de esclavo trenzada con su propia barba. Se rieron de mí y Amhar me hizo incorporarme tirando por la cuerda.

—Con Issa hicimos otro tanto —dijo.

—Embustero —contesté débilmente.

—Y obligamos a su mujer a presenciarlo —continuó con una sonrisa—, y luego le obligamos a él a presenciar lo que hacíamos con ella. Ahora están muertos los dos.

Le escupí en la cara, pero él sólo se rió. Aunque le hubiera tildado de embustero, le creí. Pensé que Mordred había planeado su regreso a Britania con eficacia. Había hecho correr la voz de su muerte inminente mientras Argante mandaba el oro atesorado a Clovis, y Clovis, comprado de tal guisa, había dejado partir a Mordred sano y salvo. Mordred llegó a Dumnonia en barco y empezó a matar a sus enemigos. Issa estaba muerto, y no me cabía duda de que la mayoría de sus lanceros y de los que yo había dejado en Dumnonia habrían caído con él. Yo estaba prisionero; sólo quedaba Sagramor.

Ataron el dogal a la cola del caballo de Amhar y me llevaron en dirección sur. Los cuarenta hombres de Amhar formaron una escolta bufa y se reían cada vez que tropezaba. Arrastraron la enseña de Gwydre por el barro llevándola atada a la cola de otro caballo.

Fuimos a Caer Cadarn y, una vez allí, me arrojaron a una cabaña. No era la que había ocupado Ginebra tantos años atrás, durante su tiempo de prisión, sino otra mucho menor con una puerta baja por la que tuve que entrar arrastrándome, ayudado por las botas y las astas de las lanzas de los carceleros. Me adentré en la oscuridad de la cabaña y descubrí a otro prisionero, un hombre que habían traído de Durnovaria y que tenía ti rostro enrojecido de llanto. Tardó un momento en reconocerme, sin la barba, y de pronto se quedó atónito.

—¡Derfel! —exclamó casi sin aire.

—Obispo —dije agotado, pues era Sansum, y nos hallábamos ambos prisioneros de Mordred.

—¡Es un error! —insistía Sansum—. ¡Yo no tendría que estar aquí!

—Díselo a ellos —contesté, señalando con la cabeza a los guardianes de fuera—, no a mí.

—No he hecho nada, salvo servir a Argante. ¡Y mira la recompensa que recibo!

—Cállate —le dije.

—¡Oh, dulce nombre de Jesús! —Se postró de hinojos, abrió los brazos a los lados y se quedó mirando las telarañas del techo—. ¡Enviadme un ángel! ¡Llevadme a vuestro seno!

—¿Quieres callarte? —le dije con mala cara, pero siguió rezando y llorando mientras yo miraba taciturnamente la cumbre húmeda de Caer Cadarn, donde se amontonaban las cabezas cortadas. Allí estaban las de mis hombres, junto con otras muchas recogidas en toda Dumnonia. En lo alto del montón habían colocado un sitial cubierto con un paño azul claro; era el trono de Mordred. Las mujeres y los niños, familia de los hombres de Mordred, contemplaban el macabro espectáculo; algunos hombres se acercaron a husmear por la puerta baja de la cabaña y se rieron de mi cara pelada.

—¿Dónde está Mordred? —pregunté a Sansum.

—¿Cómo queréis que lo sepa? —respondió, interrumpiendo la plegaria.

—Entonces, ¿qué sabes? —pregunté otra vez. Se acercó al banco arrastrando los pies. Me había hecho el pequeño favor de desatarme la cuerda de las muñecas, aunque de poco me sirvió, pues distinguí a seis lanceros de guardia a la puerta de la cabaña, y con toda certeza habría más que no alcanzaba a ver. Uno estaba sentado frente a la entrada abierta de la cabaña, con una lanza, y me rogaba que intentara salir y le diera pie para ensartarme vivo. No tenía la menor posibilidad de vencerlos.

—¿Qué es lo que sabes? —volví a preguntarle.

—El rey volvió hace dos noches —dijo— con centenares de hombres.

—¿Cuántos?

—¿Trescientos? —dijo, encogiéndose de hombros—. ¿Cuatrocientos? No pude contarlos porque había muchos. Mataron a Issa en Durnovaria.

Cerré los ojos y recé una plegaria por el desdichado Issa y su familia.

—¿Cuándo te arrestaron a ti?

—Ayer. —Estaba indignado—. ¡Y por nada! ¡Yo lo recibí en casa con alegría! No sabía que estuviera vivo pero me alegré de verlo. ¡Me alegré tanto! ¡Y por eso me arrestaron!

—¿Entonces por qué creen que te han arrestado? —le pregunté.

—Argante dice que yo mantenía correspondencia con Meurig, señor, ¡pero eso no puede ser cierto! Yo no entiendo de letras, vos lo sabéis.

—Pero tus escribanos sí, obispo.

Sansum adoptó una actitud ofendida.

—¿Y qué necesidad tengo yo de hablar con Meurig?

—Porque tramabas darle el trono a él, Sansum, y no lo niegues. Hablé con él hace dos semanas.

—Yo no le escribí —insistió, enfurruñado.

Le creí, pues Sansum siempre había tenido la astucia de no pasar sus planes al papel, pero no dudaba de que hubiera enviado mensajeros. Y uno de tales mensajeros, o tal vez un alabardero de la corte de Meurig, le habría traicionado ante Argante, quien sin duda codiciaba el oro de Sansum.

—Mereces el castigo que te impongan —le dije—. Has urdido traiciones contra todo rey que alguna vez se mostrara clemente contigo.

—Sólo he procurado por el bien de mi país, siempre, ¡y por Cristo!

—Eres un sapo infestado de gusanos —dije, y escupí al suelo—. Sólo buscas poder.

Hizo la señal de la cruz y me miró con desprecio.

—¡Todo es por culpa de Fergal! —dijo.

—¿Por qué lo culpas?

—¡Porque quería ser el tesorero!

—¿Quieres decir que aspira a ser rico, como tú?

—¿Como yo? —Sansum me miró con fingida sorpresa—. ¿Como yo? ¿Yo, rico? ¡En el nombre de Dios! Lo único que he hecho ha sido guardar una miseria por si algún día el reino tuviera necesidad de ello. He sido prudente, Derfel, prudente. —Siguió justificándose y, poco a poco, empecé a comprender que creía profundamente en lo que decía. Sansum podía traicionar a las personas, urdir planes para deshacerse de ellas, como lo intentara con Arturo y conmigo cuando nos hizo arrestar a Ligessac, y podía sangrar el tesoro hasta dejarlo seco; sin embargo, de alguna manera siempre lograba convencerse de que sus actos tenían justificación. Se regía por el único principio de la ambición y se me ocurrió, mientras el desgraciado día se convertía en noche, que cuando en el mundo no quedaran hombres como Arturo y reyes como Cuneglas, en todas partes mandarían criaturas como Sansum. Si Taliesin estaba en lo cierto, nuestros dioses se alejaban cada vez más y con ellos desaparecerían los druidas, y después los grandes reyes, y entonces una tribu de señores de los ratones nos gobernaría a todos.

El día siguiente amaneció soleado y con un viento irregular que nos traía a la cabaña el hedor de las cabezas apiladas. No nos permitieron salir y por tanto hubimos de aliviar nuestras necesidades en un rincón.

Tampoco nos dieron de comer, aunque sí nos echaron por la puerta una vejiga de agua maloliente. El cambio de guardia no aportó novedades, pues los centinelas de turno nos vigilaban con igual celo que los anteriores. Amhar se acercó un momento a la cabaña a regodearse. Desenvainó a Hywelbane, besó la hoja, la limpió con la capa y pasó el dedo por el filo recién afilado.

—Como para cortarte las manos ha quedado, Derfel —dijo—. A mi hermano le placería tener una mano tuya. ¡La haría montar en el yelmo! Y yo me quedaría con la otra; necesito un penacho nuevo. —No contesté y, al cabo de un rato se cansó de provocarme y se marchó segando cardos con Hywelbane.

—A lo mejor Sagramor mata a Mordred —me susurró Sansum.

—Por ello ruego.

—Estoy seguro que Mordred ha ido a buscarlo. Vino aquí, mandó a Amhar a Dun Carie y luego partió hacia levante.

—¿Cuántos hombres tiene Sagramor?

—Dos centenares.

—No son muchos —dije.

—¿Creéis que vendrá Arturo? —dijo Sansum.

—A estas horas ya habrá tenido noticia del regreso de Mordred, pero no puede cruzar Gwent porque Meurig no se lo permite, o sea que tendría que venir por mar con sus hombres, y no creo que lo haga.

—¿Por qué?

—Porque Mordred es rey por derecho, obispo, y Arturo, por más que lo odie, no le negará ese derecho. No faltaría al juramento que le hizo a Uther.

—¿No intentará rescataros?

—¿Cómo? —pregunté—. Tan pronto como esos soldados vieran a Arturo, nos cortarían la garganta a los dos.

—¡Dios nos asista! —exclamó Sansum—. Que Jesús, María y todos los santos nos protejan.

—Yo prefiero rezar a Mitra.

—¡Pagano! —musitó Sansum, pero no trató de impedirme que rezara.

El día fue avanzando. Hacía un tiempo primaveral delicioso en verdad, aunque para mí fue amargo como hiel. Sabía que mi cabeza se sumaría al montón de la cima de Caer Cadarn, mas no era tal la causa primera de mi pesadumbre, sino el saber que no había cumplido con mi pueblo. Había llevado a mis lanceros a una encerrona, los había enviado a la muerte. Merecía que me recibieran con reproches en el otro mundo, pero sabía que me acogerían con júbilo, cosa que me hacía sentir más culpable aún. No obstante, la perspectiva del otro mundo me consolaba. Allí me esperaban amigos y dos hijas y, cuando terminase la tortura y mi espíritu entrara en su cuerpo de sombra, sentiría la felicidad del reencuentro. Observé que Sansum, por el contrario, no hallaba consuelo en su religión. Pasó el día gimiendo, quejándose, llorando y rabiando, mas nada logró con tanto ruido. Tan sólo nos restaba aguardar una noche más y otro largo día de ayuno.

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