Authors: Bernard Cornwell
—¡Viviréis! —nos dijo a gritos—. ¡Y volveremos a vernos!
Balig izó la vela, el viento la hinchó y nos arrastró hacia el mar. Nadie hablaba, todos mirábamos a Nimue y al punto donde, en el remolino de las olas grises, el cuerpo de Merlín nos seguía mar adentro.
Donde nos esperaba Manawydan.
Viramos la embarcación hacia el sureste para que el viento hinchara la rasgada vela; el estómago se me revolvía con el asalto de cada ola.
Balig forcejeaba con el remo del timón. Habíamos recogido los demás remos y el viento cumplía su misión, pero el impulso de la marea nos dificultaba la marcha y nos hizo virar hacia el sur, de forma que el viento batía la vela y forzaba el timón de manera alarmante; paulatinamente, la embarcación rectificó y la vela restalló como un gran látigo cuando volvió a tomar el viento a favor, la proa se inclinó al remontar las olas, el estómago me dio un vuelco y la bilis se me subió a la garganta.
El cielo se oscureció. Balig miró a las nubes, escupió y tiró nuevamente del timón. Empezó a llover, unas gotas gruesas salpicaron la cubierta y oscurecieron la sucia vela.
—¡Arriad las enseñas! —gritó Balig, y Galahad recogió la de proa mientras yo desataba la de popa con esfuerzo. Gwydre me ayudó a arriarla, perdió el equilibrio cuando la barca se inclinó al remontar y se golpeó contra la borda al tiempo que el agua rompía contra la proa—. ¡Achicad! —gritó Balig— ¡Achicad!
El viento arreció. Vomité por sobre la aleta y, al levantar la mirada, vi que el resto de la flota daba bandazos en un remolino gris de aguas rompientes y espuma. Oí un crujido por encima de mí, miré hacia arriba y vi que la vela se había rasgado en dos. Balig lanzó una maldición. La costa era una línea negra a nuestra espalda y, más allá, los montes de Siluria brillaban con un resplandor verde, pero en torno a nosotros todo era oscuridad, salpicaduras y peligro.
—¡Achicad! —repitió Balig, y los que estaban en el vientre de la barca empezaron a recoger con sus propios cascos el agua de alrededor de los fardos del tesoro, las armaduras y los víveres.
Y entonces, estalló la tormenta. Hasta el momento no habíamos sufrido sino el preludio del temporal, pero de pronto la galerna aulló por todo el mar y empezó a llover torrencialmente sobre las olas coronadas de blanco. Perdí de vista a las demás embarcaciones entre la densa lluvia y la oscuridad del cielo. La costa desapareció y lo único que veía era una pesadilla de olas rápidas y altas, coronadas de espuma, que inundaban la barca sin cesar. La vela quedó hecha jirones que el viento sacudía como enseñas desgarradas. Los rayos rasgaban el cielo, la barca cayó desde lo alto de una ola y vi el agua verde y negra elevarse para caernos encima por la borda, pero Balig logró enderezar la proa en dirección a la ola y el agua vaciló en el borde mismo y se alejó enseguida, al tiempo que la siguiente nos levantaba otra vez sobre su cresta espumosa.
—¡Aligerad la carga! —gritó Balig imponiéndose al estruendo de la tormenta.
Arrojamos el oro por la borda. Echamos al mar el tesoro de Arturo, el mío, el de Gwydre y el de Culhwch. Se lo entregamos a Manawydan, echamos a sus voraces fauces monedas, copas, candelabros y lingotes de oro, pero quería más y le arrojamos también los cestos de víveres y las enseñas dobladas, pero Arturo no estaba dispuesto a entregar su armadura, ni yo la mía, de modo que escondimos las armaduras y las armas en la reducida cabina que se abría bajo la cubierta de popa y arrojamos unas cuantas piedras de lastre después del oro. Nos tambaleábamos por cubierta como beodos, empujados por las olas y resbalando entre el agua y los vómitos. Morwenna abrazaba a sus hijos, Ceinwyn y Ginebra rezaban, Taliesin achicaba agua con un casco y Culhwch y Galahad ayudaban a Balig y al marinero sajón a arriar los restos de la vela. Tiraron los harapos por la borda, palo incluido, sujetos con una larga cuerda de crin de caballo cuyo otro extremo ataron al mástil de popa, y el contrapeso de la vela y el asta lograron hacer virar la nave cara al viento de modo que nos enfrentamos a la tormenta y aguantamos las embestidas de cara.
—¡Nunca había visto una tormenta que avanzara tan deprisa! —me dijo Balig a gritos. Pero no era de extrañar, pues no se trataba de un temporal común sino de la furia desatada por la muerte de un druida, y el mundo nos llenó los oídos de alaridos de viento y mar mientras la nave crujiente se alzaba y caía entre las olas incesantes. El agua se colaba entre las planchas del casco, pero la achicábamos a la misma velocidad que entraba.
Entonces divisé el primer naufragio en la cresta de una ola y, un momento más tarde, distinguí a un hombre nadando. Quería llamarnos pero el mar lo ahogaba. La flota de Arturo perecía. A veces, cuando aflojaba un poco el chubasco y el aire se calmaba un momento, veíamos a los hombres achicando enfebrecidamente y las naves flotando hundidas en el torbellino, y de pronto la tormenta nos cegaba otra vez y, cuando volvía a despejarse, ya no veíamos la barca sino sólo maderos a la deriva. La flota de Arturo se hundió barca a barca y los hombres y las mujeres se ahogaron. Los que llevaban puesta la armadura perecieron primero.
Mientras tanto, justo detrás de la vela destrozada por el viento que arrastrábamos con nosotros, nos seguía el cadáver de Merlín. Apareció poco después de que arrojáramos la vela por la borda y luego nos acompañó, y veía su túnica blanca en el seno de una ola, luego desaparecía y volvía a divisarlo un momento con el movimiento de las aguas. En una ocasión parecióme incluso que levantaba la cabeza del agua, y acerté a distinguir la herida de la garganta, blanqueada por el océano; nos miraba con sus cuencas vacías, pero las olas lo hundieron de nuevo y, tocando un clavo de hierro del mástil de popa, rogué a Manawydan que se llevara al druida al fondo del mar. «Lleváoslo —rogué— y enviad su espíritu al otro mundo», pero cuando volvía a mirar, allí seguía, con el pelo blanco extendido como un abanico abierto alrededor de la cabeza en medio del torbellino.
Merlín seguía allí, pero las demás embarcaciones no. Atisbamos entre la lluvia y las rachas de agua, mas sólo distinguíamos el cielo oscuro y arremolinado, el mar gris y blanco sucio, las barcas naufragadas y a Merlín, siempre Merlín, y creo que nos protegía, no porque deseara salvarnos sino porque Nimue todavía no había terminado con nosotros. En nuestra embarcación iba lo que más ansiaba, de modo que sólo nosotros teníamos que sobrevivir en las aguas de Manawydan.
Merlín no desapareció hasta que la tormenta hubo concluido. Vi su rostro por última vez y luego se hundió para siempre. Por un momento fue una forma blanca con los brazos extendidos en el corazón verde de una ola y luego desapareció. Y al desaparecer Merlín, murió la furia del viento y cesó la lluvia.
El mar aún nos zarandeaba, pero el aire se aclaró y las nubes pasaron del negro al gris, y luego a un blanco sucio, y en torno a nosotros no había sino el mar vacío. Sólo nuestra embarcación había sobrevivido; Arturo miraba las grises olas con lágrimas en los ojos. Sus hombres se habían ido con Manawydan, todos, todos sus hombres valientes a excepción de unos pocos. Había desaparecido un ejercito entero.
Y estábamos solos.
Recogimos el mástil y los restos de la vela y remamos durante las horas siguientes, iodos, excepto yo, se llagaron las manos; intenté manejar un remo pero con una mano sola no podía, de modo que me senté a mirar mientras surcábamos el mar undoso rumbo al sur; al atardecer, la quilla tocó arena y desembarcamos con las pocas posesiones que nos quedaban.
Dormimos en las dunas y por la mañana limpiamos de sal nuestras armas y contamos las monedas que nos quedaban. Balig y el sajón se quedaron en la barca porque, según dijeron, podían salvarla, así que entregué a mi cuñado la última moneda de oro que tenía en la bolsa, lo abracé y seguí a Arturo hacia el sur.
Hallamos una fortificación en los montes de la costa; el señor del lugar resultó ser partidario de Arturo, de modo que nos proporcionó un caballo de silla y dos muías. Quisimos pagarle con oro pero lo rechazó.
—Cuánto desearía —dijo— disponer de lanceros que entregaros, pero desgraciadamente no es así. —Se encogió de hombros. Su casa era pobre y ya nos había dado más de lo que podía permitirse. Comimos su comida, nos secamos la ropa con su fuego y después nos sentamos bajo el manzano del huerto de la fortificación.
—Ahora no podemos luchar contra Mordred —dijo Arturo sombríamente. Mordred contaba al menos con trescientos cincuenta hombres, y los seguidores de Nimue lo apoyarían siempre y cuando nos persiguiera, mientras que Sagramor contaba con menos de doscientas lanzas. La batalla estaba perdida incluso antes de empezar.
—Oengus vendrá en nuestra ayuda —dijo Culhwch.
—Lo intentará —dijo Arturo—, pero Meurig no permitirá cruzar Gwent a los Escudos Negros.
—Y Cerdic vendrá —dijo Galahad en voz baja—. Tan pronto como sepa que Mordred nos ataca, se pondrá en marcha. Y nosotros tendremos sólo doscientos hombres.
—Menos —puntualizó Arturo.
—¿Para enfrentarnos a cuántos? —preguntó Galahad—. ¿A cuatro centenares? ¿A cinco? Y los que sobrevivan de los nuestros, en caso de que aun así ganáramos, tendrían que enfrentarse a Cerdic inmediatamente.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Ginebra.
—Irnos a Armórica —dijo Arturo con una sonrisa—. Mordred no nos perseguirá hasta allí.
—Puede que sí —gruñó Culhwch.
—En tal caso, nos enfrentaremos al problema cuando se presente —replicó Arturo con serenidad. Lo embargaba la amargura aquella mañana, pero no estaba furioso. El destino le había dado un revés imponente, lo único que podía hacer era cambiar los planes y tratar de infundirnos esperanza. Nos recordó que su hermana era reina consorte del rey Budic de Broceliande y estaba seguro de que el rey nos daría cobijo—. Seremos pobres —dijo, sonriendo a Ginebra como si se disculpara—, pero tenemos amigos y nos ayudarán. Los lanceros de Sagramor serán bien acogidos en Broceliande. No moriremos de hambre. ¿Y quién sabe? —dijo sonriendo a su hijo—, tal vez Mordred muera y podamos regresar.
—Pero Nimue —dije— nos perseguirá hasta el fin del mundo.
—En tal caso —replicó Arturo con una mueca—, Nimue debe morir, pero esa cuestión también la solucionaremos a su debido tiempo. Ahora es preciso pensar en la forma de llegar a Broceliande.
—Vayamos a Camlann —dije— y preguntemos por Caddwg el barquero.
Arturo me miró sorprendido por la seguridad de mis palabras.
—¿A Caddwg?
—Merlín lo dejó todo previsto, señor —dije—, y me lo contó. Es el último regalo que os hace.
Arturo cerró los ojos. Estaba pensando en Merlín y, por un instante, creí que iba a derramar lágrimas, pero sólo se estremeció.
—Hacia Camlann, pues —dijo abriendo los ojos.
Einion, el hijo de Culhwch, tomó el caballo de silla y partió hacia el este en busca de Sagramor. Llevaba nuevas órdenes pues debía reunir embarcaciones y dirigirse al sur por el mar rumbo a Armórica. Einion comunicaría al numidio que nosotros buscaríamos embarcación en Camlann y que trataríamos de reunirnos con él en las costas de Broceliande. No habría batalla contra Mordred ni aclamación en Caer Cadarn, sino una huida ignominiosa por mar.
Cuando Einion hubo partido, subimos a Arturo—bach y a la pequeña Seren a lomos de una muía y cargamos las armaduras en la otra, y nos pusimos en marcha hacia el sur. Arturo barruntaba que, a esas alturas, Mordred ya había descubierto nuestra huida de Siluria y el ejército de Dumnonia estaría tras nuestros pasos. Los hombres de Nimue lo acompañarían, sin duda, y contaban con la ventaja de las firmes calzadas romanas, mientras que nosotros teníamos kilómetros de terreno montañoso que cruzar. De modo que nos apresuramos.
O al menos lo intentamos, pero los montes eran empinados, el camino largo, Ceinwyn estaba débil todavía, las muías eran lentas y Culhwch cojeaba desde la lejana batalla que libráramos contra Aelle en las afueras de Londres. El progreso era muy lento, pero Arturo parecía resignado a su sino.
—Mordred no sabrá dónde buscarnos —dijo.
—Pero es posible que Nimue sí —dije—. ¡Quién sabe lo que habrá obligado a confesar a Merlín al final!
Arturo calló unos momentos. Caminábamos por un bosque cuajado de prímulas y revestido de suaves hojas nuevas.
—¿Sabes lo que tendría que hacer? —dijo al cabo—. Tendría que buscar un pozo muy hondo, arrojar a Excalibur a las profundidades y cegarlo después con piedras, para que nadie volviera a encontrarla desde ahora hasta el fin del mundo.
—¿Por qué no lo hacéis, señor?
Sonrió y tocó el pomo de la espada.
—Ahora estoy acostumbrado a ella. La conservaré hasta que no la necesite más. Pero si fuera necesario la escondería, aunque todavía no. —Siguió andando pensativamente—. ¿Estás enfadado conmigo? —me preguntó tras una larga pausa.
—¿Con vos? ¿Por qué?
Hizo un gesto refiriéndose a toda Dumnonia, a todo el triste país que refulgía de capullos y hojas tiernas aquella mañana de primavera.
—Si me hubiera quedado, Derfel, si hubiera negado a Mordred su poder, nada de esto habría sucedido —dijo con arrepentimiento.
—Pero ¿quién lo habría sabido? —pregunté—. ¿Quién habría adivinado que Mordred sería un buen soldado, o que formaría un ejército?
—Cierto —admitió—, y cuando acepté las exigencias de Meurig pensé que Mordred se pudriría en Durnovaria. Creí que cavaría, su propia tumba a fuerza de beber o que sucumbiría en cualquier pelea con un puñal clavado en la espalda. —Sacudió la cabeza—. No tenía que haber sido rey, pero, ¿acaso tenía yo otra posibilidad? Se lo había jurado a Uther.
Todo se remitía a aquel juramento y me acordé del último Gran Consejo celebrado en Britania, en el que Uther ideó el juramento que asegurase la sucesión de Mordred en el trono. Por aquel entonces Uther era ya un anciano gordo y enfermo, moribundo, y yo un muchacho que no deseaba otra cosa que convertirse en lancero. Hacía ya tanto tiempo..., y Nimue y yo éramos amigos.
—Uther ni siquiera deseaba que prestarais el juramento —dije.
—Pero lo presté —dijo Arturo—, lo presté. Y un juramento es un juramento, y si faltamos a uno deliberadamente, perdemos la fe en los demás. —Pensé que los juramentos incumplidos eran muchos más que los cumplidos, pero nada dije. Arturo había intentado mantenerse fiel a todos los compromisos, cosa que le consolaba. De repente sonrió y vi que sus pensamientos habían derivado hacia temas más risueños—. Hace muchos años —me dijo— descubrí un terreno en Broceliande. Era un valle que descendía hacia la costa sur, y recuerdo un río con abedules; me pareció un lugar idóneo para construir una fortaleza y vivir una vida plena.