Authors: Bernard Cornwell
Me eché a reír. Incluso en esos momentos, lo único que deseaba era una fortaleza, un poco de tierra y amigos alrededor; lo mismo que había deseado siempre. Nunca le habían atraído los palacios ni había deseado el poder, aunque sí había disfrutado la práctica de la guerra. Por más que se hubiera esforzado siempre en negar lo mucho que le placía, era hábil en el combate y de pensamiento ágil, cualidades que le convertían en un soldado mortífero. La lucha le había granjeado fama, le había permitido unir a los britanos y vencer a los sajones, pero entonces su retraimiento respecto al poder y su obstinada fe en la bondad innata del hombre, junto con su ferviente adhesión al carácter sagrado de los juramentos, habían permitido que hombres de menor valía redujeran a polvo sus logros.
—Una fortaleza de troncos —dijo, soñador—, con arcos y columnas frente al mar. A Ginebra le gusta mucho el mar. El terreno desciende hacia una playa por el sur, y podemos levantar la fortaleza en la cima y disfrutar así, de día y de noche, del sonido de las olas en la arena. Y detrás de la fortaleza —añadió— construiré una nueva herrería.
—¿Para seguir torturando metales? —pregunté.
—
Ars langa —
replicó sin darle importancia—,
vita brevis.
—¿Es latín? —pregunté. Arturo asintió.
—El arte es duradero, la vida breve. Mejoraré, Derfel. Mi defecto es la impaciencia. Veo en el hierro la forma que deseo, y me precipito, pero el hierro no se deja trabajar con prisas. —Me puso una mano en el brazo vendado—. A ti y a mí nos quedan muchos años por delante, Derfel.
—Eso espero, señor.
—Años y años —dijo—, años para hacernos viejos, escuchar canciones y contar cuentos.
—¿Y soñar con Britania? —pregunté.
—Le hemos rendido buen servicio —dijo—, ahora debe hacerlo ella sola.
—¿Y si los sajones vuelven y los hombres os llaman otra vez, volveréis?
Arturo sonrió.
—Es posible que vuelva para entregar el trono a Gwydre; de otro modo colgaré a Excalibur de la viga más alta de alto techo de mi fortaleza, Derfel, para que las arañas la envuelvan en sus telas. Contemplaré el mar, sembraré la tierra y veré crecer a mis nietos. Tú y yo hemos cumplido, amigo mío. Se acabaron los juramentos.
—Queda uno —dije.
—¿Te refieres al compromiso de ayudar a Ban? —inquirió, mirándome bruscamente.
Había olvidado ese juramento, el juramento, el único que Arturo no había logrado cumplir y el que le había acarreado graves consecuencias. El reino de Ban, en Beonic, había caído en manos de los francos y, aunque Arturo envió hombres en su momento, no acudió él personalmente. Pero esos sucesos pertenecían a un pasado lejano, y yo jamás había acusado a Arturo de haber faltado a su palabra. Cuando quiso enviar ayuda, los sajones de Aelle presionaban con fuerza y él no podía luchar en dos frentes al mismo tiempo.
—No, señor —dije—, estaba pensando en mi juramento a Sansum.
—El señor de los ratones no se acordará de ti —dijo quitándole importancia.
—Se acuerda de todo, señor.
—En tal caso, tendremos que hacerle cambiar de opinión —replicó—, porque no me veo capaz de envejecer lejos de ti, Derfel.
—Ni yo de vos, señor.
—Así pues, nos esconderemos en un lugar remoto, tú y yo, y los hombres se preguntarán por el paradero de Arturo, por el de Derfel, por el de Galahad, por el de Ceinwyn. Y nadie lo sabrá, porque estaremos ocultos bajo los abedules junto al mar. —Rompió a reír, pero veía el sueño cercano y la esperanza le ayudó a cubrir los últimos kilómetros del largo viaje.
Tardamos cuatro días con sus noches, pero por fin avistamos la costa sur de Dumnonia. Rodeamos el gran páramo y llegamos al océano caminando por unos altos arrecifes. Nos detuvimos en lo alto cuando la luz se derramaba por encima de nuestros hombros sobre el amplio valle del río, que se abría al mar bajo nuestros pies. Habíamos llegado a Camlann.
Yo ya había estado antes allí, pues era el país del sur, por debajo de la Isca dumnonia, donde la gente se tatuaba el rostro de azul. La primera vez que lo visité iba al servicio de lord Owain y, bajo su mandato, había participado en la masacre llevada a cabo en los altos páramos. Años más tarde, pasé cerca de esos montes cuando fui con Arturo a salvar a Tristán, aunque no lo conseguí y Tristán perdió la vida; y entonces volvía por tercera vez. Era un país hermoso, bello como ninguno que yo hubiera visto en Britania, aunque me traía recuerdos de asesinatos y sabía que me alegraría cuando la embarcación de Caddwg nos alejara de allí.
Nos quedamos mirando la meta del viaje desde lo alto. El río Exe moría en el mar allá abajo, pero antes de alcanzar el océano formaba un gran lago marino aislado del mar por una estrecha lengua de tierra. Esa lengua de tierra era conocida por el nombre de Camlann, y en la punta, visible apenas desde nuestra alta atalaya, los romanos habían levantado una pequeña fortificación. Dentro de las murallas se erguía un altísimo faro de hierro que en otros tiempos albergaba una hoguera, la cual servía para avisar a las galeras que se aproximaban de la presencia de la traicionera lengua de tierra.
Así pues, contemplamos el lago marino, la lengua de tierra y la verde costa. No había enemigos a la vista, el último sol del día no se reflejaba en ninguna punta de lanza, no había caballos galopando por los senderos de la playa ni lanceros que ensombrecieran la estrecha lengua de tierra. Como si estuviéramos solos en el universo.
—¿Conoces a Caddwg? —me preguntó Arturo rompiendo el silencio.
—Lo vi una vez, señor, hace muchos años.
—Pues ve a buscarlo, Derfel, y dile que le esperamos en la fortificación.
Miré hacia el sur, al mar enorme, vacío y resplandeciente, el camino que nos llevaría lejos de Britania. Después bajé la ladera para que tal viaje fuera posible.
Los últimos resplandores del día que terminaba me iluminaron el camino hacia la casa de Caddwg. Pregunté a varias personas y me indicaron una pequeña choza de la orilla norte de Camlann; delante de la choza, como la marea aún no había subido del todo, se extendía una gran planicie de lodo lustroso y yermo. La embarcación de Caddwg no estaba en el agua sino fuera, encaramada en tierra firme con la quilla apoyada sobre unos rodillos y el casco amarrado a unos postes de madera.
—Se llama
Prydwen —
dijo Caddwg sin mediar saludo alguno. Me había visto parado al lado de la embarcación y se había acercado desde su casa. Era viejo, tenía una barba densamente poblada y la piel muy curtida por el sol; llevaba un jubón de lana manchado de pez y de nacaradas escamas de pescado.
—Me envía Merlín —dije.
—Estaba seguro, me lo dijo. ¿No viene él?
—Ha muerto —dije.
Caddwg escupió.
—Creía que jamás llegaría a oír esas palabras. —Volvió a escupir—. Creía que la muerte lo eximiría.
—Fue asesinado —dije.
Caddwg se agachó y echó unos leños al fuego sobre el que hervía una olla. En la olla había pez con la que Caddwg calafateaba los huecos que quedaban entre las planchas de la
Prydwen.
La barca era magnífica. El casco de madera estaba limpio de tanto restregarlo y la nueva capa brillante de madera contrastaba con el negro de las junturas calafateadas que impedían que el agua rezumara por entre las planchas. Tenía la proa alta, un largo palo de popa y un mástil recién construido que esperaba sobre unos caballetes al lado del casco varado.
—Entonces, os hará falta —dijo Caddwg, refiriéndose a la embarcación.
—Somos trece —le dije—, estamos esperando en la fortificación.
—Mañana a esta misma hora —dijo.
—¿No puede ser hasta mañana? —pregunté, alarmado por el retraso.
—No sabía que veníais —gruñó—, y no puedo echarla al mar hasta que suba la marea, que no será hasta mañana por la mañana, y cuando le haya colocado el mástil y la vela y el timón esté en su sitio, la marea habrá bajado otra vez. A media tarde estará a flote otra vez, sí, e iré a buscaros lo más rápido que pueda, pero por más que me apure será al anochecer. Teníais que haberme advertido de vuestra llegada.
Cierto, mas a nadie se le había ocurrido mandarle un mensaje porque ninguno de nosotros entendía de embarcaciones. Esperábamos llegar al lugar, encontrar la barca y partir, y no nos imaginábamos que podría estar fuera del agua.
—¿Hay más embarcaciones? —le pregunté.
—Ninguna donde quepan trece personas —dijo—, y ninguna que os lleve a donde os llevo yo.
—A Broceliande —dije.
—Os llevaré donde me dijo Merlín —replicó Caddwg con determinación y, a firmes zancadas, se acercó a la proa de la
Prydwen
y señaló hacia una piedra gris del tamaño de una manzana. La piedra no tenía nada extraordinario salvo que la habían incrustado con pericia en la proa, en la madera de roble, como una gema engarzada en oro—. Me dio ese pedrusco —dijo Caddwg, refiriéndose a Merlín—. Es una piedra espectral.
—¿Una piedra espectral? —pregunté, pues jamás había oído hablar de tal cosa.
—Llevará a Arturo adonde Merlín quería que fuese, ninguna otra cosa lo llevará allí, y ninguna otra barca podría llevarlo, sólo aquella a la que Merlín dio nombre —dijo Caddwg. El nombre
Prydwen
significaba Britania—. ¿Arturo está con vos? —me preguntó Caddwg, preocupado de pronto.
—Sí
—Entonces, traeré también el oro —dijo.
—¿Oro?
—El viejo lo dejó para Arturo. Supuso que lo necesitaría. A mí de nada me sirve. El oro no sirve para pescar. Sí que compré una vela nueva, eso sí; Merlín me dijo que la comprara y por eso me dio oro, pero el oro no sirve para pescar. Pesca mujeres —se rió—, pero no peces.
Miré a la embarcación varada.
—¿Necesitas ayuda? —le pregunté.
Caddwg se rió sin ganas.
—¿Que ayuda podéis ofrecerme? ¿Vos, con ese brazo corto? ¿Sabéis calafatear? ¿Sabéis calzar un mástil o doblar una vela? —escupió—. Sólo tengo que silbar y vendrán veinte hombres a ayudarme. Nos oiréis cantar por la mañana, y asi sabréis que estamos empujándola por los rodillos hacia el agua. Mañana al anochecer —asintió secamente con la cabezada— iré a buscaros a la fortificación. —Dio media vuelta y regresó a la cabaña.
Y yo volví con Arturo. Ya había oscurecido y todas las estrellas del cielo brillaban en el firmamento. La larga estela de la luna rielaba en el mar e iluminaba las murallas derruidas de la reducida fortificación donde teníamos que esperar por la
Prydwen.
Pensé que nos quedaba un último día en Britania. Una última noche y un último día, y luego navegaríamos con Arturo por la senda de la luna y Britania no sería más que un recuerdo.
El viento nocturno soplaba suavemente entre las murallas derruidas de la fortificación. Los oxidados restos del antiguo faro inclinaban su eje descolorido por encima de nuestras cabezas, unas olas pequeñas rompían en la larga playa y la luna iba descendiendo lentamente hacia los brazos del mar dejando la noche a oscuras.
Dormimos al abrigo de la fortificación. Los romanos habían hecho los muros de arena, sobre la cual habían apilado turba entremezclada con algas marinas, y después habían levantado una empalizada en lo alto. La muralla debía de ser débil ya desde que la levantaron, pero la fortificación no había sido otra cosa que una atalaya y un refugio contra los vientos marinos para el reducido destacamento que cuidara del faro. De la empalizada de madera apenas quedaba nada y la lluvia y el viento habían desgastado la mayor parte de la pared de arena, pero en algunos puntos todavía levantaba un metro o metro y medio.
La mañana amaneció despejada y vimos un pequeño grupo de pequeños botes de pesca que se hacía a la mar para cumplir la jornada de trabajo. Su partida dejó a la
Prydwen
sola junto al lago marino. Arturo—bach y Seren jugaban en la arena del lago donde no había grandes olas, y Galahad paseaba con el otro hijo de Culhweh playa arriba en busca de alimentos. Volvieron con pan, pescado seco y un cubo de madera lleno de leche fresca. Aquella mañana teníamos todos una extraña alegría. Recuerdo las risas mientras mirábamos a Seren, que bajaba rodando por una duna, y las voces con que animábamos a Arturo—bach cuando arrastró un enorme montón de algas desde los bajíos hasta la arena. La enorme masa verde debía de pesar tanto como el, pero el chico tiraba y tiraba hasta que logró arrastrar la densa maraña hasta la derrumbada muralla de la fortificación, Gwydre y yo aplaudimos sus esfuerzos y después trabamos conversación.
—Si no he de ser rey —dijo Gwydre—, pues que así sea.
—El destino es inexorable —dije y, como me mirase con gesto inquisitivo, sonreí—. Era una de las frases favoritas de Merlín. Ésa y «No seas necio, Derfel». Siempre le parecí un necio.
—Estoy seguro de que no lo erais —contestó lealmente.
—Todos lo éramos, excepto Nimue y Morgana, quizás. A los demás nos faltaba inteligencia, simplemente. Tu madre también, quizás, pero tu madre y Merlín nunca hicieron buenas migas.
—Me habría gustado conocerlo mejor.
—Cuando envejezcas, Gwydre —dije— aún podrás presumir de haber conocido a Merlín.
—Nadie me creerá.
—Seguramente —dije—. Y cuando envejezcas habrán inventado historias nuevas sobre él. Y sobre tu padre también. —Desprendí del muro un fragmento de concha. Desde la lejanía, mar adentro, me llegaron voces de hombres que cantaban, y supe que estaban botando la
Prydwen.
Pensé que ya faltaba poco, muy poco—. Quizá nadie llegue a saber la verdad jamás —dije a Gwydre.
—¿La verdad?
—Sobre tu padre o sobre Merlín. —Ya se oían canciones que otorgaban todo el mérito de Mynydd Baddon a Meurig, de entre todos, y muchas también que ensalzaban a Lancelot más que a Arturo. Busqué a Taliesin por los alrededores preguntándome si podría corregir esas canciones. Aquella mañana el bardo nos había anunciado que no tenía intención de cruzar el mar con nosotros sino que volvería a Siluria o a Powys; creo que Taliesin nos había acompañado sólo por tener ocasión de charlar con Arturo y aprender así su historia. O tal vez hubiera previsto el futuro y se hubiera acercado a observar el desarrollo de los acontecimientos pero, fuera cual fuese la razón, el bardo estaba conversando con Arturo en ese momento y Arturo se alejó de él repentinamente y corrió hacia la orilla del lago marino. Allí permaneció en pie un largo rato, oteando el norte. De súbito, dio media vuelta y echó a correr hasta la duna más cercana. Trepó hasta lo alto y se volvió de nuevo hacia el norte.