Authors: Bernard Cornwell
Mordred, con la espada baja la movió de delante atrás con un ademán amplio para indicar a sus hombres que lo dejaran solo frente a Arturo. El enemigo se retiró obedientemente. El rey iba íntegramente vestido de negro, igual que el día de su aclamación en Caer Cadarn. Manto negro, coraza negra, calzones negros, botas negras y yelmo negro. La negra armadura estaba rascada en algunos puntos, donde las espadas habían atravesado la pez seca dejando el metal al descubierto. Su escudo tenía una capa de pez y las únicas pinceladas de color de su atuendo eran una marchita rama verde de verbena que le asomaba por el cuello y las cuencas de los ojos de la calavera que coronaba su yelmo. Pensé que sería el cráneo de un niño pues era pequeño, y tenía las cuencas de los ojos rellenas con un paño rojo. Mordred avanzó cojeando y blandiendo la espada y Arturo nos hizo seña de que nos retirásemos para dejarle espacio libre. Sopesó a Excalibur y levantó el escudo de plata, hendido y manchado de sangre. ¿Cuántos quedábamos en ese momento? No lo sé. ¿Cuarenta? Menos, quizá, y la
Prydwen
había llegado a la curva del canal del río y se deslizaba en nuestra dirección con la piedra espectral en la proa y la vela moviéndose apenas al suave viento. Los remos se hundían y se levantaban. La marea casi había terminado de subir.
Mordred atacó. Arturo esquivó el golpe, contraatacó y Mordred retrocedió. El rey era veloz y joven, pero el defecto del pie y el profundo corte en el muslo que había recibido en Armórica le restaban agilidad, en lo cual Arturo le aventajaba. Se humedeció los resecos labios, avanzó de nuevo y las espadas entrechocaron fragorosamente en el aire del atardecer. Uno de los enemigos que miraban se tambaleó de pronto y cayó al suelo sin motivo aparente, y no se movió más cuando Mordred dio otro paso adelante y describió con la espada un arco enceguecedor. Arturo salió al encuentro de la hoja con Excalibur, golpeó hacia adelante con el escudo para alcanzar al rey y Mordred retrocedió trastabillando. Arturo retiro la hoja disponiéndose a lanzar otra estocada desde atrás, pero Mordred logró mantener el equilibrio y se replegó como pudo parando el golpe con la espada y respondiendo rápidamente con otra ofensiva.
Vi a Ginebra de pie en la proa de la
Prydwen
y a Ceinwyn justo detrás de ella. A la deliciosa luz del atardecer habríase dicho que el casco era de plata y la vela del más fino lino escarlata. Los largos remos subían y bajaban y, lentamente, la nave se acercaba, hasta que por fin, un soplo de aire cálido hinchó el oso de la vela y el agua se rizó a mayor velocidad en los costados plateados; en ese instante, Mordred cargó gritando, las espadas entrechocaron, los escudos retumbaron y Excalibur seccionó la espeluznante calavera del penacho del casco de Mordred. El rey contraatacó duramente, Arturo se sobresaltó al recibir el impacto pero alejó al rival empujándolo con el escudo, y los contrincantes se separaron.
Arturo se tocó el costado con la mano de la espada y apretó el punto donde había recibido la estocada, pero sacudió la cabeza como negando la herida. Sagramor estaba herido de muerte. Había seguido el combate pero de pronto se dobló hacia adelante y cayó en la arena. Me acerqué a él.
—Una lanza en el vientre —me dijo, y vi que se sujetaba las tripas con ambas manos para que no se le desparramasen por el suelo. En el momento en que mataba a Loholt, el Escudo Sangriento había saltado sobre Sagramor lanza en ristre y había perecido en la proeza, pero Sagramor agonizaba. Le rodeé los hombros con mi único brazo entero y lo puse boca arriba. Me tomó la mano. Los dientes le castañeteaban y se le escapó un quejido, pero levantó la cabeza con casco y todo para seguir mirando el cauteloso avance de Arturo.
Arturo sangraba por la cintura. El último ataque de Mordred le había atravesado la cota de mallas, entre las placas metálicas que parecían escamas, y le había abierto una herida profunda en el costado. Mientras avanzaba, la sangre seguía manando y acumulándose en el corte que la espada había hecho en la cota, pero saltó hacia adelante súbitamente y transformó lo que parecía un asalto en un hachazo de arriba abajo que Mordred detuvo con el escudo. Mordred estiró el brazo del escudo para zafarse de Excalibur al tiempo que clavaba una estocada frontal, pero Arturo interpuso el escudo a tiempo, echó a Excalibur hacia atrás y entonces vi que su escudo se vencía y que la espada de Mordred ascendía rascando la abollada superficie de plata. Mordred gritó y empujó la espada con más fuerza, y Arturo no advirtió la punta asesina que se acercaba hasta que atravesó el borde del escudo y se le clavó en el orificio del ojo del yelmo.
Nuevamente manó la sangre, pero entonces vi que Excalibur caía desde el cielo para asestar el mayor golpe que Arturo hubiera asestado en su vida.
Excalibur atravesó el yelmo de Mordred. Cortó el hierro negro como si fuera pergamino, hendió el cráneo del rey y le partió la cabeza por la mitad. Y Arturo, con sangre brillando en el orificio del ojo del yelmo, se tambaleó, se recobró y tiró de Excalibur hacia arriba levantando una lluvia de gotas de sangre. Mordred, muerto desde el instante en que Excalibur le partiera el yelmo, cayó de bruces a los pies de Arturo. La arena de empapó de sangre, y también las botas de Arturo; los hombres del rey, al verlo muerto y a Arturo todavía sobre los dos pies, soltaron un gemido grave y se retiraron.
Me solté de la moribunda mano de Sagramor.
—¡Barrera de escudos! —grité—. ¡Barrera de escudos! —Los perplejos supervivientes de nuestra mermadísima banda de guerra cerraron filas delante de Arturo, trabamos los abollados escudos y avanzamos enseñando los dientes y pasando por encima del cuerpo sin vida de Mordred. Pensaba que el enemigo podía volver a la carga para vengarse, pero retrocedió. Sus caudillos habían muerto, a nosotros todavía nos quedaban agallas y a ellos les faltaron entrañas para seguir matando aquella tarde.
—¡Alto! —ordené a la barrera de escudos, y volví junto a Arturo.
Galahad le retiró el yelmo y la sangre salió a chorro. La espada no le había alcanzado el ojo derecho por un dedo, pero había roto el hueso de la órbita y la herida sangraba abundantemente.
—¡Un paño! —pedí a gritos, y un herido rasgó un trozo de tela del jubón de un muerto y con ello tapamos la herida. Taliesin se lo ató con una tira del faldón de su propia túnica. Arturo me miró y cuando Taliesin hubo concluido la cura, quiso hablar.
—No habléis, señor —le dije.
—Mordred —dijo.
—Ha muerto, señor —dije—, ha muerto.
Creo que sonrió, y en ese instante la proa de la
Prydwen
arañó la arena. Arturo estaba pálido, con la mejilla regada de hilos de sangre.
—Ahora ya puedes dejarte crecer la barba, Derfel —me dijo.
—Sí, señor —dije—. Así lo haré. No habléis. —Tenía la cintura ensangrentada y había perdido mucha sangre, mas fue imposible comprobar la envergadura de la herida porque no pude quitarle la armadura, aunque temía que la del costado fuera la más grave de las dos.
—Excalibur —me dijo.
—Serenaos, señor —le dije.
—Coge a Excalibur —dijo—. Llévatela y arrójala al mar. ¿Me lo prometes?
—Sí, señor, os lo prometo. —Tomé la ensangrentada espada de su mano y me retiré mientras cuatro heridos lo levantaban y lo acercaban a la nave. Lo izaron por sobre la borda y Ginebra los ayudó a acostarlo en la cubierta; ella le preparó una almohada con el manto empapado de sangre, se acuclilló a su lado y le acarició el rostro.
—¿Vienes, Derfel? —me preguntó.
Señalé a los hombres que todavía formaban la barrera de escudos en la arena.
—¿Podemos llevarlos? —pregunté—. ¿Podemos llevarnos también a los heridos?
—Sólo otros doce hombres —dijo Caddwg desde la popa—. Ni uno más de doce. No queda sitio.
No habían acudido pescadores con sus barcas. Pero ¿por qué habían de hacerlo? ¿Por qué habían de preocuparse de matar y derramar sangre cuando su tarea consistía en extraer alimentos del mar? Sólo teníamos la
Prydwen,
y haría su travesía sin mí. Sonreí a Ginebra.
—No puedo, señora —dije y, girándome de nuevo, señalé hacia la barrera de escudos—. Alguien tiene que quedarse y acompañarlos hasta el otro lado del puente de espadas. —El muñón de la izquierda me sangraba nuevamente y tenía una contusión en las costillas, pero estaba vivo. Sagramor agonizaba. Culhwch había muerto, Galahad y Arturo estaban heridos. Sólo quedaba yo. Era yo el último señor de la guerra de Arturo.
—¡Me quedo yo! —terció Galahad, que había oído nuestra conversación.
—No puedes luchar con el brazo roto —dije—. Sube a la nave y llévate a Gwydre. ¡Rápido! La marea empieza a bajar.
—Yo tendría que quedarme —dijo Gwydre con inquietud.
Lo tomé por los hombros y lo empujé hacia los bajíos.
—Ve con tu padre —dije—, hazlo por mi bien. Y dile que le he sido fiel hasta el fin. —Lo retuve bruscamente y le obligué a mirarme; había lágrimas en su rostro joven—. Di a tu padre que lo he amado hasta el fin.
Asintió con un gesto y subió a la embarcación con Galahad. Arturo estaba por fin con su familia; retrocedí cuando Caddwg empujó la nave con un remo impulsándola hacia el canal. Miré a Ceinwyn, sonreí con lágrimas en los ojos mas no supe qué decir, excepto que la esperaría bajo los manzanos del otro mundo; pero, cuando empezaba a ordenar mis torpes palabras y la nave abandonaba la arena, Ceinwyn pisó levemente la proa y saltó a los bajíos.
—¡No! —grité.
—Sí —dijo ella, y me tendió la mano para que la ayudara a salir a la orilla.
—¿Sabes lo que harán contigo? —le pregunté.
Me enseñó el puñal que llevaba en la mano izquierda para recordarme que se mataría antes que dejarse tomar por los hombres de Mordred.
—Amor mío, hemos estado tanto tiempo juntos que no podemos separarnos ahora —dijo, y se quedó a mi lado mirando la nave que entraba en aguas profundas. Nuestra última hija se alejaba con sus hijos. La marea se retiraba y el reflujo empujaba la plateada nave hacia el mar.
Estuve al lado de Sagramor hasta que expiró. Le tomé la cabeza entre los brazos, le sujeté la mano y lo acompañé hasta el puente de espadas sin dejar de hablarle. Después, con los ojos enrojecidos por el llanto, volví a la reducida barrera de escudos. Camlann estaba erizada de lanzas. Había llegado un ejército completo, tarde para salvar a su rey y con tiempo de sobra para aniquilarnos a nosotros. Por fin distinguí a Nimue, destacándose en las dunas ensombrecidas con su túnica blanca y su blanco caballo. La que fuera amiga e incluso amante en una ocasión era mi última enemiga.
—Tráeme un caballo —dije a un lancero. Había caballos sueltos por todas partes y el lancero echó a correr, agarró una yegua negra por la brida y me la llevó. Pedí a Ceinwyn que me desabrochara el escudo y el lancero me ayudó a montar en la yegua; una vez hube montado, me puse a Excalibur bajo el brazo izquierdo y tomé las riendas con la derecha. Hinqué espuelas, la yegua saltó hacia adelante, volví a hincárselas y partimos levantando arena con los cascos y apartando hombres del camino. Cabalgué entre las huestes de Mordred, pero no les quedaban arrestos para la lucha pues habían perdido a su señor. No tenían amo y el ejército de locos de Nimue estaba detrás de ellos, y tras las harapientas fuerzas de Nimue se congregaba un tercer ejército. Un nuevo ejército había llegado a las arenas de Camlann.
Era el ejército que había divisado en el alto monte del oeste y que habría llegado al sur pisando los talones a Mordred dispuesto a tomar Dumnonia. Era un ejército que había acudido a presenciar la mutua destrucción de Mordred y Arturo; una vez concluido el combate, los lanceros de Gwent avanzaron despacio con sus pendones de la cruz desplegados. Llegaban para gobernar Dumnonia y para proclamar rey a Meurig. Sus capas rojas y penachos escarlatas parecían negros a la luz de! crepúsculo, miré hacia arriba y vi las primeras estrellas brillando en el cielo.
Cabalgué hacia Nimue pero me detuve a cien pasos de mi antigua amiga. Olwen me observaba y Nimue me miraba torvamente; entonces, sonreía Nimue, saqué a Excalibur con la mano derecha y levanté el muñón de la izquierda para que viera lo que había hecho. Luego le mostré la espada.
En ese momento se dio cuenta de lo que planeaba.
—¡No! —gritó; todo su ejército de locos aulló con ella y el tumulto conmovió el cielo crepuscular.
Volví a ponerme a Excalibur bajo el brazo izquierdo, recogí las riendas y espoleé a la yegua al tiempo que le hacía dar media vuelta. La espoleé más, galopamos sobre la arena de la playa y oí que el caballo de Nimue galopaba detrás de nosotros, pero Nimue llegaba tarde, muy tarde.
Seguí cabalgando hacia la
Prydwen.
El suave viento hinchaba la vela y ya había rebasado la altura de la lengua de tierra; la piedra espectral de la proa subía y bajaba meciéndose en las interminables olas del mar. Volví a hincar espuelas, la yegua sacudió la cabeza y yo grité para que avanzara hacia el mar oscuro; seguí espoleándola hasta que las frías olas rompieron contra su pecho, y sólo entonces solté las riendas. Noté en las piernas el temblor de la yegua cuando tomé a Excalibur con la mano derecha.
Eché el brazo atrás. Todavía había sangre en la espada, sin embargo la hoja parecía brillar con luz propia. Merlín había dicho en una ocasión que la espada de Rhydderch se convertiría en fuego al final, y tal vez fuera así, o tal vez me engañaran las lágrimas.
—¡No! —imploró Nimue con un grito.
Arrojé a Excalibur, la arrojé con todas mis fuerzas y subió muy arriba y muy lejos, sobre las aguas profundas donde las mareas formaban el canal que atravesaba las arenas de Camlann.
Excalibur giró en el aire nocturno. Jamás existió espada más hermosa. Merlín juraba que la había forjado Gofannon en la fragua del otro mundo. Era la espada de Rhydderch, un tesoro de Britania. Era la espada de Arturo, regalo de un druida, y giró como un remolino contra el cielo oscuro; la hoja refulgió con un fuego azul sobre las estrellas brillantes. Se detuvo un instante cual fulgurante haz de fuego azul posado en los cielos y luego cayó.
Cayó en el mismo centro del canal. No produjo chapoteo apenas, sólo un atisbo de aguas blancas, y desapareció.
Nimue gritó. La yegua volvió grupas y regresamos a la playa, a los desechos de la batalla donde aguardaba mi última banda de guerreros. Entonces, el ejercito de los locos empezó a dispersarse, se alejaba. Se marchaban, y los hombres de Mordred que habían sobrevivido huían por la playa ante el avance de las tropas de Meurig. Dumnonia declinaría, un rey débil reinaría y los sajones volverían, pero nosotros seguíamos vivos.