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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (59 page)

—¿Nimue? —pregunté; al oír el nombre me apretó la mano con fuerza inmensa y enmudeció de nuevo.

—¿Ella os ha privado de la vista? —pregunté.

—¡Oh, no podía hacer otra cosa! —dijo, y frunció el ceño al notar mi tono reprobatorio—. No hay otra forma de hacerlo, Derfel. Yo diría que es evidente.

—A mí no me lo parece —repliqué con amargura.

—¡Es evidente! Es absurdo pensar otra cosa —dijo, me soltó la mano y trató de peinarse la barba y el pelo. La tonsura había desaparecido bajo una capa de pelo y porquería, tenía la barba desordenada y llena de hojas, y la túnica blanca del color del barro—. Ahora es druida —dijo en tono de admiración.

—Creía que las mujeres no podían ser druidas —dije.

—No seas necio, Derfel. Que no haya habido mujeres druidas no quiere decir que no lo puedan ser. ¡Cualquiera puede ser druida! Lo único que hay que hacer es aprender de memoria las seiscientas ochenta y cuatro maldiciones de Bei Mawr y los doscientos sesenta y nueve encantamientos de Lleu, y meterse en la mollera unas mil cosas prácticas más, y tengo que decir que Nimue ha sido una pupila excelente.

—Pero ¿por qué os ha privado de la vista?

—Tenemos un ojo entre los dos. Un ojo y una mente. —Guardó silencio.

—Habladme de la estatua de arcilla, señor —dije.

—¡No! —Se alejó de mí arrastrando los pies, con el miedo en la voz—. Me ha dicho que no te lo cuente —añadió en un susurro ronco.

—¿Cómo puedo vencerla? —pregunté, y él se echó a reír.

—¿Tú, Derfel? ¿Tú, oponerte a mi magia?

—Decídmelo —insistí.

Se acercó nuevamente a los barrotes y volvió las vacías cuencas a diestra y a siniestra como buscando algún posible enemigo que estuviera escuchándonos.

—Siete veces y tres más —dijo— soñé en Carn Ingli. —Había vuelto a sumirse en el delirio, y a lo largo de la noche me di cuenta de que si trataba de sonsacarle el secreto de la enfermedad de Ceinwyn, recaía sin remedio. Desvariaba, hablaba de sueños, de la niña del trigo a la que había amado junto a las aguas de Claerwen o de los perros de Trygwylth, que lo perseguían—. Por eso me han puesto barrotes, Derfel —dijo, golpeando los palos—, para que los perros no me atrapen, y por eso no tengo ojos, para que no me vean. ¿Sabes?, los perros no te ven si no tienes ojos. No lo olvides.

—¿Nimue hará volver a los dioses? —pregunté poco después.

—Para eso me ha robado la mente, Derfel —dijo Merlín.

—¿Lo conseguirá?

—¡Buena pregunta! Una pregunta excelente. Una pregunta que yo mismo me hago sin cesar. —Se sentó y se abrazó a sus huesudas rodillas—. Me faltó valor, ¿verdad? Me traicioné a mí mismo. Pero a mi Nimue no le pasará eso. Irá hasta el final, por amargo que sea.

—Pero, ¿lo conseguirá?

—Me gustaría tener un gato —dijo al cabo de un rato—. Echo de menos a los gatos.

—Habladme de la invocación

—¡Ya lo sabes todo! —dijo indignado—. Nimue encontrará a Excalibur, irá a buscar a Gwydre y el rito se llevará a cabo correctamente. Aquí, en la montaña. Pero ¿vendrán los dioses? Esa es la pregunta, ¿no? Tú adoras a Mitra, ¿cierto?

—Cierto, señor.

—¿Y qué sabes de Mitra?

—El dios de los soldados —dije— nació en una cueva. Es el dios del sol.

Merlín prorrumpió en carcajadas.

—iQué poco sabes! Es el dios de los juramentos. ¿Lo sabías? ¿Conoces los grados del mitraísmo? ¿Cuántos grados tenéis? —Vacilé, pues no deseaba revelar los secretos de los misterios—. ¡No seas necio, Derfel! —dijo Merlín, en un tono más cuerdo que nunca—. ¿Cuántos? ¿Dos? ¿Tres?

—Dos, señor.

—¡O sea que habéis olvidado los otros cinco! ¿Cómo se llaman esos dos?

—Soldado y Padre.


Miles y Pater,
tendríais que llamarlos. Y antaño existían también
Leo, Corax, Perses, Nymphus y Heliodromus.
¡Bien poco sabes de tu mísero dios! Además, vuestra adoración es sólo una sombra de adoración. ¿Subís la escalera de los siete peldaños?

—No, señor.

—¿Bebéis el vino y coméis el pan?

—Eso lo hacen los cristianos, señor —protesté.

—¡Los cristianos! ¡Qué lerdos sois! La madre de Mitra era una virgen, los pastores y los sabios fueron a ver a su hijo recién nacido y Mitra llegó a ser un maestro y un sanador. Tenía doce discípulos, y la víspera de su muerte les ofreció una última cena de pan y vino. Fue enterrado en una roca y se levantó otra vez, y todo lo hizo mucho antes de que los cristianos clavaran a su dios en una cruz. ¡Dejáis que los cristianos despojen a vuestro dios de sus atributos!

—¿Es cierto eso? —pregunté, mirándolo fijamente.

—Es cierto, Derfel —dijo Merlín, y metió la mutilada cara entre los barrotes—. Adoráis la sombra de un dios. Se marcha, ¿no lo ves?, como los nuestros. Todos se marchan, Derfel, se van hacia el vacío. ¡Mira! —Señaló el cielo encapotado—. Los dioses vienen y se van, Derfel, y no sé si todavía nos oyen o nos ven. Se suceden en la gran rueda de los cielos y ahora manda el dios cristiano, y mandará durante un tiempo, pero la rueda se lo llevará a él también al vacío, y la humanidad volverá a estremecerse en las tinieblas buscando a otros dioses. Y los encontrará, Derfel, porque los dioses vienen y se van, Derfel, vienen y se van.

—¿Pero Nimue hará girar la rueda a la inversa? —pregunté.

—Es posible —contestó Merlín con tristeza—, y a mí me gustaría, Derfel, me gustaría recuperar los ojos, la juventud y la alegría. —Apoyó la frente en los barrotes—. No voy a ayudarte a deshacer el hechizo —dijo en voz baja, tan baja que apenas le oí—. Quiero a Ceinwyn, pero Ceinwyn debe sufrir por los dioses, de modo que su sufrimiento es algo noble.

—Señor —quise suplicarle.

—¡No! —exclamó en voz tan alta que algunos perros del campamento empezaron a ladrar—. No —repitió quedamente—. Ya cedí una vez y no volveré a repetirlo, porque, ¿cuál fue el precio de la cesión? ¡El sufrimiento! Pero si Nimue completa el rito, se acabará el sufrimiento de todos. Y será pronto. Los dioses volverán, Ceinwyn bailará y yo recobraré la vista.

Merlín durmió un rato y yo también, pero al cabo, me despertó sujetándome por el brazo con una mano cual garra entre los barrotes.

—¿Duermen, los guardianes? —me preguntó.

—Eso creo, señor.

—Entonces busca la bruma de plata —susurró.

Creí que había vuelto a caer en la locura.

—¿Señor? —le llamé.

—A veces pienso —dijo, con una voz cuerda— que queda muy poca magia en la tierra. Se evapora, como se evaporan los dioses. Pero no he dado todo a Nimue, Derfel. Ella cree que sí pero me queda el último encantamiento. Lo he hecho para Arturo y para ti, porque os he amado más que a todos los hombres. Si Nimue fracasa, Derfel, ve en busca de Caddwg. ¿Te acuerdas de Caddwg?

Referíase al barquero que nos había rescatado de Ynys Trebes hacía muchos años, y el que pescara dactylus para Merlín.

—Sí, me acuerdo de Caddwg —dije.

—Ahora vive en Camlann —prosiguió Merlín en un susurro—. Ve por él, Derfel, y busca la bruma de plata. No lo olvides. Si Nimue fracasa y se desencadena el horror, llévate a Arturo a Camlann, id a buscar a Caddwg y buscad la bruma de plata. Es el último encantamiento. Mi último regalo para los que me dieron amistad. —Me apretó el brazo fuertemente. Prométeme que la buscarás.

—Así lo haré, señor —le prometí.

Me pareció que se tranquilizaba. Se quedó sentado un rato apretándome el brazo y luego suspiró.

—Me gustaría irme contigo, pero no puedo —dijo.

—Podéis, señor —dije.

—No seas necio, Derfel. Tengo que quedarme aquí y Nimue me utilizará por última vez. Aunque sea viejo y esté ciego, medio loco y medio muerto, todavía conservo poder, y ella lo quiere. —Exhaló un horrible gemido quedo—. Ni siquiera puedo llorar, ya —añadió—, y a veces lo único que quisiera sería llorar. Pero en la bruma de plata, Derfel, no habrá llanto ni tiempo, sólo felicidad.

Volvió a dormirse y, cuando se despertó, ya despuntaba el alba y Olwen vino buscarme. Acaricié la cabeza a Merlín, pero de nuevo había caído en el pozo de la locura. Ladraba como un perro y Olwen se rió al oírlo. Deseé tener algo que darle, algo pequeño que le sirviera de consuelo, pero no tenía nada. Y así lo dejé, llevándome su último regalo aunque no comprendía lo que era; el último encantamiento.

Olwen no me condujo por el mismo camino que habíamos recorrido para llegar al campamento de Nimue, sino que descendimos por una profunda cañada hasta adentrarnos en un bosque oscuro donde un riachuelo se precipitaba entre las rocas. Empezó a llover y el camino tornóse peligroso, pero Olwen iba bailando delante de mí con el manto empapado.

—¡Me gusta la lluvia! —me dijo en voz alta.

—Creí que te gustaba el sol —contesté con amargura.

—Me gustan las dos cosas, señor —replicó. Era la misma criatura alegre de siempre, pero apenas presté atención a lo que me contaba. Pensaba en Ceinwyn, en Merlín, en Gwydre y en Excalibur. Tenía la impresión de estar atrapado y no veía la salida. ¿Habría de escoger entre Gwydre y Ceinwyn? Olwen debió de leerme el pensamiento, porque se acercó y me tomó del brazo.

—Enseguida se acabarán vuestras cuitas, señor —me dijo para consolarme.

Me separé de ella.

—No han hecho sino empezar —contesté con acritud.

—Pero Gwydre no permanecerá sumido en la muerte —me dijo animosamente—. Lo pondrán en la olla y la olla da vida. —Ella tenía fe, yo no. Yo aún creía en los dioses, pero no en que los hombres pudieran doblegar su voluntad. Pensé que Arturo tenía razón, que debemos buscar fortaleza en nosotros mismos, no en los dioses. Ellos se divierten a su capricho, y si no nos convertimos en sus juguetes, tanto mejor para nosotros.

Olwen se detuvo junto a una charca, bajo los árboles.

—Aquí hay castores —dijo, mirando la superficie que la lluvia agujereaba y, como no contesté, me miró con una sonrisa—. Si seguís el río, señor, llegaréis a un sendero. Lomadlo y bajad la ladera hasta encontrar el camino.

Seguí el sendero y encontré el camino, que provenía de unas colmas cercanas a la—vieja plaza fuerte de Cicucium, convertida en refugio de un grupo de familias inquietas. Los hombres, al verme, se apostaron a las desvencijadas puertas con lanzas y perros, pero yo vadeé el río y subí una ladera; cuando comprobaron que no tenía malas intenciones ni armas y que no era la avanzadilla de una banda de asaltadores, se conformaron con lanzarme pullas. No recordaba haber pasado jamás tanto tiempo sin la espada, desde la infancia. Me sentía desnudo.

Tardé dos días en volver a casa; dos días de tristes pensamientos sin respuesta. Gwydre fue el primero que me divisó cuando bajaba por la calle mayor de Isca, y corrió a saludarme.

—Ha mejorado, señor —me dijo a gritos.

—Pero comienza a empeorar de nuevo —dije.

—Sí —admitió tras una vacilación—, pero hace dos noches nos pareció que empezaba a recuperarse. —Me miraba con ansiedad, preocupado por mi sombrío semblante.

—Y desde entonces —dije— cada día que pasa, empeora.

—Pero tiene que haber esperanza —insistió Gwydre, tratando de infundirme ánimos.

—Es posible —dije, aunque yo no tenía ninguna. Me acerqué al lecho de Ceinwyn y me reconoció; quiso sonreírme pero el dolor empezaba a torturarla otra vez y la sonrisa se convirtió en la mueca de una calavera. Le había salido una fina capa de pelo, absolutamente blanco. Me incliné, sucio como estaba, y le besé la frente.

Me cambié de ropa, me lavé, me afeité, me ceñí a Hywelbane a la cintura y me fui en busca de Arturo. Le conté cuanto me había dicho Nimue, pero se quedó sin respuestas, o al menos no me las podía dar. No entregaría a Gwydre, cosa que condenaba a Ceinwyn, mas no podía decírmelo abiertamente. En cambio, se enfadó.

—¡Ya basta de insensateces, Derfel!

—Una insensatez que condena a Ceinwyn a la agonía, señor —le recriminé.

—Lo que hay que hacer es curarla —dijo, pero la conciencia le hizo pensar. Frunció el ceño—. ¿Crees que Gwydre volvería a la vida si lo metieran en la olla?

Reflexioné un momento y fui incapaz de mentirle.

—No, señor.

—Yo tampoco —dijo, y llamó a Ginebra, mas ella sólo propuso que consultáramos a Taliesin.

Taliesin escuchó mi relato.

—Repetidme las maldiciones, señor —me dijo, una vez hube concluido.

—La maldición del ruego, la maldición del agua, la maldición del endrino y la oscura maldición del otro cuerpo.

Se estremeció al oír esta última.

—Puedo librarla de las tres primeras —dijo—, ¿pero la última? No conozco a nadie capaz de hacerlo.

—¿Por qué? —preguntó Ginebra secamente.

—Es ciencia superior, señora —dijo Taliesin con un encogimiento de hombros—. Los druidas no dejan de aprender una vez concluido el aprendizaje inicial, sino que siguen estudiando nuevos misterios. Yo no he pisado ese sendero, ni creo que lo haya hecho ningún britano, aparte de Merlín. La maldición del otro cuerpo es alta magia, y para contrarrestarla hace falta algo igual de poderoso. Desgraciadamente, yo no tengo ese poder.

Me quedé mirando los nubarrones que se cernían sobre los tejados de Isca.

—Señor —dije a Arturo—, si le corto la cabeza a Ceinwyn, ¿me cortaréis vos la mía al segundo siguiente?

—¡No! —exclamó horripilado.

—¡Señor! —le rogué.

—¡No! —repitió enfurecido. Le ofendía hablar de magia. Deseaba un mundo gobernado por la razón, no por la magia, pero en esos momentos su razón no nos servía de nada.

—Morgana —dijo entonces Ginebra en voz baja.

—¿Qué hay de Morgana? —preguntó Arturo.

—Fue sacerdotisa de Merlín antes que Nimue —dijo Ginebra—. Si alguien conoce la magia de Merlín es Morgana.

Llamamos a Morgana, la cual llegó al patio cojeando y envuelta, como siempre, en un aura iracunda. Nos miró de uno en uno, la máscara brillaba, y al ver que no había allí ningún cristiano, se santiguó. Arturo hizo que le llevaran una silla pero ella se negó a usarla, dándonos a entender que disponía de poco tiempo para nosotros. Desde la partida de su esposo a Gwent, Morgana se dedicaba al templo cristiano del norte de Isca. Allí acudían enfermos a morir y ella los alimentaba, los cuidaba y
rezaba
por ellos. Hoy día llaman santo a su esposo, pero tengo para mí que Dios la llama santa a ella.

Arturo le contó lo que sucedía y Morgana gruñó a cada nuevo descubrimiento, pero cuando Arturo nombró el hechizo del otro cuerpo, Morgana hizo la señal de la cruz y escupió por el hueco de la boca de la máscara.

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