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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (55 page)

—Merlín me ha ordenado que os salve, señor —dijo—, aunque dice que no le debéis gratitud por ello.

—Pues claro que sí —respondí.

—¡Vamos! —gritó Sansum—, no hay tiempo para chácharas. ¡Vamos! ¡Rápido!

—¡Espera, miserable! —le dije, y me agaché a coger la lanza de uno de los guardianes, que dormían—. ¿Qué hechizo has empleado? —pregunté a Taliesin.

—No hacen falta hechizos para dormir a la gente ebria —dijo—, pero a estos centinelas les he dado una infusión de raíz de mandragora.

—Espérame aquí —dije.

—¡Derfel! ¡Tenemos que marcharnos! —susurró Sansum, alarmado.

—Tienes que esperar, obispo —dije—, y desaparecí entre la niebla; me dirigí al resplandor borroso de las hogueras más grandes, las que ardían en la iglesia a medio construir, una mera estructura de inacabadas paredes de troncos con grandes huecos entre las vigas. Dentro, todo el mundo dormía, aunque algunos empezaban a despertarse y miraban con ojos adormilados como si volvieran en sí tras un encantamiento. Los perros hurgaban entre la gente dormida buscando comida y con el trajín iban despertando a otros. Algunos de los que iban despertándose me vieron pero nadie me reconoció. Para ellos, no era sino otro lancero más que caminaba en la noche.

Descubrí a Amhar cerca de una hoguera. Dormía con la boca abierta, y así murió. Le clavé la lanza en el gaznate y me detuve el tiempo suficiente para que abriera los ojos y su espíritu me reconociera, y entonces, cuando vi que sabía quién era, empujé la lanza hasta atravesarle el cuello y la cerviz, de modo que quedó clavado al suelo. Se agitaba mientras lo mataba, y lo último que vio su espíritu en este mundo fue mi sonrisa. Luego me agaché, cogí el dogal hecho con mi barba, que Amhar llevaba al cinturón, desaté a Hywelbane y salí de la iglesia. Quería buscar a Mordred y a Loholt, pero los durmientes empezaban a espabilar y uno me llamó la atención y me preguntó quién era yo, de modo que opté por desaparecer entre la bruma y subí rápidamente la cuesta hacia donde me esperaban Sansum y Taliesin.

—¡Tenemos que marchar! —balbució Sansum.

—En las murallas tengo unas bridas, señor —me dijo Taliesin.

—Piensas en todo —le dije con admiración. Me detuve a arrojar los restos de mi barba a la pequeña hoguera que calentaba a mis carceleros y, cuando vi que el último mechón se prendía y se reducía a cenizas, seguí a Taliesin hacia la parte norte de la muralla. Encontró las bridas en la oscuridad, subimos a la plataforma de combate y allí, ocultos a los centinelas gracias a la niebla, nos encaramamos al muro y saltamos a la ladera. La niebla terminaba a media falda y nos dirigimos rápidamente al prado donde dormía la mayor parte de los caballos de Mordred. Taliesin despertó a dos bestias acariciándoles suavemente el hocico y cantándoles al oído, y los animales se dejaron poner las bridas mansamente.

—¿Sabéis montar sin silla, señor? —me preguntó Taliesin.

—Y hasta sin caballo, esta noche, si me apuras.

—¿Y yo, qué? —dijo Sansum, una vez hube montado.

Lo miré por encima del hombro. Tentado estuve de dejarlo en el prado, pues toda su vida había sido un traidor y no deseaba alargar su existencia, pero podía sernos útil esa noche, de modo que le tendí una mano y lo ayudé a montar detrás de mí.

—Más me valdría dejarte aquí, obispo —le dije mientras se acomodaba. En vez de contestarme, me agarró fuertemente por la cintura. Taliesin llevó al segundo caballo hasta la puerta del prado y la abrió—. ¿Te dijo Merlín lo que teníamos que hacer ahora? —pregunté al bardo al tiempo que hacía salir al caballo por la puerta.

—No, señor, pero lo sabio sería dirigirnos a la costa y buscar una embarcación. Y darnos prisa, señor. El sueño no durará mucho en ese cerro, y tan pronto como descubran que no estáis enviarán hombres a buscarnos. —Taliesin se apoyó en la puerta a modo de estribo para subirse al caballo.

—¿Qué hacemos? —me preguntó Sansum, presa de pánico, apretándome con ferocidad.

—¡Matarte! —dije—. Así, Taliesin y yo huiríamos más deprisa.

—¡No, señor! ¡Os lo ruego!

Taliesin levantó la mirada hacia las estrellas.

—¿Vamos hacia poniente? —propuso.

—Ya sé adonde vamos a ir —dije, hincando los talones al caballo en dirección al sendero de Lindinis.

—¿Adonde? —preguntó Sansum.

—A ver a vuestra esposa, obispo —dije—, a ver a vuestra esposa. —Tal fue el motivo que me impulsó a salvar la vida a Sansum aquella noche, pues Morgana era en ese instante nuestra mayor esperanza. No la hallaría dispuesta a ayudarme a mí, y sin duda escupiría a Taliesin a la cara si le pedía auxilio, pero por Sansum haría cuanto fuera necesario.

De modo que cabalgamos en dirección a Ynys Wydryn.

Despertamos a Morgana del sueño y se acercó a la puerta de la fortaleza de muy mal humor, es decir, de peor humor que de costumbre. No me reconoció sin la barba y no vio a su esposo, el cual, dolorido por la cabalgada, venía detrás más despacio; a Taliesin, por el contrario, lo vio enseguida y, tomándolo por un osado druida profanador del recinto sagrado del templo, lo insultó.

—¡Pecador! —chilló; el hecho de acabar de despertarse no restó bríos al vituperio—. ¡Corruptor! ¡Idólatra! ¡En el nombre de Dios santo y de su santísima madre, te ordeno que te vayas!

—¡Morgana! —le dije, pero en ese momento distinguió la silueta desmañada y renqueante de Sansum, soltó un maullido de alegría y se precipitó a su encuentro. La luna en cuarto creciente arrancó un destello a la máscara dorada con la que se cubría el desfigurado rostro.

—¡Sansum! —clamó—. ¡Mi dulce esposo!

—¡Preciosa mía! —replicó Sansum, y ambos se fundieron en un abrazo a la luz de la noche.

—Querido mío —farfullaba Morgana acariciándole el rostro—, ¿qué te han hecho?

Taliesin sonrió, e incluso yo, que odiaba a Sansum y no sentía amor por Morgana, no pude contener una sonrisa al verlos tan contentos. De todos los matrimonios que he conocido en mi vida, aquel era el más extraordinario. Sansum, el hombre más deshonesto que haya existido jamás, y Morgana, la más sincera entre todas las mujeres de la creación, se adoraban mutua y abiertamente, o al menos, Morgana adoraba a Sansum. Morgana había nacido hermosa, pero un trágico incendio que puso fin a la vida de su primer esposo le deformó a ella el cuerpo y el rostro de forma abominable. Ningún hombre la habría amado por su belleza, ni por su carácter, tan amargado, deformado y destrozado por el fuego como su cuerpo, pero sí por su rango, pues era hermana de Arturo; yo siempre tuve para mí que tal era el motivo que había conducido a Sansum a sus brazos. Mas, aunque no la amara por sí misma, fingía amor de tal guisa que a ella le convencía y le proporcionaba felicidad, y sólo por eso estaba dispuesto a perdonar el simulacro al señor de los ratones. Además, el obispo le profesaba admiración, pues Morgana era una mujer inteligente y Sansum admiraba tal cualidad, de modo que ambos se beneficiaban del matrimonio; Morgana recibía ternura, Sansum obtenía protección y consejo y, como ninguno de los dos buscaba los placeres de la carne, el matrimonio resultó mejor avenido que muchos otros.

—Dentro de una hora —interrumpí brutalmente el feliz reencuentro— los hombres de Mordred estarán aquí. Tenemos que encontrarnos muy lejos cuando lleguen. Y vuestras mujeres, señora —le dije a Morgana—, que se refugien en los marjales. Mordred no respetará su condición de damas sagradas y las violarán a todas.

Morgana me fulminó con su único ojo, que brillaba por el agujero de la máscara.

—Estás mejor sin barba, Derfel —dijo.

—Pues peor estaría sin cabeza, señora; Mordred está levantando una montaña de cabezas en Caer Cadarn.

—No sé por qué Sansum y yo habríamos de salvaros esa vida pecaminosa que lleváis —gruñó—, pero Dios nos manda ser piadosos. —Se deshizo del abrazo de Sansum y despertó a sus mujeres profiriendo gritos horrísonos. Nos mandó a Taliesin y a mí al interior de la iglesia con un cesto, con orden de recoger todo el oro allí depositado, y envió a unas cuantas mujeres a la aldea a despertar a los barqueros. Era maravillosamente eficiente. El pánico dominaba el santuario, pero Morgana lo tenía todo bajo control, y en pocos minutos las primeras mujeres empezaron a embarcar en los botes de fondo plano de los pantanos y partieron hacia el lago envuelto en bruma.

Nosotros fuimos los últimos en embarcar y juro que oí cascos de caballos hacia el este en el momento en que nuestro barquero hundía la pértiga en las oscuras aguas. Taliesin, sentado en la proa, comenzó a cantar el lamento de Idfael, pero Morgana le ordenó con brusquedad que dejara de cantar música pagana. Taliesin levantó los dedos de la pequeña arpa.

—La música no reconoce lealtades, señora —bromeó el bardo con suavidad.

—La música que tú cantas la inspira el diablo —le dijo.

—No toda —replicó Taliesin, y reanudó su canto con una canción que no había escuchado nunca. «A la orilla de los ríos de Babilonia —cantó—, donde estamos sentados, derramamos amargas lágrimas al recordar nuestro hogar», y vi que Morgana se introducía un dedo por debajo de la máscara como para enjugarse unas lágrimas. El bardo siguió cantando mientras el alto Tor quedaba atrás, la bruma de los pantanos nos envolvía y el barquero nos llevaba por entre los juncos susurrantes surcando el agua negra. Cuando Taliesin terminó la canción, sólo quedó el murmullo de las olas del lago bajo la barca y el chapoteo de la pértiga que nos impulsaba.

—Tendrías que cantar en el nombre de Cristo —dijo Sansum en tono reprobatorio.

—Yo canto en el nombre de todos los dioses —dijo Taliesin—, y en los días venideros los necesitaremos a todos.

—¡Sólo hay un Dios! —replicó Morgana con fiereza.

—Si vos lo decís, señora —respondió Taliesin con calma—, pero me temo que esta noche no os ha servido de gran cosa —y señaló hacia Ynys Wydryn. lodos nos volvimos a mirar y contemplamos un resplandor lívido que se extendía en la niebla. Yo había visto un resplandor semejante en otra ocasión, entre una niebla semejante y en el mismo lago. Era el resplandor de edificios incendiados con antorchas, el resplandor de tejados de paja ardiendo. Mordred había seguido nuestros pasos y el santuario del Santo Espino, donde su madre yacía enterrada, era reducido a cenizas; pero nosotros estábamos a salvo en los pantanos, donde nadie se atrevía a entrar sin guía.

El mal había atrapado a Dumnonia entre sus garras una vez más.

Mas nosotros conservábamos la vida y, al amanecer, encontramos a un pescador que nos llevaría a Siluria a cambio de oro. Y volví a casa, al encuentro de Arturo.

Al encuentro de un nuevo horror.

12

Ceinwyn estaba enferma.

La enfermedad le sobrevino repentinamente, me dijo Ginebra, pocas horas después de zarpar yo de Isca. Primero tiritaba, después sudaba y, al final del día, le faltaban fuerzas para tenerse en pie, de modo que se la llevó a la cama; Morwenna la cuidó y una mujer sabia le administró una poción de tusílago y ruda y le colocó un talismán curativo entre los senos, pero a la mañana siguiente le brotaron forúnculos por todo el cuerpo. Dolíanle todas las articulaciones, no podía tragar y respiraba entrecortadamente. Entonces empezó a delirar agitándose en el lecho y llamando a Dian a roncos gritos.

Morwenna trató de prepararme para la muerte de Ceinwyn.

—Padre, madre cree que es víctima de una maldición —me dijo—, porque el día que te fuiste llegó una mujer pidiendo de comer. Le dimos granos de cebada y, cuando se marchó, encontramos sangre en las jambas de la puerta.

—Las maldiciones pueden ser contrarrestadas —dije tocando el pomo de Hywelbane.

—Fuimos a buscar al druida de Cefucrib —continuó Morwenna—, limpió la sangre de la puerta y nos dio una piedra de fada. —Hizo una pausa y miro con ojos llorosos la piedra perforada que pendía sobre la cama de Ceinwyn—. ¡Pero el hechizo no se va! —se lamentó—. ¡Va a morir!

—Todavía no —dije—, todavía no. —No podía creer que la muerte de Ceinwyn fuera inminente, pues siempre había gozado de buena salud. Aún no tenía una sola cana, conservaba casi todos los dientes y, cuando me marché de Isca, seguía ágil como una niña. Mas de repente parecía vieja y consumida. Y sufría. No podía hablarnos de su dolor pero su rostro lo reflejaba y las lágrimas que le regaban las mejillas lo proclamaban a voces.

Taliesin pasó largo raro observándola y convino en que se trataba de un hechizo, pero Morgana lo negó briosamente.

—¡Superchería pagana! —dijo con voz de rana, y se fue a buscar otras hierbas, las cuales hirvió en hidromiel y dio a beber a Ceiwnyn a cucharadas. Morgana la trataba con ternura, aunque, mientras le administraba la medicina, la reñía por ser todavía una pecadora pagana.

Yo no sabía qué hacer, más que sentarme junto al lecho de Ceinwyn, tomarle la mano y llorar. Tornáronse lacios sus cabellos y, a los dos días de mi llegada, empezó a caérsele a puñados. Los forúnculos reventaron y empaparon la cama de sangre y pus. Morwenna y Morgana hicieron camas nuevas con paja fresca, pero Ceinwyn manchaba el lecho a diario y era necesario hervir las sábanas en una tina grande. El dolor persistía, y con intensidad tan insufrible que, al cabo de poco tiempo, empecé a desear que la muerte pusiera fin a su tormento, pero Ceinwyn no moría. Sólo sufría y, a veces, el dolor le arrancaba lágrimas y me apretaba la mano con una fuerza tremenda, y yo sólo podía restañarle el sudor de la frente, pronunciar su nombre y sentir el temor a la soledad que me iba ganando.

Amaba tanto a mi Ceinwyn... Y hasta hoy, después de tantos años, sonrío al evocarla; a veces me despierto con lágrimas en el rostro y sé que son por ella. Nuestro amor comenzó en un arrebato de pasión, y dicen los sabios que tal pasión debe concluir, pero la nuestra, lejos de enfriarse, se tornó en amor profundo e intenso. Yo la amaba y la admiraba, los días parecían más luminosos con ella y, de pronto, me veía condenado a presenciar los tormentos infernales que la poseían, las convulsiones que el dolor le provocaba y la proliferación de forúnculos rojos que se hinchaban hasta reventar de la porquería que acumulaban. Y sin embargo, no moría.

Algunos días, Galahad o Arturo me relevaban. Todos querían ayudar. Ginebra mandó a buscar a las mujeres más sabias de las montañas de Siluria y les llenó las manos de oro para que fueran a buscar nuevas hierbas o viales de agua de algún remoto manantial sagrado. Culhwch, ya calvo pero aún mal hablado y pendenciero, lloraba por Ceinwyn y me dio una saeta de elfo que había encontrado en las montañas de poniente, aunque, cuando Morgana encontró el amuleto mágico en la cama de Ceinwyn, lo tiró, de la misma forma que tiró la piedra de fada del druida y el amuleto que descubrió entre los senos de Ceinwyn. El obispo Emrys rezaba por ella, y hasta Sansum, antes de partir hacia Gwent, rezó con él, aunque dudo que su plegaria fuera tan sentida como las que Emrys elevaba a su dios. Morwenna se entregó a su madre y nadie luchó más que ella por encontrar remedio. La cuidaba, la aseaba, rezaba por ella, lloraba por ella. Ginebra, naturalmente, no podía soportar la vista de la enfermedad ni el olor de la estancia de la enferma, pero paseaba conmigo a menudo mientras Galahad o Arturo tomaban la mano a Ceinwyn. Recuerdo un día que fuimos caminando hasta el anfiteatro y, paseando por el foso de arena, Ginebra trató, torpemente, de consolarme.

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