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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (58 page)

—No, señora —dijo Olwen.

—¿Le invitaste? —Nimue seguía con la mirada clavada en mí.

—Sí, señora.

—¿Te mostraste a él?

—Todo el día, señora.

—Buena chica —dijo Nimue, acariciándole el pelo, y casi me imaginé el ronroneo plácido de la niña a los pies de Nimue, que no me perdía de vista un instante; avance por entre los árboles a la luz délas hogueras sosteniéndole la mirada.

Nimue tenía el misino aspecto que cuando la rescaté de la isla de los Muertos. Parecía no haberse lavado, peinado ni prodigado cuidado personal alguno desde hacía años. Ningún parche ni ojo postizo disimulaba su cuenca vacía, reducida a cicatriz hundida y reseca en su rostro demacrado. Tenía la suciedad incrustada en la piel y el cabello grasiento, una maraña inextricable que le llegaba a la cintura. El pelo, que había sido negro, se le había vuelto blanco como los huesos, excepto un único mechón negro. Cubríase con una sucia túnica blanca y una harapienta capa con mangas, muy grande para su talla; de pronto me di cuenta de que debía ser la capa de Padarn, uno de los tesoros de Britania. En un dedo de la mano derecha lucía el sencillo anillo de Eluned. Sus uñas eran largas y los pocos dientes que le quedaban, negros. Parecía mucho más vieja, o tal vez se debiera sólo a que la suciedad acentuaba las duras arrugas de su rostro. Nunca había sido lo que el mundo entiende por bella, pero la luz de la inteligencia animaba su rostro haciéndola atractiva; sin embargo en ese momento me pareció repulsiva y su animada expresión de antaño habíase tornado amarga, aunque me obsequió con un esbozo de sonrisa al tiempo que levantaba la mano derecha. Me enseñó la cicatriz gemela de la que tenía yo en la mano izquierda, y en respuesta, levanté la mano yo también; Nimue asintió, satisfecha.

—Has venido, Derfel.

—No he tenido más remedio —repliqué con amargura, y señalé la cicatriz de mi mano—. ¿Acaso esto no me ata a ti? ¿Por qué atacas a Ceinwyn para traerme hasta aquí, si ya tienes esto? —Volví a tocarme la cicatriz.

—Porque no habrías venido —dijo Nimue. Sus criaturas locas se apiñaban alrededor del trono como cortesanos, otros alimentaban las hogueras y uno me olisqueaba los tobillos como un perro—. Jamás has creído —me dijo acusadoramente—. Rezas a los dioses pero no crees en ellos. Nadie cree como es debido, excepto nosotros. —Señaló, con la vara hurtada, a los cojos, a los medio ciegos, a los tullidos y a los dementes, que la miraban con adoración—. Nosotros creemos, Derfel.

—Yo también creo —repliqué.

—¡No! —exclamó Nimue con un grito que hizo responder, aterrorizadas, a algunas de las criaturas que se refugiaban bajo los árboles. Me señaló con la vara—. Tú estabas presente cuando Arturo se llevó a Gwydre de las hogueras.

—¿No esperarías que consintiera en la muerte de su hijo?

—Lo que yo esperaba, insensato, era que Bel descendiera de los ciclos abrasando el aire, haciéndolo chisporrotear a su paso y arrojando estrellas como hojas en la tormenta. ¡Eso esperaba yo! ¡Eso merecía! —Echó la cabeza atrás y chilló a las nubes, y todos los locos deformes aullaron con ella. Solo Olwen de Plata guardaba silencio. Me miraba esbozando una sonrisa, como insinuando que ella y yo éramos los únicos cuerdos en aquel refugio de locos—. ¡Eso era lo que yo quería! —me gritó Nimue, haciéndose oír por encima de la barahúnda de gritos y berridos—. ¡Y lo tendré! —añadió. Entonces se levantó, se deshizo de Olwen y, con la vara, me hizo una seña de que me acercara—. Ven.

La seguí más allá de las piedras erguidas, al interior de una oquedad del risco. No era una gruta honda sino un hueco donde habría cabido un hombre tumbado y al principio me pareció ver, efectivamente, a un hombre desnudo tendido entre las sombras de la entrada. Olwen venía a mi lado y quería darme la mano, pero la alejé de mí mientras los locos que me rodeaban se apretujaban para ver lo que había en el suelo de la cueva.

Una pequeña fogata ardía lentamente y a la tenue luz descubrí que no era un hombre lo que allí yacía, sino una estatua de arcilla, una forma de mujer de tamaño natural, con groseros pechos, piernas separadas y una cara burdamente modelada. Nimue entró en la cueva agachando la cabeza y se acuclilló al lado de la cabeza de la estatua.

—Mira, Derfel Cadarn —me dijo—, tu mujer.

Olwen soltó una
carcajada y
me miró con una sonrisa.

—¡Vuestra mujer, señor! —repitió Olwen, por si no lo había entendido.

Miré la grotesca forma de arcilla y luego a Nimue.

—¿Mi mujer?

—¡Es el otro cuerpo de Ceinwyn, necio! —dijo Nimue—, y yo soy su pesadilla. —Había una cesta raída al fondo de la cueva, la cesta de Garanhir, otro tesoro de Britania, y Nimue extrajo de allí un puñado de bayas secas. Se agachó e incrustó una en la arcilla cruda de la estatua—. ¡Otro forúnculo, Derfel! —dijo, y vi que la superficie de la figura estaba llena de bayas—. ¡Y otro, y otro! —Se reía cada vez que incrustaba otra baya seca en la arcilla roja—. ¿Le mandamos un poco de dolor, Derfel? ¿La hacemos gritar? —Y con esas palabras se sacó un rudimentario cuchillo del cinturón, el cuchillo de Laufrodded, y clavó el filo mellado en la cabeza de la estatua—. ¡Cómo grita ahora! —me dijo Nimue—. ¡Intentan calmarla pero el dolor es tremendo, tremendo! —y empezó a hurgar con el cuchillo en la arcilla; de pronto me asaltó la rabia y me acuclillé a la entrada de la cueva; Nimue soltó el cuchillo inmediatamente y colocó dos dedos sobre los ojos de la figura—. ¿La ciego, Derfel? —susurró—. ¿Quieres que la ciegue?

—¿Por qué lo haces? —le pregunté.

Sacó el cuchillo de Laufrodded de la atormentada cabeza de arcilla.

—Dejémosla dormir —canturreo—, ¿o no? —Entonces soltó una carcajada espantosa y sacó un cucharón de hierro de la cesta de Garanhir, con el cual recogió unas brasas humeantes de la fogata y las esparció por el cuerpo. Me imaginé a Ceinwyn estremeciéndose entre gritos, arqueando la espalda por el repentino dolor, y Nimue se reía viendo mi rabia impotente—. ¿Qué por qué lo hago? —preguntó—. Porque me impediste matar a Gwydre. Y porque puedes traer a los dioses a la tierra. Ya lo sabes.

Me quedé mirándola fijamente.

—Tú también te has vuelto loca —dije en un susurro.

—¿Qué sabes tú de la locura? —me escupió—. Tú y tu cabeza de alfiler, una cabecita pequeña y patética. ¿Acaso me juzgas? ¡Ay, dolor! —y clavó el cuchillo entre los pechos de la figura—. ¡Dolor! ¡Dolor! —Los locos que se apelotonaban detrás de mí se sumaron al grito.

—¡Dolor! ¡Dolor! —clamaban jubilosos, unos batiendo palmas y otros riéndose de gozo.

—¡Basta! —grité.

Nimue se inclinó sobre la atormentada figura con el cuchillo preparado.

—¿Quieres que te la devuelva, Derfel?

—Sí —repuse, al borde del llanto.

—¿Es tu tesoro más preciado?

—Sabes que sí.

—¿Prefieres yacer con eso —dijo, refiriéndose a la grotesca estatua de arcilla— que con Olwen?

—Sólo yazgo con Ceinwyn —dije.

—Entonces te la devolveré —contestó acariciando tiernamente la frente de la estatua—. Te devolveré a tu Ceinwyn —prometió—, pero antes tienes que traerme mi más preciado tesoro. Ese es el precio.

—¿Y cuál es tu más preciado tesoro? —pregunté, aunque sabía la respuesta de antemano.

—Tráeme a Excalibur, Derfel, y tráeme a Gwydre.

—¿Por qué a Gwydre? —pregunté—. No es hijo de rey.

—Porque fue prometido a los dioses, y los dioses exigen que se cumpla lo que se les promete. Tienes que entregármelo antes de la próxima luna llena. Llevarás a Gwydre y a la espada al lugar donde se juntan las aguas debajo de Nant Dduu. ¿Conoces el lugar?

—Sí —dije con desaliento.

—Y si no me los entregas, Derfel, te juro que los dolores de Ceinwyn no cesarán de aumentar. Plantaré gusanos en su vientre, tornaré agua sus ojos, se le caerá la piel a tiras y la carne se le pudrirá sobre los huesos y, aunque desee la muerte, no le mandaré la muerte sino dolor. Nada más que dolor. —Sentí el impulso de adelantarme y matar a Nimue allí mismo. Habíamos sido amigos e incluso amantes en una ocasión, pero se había alejado tanto de mí, se había ido a un mundo donde los espíritus eran reales y la realidad, mero juguete—. Tráeme a Gwydre y a Excalibur —repitió, y su único ojo lanzó un destello en la penumbra de la cueva— y libraré a Ceinwyn de su otro cuerpo y a ti del juramento que me hiciste. Además, te devolveré dos cosas. —Buscó detrás de sí, sacó un paño y, al desdoblarlo, reconocí el manto viejo que me habían robado en Isca. Rebuscó en el manto, encontró lo que quería, lo sujetó con dos dedos y me lo enseñó: era la esquirla de ágata del anillo de Ceinwyn, que también se había perdido en Isca—. Una espada y un sacrificio —dijo— por un manto y una piedra. ¿Lo harás, Derfel? —me preguntó.

—Sí —dije, aunque no tenía la menor intención de cumplirlo, pero no supe qué otra cosa decir—. ¿Me dejas ahora con ella? —inquirí.

—No —dijo Nimue con una sonrisa—, pero ¿quieres que descanse esta noche? Bien, le daré un respiro, únicamente esta noche, Derfel. —De un soplido limpió de cenizas la estatua de arcilla; luego sacó las bayas y retiró los hechizos que había clavado en el cuerpo—. Por la mañana volveré a ponerlos en su sitio.

—¡No!

—No todos a un tiempo —dijo—, sino añadiendo más cada día hasta que sepa que te diriges a donde se unen las aguas en Nant Dduu. —Sacó del vientre de la estatua un fragmento de hueso quemado—. Y cuando tenga la espada —prosiguió— mi ejército de locos levantará unas hogueras tan grandes que la noche de Samain se tornará día. Y volverás a ver a Gwydre, Derfel. Descansará en la olla y los dioses lo besarán para devolverle la vida, y Olwen yacerá con él y él cabalgará gloriosamente con Excalibur en la mano. —Cogió una jarra de agua, humedeció un poco la frente de la estatua y extendió el agua suavemente sobre la lustrosa arcilla—. Ahora, vete —dijo—, Ceinwyn dormirá y Olwen tiene otra cosa que enseñarte. Partirás al alba.

Seguí a Olwen con paso inseguro, abriéndome camino entre la multitud sonriente de seres hórridos que se apretujaban a la entrada de la cueva; siempre detrás de ella, seguí el risco hasta llegar a otra cueva. Dentro había otra estatua de arcilla, de un hombre, y Olwen la señaló y se rió.

—¿Soy yo? —pregunté, pues la arcilla estaba lisa y sin marcas. Pero, acercándome a mirarla en la oscuridad, vi que le faltaban los ojos.

—No, señor —dijo Olwen—, no sois vos. —Se agachó junto a la estatua y cogió una larga aguja de hueso que había al lado de las piernas de la figura—. Mirad —dijo, y pinchó el pie izquierdo de la estatua con la aguja. A nuestra espalda, un hombre aulló de dolor. Olwen dejo escapar una risita—. Otra vez —dijo; clavó la aguja en el otro pie y volvimos a oír el grito de dolor. Olwen se rió y me dio la mano—. Venid —dijo, y me llevó a una hendidura profunda que se abría en la pared. La hendidura se estrechaba y luego parecía terminar bruscamente un poco más adelante, pues sólo se distinguía el pálido reflejo de la luz de las hogueras en la alta roca; después distinguí también una especie de jaula al fondo de la garganta. Crecían allí dos espinos con rudos palos entre los troncos a modo de rústicos barrotes de prisión. Olwen me soltó la mano y me empujó hacia adelante—. Vendré a buscaros por la mañana, señor. Ahí encontraréis comida. —Sonrió, dio media vuelta y se marchó.

Al principio pensé que la rústica jaula sería una especie de refugio y que, al acercarme, encontraría una entrada entre los barrotes, pero no había puerta. La jaula ocupaba los últimos metros de la hendidura y la comida prometida se encontraba al pie de uno de los espinos. Había pan rancio, cordero seco y un jarro de agua. Me senté, partí la hogaza de pan y, súbitamente, se produjo un movimiento en el interior de la jaula; me sobresalté, alarmado, al notar que algo se arrastraba hacia mí.

Al principio pensé que se trataba de una bestia, luego vi que era un hombre y, finalmente, reconocí a Merlín.

—Me portaré bien —dijo Merlín—, me portaré bien. —Entonces comprendí a quién representaba la segunda estatua de arcilla, pues Merlín estaba ciego. No tenía ojos. Puro horror—. Espinas en los pies —dijo—, espinas en los pies. —Se desplomó al lado de los barrotes gimiendo—. ¡Me portaré bien, lo prometo!

—Merlín —dije, agachado.

—¡Me portaré bien! —dijo temblando, desesperado. Cuando metí una mano entre los barrotes para acariciarle el pelo, sucio y enredado, se retiró bruscamente y se estremeció.

—Merlín —insistí.

—Sangre en la arcilla —dijo—, hay que poner sangre en la arcilla. Mezclarla bien. Lo mejor es sangre de niño, o eso me han dicho. Yo no lo he hecho nunca, querida. Tanaburs sí, lo sé, y una vez hablamos de eso, él y yo. Claro que Tanaburs estaba loco, pero poseía algunos conocimientos escabrosos. Me dijo sangre de niño pelirrojo, y mejor si era tullido, un tullido pelirrojo. Cualquier niño sirve, en caso necesario, pero mejor si es tullido y pelirrojo.

—Merlín, soy Derfel.

Siguió desvariando, dando instrucciones sobre la mejor forma de hacer una estatua de arcilla para enviar el mal desde lejos. Habló de sangre y rocío, dijo que había que moldear la figura mientras tronaba. No me escuchaba y, cuando me levanté e intenté desclavar los barrotes de los troncos, dos lanceros sonrientes se acercaron desde las sombras de la hendidura, por detrás de mí. Eran Escudos Sangrientos, y sus lanzas me convencieron de que no me convenía liberar al viejo prisionero. Volví a acuclillarme.

—¡Merlín! —dije.

Se acercó un poco, arrastrándose y olisqueando.

—¿Derfel? —preguntó.

—Sí, señor.

Me buscó a tientas, le tendí la mano y me la agarró con fuerza. Después, sin soltarme, se dejó caer al suelo.

—Estoy loco, ¿sabes? —dijo en tono muy razonable.

—No, señor —dije.

—Me han castigado.

—Por nada, señor.

—Derfel ¿eres tú, de verdad?

—Yo soy, señor. ¿Queréis comer?

—Tengo muchas cosas que contarte, Derfel.

—Eso espero, señor —dije, pero parecía incapaz de ordenar las ideas, y aún pasó unos momentos hablando otra vez de la arcilla y otros encantamientos, volvió a olvidarse de quién era yo y me llamó Arturo; luego guardó silencio un largo rato.

—¿Derfel? —preguntó otra vez, por fin.

—Sí, señor.

—Nada debe escribirse, ¿lo entiendes?

—Me lo habéis dicho muchas veces, señor.

—Todos nuestros conocimientos deben memorizarse. Caleddin lo consignó todo por escrito y entonces los dioses empezaron a retirarse. Pero lo tengo todo en la cabeza. Lo tenía y ella me lo robó. Todo. O casi todo. —Dijo las tres últimas palabras en un susurro.

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