Authors: Bernard Cornwell
Los doce hombres vacilaron, pero eran guerreros de su padre y habían jurado servirla, de modo que se acercaron a mí con las lanzas en ristre. Mis hombres se movilizaron inmediatamente y acudieron a defenderme. Los Escudos Negros eran muy pocos, pero no se arredraron y su druida empezó a brincar delante de ellos moviendo la barba entrelazada con pelo de zorro, haciendo tintinear los huesecillos ensartados en la maraña y diciéndoles que estaban bendecidos y que su espíritu alcanzaría una recompensa valiosa como el oro.
—¡Matadlo! —gritaba Argante a sus hombres—. ¡Matadlo ahora mismo!
—¡Basta! —irrumpió Ginebra con rotundidad. Se colocó en el centro del camino y miró imperiosamente a los Escudos Negros—. No seáis imprudentes, deponed las lanzas. Si queréis morir, llevaos a unos cuantos sajones por delante, no a los dumnonios—. Se dirigió a Argante—. Ven, pequeña —dijo y, acercándose a la niña, le limpió las lágrimas con una punta de su raído vestido—. Has hecho bien en tratar de salvar el tesoro —le dijo—, pero también Derfel tiene razón. Si no nos damos prisa, los sajones nos alcanzarán. —Se volvió hacia mí—. ¿No hay ninguna posibilidad de llevarnos el oro? —me preguntó.
—Ninguna —dije brevemente, pues no la había. Aunque hubiera uncido a unos cuantos lanceros a las carretas, habrían entorpecido la marcha.
—¡El oro es mío! —lloró Argante.
—Ahora pertenece a los sajones —dije, y ordené a Issa que apartara las carretas del camino y dejara libres a los bueyes.
Argante protestó por última vez, pero Ginebra la abrazó.
—No es propio de las princesas —le musitó al oído— mostrar su ira en público. Sé misteriosa, querida niña, nunca permitas que los hombres sepan lo que piensas. Tu poder está en las sombras, pero a la luz del sol los hombres siempre te vencerán.
Argante no tenía idea de quién sería aquella mujer alta y hermosa, pero se dejó consolar por ella mientras Issa y sus hombres arrastraban las carretas a la hierba de las márgenes. Dejé que las mujeres cogieran cuantos mantos y vestidos quisieran, pero abandonamos las ollas, los trípodes y los candeleros; Issa encontró una enseña guerrera de Arturo, una enorme pieza de lino blanco con un gran oso negro bordado en lana, la cual conservamos para evitar que cayera en manos sajonas, pero el oro no podíamos llevárnoslo. Acarreamos los cofres del tesoro hasta un desagüe inundado del campo más próximo y vertimos las monedas en el agua sucia con la esperanza de que los sajones no llegaran a descubrirlas.
Argante lloraba al vernos arrojar el oro a las negras aguas.
—¡El oro es mío! —protestó por última vez.
—Como fue mío en otro tiempo, pequeña —le dijo Ginebra con calma—, pero he sobrevivido a la pérdida, como sobrevivirás tú ahora.
Argante se separó bruscamente para mirar a la alta mujer.
—¿Tuyo? —preguntó.
—¿No te he dicho quién soy, pequeña? —preguntó Ginebra, con un sutil matiz de burla—, soy la princesa Ginebra.
Argante dio un grito y echó a correr carretera arriba, donde se habían reunido sus Escudos Negros. Yo solté un gruñido, envainé a Hywelbane y esperé a que terminaran de esconder el oro. Ginebra encontró uno de sus antiguos mantos, una casaca de lana ribeteada con piel de oso, y dejó la gastada prenda que llevaba en la prisión.
—Sí, su oro —me dijo con rabia.
—Al parecer, me he granjeado otro enemigo —dije, viendo a Argante enzarzada en una conversación con su druida; seguro que le instaba a que me lanzara una maldición inmediatamente.
—Si tenemos un enemigo en común, Derfel —me dijo Ginebra con una sonrisa—, por fin somos aliados. Me complace.
—Gracias, señora —respondí, y pensé que mis hijas y lanceros no eran los únicos que habían caído bajo el hechizo de Ginebra.
Los hombres terminaron de esconder el oro en la zanja, volvieron al camino y recogieron sus lanzas y escudos. El sol ardía sobre el mar Severn inundando el oeste de un resplandor carmesí, mientras nosotros, finalmente, nos poníamos en camino hacia el norte, hacia la guerra.
Tan sólo habíamos cubierto unos cuantos kilómetros cuando la oscuridad nos hizo salir de la calzada y buscar refugio, pero al menos habíamos llegado a los montes del norte de Ynys Wydryn. Aquella noche nos detuvimos en una fortaleza abandonada donde preparamos una colación frugal de pan duro y pescado seco. Argante se sentó apartada de los demás, protegida por su druida y sus guardianes y, aunque Ceinwyn trató de que se uniera a nosotros en la conversación, ella rechazó la oferta y la dejamos con su enfado.
Después de la cena fui paseando con Ceinwyn y Ginebra hasta la cima de una pequeña loma que se levantaba detrás de la fortaleza, donde sobresalían dos túmulos funerarios del pueblo antiguo. Tras pedir perdón a los muertos, subíme a uno de los túmulos acompañado por Ceinwyn y Ginebra. Nos quedamos los tres mirando al sur. El valle que se extendía a nuestros pies era una hermosura, moteado de flores de manzano al claro de luna, pero nada atisbamos en el horizonte, salvo el aciago resplandor de los incendios.
—Los sajones avanzan con rapidez —dije.
Ginebra se arropó en el manto.
—¿Dónde está Merlín? —preguntó.
—Ha desaparecido. —Se decía que Merlín estaba en Irlanda, o bien en las tierras salvajes del norte, o tal vez en los yermos de Gwynedd, o incluso, de dar crédito a otras habladurías, había muerto y Nimue le había levantado una pira con todos los árboles de una ladera. No era más que un rumor, me decía yo, un mero rumor.
—Nadie sabe dónde está Merlín —dijo Ceinwyn en voz baja—, pero seguro que él sí sabe dónde estamos nosotros.
—Ruego por que así sea —replicó Ginebra con fervor, y me pregunté a qué dios o diosa rezaría últimamente. ¿Seguiría rindiendo culto a Isis, o habría vuelto a los dioses britanos? Pensé, con un estremecimiento, que tal vez esos dioses nos hubieran abandonado definitivamente. Su pira habrían sido las hogueras de Mai Dun y su venganza las bandas de guerreros que asolaban Dumnonia.
Reemprendimos la marcha al amanecer. El cielo se había encapotado durante la noche y una fina lluvia empezó a caer con las primeras luces. El camino de la Zanja estaba atestado de refugiados y, aunque situé a una veintena de guerreros armados a la cabeza con la orden de retirar de la calzada toda carreta de bueyes y todo rebaño que encontraran, el avance era penosamente lento. Aun así la mayoría de los niños no podían soportar el paso y hubimos de subirlos a lomos de las bestias de carga que transportaban nuestras lanzas, armaduras y provisiones, o bien a hombros de los lanceros más jóvenes. Argante iba en mi yegua y Ginebra y Ceinwyn a pie, turnándose en la tarea de contar cuentos a los niños. La lluvia arreció precipitándose por las cimas en densas ráfagas grises y gorgoteando en las zanjas poco profundas de ambos lados de la calzada romana.
Tenía la esperanza de llegar a Aquae Sulis a mediodía, pero hasta la media tarde no alcanzó nuestra empapada y cansada procesión el valle que albergaba la ciudad. El río estaba crecido y una gran cantidad de desechos flotaba atascada contra los pilares de piedra del puente romano formando un dique que inundaba los campos de ambas orillas, río arriba. Una de las obligaciones del magistrado de la ciudad era mantener los canales de desagüe del puente limpios de tales desechos, pero habíase descuidado en la tarea, como también en la de mantener en buen estado la muralla de la ciudad. La muralla se alzaba a cien pasos al norte del puente y, puesto que Aquae Sulis no era una plaza fuerte, la muralla nunca había sido formidable, mas en aquel momento no constituía un obstáculo siquiera. Tramos enteros de estacas de la empalizada que coronaba el muro de tierra y piedras habían sido arrancados para alimentar los hogares o para construir, mientras que la muralla propiamente dicha sufría tal desgaste de la erosión que los sajones habrían podido cruzarla sin perder el ritmo. Por doquier se veían hombres reparando frenéticamente los tramos de la empalizada, pero habrían hecho falta quinientos trabajando durante un mes entero para reconstruir las defensas.
Entramos por la elegante puerta del sur y vi que, aunque la ciudad carecía del ímpetu necesario para conservar sus murallas y de la mano de obra para mantener el puente despejado de desechos, había encontrado tiempo para desfigurar la hermosa máscara de la diosa Minerva que en otro tiempo adornaba el arco de la entrada. Donde antes estuviera el rostro había un amasijo burdo de piedra cincelada a martillazos en forma de cruz cristiana.
—¿Esta ciudad es cristiana? —me preguntó Ceinwyn.
—Casi todas las ciudades lo son —respondió Ginebra por mí.
Tratábase, no obstante, de una hermosa ciudad, o lo había sido, al menos, aunque con el paso de los años las tejas de los tejados se habían caído y las habían sustituido con paja, algunas casas se habían derrumbado y no eran ya más que escombreras de ladrillos y piedras, pero las calles conservaban el pavimento y los altos pilares, y el profuso frontón del magnífico templo de Minerva todavía se elevaba por encima de los míseros tejados. Mi vanguardia se abrió paso brutalmente entre las calles atestadas hasta llegar al templo, que se levantaba en una inclinada pendiente en el centro sagrado de la ciudad. Los romanos habían rodeado con otra muralla el santuario central, que protegía todo el templo de Minerva y las termas que tanta fama y prosperidad habían procurado a la ciudad. Los romanos habían puesto techumbre a los baños, los cuales se alimentaban de un manantial mágico de aguas termales, pero faltaban algunas tejas y el vapor se escapaba en hilos por los agujeros como el humo. El templo mismo, desprovisto de las cañerías de plomo, hallábase lleno de charcos de agua de lluvia y líquenes, y el yeso pintado del interior del alto pórtico habíase desconchado adquiriendo una tonalidad oscura; pero aun con la decadencia, el gran recinto pavimentado del santuario interior de la ciudad evocaba un mundo en que los hombres podían erigir semejantes monumentos y vivir sin temor a las lanzas de los bárbaros del este.
El magistrado de la ciudad, un hombre de edad madura, nervioso y aturullado, de nombre Cildydd y que vestía toga romana como símbolo de autoridad, salió presuroso del templo a recibirme. Lo conocía de los días de la revuelta, cuando, a pesa de ser cristiano, había huido de los enloquecidos fanáticos que tomaron los santuarios de Aquae Sulis. Tras los disturbios fue repuesto en el cargo, aunque me daba de impresión de que le faltaba autoridad. Llevaba una tablilla de pizarra en la que había apuntado grupos de marcas, sin duda el número reclutado de soldados de leva, que aguardaban en el recinto del santuario.
—¡Las reparaciones están en marcha! —me saludó Cildydd sin más preámbulos—. Tengo hombres cortando leña para las murallas. O los tenía. La inundación es un obstáculo, ciertamente, pero,
¿y
si deja de llover? —Terminó la frase bajando mucho el tono de voz.
—¿La inundación? —pregunté.
—Cuando el río crece, señor —me explicó—, el agua vuelve atrás por todo el sistema de alcantarillado romano. Ya ha llegado a la parte baja de la ciudad. Pero la dificultad no es sólo el agua, me temo. Es que apesta, además, ¿comprendéis? —Olisqueó el aire con delicadeza.
—El obstáculo —repliqué— es que en los ojos del puente se ha formado un dique de desechos. Vuestra obligación era mantener el puente limpio, así como conservar las murallas en buen estado. —El magistrado abrió y cerró la boca sin decir nada. Sopesó la pizarra como prueba de eficiencia y luego parpadeó con desamparo—. Ahora ya no importa —añadí—, no podemos defender la ciudad.
—¿Que no podemos defenderla? —exclamó—. ¿Que no podemos defenderla? ¡No podemos abandonarla sin más ni más!
—En cuanto lleguen los sajones —repliqué brutalmente— no habrá otra opción.
—Pero tenemos que defenderla, señor —insistió Cildydd.
—¿Con qué? —pregunté.
—Con vuestros hombres, señor —dijo, señalando a mis lanceros, que se habían refugiado de la lluvia bajo el alto techo del pórtico.
—En el mejor de los casos —dije— podríamos defender medio kilómetro de muralla, de lo que queda de muralla, mejor dicho. Y entonces, ¿quién defendería el resto?
—La leva, naturalmente. —Cildydd señaló con la pizarra al desmadejado grupo de hombres que aguardaba al lado de las termas. Pocos iban armados y menos aún tenían armadura.
—¿Habéis visto atacar a los sajones alguna vez? —pregunté a Cildydd—. Primero sueltan perros de guerra y detrás se lanzan ellos blandiendo hachas de un metro y lanzas de dos y medio. Y se embriagan, enloquecen y no buscan sino mujeres y oro. ¿Cuánto tiempo creéis que resistiría la leva?
—No podemos rendirnos sin más —argüyó Cildydd débilmente, parpadeando.
—¿Vuestra leva está bien armada? —pregunté, señalando a los tristes hombres que esperaban en plena lluvia. Dos o tres de los sesenta llevaban lanza, también vi una vieja espada romana y, por lo demás, hachas y azadones, aunque algunos, que no poseían siquiera tan rudimentarias armas, sujetaban estacas templadas al fuego a las que habían sacado punta.
—Estamos registrando la ciudad, señor —adujo Cildydd—. Tiene que haber lanzas.
—Con lanzas o sin ellas —repliqué sin piedad—, si lucháis aquí, sois hombres muertos.
—Entonces —dijo boquiabierto—, ¿qué tenemos que hacer?
—Ir a Glevum.
—¡Pero, la ciudad... ! —exclamó palideciendo—. Aquí hay mercaderes y orfebres, iglesias y tesoros. —Se le apagó la voz al imaginarse la catástrofe de la caída de la ciudad, inevitable si los sajones llegaban. Aquae Sulis no era una ciudad fortificada, sólo un lugar hermoso situado entre montes. Cildydd parpadeaba bajo la lluvia—. Glevum —musitó melancólicamente—. ¿Y vos nos escoltaréis hasta allí, señor?
Negué con la cabeza.
—Yo me dirijo a Corinium —dije—, pero vosotros iréis a Glevum. —Tentado estuve de enviar a Argante, a Ginebra y a Ceinwyn y a las familias con el magistrado, pero no confié en que supiera protegerlas, de modo que decidí que más valdría llevar a las mujeres y a las familias al norte personalmente, y luego enviarlas con una pequeña escolta de Corinium a Glevum.
Pero al menos me quitaron a Argante de las manos, pues mientras destruía sin compasión las flacas esperanzas de Cildydd de dotar a Aquae Sulis de una guarnición de soldados, una tropa de jinetes armados irrumpió ruidosamente en el recinto del templo. Eran hombres de Arturo enarbolando la enseña del oso y al mando de Balin, que entró maldiciendo rotundamente el agolpamiento de refugiados. Pareció aliviado al verme, y luego asombrado al reconocer a Ginebra.