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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (29 page)

La retirada animó a los sajones a cargar. Gritaron provocadora—mente y bajaron la colina a gran velocidad, pero se habían retrasado más de lo debido. Mis hombres retrocedieron por el camino, cruzaron un vado poco profundo de un arroyo que bajaba de las cimas hacia el río, y entonces fuimos nosotros los que nos situamos en posición más elevada, pues nos replegábamos colina arriba hacia la fortaleza del cerro escarpado. Mis hombres mantenían las filas rectas, los escudos trabados por los lados y las lanzas firmes, y ante tal prueba de buena instrucción los sajones se detuvieron a poco menos de cincuenta metros. Se conformaron con insultarnos y amenazarnos, mientras uno de sus druidas desnudo, con el pelo de punta e impregnado de boñiga de vaca, avanzaba bailoteando y maldiciéndonos. Nos llamó cerdos, cobardes y cabras. Mientras nos maldecía, conté a los hombres. Formaban una barrera de ciento setenta, pero aún bajaban más por la ladera. Y mientras yo los contaba, los cabecillas sajones, a lomos de sus monturas, detrás de la barrera de escudos, nos contaban a nosotros. Vi su enseña claramente, era el estandarte de Cerdic, la calavera de lobo con colgaduras de piel humana, pero Cerdic no estaba entre ellos. Se trataba, pues, de una de sus bandas de guerra, que había llegado desde el sur por el Támesis. Nos superaban largamente en número, pero los astutos cabecillas no se decidían a atacar. Sabían que podían vencernos, pero también sabían los terribles efectos que setenta aguerridos lanceros causarían en sus filas. Tenían suficiente con habernos expulsado del camino.

Seguimos replegándonos poco a poco ladera arriba. Los sajones nos miraban, pero sólo el druida nos seguía y, al cabo de un rato, perdió interés, nos escupió y se dio media vuelta. Nos burlamos cuanto pudimos de la falta de arrojo del enemigo, pero en realidad grande fue mi alivio al ver que renunciaban a atacar.

Tardamos una hora en llevar las carretas al otro lado de la antigua fortificación de tierra, a la suave cima curvada de la colina. Recorrí el llano cóncavo y descubrí que era una posición defensiva idónea. La cima describía un triángulo y en cada uno de sus tres lados el terreno descendía abruptamente, de modo que cualquier atacante habría de esforzarse mucho para llegar hasta nuestras picas. Tenía la esperanza de que la dificultad de la subida nos librara del ataque sajón y que al cabo de uno o dos días se marcharan y pudiéramos reemprender el camino hacia Corinium. Llegaríamos tarde y Arturo se enfadaría conmigo sin duda, pero hasta el momento, había mantenido incólume mi parte del ejército de Dumnonia. Éramos unos doscientos lanceros y protegíamos a una muchedumbre de mujeres y niños, siete carros de avituallamiento y dos princesas, y nuestro refugio era una cima herbosa que se levantaba sobre un valle fluvial profundo. Pregunté a un soldado de la leva por el nombre del cerro.

—Se llama como la ciudad, señor —me dijo, desconcertado por el mero hecho de que me interesara el nombre.

—¿Aquae Sulis? —pregunté.

—¡No, señor! ¡El nombre antiguo de la ciudad! El que tenía antes de los romanos.

—Baddon —dije.

—Sí, y esto es Mynydd Baddon, señor —me confirmó.

Monte Baddon. Con el tiempo, los poetas harían resonar ese nombre por toda Britania. Se cantaría en miles de fortalezas y haría hervir la sangre de niños no nacidos aún, pero en ese momento para mí no significaba nada. No era más que un cerro bien situado, una plaza fuerte con murallas de hierba y el lugar donde, en contra de mis deseos, planté dos enseñas en la tierra. Una lucía la estrella de Ceinwyn y la otra, rescatada y salvada de las carretas de Argante, desplegaba la enseña de Arturo, el oso.

Así pues, ondeando al viento seco, a la luz de la mañana, el oso y la estrella desafiaron a los sajones.

En Mynydd Baddon.

7

Los sajones se mostraban cautos. No se lanzaron al ataque nada más vernos y, una vez nos instalamos en la protegida cima de Mynydd Baddon, hubieron de conformarse con observarnos, sentados al pie de la colina meridional. Por la tarde, un nutrido contingente de lanceros fue caminando a Aquae Sulis, donde encontrarían una ciudad prácticamente vacía. Esperaba ver el resplandor y el humo de los tejados incendiados pero no fue así; al anochecer, los lanceros regresaron de la ciudad cargados de botín. Las sombras del crepúsculo cayeron sobre la vaguada del río y, mientras en la cima de Mynydd Baddon gozábamos aún de las últimas claridades del día, las hogueras de nuestros enemigos tachonaban la oscuridad que iba adueñándose del valle.

En las tierras montañosas que se extendían hacia el norte brillaban otras hogueras. Mynydd Baddon parecía una isla en medio del mar de los demás montes, separada de ellos por un collado herboso situado a cierta altura. Pensé que podríamos cruzar dicha hondonada elevada durante la noche, subir al altozano del otro lado y seguir camino a Corinium por los montes; así pues, envié a Issa con un puñado de hombres a reconocer el terreno, pero volvieron con la noticia de que había exploradores sajones a caballo en las cimas del otro lado del collado. A pesar de ello, sentí la tentación de iniciar la huida hacia el norte, mas sabía que los jinetes sajones nos descubrirían y que al alba tendríamos a toda la banda pisándonos los talones. Estuve sopesando las posibilidades hasta bien entrada la noche y me decidí por el mal menor: quedarnos en Mynydd Baddon.

A ojos de los sajones debíamos de parecer un ejército formidable. Tenía bajo mi mando a doscientos sesenta y ocho hombres, pero poco se figuraba el enemigo que no sumaban ni cien los lanceros debidamente adiestrados. De los restantes, cuarenta integraban la leva de la ciudad, treinta y seis eran baqueteados guerreros de la guardia de Caer Cadarn o del palacio de Durnovaria, aunque en esas tres docenas abundaban los viejos y lentos, mientras que los restantes ciento diez eran jóvenes bisoños. Mis setenta lanceros curtidos y los doce Escudos Negros de Argante se contaban entre los mejores guerreros de toda Britania y, aunque no dudaba de la utilidad de los treinta y seis veteranos y de que los jóvenes podrían resultar formidables, seguíamos siendo un contingente mísero para proteger a ciento catorce mujeres y setenta y nueve niños. Al menos contábamos con suficientes víveres y agua, pues conservábamos las siete preciosas carretas y en los flancos de Mynydd Baddon manaban tres fuentes.

A la caída de la noche de aquel primer día ya habíamos contado al enemigo. En el valle había unos trescientos sesenta sajones, y unos ochenta más, cuando menos, en las tierras del norte, suficientes para enjaularnos en Mynydd Baddon, pero no para asaltarnos. Cada uno de los tres lados pelados de la cima medía unos trescientos pasos y sumaban por tanto un total excesivo para defenderlo con mi escaso número de hombres, pero si el enemigo se decidía a atacar lo veríamos venir desde lejos y tendría tiempo para trasladar lanceros al flanco oportuno. Calculé que incluso si organizaran un ataque por dos o tres lados a la vez, resistiríamos, pues los sajones tenían que superar una subida muy escarpada para llegar y mis hombres estarían frescos; no obstante, si el número de enemigos seguía aumentando, nos desbordarían sin remedio. Rogaba por que esos sajones no fueran sino una fuerte banda de saqueadores y que, una vez hubieran saqueado Aquae Sulis y limpiado el valle de todo alimento que pudieran hallar, regresarían al norte a reunirse con Cerdic y Aelle.

Al amanecer del día siguiente los sajones seguían en el valle, el humo de sus hogueras se mezclaba con la bruma del río. Cuando la neblina escampó, vimos que estaban talando árboles para construir cabañas: deprimente señal de que tenían intención de quedarse. Mis hombres, por su parte, se afanaban en las faldas del monte cortando los pequeños espinos y los brotes de abedul que pudieran encubrir el acercamiento del enemigo. Acarrearon los matorrales y los pequeños árboles hasta la cima y los apilaron formando un parapeto rudimentario sobre los restos de la muralla del pueblo antiguo. Mandé cincuenta hombres a cortar leña al altozano que remataba el collado por el norte; la transportaron a nuestra cima en una de las carretas de bueyes, previamente descargada de vituallas. Cortaron leña suficiente para construir una gran cabaña de madera, aunque la nuestra, a diferencia de las de los sajones, dotadas de techumbre de paja o turba, no era más que una estructura destartalada de maderos sin desbastar apoyados en cuatro carretas y burdamente cubiertos con ramas, pero proporcionaban cobijo a las mujeres y a los niños.

Durante la primera noche mandé a dos lanceros hacia el norte, dos bribones astutos de entre los jóvenes bisoños, con la orden expresa de intentar llegar a Corinium para poner a Arturo al corriente de nuestra difícil situación. No creía que pudiera enviarnos ayuda pero al menos conocería lo que nos había sucedido. Pasé el día siguiente temiendo avistar de nuevo a los jóvenes, verlos prisioneros, arrastrados por caballos sajones, pero desaparecieron. Ambos, como más tarde supe, sobrevivieron y llegaron a Corinium.

Los sajones construyeron sus refugios y nosotros seguimos amontonando espinos y matorrales en nuestras delgadas murallas. No se acercó ningún enemigo ni nosotros bajamos a provocarlos. Dividí la cima en secciones y asigné una tropa de lanceros a cada una. Mis setenta guerreros expertos, lo mejor de mi reducido ejército, guardaban el ángulo de la fortificación orientado al sur, frente al enemigo. Dividí a los bisoños en dos tropas, una a cada lado del grupo más aguerrido, y los doce Escudos Negros quedaron a cargo de la defensa del lado septentrional del cerro, con el apoyo de la leva y de la guardia de Caer Cadarn y Durnovaria. El cabecilla de los Escudos Negros era un bruto lleno de cicatrices llamado Niall, veterano de cien correrías en tiempo de cosecha que llevaba los dedos repletos de aros de guerrero; Niall izó su propio estandarte improvisado en la parte norte de la fortificación, un simple tronco pelado de abedul joven clavado en la tierra con un pedazo de tela negra ondeando en la punta, pero la enseña irlandesa resultaba satisfactoriamente salvaje y retadora.

Aún acariciaba esperanzas de escapar. Aunque los sajones construyeran refugios en el valle del río, el altozano del norte seguía tentándome y, la segunda tarde, cabalgué por el collado al que se asomaba la enseña de Niall y subí al altozano de enfrente. Bajo las rápidas nubes se extendía un gran páramo vacío. Eachern, un guerrero de solera al que había puesto al mando de una de las tropas inexpertas que cortaba leña en la cima, se acercó a mi yegua. Al ver que contemplaba el páramo vacío, me adivinó el pensamiento.

—Esos bellacos rondan cerca —comentó—, por mis muertos.

—¿Estás seguro?

—Vienen y van, señor. Siempre a caballo. —Tenía un hacha en la mano y con ella señaló hacia poniente, hacia una cañada que corría de norte a oeste junto al páramo. Allí crecía una densa arboleda, aunque sólo divisábamos las frondosas copas—. Entre los árboles hay un camino —dijo Earchen—, y allí están apostados.

—Seguro que ese camino va a Glevum —dije.

—Pero pasando antes por el campamento de los sajones, señor. Por ahí rondan esos bellacos, por mis muertos. He oído las hachas.

Es decir, que el camino de la cañada estaría bloqueado con árboles caídos, pensé. La tentación persistía. Si destruíamos las vituallas y abandonábamos todo lo que pudiera aminorar la marcha, tal vez pudiéramos romper el cerco de sajones y llegar hasta el ejército de Arturo. Pasé el día inquieto como un avispero, pues mi deber era, claramente, unirme a Arturo, y cuanto más tiempo pasara aislado en Mynydd Baddon, más difícil sería conseguirlo. Por la noche habría media luna, suficiente para iluminar el camino, y si nos movíamos deprisa, seguro que adelantábamos al grueso de la banda sajona. Acaso nos hostigaran unos cuantos jinetes, pero mis lanceros sabrían enfrentarse a ellos. Pero ¿qué había más allá del páramo? Terreno montañoso, a buen seguro, regado por riachuelos crecidos tras las recientes lluvias. Necesitaba un camino, vados y puentes, y sobre todo velocidad, de lo contrario los niños quedarían atrás, los lanceros retrasarían la marcha para protegerlos y los sajones caerían de repente sobre nosotros como lobos sobre un rebaño de ovejas. Sabía cómo escapar de Mynydd Baddon, pero no me figuraba cómo cruzar los kilómetros que nos separaban de Corinium sin caer en manos enemigas.

Al anochecer la decisión me vino impuesta. Todavía estaba considerando la posibilidad de una huida relámpago hacia el norte, dejando las hogueras bien alimentadas para hacer creer al enemigo que aún seguíamos en la cima de Mynydd Baddon, pero en el transcurso de aquella misma segunda noche llegaron más sajones. Procedían del noreste, de la dirección de Corinium, y cien de ellos se acercaron al páramo que tenía la esperanza de cruzar, luego se dirigieron hacia al sur y expulsaron a mis leñadores de entre los árboles obligándolos a replegarse hacia el collado y a regresar a Mynydd Baddon. Entonces sí que quedamos atrapados de verdad.

Me senté con Ceinwyn junto al fuego.

—Me recuerda —le dije— a aquella noche en Ynys Mon.

—Yo estaba pensando en lo mismo.

Fue la noche en que hallamos la olla mágica de Clyddno Eiddyn, y nos habíamos refugiado en un afloramiento rocoso rodeados de tropas de Diwrnach. Ninguno creyó que sobreviviríamos, pero entonces Merlín despertó de entre los muertos y se burló de mí. «Estamos rodeados, ¿no?», me preguntó. «¿Y nos superan en numero?». Ambas cosas eran ciertas, así que Merlín sonrió y me dijo: «¿Y te atreves a llamarte señor de guerreros?».

—Bien, bien, ¿y ahora, qué? —dijo Ceinwyn, citando a Merlín; el recuerdo le hizo sonreír y después suspiró—. Si no estuviéramos aquí —prosiguió, refiriéndose a las mujeres y a los niños que deambulaban cerca de las hogueras—, ¿que harías?

—Ir hacia el norte. Presentar batalla allá —señale hacia la hogueras sajonas que ardían en el altozano del otro lado del collado — y lúego marchar hacia el norte. —No estaba completamente seguro de que lo hubiera hecho, pues tal huida habría supuesto abandonar a los heridos en la batalla por alcanzar la cumbre, pero los demás, sin el estorbo de las mujeres y los niños, habríamos ganado la carrera a los sajones.

—Supongamos —dijo Ceinwyn en voz baja— que pides a los sajones paso libre para las mujeres y los niños.

—Aceptarían —dije—, y tan pronto como estuvierais fuera del alcance de nuestras lanzas, os atraparían, os violarían, os matarían y esclavizarían a los niños.

—O sea que no es buena idea, ¿eh? —preguntó con suavidad.

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