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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (32 page)

Y no erraba, pues en el val, donde las últimas brumas del río se evaporaban al sol, la horda sajona se reunía. Cerdic y Aelle, convencidos aún de que su mayor enemigo se encontraba atrapado en Mynydd Baddon, planeaban un asalto demoledor. No sería un ataque sutil, pues no vimos lanceros aprestándose por los flancos, sino, sencillamente, un definitivo martillazo frontal asestado con fuerza inconmensurable por la vertiente meridional de Mynydd Baddon. Cientos de guerreros iban reuniéndose para la ofensiva, y sus lanzas, en apretada formación, destellaban a las primeras luces del sol.

—¿Cuántos son? —me preguntó Ginebra.

—Demasiados, señora —contesté sin ánimo.

—La mitad del ejército —dijo Bors, y explicó a Ginebra que los reyes sajones creían que Arturo y sus mejores hombres se encontraban atrapados en la cima del cerro.

—¿De modo que los ha engañado? —preguntó Ginebra, no sin una nota de orgullo.

—O tal vez los hayamos engañado nosotros —dije sombríamente, señalando la enseña de Arturo que ondeaba irregularmente mecida por la suave brisa.

—Entonces, tenemos que vencerlos —replicó Ginebra con brío, aunque de qué forma, yo no lo sabía. Nunca me había sentido tan derrotado como en ese momento desde la noche estremecedora que hubimos de pasar atrapados en Ynys Mon, rodeados por los hombres de Diwrnach, pero aquel día contábamos con Merlín por aliado y, gracias a sus poderes mágicos, logramos salir de la trampa. Pero ya no tenía la magia de mi parte y no preveía sino una derrota segura.

Durante toda la mañana vi congregarse a los guerreros sajones entre el trigo, a sus druidas recorrer las filas bailoteando y a los cabecillas arengando a los lanceros. Los de las primeras líneas se mantenían firmes, eran soldados curtidos que habían jurado lealtad a su señor, pero el resto de la incontable muchedumbre debía de asemejarse a nuestros soldados de leva,
fyrd,
como decían los sajones, y ésos se extraviaban una y otra vez. Unos se dirigían al río y otros pretendían volver al campamento y, viéndolos desde nuestra altura dominante, semejaban un vasto rebaño que los pastores trataran de mantener unido. Tan pronto como un lado del ejército se reunía, el otro empezaba a desmembrarse y vuelta a empezar, y los tambores sajones no dejaban de retumbar. Utilizaban grandes troncos huecos, que golpeaban con mazos de madera para que su latir de muerte resonara desde el monte boscoso hasta el otro lado del valle. Estarían bebiendo cerveza, reuniendo el coraje necesario para subir hacia nuestras lanzas. Algunos de mis hombres se atiborraban de hidromiel. Yo les recomendaba que no lo hicieran, pero prohibir la bebida a un soldado era como prohibir ladrar a un perro, y muchos de mis hombres necesitaban el fuego que el hidromiel enciende en las entrañas, pues sabían contar tan bien como yo. Mil hombres se aprestaban contra menos de trescientos.

Bors solicitó situarse en el centro del frente con sus hombres, y me pareció justo. Le deseaba una muerte rápida, por hacha o por lanza, pues si lo apresaban con vida sufriría una agonía larga y horrorosa. Él y sus hombres habían quitado el forro de sus escudos y los habían dejado con la madera al aire; bebían hidromiel sin parar, y no era de extrañar.

Issa permanecía sobrio.

—Nos arrollarán, señor —me dijo con preocupación.

—Ciertamente —dije, y ojalá hubiera tenido algo más animoso que decir, pero en verdad estaba como paralizado a la vista del enemigo y no sabía qué hacer respecto al asalto. No dudaba que mis mejores soldados fueran capaces de luchar contra los más aventajados lanceros sajones, pero yo sólo contaba con hombres suficientes para formar una barrera de escudos de cien pasos de amplitud, y el asalto de los sajones, cuando se produjera, mediría tres veces más. Lucharíamos en el centro, mataríamos, pero el enemigo treparía por los flancos para adueñarse de la cima y masacrarnos desde atrás.

Issa sonrió brevemente. Llevaba un yelmo con cola de lobo que yo le había dado y lo había adornado con una serie de estrellas de plata. Scarach, su mujer, que esperaba un hijo, había encontrado una mata de verbena cerca de un manantial e Issa llevaba una rama en el casco con la esperanza de que le protegiera del mal. Me ofreció unas hojas, pero las rechacé.

—Guárdalas para ti —le dije.

—¿Qué vamos a hacer, señor? —me preguntó.

—No podemos escapar —dije. Había pensado en huir a la desesperada hacia norte, pero había sajones al otro lado del collado septentrional y tendríamos que luchar para subir la pendiente al encuentro de sus lanzas. Había pocas posibilidades de conseguirlo y muchas de quedar atrapados en el collado entre dos enemigos situados en terreno elevado—. Tenemos que vencerlos aquí —dije, disimulando el convencimiento de que no venceríamos jamás. Podríamos habernos enfrentado a cuatrocientos, incluso a seiscientos, pero no a los mil sajones que se preparaban al pie del cerro.

—Si tuviéramos un druida —dijo Issa y, aunque dejó morir la idea, supe con exactitud qué era lo que le irritaba. Pensaba que no era bueno ir a la batalla sin algunas oraciones. Los cristianos de nuestro bando rezaban con los brazos extendidos a los lados como su dios crucificado y me habían dicho que no necesitaban la intercesión de sacerdotes; a los paganos, por el contrario, nos gustaba oír la lluvia de maldiciones que los druidas mandaban contra el enemigo antes de la batalla. Pero no teníamos druida y su ausencia no sólo nos privaba del poder de sus maldiciones sino que parecía predecir que a partir de entonces tendríamos que luchar sin nuestros dioses, porque nos habían abandonado, irritados por haber interrumpido la ceremonia de Mai Dun.

Llamé a Pyrlig y le ordené que maldijera al enemigo. Se quedó pálido.

—Yo soy bardo, señor, no druida —argüyó.

—¿Empezaste a formarte como druida?

—Como todos los bardos, señor, pero jamás fui iniciado en sus misterios.

—Pero eso no lo saben los sajones —repliqué—. Baja el cerro, salta a la pata coja, maldice sus espíritus sucios y condénalos al estercolero de Annwn.

Pyrlig hizo cuanto pudo, pero no sabía saltar a la pata coja y tuve para mí que en sus maldiciones había más temor que vituperio. Los sajones, al verlo, enviaron a seis hechiceros para contrarrestar la magia. Los hechiceros desnudos, con el pelo lleno de pequeños amuletos mágicos y peinado en grotescas puntas tiesas impregnadas de boñiga de vaca, subieron cuesta arriba escupiendo y maldiciendo a Pyrlig, el cual empezó a recular nerviosamente ante su avance. Uno de los magos sajones llevaba un hueso humano de la cadera, con el que persiguió a Pyrlig ladera arriba; cuando percibió el miedo no disimulado de nuestro bardo, el hechicero sajón empezó a contorsionarse obscenamente. Los magos enemigos se acercaron más aún, de modo que oímos sus voces chillonas superpuestas al tronar de los tambores en el valle.

—¿Qué dicen? —preguntó Ginebra, que se había acercado a mí.

—Utilizan conjuros, señora —dije—. Suplican a sus dioses que nos llenen el corazón de temor y hagan que se nos derritan las piernas. —Volví a prestar atención a sus canturreos—. Ruegan que nos quedemos ciegos, que se nos quiebren las lanzas y se nos mellen las espadas. —El hombre del hueso de la cadera descubrió a Ginebra y se volvió hacia ella para vomitarle una larga sarta de improperios obscenos.

—¿Y ahora qué dice? —me preguntó Ginebra.

—No es preciso que lo sepáis, señora.

—Sí, Derfel, sí.

—Pues pongamos que no deseo repetíroslo.

Ginebra se rió. El hechicero, que se hallaba a sólo treinta pasos de nosotros, impulsó su entrepierna tatuada en dirección a Ginebra y agitó la cabeza con los ojos en blanco diciendo a gritos que era una bruja maldita, que sus entrañas quedarían secas como la corteza y sus pechos se tornarían amargos como la hiél; de pronto algo me restalló junto al oído y el hechicero calló. Una flecha le atravesó la garganta limpiamente, de modo que una mitad sobresalía por la nuca y la vara emplumada por debajo de la barbilla. Miró a Ginebra, gorgoteó y se le cayó el hueso de la mano. Tocó la saeta sin dejar de mirar a Ginebra y, con un estremecimiento, se derrumbó en el suelo.

—Trae muy mala suerte matar a los magos del enemigo —le dije con suave reproche.

—Ya no —replicó Ginebra en tono vengativo—, ya no. —Sacó otra flecha del carcaj y la colocó en la cuerda del arco, pero los otros cinco brujos, al ver la suerte de su compañero, echaron a correr colina abajo, fuera del alcance del arco. Corrían enfurecidos, protestando por nuestra mala fe. Tenían derecho a protestar y temí que la muerte del hechicero inflamara al enemigo de fría cólera. Ginebra quitó la flecha del arco—. Entonces, ¿qué van a hacer, Derfel? —me preguntó.

—Dentro de unos minutos esa masa inmensa de hombres subirá al cerro. Y veréis de qué guisa lo hacen. —Señalé a la formación sajona, donde todavía se empujaba y se obligaba a formar a algunos hombres—. Cien soldados en el frente, respaldados por nueve o diez en cada fila que los empujarán hacia nuestras lanzas. Podemos luchar contra los cien primeros, señora, pero nuestras filas sólo cuentan con dos o tres hombres cada una y no podremos obligarlos a recular ladera abajo. Detendremos el avance unos momentos, las barreras de escudos se enfrentarán, pero no lograremos que retrocedan y, cuando vean que todos nuestros hombres están ocupados en la línea de defensa, mandarán las filas de retaguardia a que nos envuelvan por detrás y nos derroten.

Me miraba fijamente con sus ojos verdes, con un leve gesto de burla. Era la única mujer capaz de mirarme directamente a los ojos y su mirada directa siempre me resultó inquietante. Ginebra tenía facilidad para hacer que los hombres se sintieran peleles, aunque aquel día, mientras los tambores sajones atronaban y la gran horda se disponía a subir hacia nuestras lanzas, no me deseó sino éxito en la empresa.

—¿Es decir, que hemos perdido? —preguntó con ligereza.

—Digo, señora, que ignoro si podré vencer —respondí gravemente. No sabía si reaccionar inesperadamente haciendo formar en cuña a mis hombres para que cargaran cerro abajo y hendieran profundamente la masa de sajones. Era posible que un ataque de tales características sorprendiera al enemigo, e incluso sembrara el pánico, pero había peligro de que mis hombres quedaran rodeados en la ladera y, cuando cayera el último, los sajones se abalanzaran sobre la cumbre y tomaran a nuestras familias indefensas.

Ginebra se colgó el arco al hombro.

—Podemos vencer —dijo con aplomo—, podemos ganar fácilmente. —Por un momento no tomé sus palabras en serio—. Puedo hacer añicos su coraje —dijo con más energía.

La miré y la vi pletórica de un júbilo feroz. Si aquel día iba a hacer un pelele de algún hombre, sería de Cerdic y de Aelle, no de mí.

—¿Cómo, señora?

—¿Confías en mí, Derfel? —me preguntó con la malicia retratada en la cara.

—Confío en vos, señora.

—Entonces, dame veinte hombres valientes.

Dudé. Había tenido que dejar algunos lanceros en el flanco norte del cerro, atentos a un posible asalto por el collado, y no podía permitirme perder a veinte de la defensa principal del sur, pero, aunque hubiera contado con doscientas lanzas más, sabía que la batalla estaba perdida de antemano, de modo que asentí.

—Os doy veinte hombres de la leva —le dije—, y vos me dais la victoria. —Sonrió y se alejó; llamé a Issa y le pedí que escogiera a veinte jóvenes y se los mandara a Ginebra—. ¡Nos va a dar la victoria! —le dije en voz alta para que mis hombres lo oyeran; y ellos, percibiendo una esperanza en un día harto desesperanzado, sonrieron y hasta rieron.

Sin embargo, pensé, para vencer hacía falta un milagro, o bien abundantes refuerzos. ¿Dónde estaría Culhwch? Me había pasado el día esperando columbrar sus tropas por el sur, pero en vano, y pensé que habría dado un gran rodeo en Aquae Sulis para tratar de unirse a Arturo. De ninguna otra parte podía esperar tropas aliadas, aunque en realidad, incluso con los refuerzos de Culhwch, no habríamos reunido número suficiente para detener el asalto sajón.

Se acercaba el momento. Los hechiceros habían cumplido su cometido, un grupo de jinetes sajones abandonó las filas y subió por la ladera. Pedí mi caballo a gritos, Issa puso las manos para ayudarme a montar y marché colina abajo al encuentro de los emisarios del enemigo. Podría haberme acompañado Bors, pues era lord, pero no quiso enfrentarse a los hombres de cuyo bando acababa de desertar y acudí solo.

Se acercaron nueve sajones y tres britanos, uno de los cuales era Lancelot, tan apuesto como siempre, con la blanca cota que resplandecía al sol y el yelmo de plata, adornado con dos alas de cisne que se rizaban al suave viento. Sus compañeros eran Amhar y Loholt, que cabalgaban contra su padre bajo la calavera y el pellejo humano de la enseña de Cerdic y la de mi propio padre, un gran cráneo de toro rociado de sangre fresca en honor de la nueva guerra. Cerdic y Aelle subieron el cerro acompañados por media docena de cabecillas sajones, todos fornidos, ataviados con pieles y luciendo largos bigotes que les llegaban al cinturón de la espada. El último sajón era el intérprete, que cabalgaba con escasa gracia, como todos los sajones, incluso yo mismo. Sólo Lancelot y los gemelos eran buenos jinetes.

Nos encontramos a medio camino. A los caballos no les gustaba la pendiente y se removían inquietos. Cerdic levantó la mirada hacia nuestros parapetos con el ceño fruncido. Veía las dos enseñas y una hilera erizada de puntas de lanza que asomaba por encima de la barricada improvisada, pero nada más. Aelle me saludó con una amplia sonrisa y Lancelot evitó mi mirada.

—¿Dónde está Arturo? —preguntó Cerdic por fin, imperiosamente. Me miraba con sus ojos claros, bajo un casco ribeteado de oro y macabramente coronado por la mano humana de algún britano, sin duda. El trofeo había sido ahumado al fuego, de modo que la piel estaba negruzca y los dedos agarrotados parecían garras.

—Arturo reposa, lord rey. Me ha encargado que acabe con vos mientras piensa en la forma de limpiar Britania de vuestro fétido olor. —El intérprete murmuró unas palabras al oído de Lancelot.

—¿Arturo está aquí? —preguntó Cerdic. Según el dictado de las convenciones los jefes debían parlamentar antes de comenzar la batalla y Cerdic interpretaba mi comparecencia como un insulto. Esperaba que Arturo saliera a su encuentro, en vez de un segundón.

—Señor, está aquí —contesté airosamente— y en todas partes. Merlín lo transporta por las nubes.

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