Authors: Bernard Cornwell
Unos esclavos nos sirvieron hidromiel caliente y venado frío, pero yo no tenía apetito. Me quedé mirando la tarde, que ya se hacía crepúsculo entre los jirones de nubes. El cielo se despejaba y poniente se convirtió en un enorme fogonazo rojo intenso sobre la lejana Lyonesse. El sol se ponía la víspera de Samain y por toda Britania, e incluso en la cristiana Irlanda, la gente dejaba alimentos y bebida para los muertos que cruzarían la sima de Annwn por el puente de espadas. Era la noche en que la procesión espectral de cuerpos de sombra acudía a visitar la tierra donde había respirado, amado y muerto. Muchos habían muerto en Mai Dun y esa noche el cerro se poblaría de aparecidos; entonces, sin poder evitarlo, pensé en el menudo espectro de Dian vagando entre las ruinas de la fortaleza de Ermid.
Arturo entró en el salón y me pareció que estaba muy cambiado, sin Excalibur colgada en su vaina labrada. Gruñó al ver que había dejado de llover y luego escuchó el ruego del obispo Emrys.
—Colocaré lanceros por las calles —le dijo al obispo— y, mientras vuestras gentes no provoquen a los paganos, nada les sucederá. —lomó un cuerno de hidromiel de manos de un esclavo y volvió a dirigirse al obispo—. De todos modos, quería veros —dijo, y le comunico su preocupación respecto al rey Meurig de Gwent—. Si Gwent no lucha —le advirtió—, los sajones nos sobrepasarán en numero.
—¡Gwent no abandonara a Dumnonia, os lo aseguro! —exclamo el obispo, pálido.
—Gwent se ha dejado sobornar, obispo —le dije, y le conté que Aelle había permitido a los misioneros de Meurig instalarse en su territorio—. Mientras Meurig crea que existe una posibilidad de convertir a los sais —añadí—, no levantará una espada contra ellos.
—Me congratula que piense en evangelizar a los sais —replicó Emrys piadosamente.
—Pues que no os congratule tanto —le advertí—. Tan pronto como esos sacerdotes hayan servido a los propósitos de Aelle, éste les hará degollar.
—Y, acto seguido, a nosotros —añadió Cuneglas sombríamente.
Arturo y el monarca de Powys habían acordado hacer una visita los dos juntos al rey de Gwent, y Arturo pidió a Emrys que los acompañara.
—A vos os escuchará, obispo —argüyó Arturo—, y si lográis convencerlo de que la amenaza sajona sobre los cristianos dumnonios es más fuerte que la mía, tal vez cambie de opinión.
—Os acompañaré con sumo gusto —dijo Emrys—, con sumo gusto.
—Cuando menos —terció Cuneglas con el ceño fruncido— el joven Meurig debe permitir el paso de mis tropas por su territorio.
—¿Hay posibilidades de que os lo niegue? —inquirió Arturo, alarmado.
—Tal afirman mis mensajeros —contestó Cuneglas, y se encogió de hombros—. Pero si los sajones atacan, Arturo, cruzaré su territorio con permiso o sin él.
—Entonces estallaría la guerra entre Gwent y Powys —advirtió Arturo con amargura—, cosa que sólo a los sais favorecería. —Se estremeció—. ¿Por qué abdicaría Tewdric? —Tewdric, padre de Meurig, aunque era cristiano, siempre había luchado contra los sajones al lado de Arturo.
Se apagó el último resplandor rojo en poniente. El mundo quedó en suspenso unos instantes entre la luz y la sombra y, después, la oscuridad nos envolvió. Permanecimos ante la ventana helándonos al frío viento y contemplamos la aparición de los primeros luceros abriéndose paso entre las masas de nubes. La cérea luna asomó baja sobre el mar meridional iluminando difusamente el contorno de una nube que ocultaba las estrellas de la cabeza de la constelación de la Serpiente. Caía la noche de la víspera de Samain y los muertos se levantaban.
Unas pocas hogueras ardían en las casas de Durnovaria, pero el campo se hallaba sumido en la más profunda negrura, excepto donde un rayo de luna plateaba un grupo de árboles en una loma lejana. Mai Dun no era sino una sombra amenazadora entre las tinieblas, una masa negra en el centro oscuro de la noche. Las tinieblas se cerraron, aparecieron más estrellas y la luna alocada volaba entre nubes rasgadas. Los muertos pasaban el puente de espadas por cientos y pululaban entre nosotros, aunque no los viéramos ni los oyéramos, pero estaban allí, en el palacio, en las calles, en todos los valles, ciudades y casas de Britania; y en los campos de batalla, donde tantos espíritus habían sido separados de su cuerpo terrenal, los muertos vagaban en densas manadas como los estorninos. Dian estaba bajo los árboles de la fortaleza de Ermid, pero los espectros seguían cruzando el puente de espadas hasta llenar la isla de Britania. Pensé que algún día yo también acudiría en una noche semejante a ver a mis descendientes, a los descendientes de mis descendientes y a los descendientes de los descendientes de mis descendientes, pues mi espíritu recorrería la tierra todas las vísperas de Samain.
El viento se calmó. La luna quedó nuevamente oculta tras una gran masa de nubes que ensombrecía Armórica, pero los cielos estaban claros sobre nuestras cabezas. Las estrellas, donde los dioses moraban, brillaban en el vacío. Culhwch volvió al palacio con nosotros y se asomó también a la ventana, donde nos agolpamos todos contemplando la noche. Gwydre había regresado de la ciudad, aunque al cabo de un rato se aburrió de mirar a la húmeda oscuridad y se fue a ver a los amigos que tenía entre los lanceros del palacio.
—¿Cuándo comienza la ceremonia? —preguntó Arturo.
—Aún tardará un buen rato —le dije—. Las hogueras han de arder seis horas antes de que comience.
—¿Cómo cuenta las horas Merlín? —preguntó Cuneglas.
—Lleva el cómputo de memoria, lord rey —respondí.
Los muertos pasaban a nuestro lado. El viento había cesado por completo y la calma inquietaba a los perros, que aullaban por toda la ciudad. Las estrellas, enmarcadas en nubes bordeadas de plata, brillaban con un resplandor sobrenatural.
Y entonces, súbitamente, desde la oscuridad del interior de la cruda negrura de la noche, desde la cima fuertemente amurallada de Mai Dun, llegó el primer resplandor de fuego y comenzó la invocación de los dioses.
Una única llama brotó, pura y brillante, por encima de las murallas de Mai Dun, y luego el fuego se extendió hasta que el anchuroso cuenco que formaban las lomas herbosas de los muros de la fortaleza se iluminó con un resplandor tenue y ahumado. Me imaginé a los hombres arrimando antorchas a las entrañas de los altos setos y corriendo después con la llama para prender fuego a la espiral del centro y a los círculos exteriores. Las hogueras prendieron poco a poco al principio, atacando con llamas la leña mojada y silbante de encima, pero el calor fue evaporando la humedad y el brillo se intensificó hasta que, por fin, el dibujo entero comenzó a arder arrojando un resplandor triunfal a la noche. La cima del cerro se convirtió en un anillo de fuego, un tumulto hirviente de llamas sobre las que el humo se elevaba, rojizo, hacia el cielo. Las hogueras alumbraban tanto que proyectaban sombras en Durnovaria, en cuyas calles hormigueaba el gentío; algunos incluso se habían subido a los tejados para contemplar la conflagración en la distancia.
—¿Seis horas? —me preguntó Culhwch sin dar crédito a mis palabras.
—Eso me ha dicho Merlín.
—¡Seis horas! —exclamó Culhwch después de escupir—. Podría volver con la pelirroja. —Pero no se movió, ninguno de nosotros se movió; nos quedamos observando el baile de las llamas por encima del cerro. Era la pira funeraria de Britania, el fin de la historia, la invocación a los dioses, y la contemplamos en un silencio tenso como si esperásemos que el humo lívido se partiera para dar paso a los dioses.
Fue Arturo quien rompió la tensión del momento.
—Comida —dijo con un gruñido—. Si vamos a esperar seis horas, bien podemos comer algo.
Poco se habló durante aquella colación, y lo poco que se dijo fue a propósito de la desgraciada posibilidad de que el rey Meurig de Gwent mantuviera a sus lanceros al margen del conflicto en la próxima guerra. Yo no dejaba de pensar que todo eso solo sucedería en el caso de que hubiera tal guerra, ni dejaba de mirar hacia la ventana, hacia las llamas que se alzaban y el humo que ascendía en ardientes volutas. Traté de no perder la noción del tiempo, pero en realidad no supe si habían transcurrido una hora o dos cuando dimos la cena por concluida y volvimos a apostarnos en el ventanal a contemplar Mai Dun, donde por primera vez en la vida se habían reunido los tesoros de Britania. Allí estaba la cesta de Garanhir, una panera tejida con sauce donde podían colocarse una hogaza y algunos peces, aunque el entramado estaba tan podrido que cualquier mujer respetable la habría condenado al fuego mucho tiempo atrás. El cuerno de Bran Galed era un asta de buey ennegrecida por el tiempo y con el borde de hojalata desportillado. El carro de Modron se había roto con los años y era tan pequeño que nadie, sino un niño, habría podido montarse en él, en caso de haberse podido reconstruir. El cabestro de Eiddyn era un ronzal de buey de soga pelada y oxidados aros de hierro que ni el más humilde labriego habría querido utilizar. El cuchillo de Laufrodedd tenía la hoja ancha y despuntada y el mango de madera podrida. Y la piedra de amolar de Tudwal era un canto escoriado que avergonzaría a cualquier artesano. La capa de Padarn era un puro harapo deshilachado, un trapo de mendigo, y aún así, en mejor estado de conservación que el manto de Rhegadd, del que se decía que otorgaba invisibilidad a quien se lo pusiera, pero que no era más que una mera tela de araña. El plato de Rhygenydd era una fuente panda de madera resquebrajada hasta lo imposible, y el tablero de Gwenddolau, un trozo alabeado de madera en el que apenas se distinguían las marcas del juego. El anillo de Eluned parecía un aro de guerrero común y corriente, una de esas simples anillas metálicas que los lanceros solían hacerse con las armas de los enemigos vencidos, pero todos habíamos despreciado aros de guerrero más vistosos que el anillo de Eluned. Sólo dos de los tesoros tenían algún valor por sí mismos. Uno era la espada de Rhydderch, Excalibur, forjada en el más allá por el propio Gofannon, y el otro era la olla de Clyddno Eiddyn. En esos momentos, todos los tesoros, los miserables y los espléndidos, estaban rodeados de fuego y llamaban a sus distantes dioses.
El cielo seguía despejado, aunque todavía quedaban algunos cúmulos sobre el horizonte sur donde, a medida que avanzaba la noche de difuntos, comenzaron a verse algunos rayos. Los rayos eran la primera señal de los dioses y, por temor a ellos, toqué hierro en el pomo de Hywelbane, aunque los más intensos se veían a lo lejos, sobre el mar lejano, quizá, o incluso más allá, sobre Armórica. Cayeron relámpagos al sur, en la distancia, durante más de una hora, pero siempre en silencio. En una ocasión, una nube pareció incendiarse desde las mismísimas entrañas, todos tragamos saliva y el obispo Emrys hizo la señal de la cruz.
Cesaron los lejanos relámpagos y la inmensa hoguera del interior de Mai Dun siguió ardiendo sola furiosamente. Era una señal de fuego que debía atravesar el abismo de Annwn, un resplandor que tenía que alcanzar las tinieblas que separan los dos mundos. Me pregunté qué pensarían los muertos. ¿Habría una horda de espectros alrededor de Mai Dun presenciando la invocación a los dioses? Me imaginé las llamas reflejándose en las hojas de acero del puente de espadas y llegando tal vez al otro mundo, y confieso que me atemoricé. Había dejado de tronar y nada parecía suceder, sólo el violento crujir de las hogueras, pero creo que todos nosotros percibíamos que el mundo vacilaba al borde del cambio.
Entonces, en algún momento de aquellas horas, llegó la siguiente señal. Fue Galahad quien primero la vio. Se santiguó, con la mirada fija como si no pudiera creer lo que veía, y señaló hacia un punto por encima de la gran columna de humo que tendía un velo sobre las estrellas.
—¿Lo veis? —preguntó, y todos nos agolpamos en la ventana para mirar hacia arriba.
Y vimos que habían llegado las luces del firmamento nocturno.
Todos habíamos visto esas luces con anterioridad, aunque no eran frecuentes, y esa noche seguro que tenían un significado especial. Al principio no era más que una neblina azulada que rielaba en la oscuridad; poco a poco fue haciéndose más densa y brillante, al tiempo que una cortina roja de fuego se unía al azul y quedaba colgada entre las estrellas como un lienzo ondeante. Merlín me había dicho que tales luces eran comunes en el lejano norte, pero ese día las vimos en el sur y entonces el espacio que se abría sobre nosotros se iluminó súbita y magníficamente con cascadas azules, plateadas y rojas. Salimos todos al patio a verlo mejor y allí permanecimos extasiados contemplando los cielos encendidos. Desde el patio ya no veíamos las hogueras de Mai Dun, pero iluminaban la parte sur del cielo al tiempo que las luces maravillosas se arqueaban sobre nuestras cabezas en toda su gloria.
—¿Ahora creéis, obispo? —preguntó Culhwch.
Emrys parecía incapaz de articular palabra, pero de pronto se estremeció y tocó la cruz de madera que llevaba al cuello.
—Jamás —replicó en un susurro— hemos negado la existencia de otros poderes. Sólo creemos que nuestro Dios es el único y verdadero.
—¿Y qué son los otros dioses? —preguntó Cuneglas.
Emrys frunció el ceño, reacio a contestar al principio, pero la honradez le hizo responder.
—Las fuerzas de la oscuridad, lord rey.
—Las fuerzas de la luz, os lo aseguro —comentó Arturo con respeto y temor, pues el prodigio le asombraba tanto como a los demás. Arturo, que prefería que los dioses no nos tocaran jamás, veía su poder en los cielos y estaba verdaderamente maravillado—. Y ahora, ¿qué va a suceder? —preguntó, dirigiéndose a mí, mas el obispo Emrys tomó la palabra.
—La muerte, señor —dijo.
—¿La muerte? —preguntó Arturo, que creyó no haber entendido correctamente.
Emrys se refugió bajo los arcos como si temiera la fuerza mágica que se encendía y flotaba esplendorosa entre las estrellas.
—Todas las religiones utilizan la muerte, señor —dijo con pedante ría—, hasta la nuestra cree en el sacrificio. Sólo que en el cristianismo fue el Hijo de Dios quien murió para que nadie más volviera a ser sacrificado en un altar, pero no conozco religión alguna en cuyos misterios no intervenga la muerte. Osiris murió —de pronto cayó en la cuenta de la alusión al culto de Isis, la pesadilla de la vida de Arturo, y añadió apresuradamente—: Mitra también murió, y en sus ritos se sacrifica un toro. Todos nuestros dioses mueren, señor, y todas las religiones, excepto el cristianismo, recrean la muerte en sus ceremonias de adoración.