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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (44 page)

—Así pues, ¿para qué ha de confiar mi señor rey en ti, Sansum? —pregunté al obispo.

Sansum no respondió pero me pareció que Oengus se avergonzaba horriblemente.

—El santuario —dijo por fin—. El buen obispo dice que puede arreglárselas para que mis hombres lo usen como templo durante un tiempo. ¿No es así, obispo?

—Exactamente, lord rey —corroboró Sansum.

—Mentís mal, los dos —dije, y Oengus se echó a reír. Sansum me miró con hostilidad y se escabulló hacia la salida. No hacía sino unas horas que era libre y ya estaba tramando maldades—. ¿Qué os decía, lord rey? —insistí; no me disgustaba Oengus, era un hombre sencillo, fuerte, un granuja, pero un gran amigo.

—¿Qué crees tú? —contestó.

—Hablaba de vuestra hija —dije.

—Una niña muy bonita, ¿verdad? —replicó Oengus—; muy delgada, claro y con las ideas de una loba en celo. Este mundo es muy raro, Derfel. Engendro hijos lerdos como bueyes e hijas astutas como lobos. —Se interrumpió y saludó a Sagramor, que me había seguido por el agua—. ¿Qué pasará con Argante? —me preguntó Oengus.

—No lo sé, señor.

—Arturo se casó con ella, ¿no es así?

—Tampoco eso lo sé con certeza —dije.

Me clavó una mirada penetrante y luego sonrió al comprender lo que quería decir.

—Ella dice que se casaron formalmente, pero no me diría otra cosa. No estaba seguro de que Arturo quisiera casarse con ella y le presioné. Era una boca menos que alimentar, comprendedlo. —Hizo una breve pausa—. El asunto es, Derfel —prosiguió—, que Arturo no puede mandármela otra vez así, por las buenas. Sería un insulto, y además no quiero que vuelva. Me quedan hijas de sobra, todavía. La mitad del tiempo ni sé siquiera cuáles son mías y cuáles no. ¿Que necesitas una mujer? Ven a Demetia y escoge la que más te plazca, pero te advierto que son todas parecidas. Bonitas pero con los dientes afilados. ¿Qué piensa hacer Arturo?

—¿Qué os aconseja Sansum? —pregunté.

Oengus fingió no haber oído la pregunta, pero sabía que finalmente nos lo diría porque no sabía guardar secretos.

—Sólo me recordó —confesó por fin— que Argante había sido prometida a Mordred con anterioridad.

—¿Es cierto? —preguntó Sagramor, sorprendido.

—Hace algún tiempo —respondí—, un simple comentario de pasada. —Había sido el propio Oengus quien lo dijera, pues estaba desesperado por reforzar a toda costa su alianza con Dumnonia, ya que era la mejor protección que podía procurarse contra Powys.

—Y si Arturo no se ha casado con ella formalmente —prosiguió Oengus—, Mordred sería una consolación, ¿no es así?

—Una consolación —repitió Sagramor con acritud.

—Será reina —dijo Oengus.

—Cierto —dije.

—De modo que no es tan mala idea —concluyó Oengus sin darle importancia, aunque se me antojó que apoyaría tal idea apasionadamente. Los esponsales con Mordred desagraviarían el orgullo herido de Demetia, y además comprometería a Dumnonia a dar protección al país de su reina.

Por mi parte, parecióme que la propuesta de Sansum era la peor argucia que había oído en todo el día, pues poco había de esforzarme para imaginar las maldades que podrían tramar entre Mordred y Argante, pero nada dije.

—¿Sabes qué le falta a estos baños? —preguntó Oengus.

—Decídmelo, lord rey.

—Mujeres. —Se rió—. ¿Dónde está la tuya, Derfel?

—Está de duelo —dije.

—¡Ah, claro! Por Cuneglas. —El rey de los Escudos Negros se encogió de hombros—. Nunca me tuvo aprecio, pero yo a él sí. ¡Pocos hombres confiaban en las promesas como él! —Oengus se rió a carcajadas, pues tales promesas se las había hecho él sin la menor intención de cumplirlas—. Pero no puedo decir que lamente su muerte. Su hijo es pequeño todavía y está muy apegado a su madre. Ella y el par de arpías de sus tías reinarán por un tiempo. ¡Tres brujas! —Volvió a reírse—. Creo que podremos adueñarnos de algunas tierras de esas tres damas. —Poco a poco, fue metiendo la cara en el agua—. Hago subir a los piojos hacia arriba —nos dijo al tiempo que atrapaba a uno de los pequeños insectos grises que trepaba por las barbas huyendo de la proximidad del agua.

No había visto a Merlín en todo el día y, por la noche, Galahad me dijo que el druida ya había salido del valle en dirección norte. Encontré a Galahad de pie junto a la pira de Cuneglas.

—Sé que Cuneglas no apreciaba a los cristianos —me dijo—, pero no creo que le importara una oración cristiana por su alma. —Le invité a dormir entre mis hombres y paseamos juntos hasta el campamento de mis soldados.

—Merlín me dio un recado para ti —dijo después—. Dice que encontrarás lo que buscas entre los árboles muertos.

—No creo estar buscando nada —dijo.

—Pues ve a mirar entre los árboles muertos —dijo Galahad—, y encontrarás lo que no buscas.

Aquella noche no fui a buscar nada, sino que me envolví en el manto entre mis hombres en el campo de batalla. Me desperté temprano con un gran dolor de cabeza y las articulaciones doloridas. Había terminado la bonanza y caía una fina llovizna del oeste. La lluvia podía llegar a empapar las piras, de modo que empezamos a recoger leña para alimentar las hogueras funerarias, y entonces me acordé del críptico mensaje de Merlín, pero no veía árboles muertos por ninguna parte. Cortábamos robles, olmos y hayas con hachas sajonas y respetábamos sólo los fresnos sagrados, pero todos los que cortábamos estaban sanos. Pregunté a Issa si había visto árboles muertos en los alrededores y me dijo que no, pero Eachern dijo haber avistado unos cuantos más allá del meandro del río.

—Enséñamelos.

Eachern nos condujo a un grupo por la orilla y, en la curva que describía el río bruscamente hacia el este, divisamos un montón de árboles secos atrapados en las raíces visibles de un sauce. Las ramas muertas estaban cubiertas de toda clase de desechos que el río había transportado, pero nada hallé de valor entre los restos.

—Si Merlín dice que aquí hay algo de valor —dijo Galahad—, tenemos que mirar bien.

—A lo mejor no se refería a estos árboles —dije.

—Son tan buenos como cualquiera —dijo Issa; se desabrochó la espada para no mojarla y saltó a la maraña. Se abrió paso entre las erizadas ramas superiores hasta llegar al río—. ¡Dadme una lanza! —dijo.

Galahad le tendió una lanza e Issa revolvió entre las ramas con ella. En un punto, un retal de red de pesca deshilachada y alquitranada había sido enganchada en forma de tienda, y estaba cubierta de hojas caídas; Issa hubo de hacer uso de toda su fuerza para izar aquel bulto enredado.

Fue entonces cuando el fugitivo salió de su escondrijo. Se había ocultado bajo la red, incómodamente apostado en un tronco medio hundido, pero en ese momento, cual nutria levantada por perros de caza, se alejó apresuradamente de la lanza de Issa y trató de escapar río arriba. Tropezaba continuamente en los árboles secos y la armadura le impedía avanzar ligero, de modo que mis hombres saltaron a la orilla con gran alborozo y le dieron alcance fácilmente. De no haber llevado armadura, el fugitivo habría podido zambullirse en el río y alcanzar la otra orilla a nado, pero no le quedó otro remedio que rendirse. El hombre debía de llevar dos noches y un día avanzando río arriba, pero debió de descubrir el escondite y le parecería idóneo para ocultarse hasta que todos hubiéramos abandonado el campo de batalla. Pero lo habíamos atrapado.

Era Lancelot. Primero lo reconocí por el largo cabello negro, del que tanto se vanagloriaba, y luego, cubierta de lodo y ramas, descubrí la famosa armadura blanca de esmalte. Sólo había terror en su rostro. Nos miró a nosotros y después al río como si pensara en lanzarse a la corriente, entonces volvió a mirarnos y descubrió a su medio hermano.

—¡Galahad! —lo llamó—. ¡Galahad!

Galahad me miró unos instantes, hizo la señal de la cruz y, dándose media vuelta, se alejó.

—¡Galahad! —gritó Lancelot de nuevo, cuando su hermano hubo desaparecido tras el terraplén de la orilla.

Galahad siguió andando.

—¡Subidlo aquí! —ordené. Issa lo azuzó con la lanza y el aterrorizado Lancelot trepó como pudo por entre unas ortigas que crecían en la orilla. Conservaba la espada, pero debía de estar oxidada tras la prolongada inmersión en el río. Me planté delante de él cuando salió tropezando de entre las ortigas.

—¿Os batiréis conmigo aquí y ahora, lord rey? —pregunté, al tiempo que desenvainaba a Hywelbane.

—¡Déjame marchar, Derfel! ¡Te enviaré dinero, te lo prometo! —Siguió chapurreando, prometiéndome más oro del que pudiera desear, pero no sacó la espada hasta que apoyé la punta de Hywelbane fuertemente en su pecho, y en ese instante supo que iba a morir. Me escupió, dio un paso atrás y desenvainó. En otro tiempo, su espada se llamaba Tanlladwyr, que significa «Asesina Fulgurante», pero cuando Sansum lo bautizó, le cambió el nombre al arma y le puso Espada de Cristo. La Espada de Cristo estaba oxidada en ese momento, pero seguía siendo un arma formidable y, para mi sorpresa, Lancelot no era mal espadachín. Siempre lo había tenido por cobarde, mas aquel día luchó con valentía. Estaba desesperado y lo demostró en una serie de ataques cortantes y rápidos que me obligaron a retroceder. Pero además, Lancelot estaba cansado, empapado y helado, y se fatigó enseguida, de modo que, una vez hube esquivado la primera lluvia de estocadas, me tomé tiempo para pensar en la forma de acabar con él. Su desesperación iba en aumento y la violencia de sus ataques se recrudeció, pero di fin al combate cuando me agaché por debajo de una de sus feroces acometidas y sujeté a Hywelbane de modo que la punta se le clavó en el brazo y, por el impulso que llevaba, le abrió las venas desde la muñeca hasta el codo. Gritó al ver saltar la sangre y la espada se le cayó de la mano inerte; abyectamente aterrorizado, esperó el golpe de gracia.

Limpié la hoja de Hywelbane con un puñado de hierba, la sequé con el manto y la envainé.

—No quiero que tu espíritu permanezca en mi espada —le dije y, por un instante, me miró agradecido, mas al punto quebré sus esperanzas—. Tus hombres mataron a mi hija —le recordé—, los mismos que enviaste para que te llevaran a Ceinwyn al lecho. ¿Crees que puedo perdonarte alguna de esas cosas?

—Yo no se lo ordené —argüyó con desesperación—. ¡Créeme!

Le escupí en la cara.

—¿Preferís que os entregue a Arturo, lord rey?

—¡No, Derfel, por favor! —Juntó las manos y se estremeció—. ¡Por favor!

—¡Dadle la muerte de una mujer! —me instó Issa; referíase a desnudarlo, caparlo y dejarlo morir desangrándose por la entrepierna.

Me tentó la idea, pero temía disfrutar con la muerte de Lancelot. La venganza es placentera; yo había dado una muerte horrenda a los asesinos de Dian y en ningún momento sentí remordimientos por el macabro placer que me proporcionó su sufrimiento, pero no tenía agallas para torturar a ese hombre tembloroso y miserable. Tanto temblaba que me compadecí de él, y me sorprendí pensando si perdonarle la vida o no. Sabía que era un traidor y un cobarde y que merecía la muerte, pero su terror era tan rastrero que llegué a sentir verdadera lástima de él. Siempre había sido mi enemigo, siempre me había despreciado, y sin embargo, cuando cayó de rodillas ante mí con el rostro inundado de lágrimas, me sentí impulsado a la clemencia, sabiendo que tanto placer encontraría en semejante ejercicio de poder como en ordenar su muerte. Quise saborear su gratitud un instante, pero entonces me acordé del rostro moribundo de mi hija y empecé a temblar de cólera súbitamente. Arturo era famoso por perdonar a sus enemigos, pero a ese enemigo yo no podría perdonarlo jamás.

—La muerte de una mujer —insistió Issa.

—No —dije, y Lancelot me miró con renovada esperanza—. Ahorcadlo como a un vulgar malhechor —dije.

Lancelot gimió, pero no permití que el corazón me flaqueara.

—¡Ahorcadlo! —ordené de nuevo. Y así lo hicimos. Encontramos una cuerda de crin de caballo, la atamos a la rama de un roble y aupamos a Lancelot. Bailaba colgado, y siguió bailando hasta que Galahad volvió y sujetó por los talones a su medio hermano para ahorrarle el horror de la asfixia.

Desnudamos a Lancelot. Arrojé al río su espada y su refinada armadura, quemé sus ropas y, con una gran hacha sajona, lo descuarticé. No lo incineramos sino que lo echamos a los peces para que su negro espíritu no envileciera el otro mundo con su presencia. Lo borramos de la faz de la tierra y conservé tan sólo el cinturón esmaltado que le había regalado Arturo.

A mediodía encontré a Arturo. Regresaba de perseguir a Cerdic y él y sus hombres llegaron al valle a lomos de los cansados caballos.

—Hemos perdido a Cerdic —me dijo—, pero encontramos a otros. —Acarició el cuello de Llamrei, blanco de sudor—. Cerdic está vivo, Derfel, pero se ha debilitado tanto que tardará mucho tiempo en causarnos problemas otra vez. —Sonrió, y entonces se dio cuenta de que no estaba tan contento como él—. ¿Qué te ocurre? —preguntó.

—Esto, señor —dije, y le mostré el valioso cinturón de esmalte.

Tardó un momento en comprender que no se trataba de una simple pieza de botín sino del cinturón de espada que él mismo había regalado a Lancelot. Su semblante reflejó un instante la misma expresión que los muchos meses anteriores a Mynydd Baddon: la expresión impenetrable y ceñuda de la amargura, y luego me miró a los ojos.

—¿Su dueño?

—Muerto, señor. Ahorcado vergonzosamente.

—Bien —dijo en voz baja—. Ese objeto, Derfel, tíralo. —Arrojé el cinturón al río.

Y así murió Lancelot, aunque las canciones que había pagado con oro sobrevivieron y, hasta hoy, es ensalzado como a un héroe comparable a Arturo. A Arturo se le recuerda como gobernante, pero a Lancelot lo llaman guerrero. Ciertamente, fue un rey sin tierra, un cobarde y el mayor traidor de Britania, y su espíritu vaga por Lloegyr aun hoy, clamando por su cuerpo de sombra, que jamás existirá pues cortamos su cadáver en pedazos y arrojamos los pedazos a los peces del río. Si los cristianos no yerran y el infierno existe, que sufra allí por los siglos de los siglos.

Galahad y yo seguimos a Arturo a la ciudad pasando ante la pira funeraria de Cuneglas y serpenteando entre las tumbas romanas, donde tantos hombres de Aelle habían caído. Le había advertido de lo que le esperaba, pero no pareció desanimarse cuando le dije que Argante se hallaba en la ciudad.

Su llegada a la ciudad atrajo a muchos peticionarios ansiosos que reclamaban su atención, hombres que exigían reconocimiento por actos heroicos realizados en la batalla, compensación en esclavos y oro o justicia en disputas muy anteriores a la invasión sajona. Arturo pidió a todos que le aguardaran en el templo, aunque, una vez hubo entrado, olvidó las súplicas. Convocó a Galahad a la antecámara del templo y, al cabo de un rato, mandó a buscar a Sansum. El obispo cruzó presuroso las dependencias entre burlas de lanceros dumnonios. Departió largo y tendido con Arturo, y después, Oengus mac Airem y Mordred fueron llamados a presencia de Arturo. Los lanceros del recinto hacían apuestas sobre dónde iría Arturo, si a casa del obispo con Argante o a los alojamientos de los sacerdotes con Ginebra.

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