Authors: Bernard Cornwell
—¡Cómo se os ocurre preguntarme a mí, por todos los santos! —exclamé asombrado—. ¡Gracias a Dios no sé nada sobre alumbramientos! Jamás he visto nacer a un niño, ni lo deseo.
—Pero sabéis cómo se hacía antes —me dijo con insistencia—, y eso es lo que os pregunto.
—Las mujeres de vuestra fortaleza sabrán mucho más que yo, sin duda, pero en todos los alumbramientos de Ceinwyn siempre procuramos que hubiera algo de hierro en el lecho, orina de mujer en el umbral de la puerta, artemisa en el fuego y, naturalmente, una niña virginal para recoger al recién nacido de entre la paja. Y lo más importante de todo —proseguí con severidad— es que no haya hombres en la habitación. Nada trae tan mala suerte como la asistencia de hombres al alumbramiento. —Toqué la cabeza del clavo que sobresalía en el escritorio para evitar la desgracia de nombrar siquiera tan malhadada circunstancia. Claro está que nosotros los cristianos no creemos que tocar hierro haga cambiar la suerte, sea buena o mala, pero el clavo de mi escritorio está muy pulido a fuerza de tocarlo—. ¿Es cierto lo de los sajones? —pregunté.
—Se acercan, Derfel —dijo, asintiendo también con un ademán.
Volví a tocar la cabeza del clavo.
—Entonces, aconsejad a vuestro esposo que afile las lanzas.
—No es preciso aconsejarlo en eso —respondió sombríamente.
Me pregunto si la guerra terminará algún día. Los britanos han luchado contra los sajones durante toda mi existencia y, aunque obtuvimos una gran victoria sobre ellos, nos han robado más tierras, y con ellas han desaparecido las leyendas nacidas de sus valles y cerros. La historia no es sólo el relato de los hechos de los hombres, sino que está amarrada a la tierra. Damos a un cerro el nombre de un héroe que encontró allí la muerte, a un río el de una princesa que huyó por sus orillas, y cuando los nombres antiguos desaparecen, los relatos se pierden también, y el nombre nuevo no recuerda ya el pasado. Los sais nos despojan de nuestra tierra y de nuestra historia. Se extienden como una plaga y Arturo no está para protegernos. Arturo, el azote de los sajones, el señor de Britania, el hombre al que el amor hirió más profundamente que cualquier espada o lanza. ¡Cuánto añoro a Arturo!
En el solsticio de invierno rogamos a los dioses que no abandonen la tierra a las grandes tinieblas. En los inviernos más crudos esas oraciones parecían muchas veces súplicas desesperadas, pero nunca como el invierno del año anterior al ataque de los sajones, cuando nuestro mundo parecía aplastado bajo una corteza de hielo y nieve dura. Para los seguidores de Mitra, el solsticio tenía doble significado, pues es también la época del nacimiento de nuestro dios y, después de la gran fiesta del solsticio en Dun Carie, me fui con Issa a las cuevas occidentales donde celebramos la ceremonia más solemne, y allí lo inicié en el culto a Mitra. Superó las pruebas con éxito y así fue recibido en la banda de guerreros escogidos que guardaban los misterios del dios. Después lo celebramos. Yo maté al toro aquel año, pero primero le cortamos los corvejones para que no se moviera y luego, levantando el hacha en el interior de la cueva, le partí la cerviz. Recuerdo que el toro tenía el hígado seco, un mal augurio, pero en aquel invierno tan frío no se produjo ningún augurio bueno.
Asistieron cuarenta hombres a la ceremonia, a pesar del mal tiempo. Arturo, aunque era iniciado desde hacía mucho tiempo, no se presentó, pero Sagramor y Culhwch abandonaron sus puestos en las fronteras y asistieron a la celebración. Al final de la fiesta, cuando la mayoría de los guerreros dormía bajo los efectos del hidromiel, nos retiramos los tres a un estrecho túnel donde no había mucho humo y conversamos en privado.
Tanto Sagramor como Culhwch tenían la certeza de que los sajones atacarían directamente a lo largo del valle del Támesis.
—Tengo entendido —nos contó Sagramor— que están acumulando provisiones y suministros en Londres y Pontes. —Se detuvo un momento a desgarrar con los dientes un trozo de carne pegada al hueso. Hacía meses que no veía a Sagramor, y su compañía me reconfortaba; el numidio era el más fuerte y temido de los comandantes de Arturo, y la pericia se le reflejaba en la cara, estrecha y afilada como un hacha. Era también el más leal de los hombres de Arturo, un amigo incondicional y un excelente narrador de historias, pero por encima de todas las cosas era por naturaleza un guerrero capaz de burlar y vencer a cualquier enemigo. Tenía aterrorizados a los sajones, que lo creían un demonio oscuro procedente de su otro mundo. A nosotros nos alegraba que vivieran con ese miedo paralizador en el cuerpo, y nos confortaba saber que, aunque superados en número, contábamos con su espada y sus duchos lanceros a nuestro lado.
—¿Cerdic no atacará por el sur? —pregunté.
Culhwch hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Nada parece indicarlo; en Venta no hay movimiento.
—Desconfían el uno del otro. —Sagramor se refería a Cerdic y a Aelle—. No quieren perderse de vista. Cerdic teme que compremos a Aelle, y Aelle teme que Cerdic le engañe con el botín, así que permanecerán más unidos que hermanos.
—Entonces, ¿qué piensa hacer Arturo? —pregunté.
—Esperábamos que nos lo contaras tú —respondió Culhwch.
—Últimamente Arturo no habla conmigo —dije, sin molestarme en ocultar mi resentimiento.
—Pues ya somos dos —gruñó Culhwch.
—Tres —se sumó Sagramor—. Viene a verme, me infla a preguntas, se une a las correrías y luego se marcha. Pero no dice nada.
—Esperemos que esté pensando —dije.
—A lo mejor está muy ocupado con esa esposa nueva —añadió Culhwch con acritud.
—¿La conoces? —pregunté.
—Una gatita irlandesa —dijo desdeñosamente—, con uñas. —Culhwch nos contó que se había acercado a visitar a Arturo y a su nueva esposa cuando se dirigía al norte para la reunión de Mitra—. Es bastante bonita —dijo a regañadientes—. Si fuera esclava, seguramente te gustaría tenerla en tu propia cocina una temporada. Bueno, a mí sí, desde luego. A ti no, Derfel. —Culhwch solía mofarse de mi fidelidad para con Ceinwyn, aunque tal fidelidad no era absolutamente excepcional. Sagramor se había casado con una sajona cautiva e, igual que en mi caso, todos se hacían lenguas de su fidelidad—. ¿De qué serviría un toro si sólo montase a una vaca? —preguntó Culhwch, pero ni Sagramor ni yo respondimos a la pulla.
—Arturo está asustado —insistió Sagramor. Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos. El numidio hablaba bien la lengua britana, aunque con un acento espantoso, pero no era su lengua materna y frecuentemente hablaba despacio para expresar con exactitud lo que deseaba—. Ha desafiado a los dioses, y no sólo en Mai Dun sino por ejercer el poder de Mordred. Los cristianos lo odian y ahora los paganos lo consideran un enemigo. ¿Veis lo solo que se encuentra ahora?
—El problema de Arturo es que no cree en los dioses —comento Culhwch con desdén.
—Cree en sí mismo —añadió Sagramor—, y la traición de Ginebra fue una puñalada directa al corazón. Está avergonzado. Ha perdido mucho orgullo y es orgulloso. Cree que todos nos reímos de él y por eso se aleja de nosotros.
—Yo no me río de él —protesté.
—Yo sí —dijo Culhwch, encogiéndose al estirar la pierna herida—. ¡Bastardo idiota! Tendría que haber azotado a Ginebra con el cinturón unas cuantas veces, antes. Así habría aprendido la perra ésa.
—Ahora —prosiguió Sagramor, haciendo caso omiso de la predecible opinión de Culhwch— teme la derrota. Porque, ¿qué es Arturo, sino un soldado? Le gusta pensar que es un hombre bueno, que gobierna porque tiene madera de rey, pero ha llegado al poder por la espada. Eso lo sabe en el fondo de su corazón, y si pierde esta guerra pierde lo que más aprecia en el mundo: su fama. Será recordado como un usurpador que no supo conservar lo usurpado. Le aterroriza pensar que su reputación sufra la segunda derrota.
—Tal vez Argante le cure de la primera —dije.
—Lo dudo —dijo Sagramor—. Galahad me ha dicho que en realidad no quería casarse con ella.
—Entonces, ¿por qué lo hizo? —preguntó sombríamente.
Sagramor se encogió de hombros.
—¿Por rencor hacia Ginebra? ¿Por complacer a Oengus? ¿Por demostrarnos que no necesita a Ginebra?
—¿Para jugar a chocar vientres con una niña bonita? —apuntó Culhwch.
—Si es que juega a eso, siquiera —dijo Sagramor.
Culhwch se quedó mirando al numidio con gran asombro.
—Pues claro que sí —afirmó Culhwch.
Sagramor hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Dicen que no. Es sólo un rumor, claro, y los rumores no son de fiar, por lo que hace a un hombre y una mujer. Pero creo que esa princesa es excesivamente joven para los gustos de Arturo.
—Nunca son excesivamente jóvenes —gruñó Culhwch. Sagramor se limitó a encogerse de hombros. Era mucho más sutil que Culhwch, lo cual le proporcionaba un conocimiento más profundo de Arturo, a quien le gustaba parecer sencillo cuando en realidad poseía un espíritu tan alambicado como las retorcidas sinuosidades y enroscados dragones que adornaban la hoja de Excalibur.
Nos separamos por la mañana, con la lanza y la espada rojas todavía de la sangre del toro sacrificado. Issa estaba emocionado. Hacía pocos años todavía era un campesino y, de repente, era un adepto de Mitra; me confió que pronto sería padre, pues Scarach, su mujer, estaba encinta. Issa, animado por el reciente ingreso en la orden de Mitra, estaba seguro de que venceríamos a los sajones sin ayuda de Gwent, pero yo no opinaba igual. Aunque no me gustara Ginebra, jamás la había considerado insensata, y me preocupaba que hubiera predicho un ataque de Cerdic por el sur. La alternativa tenía sentido, naturalmente; Cerdic y Aelle se habían aliado a la fuerza y querrían tenerse bajo vigilancia el uno al otro. Un ataque arrasador a lo largo del Támesis sería la forma más rápida de llegar al mar Severn y separar así los reinos britanos en dos partes. ¿Por qué habrían de sacrificar la ventaja del número dividiendo las fuerzas en dos ejércitos menores a los que Arturo podía vencer de uno en uno? Sin embargo, si Arturo esperaba un solo frente, las ventajas de un ataque por el sur eran impresionantes. Mientras Arturo estuviera enfrentándose a un ejército sajón en el valle del Támesis, el otro podía rodearlo por el flanco derecho y llegar al Severn sin encontrar resistencia apenas. Issa, por el contrario, no tenía tales cuitas. Sólo se veía a sí mismo en la barrera de escudos, ennoblecido por la aceptación en el culto de Mitra y segando cabezas sajonas como quien siega heno.
El tiempo continuó frío después del solsticio. Los días amanecían helados y apagados sin excepción, con un sol que no era más que un redondel que colgaba bajo entre las nubes del sur. Los lobos merodeaban adentrándose en las tierras de labor en busca de ovejas sueltas, alejadas de los apriscos vallados, y un día glorioso abatimos a seis bestias grises y nos hicimos con otras tantas colas para los cascos de mis hombres. Mis lanceros habían empezado a llevar colas de lobo en el casco en los densos bosques de Armórica, donde luchamos contra los francos y, como los perseguíamos como fieras merodeadoras, nos llamaron lobos, pero nos tomamos el insulto como un cumplido. Éramos los Cola de Lobo, aunque en los escudos, en vez de una cara de lobo lucíamos una estrella de cinco puntas, en honor de Ceinwyn.
Ceinwyn insistía en no marcharse a Powys en primavera. Dijo que Morwenna y Seren podían buscar allí refugio pero que ella se quedaría. Tal decisión me enfureció.
—Para que así las niñas pierdan a su padre y a su madre, ¿verdad? —le recriminé.
—Si así lo disponen los dioses, sí —respondió ella plácidamente, y luego se encogió de hombros—. Aunque sea egoísta por mi parte, eso es lo que quiero.
—¿Quieres morir? ¿Eso es egoísmo?
—No quiero irme tan lejos, Derfel —dijo—. ¿Sabes lo que es hallarse en un país lejano mientras tu hombre lucha en la guerra? Es una espera angustiosa, temes cada vez que llega un mensajero, prestas oídos a todos los rumores. Esta vez me quedo.
—¿Para añadirme una preocupación?
—Mira que eres arrogante, Derfel —replicó con calma—. ¿Crees que no sé cuidarme sola?
—Ese anillo insignificante no te salvará de los sajones —dije señalando la esquirla de ágata que llevaba en el dedo.
—Me salvaré por mi cuenta. No te preocupes, Derfel, no me pegaré a tus faldas y no permitiré que me tomen cautiva.
Al día siguiente nacieron los primeros corderos en un aprisco muy escondido al pie del cerro de Dun Carie. Era muy temprano para tales nacimientos, pero lo interpreté como una señal propicia de los dioses. Antes de que Ceinwyn lo impidiera sacrificamos la primera cría que nació para que el resto de la época de nacimientos fuera fructífera. El pellejo ensangrentado del pobre animal fue clavado a un sauce a la orilla del río y, al día siguiente, debajo del árbol, nació una planta de matalobos cuyos pequeños pétalos amarillos fueron la primera pincelada de color del cambio de año. Ese mismo día vi tres brillantes martines pescadores revoloteando cerca de las heladas márgenes del río. La vida empezaba a bullir. Al alba, después del canto de los gallos, oímos de nuevo el piar de los zorzales, de los petirrojos, de las alondras, de los carrizos y de los gorriones.
Arturo mandó a buscarnos dos semanas después del nacimiento de los primeros corderos. La nieve se había fundido y el mensajero hubo de esforzarse por caminos embarrados para hacernos llegar la convocatoria de reunión en el palacio de Lindinis. Teníamos que estar allí para la fiesta de Imbolc, la primera festividad después del solsticio, dedicada a la diosa de la fertilidad. En Imbolc hacemos pasar corderos recién nacidos por aros de fuego y después, las jóvenes, cuando piensan que nadie las ve, saltan entre los aros consumidos y tocan las cenizas del fuego de Imbolc, y se untan polvo gris de cenizas entre los muslos. A los niños que nacen en noviembre se les llama hijos de Imbolc, pues su madre es la ceniza y su padre el fuego. Ceinwyn y yo llegamos la víspera de Imbolc por la tarde, cuando el sol invernal proyectaba largas sombras sobre la hierba clara. El palacio estaba rodeado por los lanceros de Arturo, que lo protegían de la repentina hostilidad de la gente que recordaba la invocación mágica de la niña luminosa hecha por Merlín en el atrio del palacio.
Sorprendido, descubrí que en el atrio se habían hecho los preparativos de Imbolc. Arturo nunca había dado importancia a esas cosas y había dejado la observación de los ritos religiosos en manos de Ginebra, pero ella nunca celebraba los primitivos festivales del país, como el de Imbolc. Sin embargo, ese día encontramos un gran aro de paja trenzada dispuesto para la quema en el centro del atrio, y unos cuantos corderillos lechones encerrados con sus madres en un pequeño recinto cerrado. Culhwch salió a recibirnos y señaló con ademán pícaro el aro de paja.