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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (24 page)

—¿Quién?

—Morfudd —repitió Ceinwyn—, la muchacha vaquera. Otra criatura en camino, supongo. Verdaderamente, ya es hora de que se case. —Suspiró y se quedó contemplando el horizonte. Permaneció en silencio un largo rato, y al final frunció el ceño—. ¿No te parece que este año se ven más hogueras que otros? —preguntó.

Con buena voluntad, eché un vistazo al horizonte, pero sinceramente, no distinguía unas columnas de otras.

—Es posible —respondí vagamente.

—A lo mejor no son hogueras de Beltain —comentó con el ceño todavía fruncido.

—¡Pues claro que sí! —afirme, con la seguridad inamovible de los borrachos.

—A lo mejor son almenaras —dijo ella.

Tardé unos segundos en comprender el sentido de sus palabras, y de pronto se me pasó la borrachera. Aún estaba mareado, pero no ebrio. Miré hacia el este. Un puñado de humaredas lanzaban humo hacia el cielo, pero dos de ellas eran mucho más gruesas que las demás, demasiado abundantes como para ser los restos de las hogueras de la noche anterior, que dejamos morir al alba.

Y de repente, con un vahído, supe que eran la señal convenida. Los sajones no habían esperado hasta después de su fiesta de Eostre sino que habían atacado en Beltain. Sabían que habíamos preparado las almenaras y también sabían que la víspera de Beltain siempre encendíamos hogueras en las cimas de Dumnonia; seguro que pensaron que no distinguiríamos las señales entre los fuegos de la celebración. Nos habían engañado. Mientras nos atiborrábamos en el banquete y bebíamos hasta quedarnos sin sentido, los sajones atacaban.

Dumnonia estaba en guerra.

6

Tenía yo a mi mando setenta aguerridos soldados, amén de ciento diez jóvenes que habían recibido instrucción durante el invierno. Esos ciento ochenta hombres constituían casi la tercera parte de los lanceros de Dumnonia, mas sólo sesenta estaban en condiciones de emprender la marcha al alba. Los demás continuaban ebrios o sufrían tamaña resaca que nada les importaban mis maldiciones y mis golpes. Issa y yo arrastramos a los más afectados hasta el agua helada, aunque de poco sirvió. Hube de resignarme a que fueran recuperándose con el paso de las horas. Un puñado de sajones sobrios habría podido arrasar Dun Carie aquella mañana.

Las almenaras seguían ardiendo, avisándonos de la proximidad del enemigo, y sentí remordimientos por haber fallado a Arturo de modo tan miserable. Más tarde supe que prácticamente todos los guerreros de Dumnonia se encontraba en condiciones parecidas aquella mañana, aunque los ciento veinte hombres de Sagramor se habían mantenido sobrios y se apresuraron a salir al paso a las tropas sajonas; los demás trastabillábamos, sufríamos náuseas, nos ahogábamos y bebíamos agua como perros.

A mediodía, casi todos mis hombres, que no todos, estaban en pie y sólo unos pocos podían emprender la larga marcha. Mi armadura, mi escudo y las lanzas de guerra ya estaban cargados en un caballo percherón, mientras que diez mulas llevaban las cestas de víveres que Ceinwyn había preparado afanosamente a lo largo de la mañana. Hila esperaría en Dun Carie aguardando noticias de la victoria o, lo que era más probable, la llegada de un mensajero con la orden de huir.

Luego, poco después del mediodía, todo cambio.

Llegó un mensajero del sur en un caballo sudoroso, Ira el hijo mayor de Culhwch, Einion, que había cabalgado hasta casi caer muerto de agotamiento, con montura y todo, para avisarnos a tiempo. A punto es tuvo de desplomarse desde la silla.

—Señor —dijo sin resuello; tropezó, recuperó el equilibrio e hizo la inclinación de rigor. Aún pasó unos segundos sin hablar por falta de aire y, de pronto, las palabras empezaron a desbordársele en un agitado frenesí, pero estaba tan ansioso por comunicar el mensaje y había pensado tanto en la importancia del momento que apenas se le entendía, aunque llegué a comprender que venía del sur y que los sajones habían emprendido la marcha desde allí.

Lo acompañé a un banco del salón y le obligué a sentarse.

—Bienvenido a Dun Carie, Einion ap Culhwch —le dije con gran formalidad—, ahora, repítelo todo.

—Los sajones, señor, han asaltado Dunum.

Es decir, que Ginebra había acertado y el enemigo atacaba por el sur, procedente de las tierras de Cerdic, más allá de Venta, y ya se había internado en Dumnonia. Dunum, nuestra plaza fuerte de la costa, había caído el día anterior al amanecer. Culhwch había preferido abandonar la fortaleza a perder a sus cien hombres por puro avasallamiento y en esos momentos se retiraba delante del enemigo. Einion, un joven con la misma constitución fornida que su padre, me miró acongojado.

—Señor, sencillamente, son muchísimos.

Los sajones nos habían embaucado. Primero nos hicieron creer que no atacarían por el sur, y después iniciaron la campaña en nuestra noche de fiesta, cuando sabían que confundiríamos las distantes almenaras de alarma con las hogueras de Beltain, y en ese momento campaban a sus anchas por nuestro flanco sur. Supuse que Aelle estaría presionando ya por el Támesis mientras las tropas de Cerdic arrasaban la costa sin obstáculos. Einion no estaba seguro de que el propio Cerdic fuera a la cabeza del asalto por el sur, pues no había visto la enseña del rey sajón con la calavera de lobo pintada de rojo y con la piel humana ondeando al aire, pero había visto el pendón de Lancelot del águila pescadora con un pez entre las garras. Culhwch opinaba que Lancelot iba al frente de su tropa, engrosada con dos o tres centenares de sajones.

—¿Dónde estaban cuando partiste? —pregunté a Einion.

—Al sur de Sorviodunum todavía, señor.

—¿Y tu padre?

—En la ciudad, señor, pero no quería que lo atraparan allí.

Es decir, que Culhwch abandonaría la fortaleza de Sorviodunum en vez de encerrarse en ella.

—¿Quiere que me una a él? —pregunté.

Einion negó con la cabeza.

—Ha mandado mensajes a Durnovaria, señor, diciendo a la gente que se vaya al norte. Creo que vos deberíais protegerlos y llevarlos a Corinium.

—¿Quién está en Durnovaria? —pregunte.

—La princesa Argante, señor.

Maldije en voz baja. La joven esposa de Arturo no podía ser abandonada así y entonces comprendí lo que Culhwch insinuaba. Sabía que no se podía detener a Lancelot, de modo que quería que yo rescatase todo lo valioso que hubiera en el corazón de Dumnonia y me retirara hacia el norte, hacia Corinium, mientras él hacía todo lo posible por frenar el avance del enemigo. Era una estrategia provisional desesperada al fin de la cual habríamos dejado la mayor parte de Dumnonia en manos del enemigo, pero aún quedaba la posibilidad de reunirnos todos en Corinium y presentar batalla al lado de Arturo, aunque si rescataba a Argante tendría que abandonar los planes de Arturo de hostigar a los sajones en los montes del sur del Támesis. Era una lástima, pero la guerra raramente se desarrolla según las previsiones.

—¿Lo sabe Arturo? —pregunté a Einion.

—Mi hermano ha ido a verlo —me dijo, es decir, que Arturo aún no habría tenido noticia. El hermano de Einion no llegaría a Corinium, donde Arturo había pasado Beltain, hasta última hora de la tarde. Mientras tanto, Culhwch andaría perdido por el sur de la gran llanura y Lancelot podría continuar por la costa y apoderarse de Durnovaria, o bien virar hacia el norte y perseguir a Culhwch hacia Caer Cadarn y Dun Carie. Fuera como fuese, pensé, el paisaje que contemplaba herviría de lanceros sajones al cabo de tres o cuatro días.

Proporcioné a Einion un caballo de refresco y lo mandé hacia el norte a comunicar a Arturo que me encargaría de escoltar a Argante hasta Corinium, insinuándole además que enviara a unos cuantos jinetes a Aquae Sulis a nuestro encuentro para que la llevaran prestamente al norte. Luego envié a Issa con cincuenta de mis mejores hombres hacia Durnovaria, al sur. Les di orden de cabalgar raudos y ligeros de peso, sólo con las armas, y advertí a Issa que tal vez se encontraran con Argante y otros fugitivos de Durnovaria de camino al norte. En tal caso, le indiqué que los condujera a todos a Dun Carie.

—Con suerte —le dije— estarás de vuelta mañana al anochecer.

Ceinwyn hizo preparativos para marcharse. No sería la primera vez que se convertía en fugitiva de guerra, y sabía perfectamente que nuestras hijas y ella sólo podían llevarse lo que pudieran cargar. Todo lo demás tenía que ser abandonado, de modo que dos lanceros cavaron una fosa en la falda del cerro de Dun Carie y allí escondió Ceinwyn nuestro oro y nuestra plata, y después, los dos hombres llenaron el agujero y lo camuflaron con turba. Los aldeanos hacían lo mismo con sus cacharros de cocina, palas, piedras de amolar, ruceas, cedazos y todo lo que pesara en exceso para ser cargado o fuera de excesivo valor como para abandonarlo. Por toda Dumnonia se iban enterrando tesoros semejantes.

Poca cosa podía hacerse en Dun Carie, excepto esperar el regreso de Issa, de modo que me dirigí al sur, hacia Caer Cadarn y Lindinis. Teníamos una pequeña guarnición en Caer Cadarn, no por motivos militares sino porque en el cerro se encontraba nuestro palacio real y sólo por eso merecía un cuerpo de guardia. Tratábase de un destacamento de veinte hombres viejos, la mayoría mutilados, y de los veinte, sólo cinco o seis serían verdaderamente útiles en una barrera de escudos; sin embargo, los mandé a todos al norte de Dun Carie y yo me dirigí al oeste, en dirección a Lindinis.

Mordred había oído las graves noticias. Los rumores corren a velocidades insospechadas por el campo y, aunque ningún mensajero había llegado al palacio, adivinó mi misión. Me incliné ante él y le pedí cortésmente que se preparase para abandonar el palacio en el término de una hora.

—¡Ah, eso es imposible! —me dijo, delatando en su rostro redondo el placer que le producía el caos que amenazaba a Dumnonia. Siempre le deleitó la desgracia.

—¿Imposible, lord rey? —pregunté.

Con un gesto de la mano señaló la habitación, llena de mobiliario romano, astillado en su mayor parte, o sin las incrustaciones de tracería, pero aun así, lujoso y bonito.

—Tengo que recoger muchas cosas —dijo— y ver a muchas personas. Tal vez mañana.

—Dentro de una hora partís hacia Corinium, lord rey —insistí secamente.— Era importante que los sajones no encontraran a Mordred, razón por la cual había acudido yo personalmente, en vez de cabalgar hacia el sur en busca de Argante. Si Mordred se quedaba, Aelle y Cerdic lo utilizarían sin duda, y él lo sabía. Creí que seguiría discutiendo, pero me ordenó salir de la habitación y pidió a gritos a un esclavo que le preparase la armadura. Busqué a Lanval, el viejo lancero a quien Arturo había nombrado jefe de la guardia real.

—Llévate todos los caballos de los establos —le dije— y escolta a ese bellaco a Corinium. Entrégaselo a Arturo personalmente.

Mordred partió al cabo de una hora. El rey cabalgaba con armadura, bajo su enseña ondeante. A punto estuve de hacerle plegar el estandarte, pues la vista del dragón sólo provocaría más rumores en el país, pero tal vez no fuera tan mala idea que cundiera la alarma, pues la gente necesitaba tiempo para prepararse y esconder los objetos de valor. Los caballos del rey salieron por las puertas con ruido de cascos y tomaron dirección norte, yo volví al palacio donde el mayordomo, un lancero lisiado llamado Dyrrig, daba orden a los esclavos de recoger los tesoros del palacio. Candeleros, cazuelas y marmitas era sacados al jardín de atrás para ser escondidos en un pozo seco, mientras que las colchas, sábanas y demás ropa se amontonaban en carros y se llevaban a esconder en los bosques cercanos.

—Podemos dejar los muebles —me dijo Dyrrig con amargura—, que los sajones hagan con ellos lo que quieran.

Deambulé por las habitaciones del palacio imaginándome a los sajones entre las columnas en plena euforia, rompiendo las frágiles sillas y haciendo añicos los delicados mosaicos. Me pregunté quién ocuparía el palacio, Cerdic o Lancelot. Sería Lancelot, en cualquier caso, pues los sajones no apreciaban el gusto romano por el lujo. Dejaban pudrirse edificios como Lindinis mientras construían al lado sus fortalezas de madera y paja.

Demóreme un rato en la sala del trono y me la imaginé forrada de espejos, al gusto de Lancelot, que siempre se rodeaba de metales pulidos donde admirar su belleza constantemente. Aunque tal vez Cerdic destruyera el palacio a modo de símbolo de la desaparición del viejo mundo britano y el comienzo de una era nueva y bárbara, la de los sajones. Fue un momento de debilidad y melancolía que concluyó con la aparición de Dyrrig, el cual entró en la sala arrastrando la pierna coja.

—Pondré los muebles a buen recaudo, si lo deseáis —dijo de mal humor.

—No —contesté.

Dyrrig retiró una manta del lecho.

—Ese bellaco ha dejado aquí a tres muchachas, y una está encinta. Supongo que debo darles oro, ¿no? Él no lo haría. ¡Pardiez! ¿Qué es esto? —Se había detenido tras la silla labrada que hacía las veces de trono de Mordred y me acerqué a mirar: había un agujero en el suelo—. Ayer esto no estaba —insistió Dyrrig.

Me arrodillé a mirar; toda una fracción del suelo de mosaico estaba levantada. Era una parte del extremo de la sala donde unos racimos de uvas orlaban el motivo central, un dios reclinado y asistido por ninfas, un gran racimo de uvas era el que habían desprendido con cuidado del suelo. Las pequeñas piezas estaban pegadas a un retal de cuero recortado siguiendo el contorno del racimo, debajo del cual había anteriormente una estrecha capa de ladrillos romanos, ocultos en ese momento debajo del trono. Era un escondite hecho a propósito, comunicado con las salidas de la antigua cámara de calefacción que corría por debajo del suelo.

Al fondo de la cámara subterránea brillaba algo; me asomé por el agujero y manoteé entre la tierra y la suciedad hasta dar con dos pequeños botones dorados, un trozo de cuero y unas cagadas de ratón, que solté con una mueca de asco. Me limpie las manos y pase uno de los botones a Dyrrig. Examiné el otro, que tenía un rostro sanguinario con barba y casco. Estaba burdamente acuñado, pero la intensidad de la mirada era impresionante.

—Moneda sajona —dije.

—Y ésta también, señor —dijo Dyrrig, y vi que su botón era casi idéntico al mío. Volví a asomarme a la cámara de la calefacción pero no encontré más monedas ni botones. Evidentemente, Mordred había escondido allí una bolsa de oro, pero los ratones habían roído el cuero y, cuando se llevó el tesoro, se habían caído un par de monedas.

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