Authors: Bernard Cornwell
—Esta misiva estaba abierta —comentó Ginebra con seca ironía—. Aquí al pie ha quedado una mancha. Arturo no enviaría una carta así. —Se recostó hacia atrás de modo que su sedoso pelo rojo se aplastó contra la pared—. ¿Por qué se casa? —preguntó.
—Los hombres están mejor casados, señora —repliqué con un encogimiento de hombros.
—Tonterías. Tú no aprecias menos a Galahad porque no se haya casado.
—Los hombres necesitan... —comencé, pero mi voz se apagó.
—Ya sé lo que necesitan los hombres —replicó Ginebra con sorna—, pero, ¿por qué se casa ahora? ¿Crees que se ha enamorado de esa muchacha?
—Eso espero, señora. —Ginebra sonrió.
—Derfel, se casa para demostrar que no me ama.
La creí, pero no me atreví a manifestar acuerdo con ella.
—Seguro que se ha enamorado, señora —contesté, y ella se rió.
—¿Cuántos años tiene Argante?
—Unos quince —calculé—, o catorce, tal vez.
—Creí que estaba destinada a Mordred —recordó entonces con el ceño fruncido.
—Eso creía yo también —respondí, pues sabía que Oengus la había ofrecido como esposa de nuestro rey.
—Pero, ¿por qué habría de casar Oengus a la niña con un tullido idiota como Mordred pudiendo metérsela a Arturo en la cama? —reflexionó Ginebra—. ¿Quince, dices?
—Si llega.
—¿Es bonita?
—No la he visto nunca, señora, pero eso afirma Oengus.
—Los Uí Liatháin tienen niñas muy bonitas —dijo Ginebra—. ¿Su hermana era bonita?
—¿Isolda? Sí, en cierto sentido.
—Esa niña tendrá que ser muy bella —dijo Ginebra con cierta risa en la voz—. De otro modo, Arturo ni la mirará. Todos los hombres habrán de envidiarle; es lo único que exige de sus esposas. Tienen que ser muy bellas, y, por supuesto, comportarse mejor que yo. —Se rió y me miró de reojo—. Pero aunque sea hermosa y sepa comportarse, no saldrá bien, Derfel.
—¿Ah, no?
—Bien, seguro que la niña le da un chorro de hijos, si eso es lo que busca, pero, si no es inteligente, se cansará de ella. —Se volvió a mirar el fuego—. ¿Por qué crees que me lo hace saber?
—Porque cree que debéis de saberlo, señora. —Ginebra se rió de nuevo.
—¿Debo de saberlo? ¿Ya mí qué me importa que se acueste con una niña irlandesa? No tengo por qué saberlo, pero él quiere que lo sepa. —Volvió a mirarme—. Y querrá saber mi reacción, ¿verdad?
—¿Vos lo creéis? —pregunté confundido.
—Naturalmente. De modo que dile, Derfel, que me reí. —Me miró desafiante y de pronto se encogió de hombros—. No, no se lo digas. Dile que le deseo felicidad. Dile lo que quieras, pero pídele un favor. —Hizo una pausa y me di cuenta de lo mucho que le repelía pedir favores—. Derfel, no quiero morir violada por una horda de piojosos guerreros sajones. Cuando Cerdic venga, en primavera, pide a Arturo que me traslade a una prisión más segura.
—Creo que aquí estaréis a salvo, señora.
—Dime por qué lo crees —me exigió secamente.
Me tomé unos momentos para pensar.
—Cuando vengan los sajones —dije— avanzarán por el valle del Támesis. Quieren llegar al mar Severn y esa es la vía más rápida.
Ginebra hizo un gesto negativo con la cabeza.
—El ejército de Aelle llegará por la ribera del Támesis, pero Cerdic atacará por el sur y subirá hacia el norte para unirse a Aelle. Pasará por aquí.
—Arturo dice que no —insistí—. Cree que no confían el uno en el otro, así que prefieren permanecer juntos para evitar traiciones.
Ginebra rechazo el razonamiento con otro brusco movimiento de la cabeza.
—Aelle y Cerdic no son tontos, Derfel. Saben que tienen que confiar el uno en el otro el tiempo suficiente para vencer. Después, pueden traicionarse, pero no antes. ¿Cuántos hombres traerán?
—Calculamos unos dos mil o dos mil quinientos.
Asintió con un gesto.
—Atacarán primero por el Támesis y será un ataque suficientemente fuerte como para haceros creer que es el principal. Y tan pronto como Arturo reúna sus fuerzas para oponerse a ese ejército, Cerdic atacará por el sur. Avanzará arrasando, Derfel, y Arturo tendrá que enviar hombres a contenerlo y entonces Aelle atacará al resto.
—A menos que Arturo deje avanzar a Cerdic —dije, sin creer ni una palabra de su predicción.
—Podría —dijo—, en cuyo caso Ynys Wydryn caería en manos sajonas y yo no quiero estar aquí cuando tal cosa suceda. Si no me da la libertad, ruégale que me encierre en Glevum.
Dudé. No encontré motivos para no transmitir el mensaje a Arturo, pero quería asegurarme de que la petición era sincera.
—Señora, si Cerdic viene por aquí —me atreví a decir— es muy posible que venga acompañado de amigos vuestros.
Me lanzó una mirada asesina y la mantuvo un largo rato antes de hablar de nuevo.
—No tengo amigos en Lloegyr —dijo por fin, gélidamente.
Vacilé de nuevo, pero decidí proseguir.
—No hace ni dos meses vi a Cerdic —dije—, en compañía de Lancelot.
Jamás había pronunciado el nombre de Lancelot en su presencia, y giró la cabeza como si la hubiera golpeado.
—¿Qué dices, Derfel? —preguntó en tono suave.
—Digo, señora, que Lancelot vendrá aquí en primavera, insinúo, señora, que Cerdic lo nombrará señor de estas tierras.
Ginebra cerró los ojos unos instantes y no supe si reía o lloraba. Después comprendí que era la risa lo que la convulsionaba.
—¡Qué insensato eres, Derfel! —dijo, mirándome otra vez—. ¡Quieres ayudarme! ¿Crees acaso que amo a Lancelot?
—Vos queríais que fuese rey, señora.
—¿Y eso qué tiene que ver con el amor? —preguntó desdeñosa—. Quería que fuese rey porque es débil, y las mujeres sólo pueden mandar en este mundo mediante hombres débiles como él. Arturo no es débil —tomó aliento profundamente—, Lancelot sí, y tal vez reine aquí cuando vengan los sajones; pero no seré yo quien controle a Lancelot, ni ninguna otra mujer, sino Cerdic, y tengo entendido que Cerdic es cualquier cosa excepto débil. —Se puso de pie, se acercó a mí y me arrebató la carta de las manos. La desdobló, la leyó por última vez y la arrojó al fuego. El pergamino se puso negro, se encogió y ardió por fin—. Ve —dijo contemplando las llamas— y di a Arturo que he llorado al saber las nuevas. Eso es lo que desea oír, de modo que díselo. Dile que lloré.
La dejé. En los días siguientes, la nieve se deshizo, pero volvieron las lluvias y los desnudos árboles goteaban sobre una tierra que parecía pudrirse en la calinosa humedad. Se aproximaba el solsticio de invierno, pero el sol no asomaba. El mundo sucumbía en la desesperación húmeda y tenebrosa. Esperaba que Arturo volviera, pero no me llamó a su lado. Llevó a su nueva esposa a Durnovaria y allí celebró el solsticio. Si algo le importaba la reacción de Ginebra por su nuevo matrimonio, no se molestó en preguntarme.
Celebramos la festividad del solsticio de invierno en la fortaleza de Dun Carie y ni uno solo de los asistentes dejó de pensar que sería la última. Hicimos la ofrenda al sol del invierno sabiendo que cuando renaciera no traería la vida a la tierra sino la muerte. Porque traería las lanzas, las hachas y las espadas sajonas. Rezamos y celebramos la fiesta con el temor de estar condenados. Y la lluvia no cesaba.
—¿Quién? —preguntó Igraine tan pronto hubo leído la primera hoja de la última entrega de pergaminos. Durante los últimos meses ha aprendido algo de la lengua sajona y está muy orgullosa de ello, aunque en realidad sea una lengua bárbara y mucho menos refinada que la britana.
—¿Quién? —repetí su pregunta.
—¿Quién fue la mujer que llevó a Britania a la destrucción? Nimue, ¿verdad?
—Si me dais tiempo para escribir el relato, querida señora, lo averiguaréis.
—Sabía que ibais a decirme eso. No sé ni por qué os he preguntado. —Se sentó en el amplio alféizar de mi ventana con una mano en el hinchado vientre y la cabeza ladeada como si escuchara. Al cabo de un rato, una deliciosa expresión picara le iluminó la cara—. El niño da patadas —dijo—. ¿Queréis poner la mano?
—No —me estremecí.
—¿Por qué no?
—Nunca me interesaron los niños pequeños.
—Al mío lo adoraréis, Derfel —me dijo con cara de complicidad.
—¿De verdad?
—¡Será adorable!
—¿Cómo sabéis —pregunté— que será varón?
—Porque las niñas no dan patadas tan fuertes. ¡Mirad! —Mi reina se alisó el vestido azul sobre el vientre y se echó a reír cuando la suave curva se movió—. Habladme de Argante —dijo, soltando el vestido.
—Pequeña, morena, delgada, bonita.
Igraine hizo un gesto de insatisfacción.
—¿Era inteligente?
—Era astuta —dije tras pensarlo un momento—, de modo que podría considerarse inteligente en cierto sentido, pero no una inteligencia relacionada con la educación.
—¿Tan importante es la educación? —replico mi reina con un gesto desdeñoso.
—Eso creo, sí. Siempre lamenté no haber aprendido latín.
—¿Por qué?
—Porque una gran parte de la experiencia humana está escrita en esa lengua, señora, y una de las cosas que nos da la educación es acceso libre a la sabiduría, los temores, los sueños y los logros de otros pueblos. Cuando surgen problemas sirve de ayuda descubrir que otros se han encontrado en la misma tesitura anteriormente. Se encuentran explicaciones a las cosas.
—¿Como qué? —inquirió Igraine. Me encogí de hombros.
—Recuerdo una cosa que me dijo Ginebra en una ocasión. No entendí lo que significaba porque estaba en latín, pero me lo tradujo, y reflejaba a Arturo con exactitud. Nunca lo olvidé.
—¿Y bien? ¡Seguid!
—
Odi at amo —
cité literalmente las extrañas palabras pronunciando despacio—,
excrucior.
—¿Qué significa?
—«Odio y amo, duele». Es un verso de un poeta, aunque no recuerdo qué poeta; Ginebra había leído el poema y, un día, hablando de Arturo, citó el verso. Ella entendía a Arturo a la perfección, ¿comprendéis?
—¿Y Argante lo entendía?
—¡Oh, no!
—¿Sabía leer?
—No estoy seguro. No lo recuerdo. Probablemente no.
—¿Cómo era Argante?
—Era de piel muy clara porque nunca quería que le diera el sol. Le gustaba la noche, le gustaba mucho. Y su pelo era muy negro, brillante como ala de cuervo.
—¿Decís que era menuda? —preguntó Igraine.
—Muy delgada y de poca estatura, pero lo que más recuerdo de Argante es que apenas sonreía. Todo lo observaba, nada escapaba a su atención y siempre tenía una expresión calculadora. La gente tomaba esa expresión por inteligencia, pero no era así. Por ser la menor de siete u ocho hermanas, preocupábase mucho de no quedar fuera de juego. Siempre estaba pendiente de recibir su parte y siempre le parecía que se le negaba.
—¡Hacéis que parezca horrenda! —exclamó Igraine con un estremecimiento.
—Era codiciosa, amarga y muy joven —dije— y hermosa, también. Tenía una delicadeza conmovedora. —Hice una pausa y suspiré—. Pobre Arturo. No supo escoger a sus mujeres, excepto a Ailleann, claro está, pero a ella no la escogió sino que se la dieron como esclava.
—¿Qué pasó con Ailleann?
—Murió en la guerra contra los sajones.
—¿La mataron? —preguntó mi señora, estremecida.
—Murió de la peste —dijo—. Una forma común de morir.
Cristo.
Ese nombre resulta raro en la página, pero ahí lo dejo. En el momento en que Igraine y yo hablábamos de Ailleann, el obispo Sansum entró en la estancia. El santo varón no sabe leer y, como se opondría rotundamente a que yo dejara constancia de la historia de Arturo, Igraine y yo fingimos que traduzco los evangelios a la lengua sajona. Digo que no sabe leer, pero es capaz de reconocer algunas palabras, Cristo entre ellas. Por eso lo escribí. Él la vio y gruñó con recelo. Últimamente ha envejecido mucho. No le queda pelo apenas, aunque todavía conserva dos abultados mechones blancos que parecen las orejas de Lughtigern, el señor de los ratones. Orinar le causa dolor, pero no quiere acudir a las sanadoras para que lo alivien, pues dicen que son todas paganas. El santo varón asegura que Dios lo sanará, aunque a veces, y que Dios me perdone, ruego por que el santo varón muera de una vez, pues de esa forma, este pequeño monasterio tendría un nuevo obispo.
—¿Mi señora se encuentra bien? —preguntó a Igraine después de mirar con los ojos entrecerrados el presente pergamino.
—Sí, obispo, gracias.
Sansum husmeó por la estancia en busca de alguna falta, aunque no sabría decir exactamente qué esperaba encontrar. La estancia es muy sencilla: un catre, un pupitre para escribir, una banqueta y la chimenea. Le habría gustado censurarme por encender el fuego, pero hoy hace un día de invierno templado y ahorro la escasa ración de leña de la que el santo varón me permite disponer. Quitó una mota de polvo con el dedo, pero prefirió no hacer comentario alguno y miró con insistencia a Igraine.
—Debéis de estar a punto de cumplir, señora.
—Faltan menos de dos meses, según dicen, obispo —contestó Igraine, y se santiguó por encima del vestido azul.
—Ya sabéis, señora, que nuestras oraciones llenarán el cielo rogando por vos —dijo Sansum sin asomo de sinceridad.
—Rogad también por que los sajones no se acerquen.
—¿Acaso se acercan? —preguntó Sansum alarmado.
—A mi esposo le dicen que se están preparando para atacar Ratae.
—Ratae está lejos —replico el obispo con desdén.
—¿A un día y medio? —replicó Igraine—. Y si Ratae cae, ¿qué fortalezas median entre nosotros y los sajones?
—Dios nos protege —dijo el obispo, repitiendo inconscientemente la idea, obsoleta desde hacía mucho tiempo ya, del piadoso rey Meurig de Gwent—, como os protegerá a vos, mi señora, cuando os llegue la hora. —Demoróse unos minutos más, pero no tenía asuntos que tratar con mi señora ni conmigo. El santo se aburre últimamente. Le faltan maldades que fomentar. El hermano Maelgwyn, que era el más fuerte de nuestra comunidad y realizaba la mayor parte del trabajo físico del monasterio, murió hace pocas semanas y, con su muerte, el obispo perdió uno de sus principales objetos de desprecio. Atormentarme a mí le procura poco placer, pues soporto su rencor con paciencia y, además, cuento con la protección de Igraine y su esposo.
Por fin, Sansum se marchó e Igraine le hizo un gesto burlón cuando nos dio la espalda.
—Decidme, Derfel —dijo, cuando el santo varón ya no la oía—, ¿qué tengo que hacer para el alumbramiento?