Authors: Bernard Cornwell
—¿Pues qué tenía que haber hecho? —me preguntó—, ¿dejar que mataran a mi hijo?
—Cefydd así lo hizo —dije torpemente.
—¡Pero Cefydd perdió la batalla, a pesar de todo! —replicó cortante. Nos dirigíamos hacia el norte. Yo volvía a Dun Carie y Arturo, junto con Cuneglas y el obispo Emrys, iba a reunirse con el rey Meurig de Gwent. Esa reunión era el único asunto importante para Arturo. Jamás había confiado en que los dioses librasen a Britania de los sais, pero estaba seguro que los ocho o nueve centenares de lanceros bien adiestrados de Gwent podrían equiparar las fuerzas. Aquel invierno le hervían los sesos de números. Calculaba que Dumnonia podía reunir seiscientos lanceros, de los cuales, cuatrocientos habrían demostrado ya su pericia en la batalla. Cuneglas aportaría cuatrocientos más, los Escudos Negros irlandeses otros ciento cincuenta, a los que tal vez podría sumarse otro centenar de hombres sin amo procedentes de Armórica o de los reinos del norte que buscaran buen botín.
—Pongamos mil doscientos hombres —calculaba Arturo, cantidad que aumentaba o disminuía según su estado de ánimo; cuando se encontraba optimista, la incrementaba con ochocientos hombres más procedentes de Gwent, lo cual daba un total de dos millares, aunque ni así sería suficiente, decía, porque los sajones seguramente reunirían un ejército aún más numeroso. Aelle dispondría de al menos setecientas lanzas, y su reino era el más débil de los sajones. Calculábamos las fuerzas de Cerdic en un millar de hombres, y llegaban rumores de que estaba comprando lanceros a Clovis, el rey de los francos. A esos hombres los pagaba en oro y les había prometido más cuando la victoria pusiera en sus manos el tesoro de Dumnonia. Nuestros espías decían también que los sajones esperarían hasta pasada la festividad de Eostre, su fiesta de la primavera, para que los nuevos barcos tuvieran tiempo de llegar desde el otro lado del mar.
—Contarán con dos mil quinientos hombres —calculaba Arturo, y nosotros sólo reuniríamos mil doscientos si Meurig no nos apoya. Podíamos recurrir al ejército de leva, pero ningún recluta resistiría ante unos guerreros convenientemente preparados, y nuestro ejército de leva, compuesto de viejos y niños, tendría que vérselas con los
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sajones.
—Es decir que sin los lanceros de Gwent —concluí sombríamente— estamos condenados.
Arturo rara vez sonreía desde la traición de Ginebra, pero en ese momento sonrió.
—¿Condenados? ¿Quién lo dice?
—Vos, señor, y los números.
—¿Jamás has luchado y vencido en inferioridad de condiciones?
—Sí, señor.
—Entonces, ¿por qué no podemos ganar otra vez?
—Sólo un insensato buscaría la guerra contra un enemigo superior, señor —dije.
—Sólo los insensatos buscan la guerra en cualesquiera condición —replicó con vigor—. No soy yo quien desea luchar en primavera, sino los sajones y en este asunto no podemos escoger. Créeme, Derfel, no me place que nos superen en número y haré cuanto pueda por persuadir a Meurig de que se una a la lucha, pero si Gwent falla tendremos que vencer a los sajones nosotros solos. ¡Y lo haremos! ¡Créeme, Derfel!
—Creía en los tesoros, señor. —Arturo soltó una risotada despectiva.
—Éste es el tesoro en el que creo yo —replicó tocando el pomo de Excalibur—. ¡Cree en la victoria, Derfel! Si vamos contra los sajones con ánimo de perdedores echarán nuestros huesos a los lobos. Pero si avanzamos como vencedores los oiremos aullar a ellos.
Una buena bravata, pero resultaba difícil creer en la victoria. Dumnonia se ahogaba en la pesadumbre. Habíamos perdido a nuestros dioses y las gentes decían que Arturo los había espantado. Ya no era enemigo del dios cristiano solamente, sino enemigo de todos los dioses, y se decía que los sajones eran su castigo. Hasta el tiempo presagiaba el desastre pues, a la mañana siguiente de separarme de Arturo, empezó a llover como si nunca fuera a parar. Un día tras otro los cielos amanecían cubiertos de bajas nubes grises, soplaba un viento helado y no paraba de llover a chaparrón. Todo estaba mojado. La ropa, las sábanas, la leña, las esteras del suelo, hasta las paredes de las casas rezumaban humedad. Las lanzas se oxidaban en las armerías, el grano almacenado germinaba o se enmohecía y la lluvia seguía azotando desde poniente incansablemente. Ceinwyn y yo hicimos cuanto pudimos por aislar la fortaleza de Carie. Su hermano le había regalado unos pellejos de lobo de Powys y con ellos forramos las vigas del salón, pero hasta el aire que circulaba bajo las vigas del techo parecía sucio. Las hogueras prendían a regañadientes y producían un calor y un humo baboso que nos irritaba los ojos. Nuestras dos hijas se mostraron malhumoradas aquel invierno temprano. Morwenna, la mayor, que solía ser la criatura más plácida y fácil de conformar, se volvió malcarada y tan absolutamente egoísta que Ceinwyn hubo de azotarla.
—Echa de menos a Gwydre —me dijo más tarde. Arturo había decretado que Gwydre no se separara de su lado, de modo que el niño había acompañado a su padre en la visita al rey Meurig—. Tendrían que casarse el año próximo —añadió Ceinwyn—, así se le pasaría.
—Si es que Arturo consiente que Gwydre se case con ella —repliqué sombríamente—. Últimamente no nos aprecia mucho. —Me habría gustado acompañar a Arturo a Gwent, pero su negativa fue rotunda. En otra época, me tenía yo por su amigo más intimo, pero de un tiempo a esa parte, más se mostraba hosco conmigo que recibirme con los brazos abiertos—. Cree que puse en peligro la vida de Gwydre —dije.
—No —replicó Ceinwyn—. Se ha alejado de ti desde la noche en que sorprendió a Ginebra.
—¿Por qué habría de cambiar eso las cosas entre nosotros?
—Porque estabas con él, amor mío —contestó Ceinwyn pacientemente— y contigo no puede fingir que todo siga igual. Fuiste testigo de su humillación. Al verte, se acuerda de ella. Además te envidia.
—¿Me envidia?
—Cree que eres feliz —me explicó con una sonrisa—. Ahora cree que si se hubiera casado conmigo sería feliz él también.
—Y probablemente lo habría sido —dije.
—Ha llegado a insinuarlo, incluso —añadió Ceinwyn como al descuido.
—¿Cómo dices? —exploté.
—No fue nada serio —me tranquilizó—. Ese pobre hombre necesita muestras de cariño. Cree que porque una mujer lo haya rechazado todas harían lo mismo, y me hizo proposiciones.
—No me lo habías contado —dije, tocando el pomo de Hywelbane.
—¿Por qué habría de contártelo? Nada hubo digno de contarse. Me hizo una proposición muy torpe y yo le dije que había jurado ante los dioses permanecer contigo. Se lo dije con sumo tacto y luego se avergonzó. También le prometí que no te lo diría, pero ahora he faltado a la promesa y los dioses me castigarán. —Se encogió de hombros como dando el castigo por merecido y, por tanto, aceptado—. Necesita una esposa —añadió irónicamente.
—O una mujer.
—No. No es un hombre superficial. Es incapaz de acostarse con una mujer y marcharse después. Confunde el deseo con el amor. Cuando Arturo entrega el espíritu, lo entrega todo, no puede dar sólo un poquito de sí mismo.
—¿Y qué cree que habría hecho yo mientras él se casaba contigo? —inquirí, furioso todavía.
—Pensaba que gobernarías Dumnonia como guardián de Mordred —dijo Ceinwyn—. Tenía la peregrina idea de que me iría con él a Broceliande y allí viviríamos los dos como niños bajo el sol, mientras tú vencías a los sajones desde aquí. —Se rió.
—¿Cuándo te lo preguntó?
—El día en que te mandó a ver a Aelle. Creo que esperaba que huyera con él mientras tú estabas lejos de aquí.
—Tal vez tuviera la esperanza de que Aelle me matara —dije con resentimiento, al recordar la amenaza de los sajones de matar a cualquier emisario.
—Después se moría de vergüenza —insistió Ceinwyn con ahínco—. No debes decirle que te lo he contado. —Me hizo prometérselo y yo no falté a la promesa—. En realidad no fue nada importante —añadió, para concluir la conversación—. Le habría sorprendido mucho que yo hubiera accedido. Derfel, me hizo proposiciones porque sufre y cuando un hombre sufre hace cosas desesperadas. Lo que desea en realidad es huir con Ginebra, pero no puede porque se lo impide el orgullo y sabe que todos lo necesitamos a él para vencer a los sajones.
Para eso necesitábamos a los lanceros de Meurig, pero no tuvimos nuevas de la negociación de Arturo en Gwent. Iban pasando las semanas y seguíamos sin noticias ciertas del norte. Un sacerdote que llegó de Gwent nos contó que Arturo, Meurig, Cuneglas y Emrys habían estado una semana hablando en Burrium, la capital de Gwent, pero no sabía las decisiones que se habían tomado. El sacerdote era de baja estatura, moreno, bizco y con una barba rala que se peinaba en forma de cruz con cera de abejas. Había ido a Dun Carie porque en la aldea no había iglesia y quería fundar una. Como muchos otros sacerdotes itinerantes, tenía algunas mujeres a su alrededor, tres criaturas insulsas que se acurrucaban a su alrededor buscando protección. Supe que había llegado cuando empezó a predicar a la orilla del río, junto a la herrería, y envié a Issa y a un par de lanceros a que le impidieran continuar con sus tonterías y lo llevaran a la fortaleza. Le invitamos a un plato de gachas de avena germinada, que devoró con fruición llevándose la cuchara a la boca y resoplando y escupiendo después, pues estaban muy calientes y le quemaban la lengua. Unos grumos le salpicaron las barbas, caprichosamente peinadas. Las mujeres no quisieron probar bocado hasta que él hubo terminado.
—Lo único que sé, señor —contestó a nuestras impacientes preguntas—, es que Arturo se encamina ahora hacia el oeste.
—¿Hacia dónde?
—Hacia Demetia, señor. Va a ver a Oengus mac Airem.
—¿Por qué?
—Lo ignoro, señor —replicó con un encogimiento de hombros.
—¿El rey Meurig se prepara para la guerra? —le pregunté.
—Está preparado para defender su territorio, señor.
—¿Y para defender Dumnonia?
—Únicamente si Dumnonia reconoce que sólo hay un Dios, el verdadero —dijo el sacerdote santiguándose con la cuchara de madera y salpicándose la sucia sotana de gachas de avena—. Nuestro rey es un ferviente adorador de la cruz y sus lanzas no defenderán a paganos. —Levantó la mirada hacia la calavera de buey clavada en una viga alta y se persignó una vez más.
—Si los sajones se apoderan de Dumnonia —dije—, Gwent no tardará en caer.
—Cristo protege a Gwent —insistió el sacerdote. Pasó el cuenco a una de las mujeres, que rebañó las escasas sobras con un dedo sucio—. Cristo os protegerá, señor —prosiguió el sacerdote— si os humilláis ante él. Si renunciáis a vuestros dioses y recibís el bautismo, obtendréis la victoria el año próximo.
—Entonces, ¿por qué no venció Lancelot el verano pasado? —preguntó Ceinwyn.
El sacerdote la miró con el ojo bueno mientras el otro se le perdía en las sombras.
—Señora, el rey Lancelot no es el escogido. El rey Meurig, por el contrario, sí lo es. Nuestras escrituras dicen que un hombre será escogido y, al parecer, no era el rey Lancelot.
—Escogido, ¿para qué? —preguntó Ceinwyn.
El sacerdote la miró fijamente. Seguía siendo una mujer hermosa, dorada y serena, la estrella de Powys.
—Señora, escogido para unir a todos los pueblos de Britania en el nombre de Dios vivo. Los sajones y los britanos, los de Gwent y los de Dumnonia, los irlandeses y los pictos, adoradores todos del único Dios verdadero, viviendo en paz y amor.
—¿Y si decidimos no seguir al rey Meurig? —preguntó Ceinwyn.
—Entonces, nuestro Dios os destruirá.
—Entonces —dije—, ¿es ése el mensaje que has venido a predicar aquí?
—Nada más puedo hacer, señor. Es la misión que se me ha encomendado.
—¿El rey Meurig os la ha encomendado?
—Dios mismo.
—Pero yo soy el señor de esta tierra, a ambos lados del río —dije—, y de todas las tierras al sur de Caer Cadarn y al norte de Aquae Sulis; no puedes predicar sin mi permiso.
—Nadie puede contradecir la palabra de Dios, señor —replicó el sacerdote.
—Esto sí —contesté, desenvainando a Hywelbane.
Sus mujeres lanzaron un silbido. El sacerdote miró la espada y escupió al fuego.
—No provoquéis la ira de Dios.
—No provoques tú la mía —repliqué—, y si mañana a la hora del ocaso todavía te encuentro en mis tierras te daré por esclavo a mis esclavos. Esta noche puedes dormir en los establos, pero mañana partirás.
Partió al día siguiente de mala gana y, como para castigarme, con su partida llegaron las primeras nieves del invierno, unas nieves tempranas precursoras de un invierno crudo. Al principio era aguanieve, pero al caer la noche caían gruesos copos en abundancia que al alba habían cubierto la tierra de blanco. Durante la semana siguiente bajó mucho la temperatura. Se formaron carámbanos en la techumbre de nuestra casa y comenzó la dura lucha contra el frío. En la aldea, la gente dormía con los animales, pero nosotros encendimos grandes hogueras que hacían gotear los carámbanos. Guardamos el ganado de invierno en los establos y matamos al resto de los animales; pusimos la carne en salazón, como había puesto Merlín a Gawain tras desangrarlo. Durante dos días la aldea se estremeció con los tristes mugidos de los bueyes en el matadero. La nieve se tiñó de rojo y el aire olía a sangre, sal y heces. Las hogueras ardían dentro de la casa pero proporcionaban poco calor. Nos despertábamos helados, tiritábamos entre las pieles y esperábamos en vano que llegara el deshielo. El río se heló y todos los días teníamos que picar la capa de hielo para obtener el agua necesaria.
Seguíamos adiestrando a nuestros jóvenes lanceros. Los hacíamos marchar por la nieve para que sus músculos se aceraran y se prepararan para luchar contra el sajón. Los días en que más nevaba y el viento arremolinaba los copos en torno a los blancos tejados de las pequeñas casas de la aldea, mis hombres construían escudos con tablones de sauce que luego cubríamos de cuero. Preparaba a una banda de guerreros, pero cuando miraba a los hombres temía por ellos y me preguntaba cuántos sobrevivirían hasta el sol del verano.
Antes del solsticio recibimos un mensaje de Arturo. En Dun Carie nos afanábamos con los preparativos de la gran fiesta que duraría toda la semana de la muerte del sol, cuando llegó el obispo Emrys. Cabalgaba en un caballo con los cascos envueltos en cuero y escoltado por seis lanceros de Arturo. El obispo nos contó que se había quedado en Gwent discutiendo con Meurig mientras Arturo iba a Demetia.