Authors: Bernard Cornwell
Argante llegó al aro y, cuando el calor de las últimas llamas le tocó la cara, abrió los ojos y se sorprendió de encontrarse ante el fuego de la diosa. Miró a Fergal y, agachando la cabeza, pasó rápidamente por el aro humeante. Sonrió victoriosa y Fergal aplaudió instándonos a todos a secundarle en la ovación. Así lo hicimos, aunque nuestras poco entusiastas palmadas cesaron en el momento en que Argante se acuclilló junto a los corderillos muertos. Guardamos silencio y ella mojó un dedo con delicadeza en una de las cuchilladas. Luego lo retiró y lo levantó para enseñarnos la sangre brillante en la yema; acto seguido, se volvió a Arturo para que también él lo viera. Argante lo miro fijamente y abrió la boca mostrando unos pequeños dientes blancos; poco a poco, se llevó el dedo a la boca, entre los dientes, cerró los labios y chupó la sangre. Vi que Gwydre miraba a su madrastra con incredulidad. Argante no era mucho mayor que Gwydre. Ceinwyn, estremecida, me oprimía la mano con fuerza.
Argante no había terminado. Si dio la vuelta, volvió a untar el dedo en la sangre y luego tocó con ese mismo dedo las ascuas calientes del aro. En cuclillas, se palpó bajo el orillo del vestido azul y se limpió la sangre y las cenizas del dedo en los muslos. Así se aseguraba la descendencia. Utilizaba el poder de Nantosuelta para empezar su propia dinastía y todos fuimos testigos de su ambición. Volvió a cerrar los ojos como en éxtasis pero, súbitamente, la ceremonia terminó. Se puso en pie con la mano a la vista de todos e hizo una seña a Arturo para que se acercara. Sonrió por primera vez en toda la noche y me pareció bella, de una belleza cruda, dura en su estilo, como la de Ginebra, pero sin la mata de luminoso cabello rojo que la suavizara.
Volvió a reclamar a Arturo con un gesto, pues al parecer, según el rito, él también había de pasar por el aro. Arturo vaciló un momento, miró a Gwydre e, incapaz de proseguir con la superstición, se puso en pie y sacudió la cabeza.
—A cenar —dijo secamente, y enseguida endulzó la brusca orden con una sonrisa dedicada a los invitados; en ese instante miré a Argante y vi en su rostro blanco una expresión de furia absoluta. Por un segundo creí que empezaría a chillar a Arturo. Tensó su cuerpo menudo y apretó los puños, pero Fergal, que parecía ser el único, además de yo mismo, que había advertido la ira de la muchacha, le musitó algo al oído que la aplacó con un estremecimiento. Arturo no se dio cuenta—. Llevad las antorchas —ordenó a los guardianes; las llevaron al interior del palacio para iluminar el salón de festejos—. Venid —nos dijo a los demás, y nos dirigimos agradecidos hacia las puertas del palacio. Argante vaciló pero Fergal volvió a decirle algo al oído y ella obedeció la llamada de Arturo. El druida se quedó junto al aro humeante.
Ceinwyn y yo fuimos los últimos en entrar. Un impulso incierto me retuvo, pero toqué a Ceinwyn en el brazo y nos dirigimos a las sombras de los arcos, donde vi a otra persona que tampoco había entrado. Cuando el patio quedó vacío, a excepción de las ovejas que no cesaban de balar y del druida cubierto de sangre, tal persona salió de las sombras. Era Mordred. Pasó cojeando ante el estrado, por las losas del suelo, y se detuvo junto al aro. El druida y él se miraron un segundo y Mordred hizo un gesto extraño con la mano, como pidiendo permiso para pasar por los brillantes restos del aro de fuego. Tras dudarlo un momento, Fergal asintió bruscamente. Mordred agachó la cabeza y pasó. Se detuvo al otro lado y untó el dedo en la sangre, pero no seguí mirando lo que hacía. Me llevé a Ceinwyn al interior del palacio donde las llamas humeantes iluminaban los magníficos frescos de los dioses y las cazas romanas.
—Si sirven cordero —dijo Ceinwyn—, no lo probaré.
Arturo sirvió salmón, jabalí y venado. Una arpista tocaba. Mordred, que llegó tarde sin que nadie lo advirtiera, se sentó en la cabecera de la mesa con una sonrisa ladina en su burdo rostro. No habló con nadie ni nadie habló con él, pero de vez en cuando miraba a la blanca y delgada Argante, que era la única que no disfrutaba del banquete. Vi que en una ocasión sorprendía la mirada de Mordred, e intercambiaron un encogimiento de hombros exasperado, como si ambos despreciaran a todos los presentes; pero, a parte de ese intercambio, Argante permaneció huraña y Arturo, en tensión por su causa, mientras que los demás fingíamos no darnos cuenta del estado de ánimo de la muchacha. Naturalmente, a Mordred le divertía la actitud de Argante.
Al día siguiente hubo partida de caza. Éramos doce en total, todos hombres. A Ceinwyn le gustaba la caza, pero Arturo le pidió que pasara la mañana con Argante y Ceinwyn aceptó de mala gana.
Recorrimos los bosques occidentales con poca esperanza, pues Mordred solía cazar por allí con frecuencia y el montero no creía que fuéramos a encontrar venados. Los lebreles de Ginebra, que estaban al cuidado de Arturo, rastrearon entre los negros troncos y lograron levantar una hembra de gamo que nos proporcionó una entretenida carrera por el bosque, pero el montero llamó a los perros cuando vio que la hembra estaba preñada. Arturo y yo nos habíamos desviado durante la carrera con la idea de atajar a la presa en el lindero del bosque, pero nos detuvimos al oír los cuernos. Arturo miró alrededor como esperando encontrar más compañía, y soltó un gruñido cuando sólo me vio a mí.
—Un asunto raro, el de anoche —dijo sin soltura—, pero a las mujeres les gustan esas cosas —añadió, quitándole importancia.
—A Ceinwyn no le gustan —repliqué.
Me clavó una mirada penetrante. Estaría preguntándose si mi mujer me habría contado su proposición de matrimonio, pero me mostré indiferente y debió creer que nada me había dicho.
—No —dijo. Tras otro instante de incertidumbre se rió forzadamente—. Argante cree que yo tenía que haber pasado entre las llamas en señal de matrimonio, pero le dije que no necesitaba sacrificar corderos para saber que estaba casado.
—No he tenido ocasión de felicitaros por vuestra boda —dije con formalidad—, así que permitidme que lo haga ahora. Es una muchacha muy bella.
—Sí —dijo complacido, pero enseguida se sonrojó—. Pero no es más que una niña.
—Según Culhwch, hay que tomarlas cuando son jóvenes, señor —comenté con ligereza.
Arturo pasó por alto el trivial comentario.
—Yo no quería casarme —dijo en voz baja. No respondí. No me miraba sino que tenía la vista perdida en los campos en barbecho—. Pero el hombre debe estar casado —aseveró con firmeza, como para convencerse a sí mismo.
—Ciertamente —asentí.
—A Oengus le entusiasmó. Cuando llegue la primavera, Derfel, vendrá con todo su ejército. Los Escudos Negros son buenos guerreros.
—No los hay mejores, señor —dije, pero en mi fuero interno pensé que Oengus habría acudido con sus guerreros tanto si Arturo se casaba con Argante como si no. Lo que Oengus quería en realidad era la alianza de Arturo contra Cuneglas de Powys, en cuyas tierras hacían incursiones sus lanceros continuamente, pero sin duda el astuto rey irlandés habría insinuado a Arturo que el matrimonio sería la garantía del apoyo de sus Escudos Negros en la campaña de primavera. El matrimonio se había acordado precipitadamente, a todas luces, y también a todas luces, Arturo lo lamentaba, en ese momento.
—Quiere tener hijos, como es lógico —dijo Arturo, pensando todavía en los horrendos ritos que habían manchado de sangre el atrio de Lindinis.
—¿Vos no, señor?
—Todavía no —replicó secamente—. Creo que prefiero esperar a que concluya el asunto de los sajones.
—Ahora que lo decís, os traigo una petición de la dama Ginebra. —Arturo volvió a clavarme una mirada cortante pero no dijo nada—. Ginebra teme —proseguí— encontrarse en una posición vulnerable si los sajones atacan por el sur. Os ruega que la cambiéis de prisión, que la trasladéis a un lugar más seguro.
Arturo se inclinó hacia adelante y acarició las orejas a su montura. Esperaba que el nombre de Ginebra despertara su cólera, pero no fue así.
—Los sajones podrían atacar por el sur —dijo con suavidad—, y así lo espero, en realidad, pues de ese modo dividirán sus fuerzas en dos y podremos acabar con ellos de uno en uno. Pero el peligro mayor, Derfel, sería si se unieran en un solo ataque por el Támesis, y mi deber es pensar en el peligro mayor, no en el menor.
—Pero, de todos modos —insistí— ¿no sería prudente llevarse del sur de Dumnonia cuanto sea de valor?
Se volvió a mirarme con una expresión burlona, como si me despreciara por mostrar simpatía hacia Ginebra.
—¿Acaso es valiosa ella, Derfel? —preguntó. No respondí. Arturo me dio la espalda y se quedó mirando los campos claros donde los zorzales y los grajos buscaban gusanos entre los surcos—. ¿Debería matarla? —me preguntó súbitamente.
—¿Matar a Ginebra? —repliqué perplejo, y entonces me di cuenta de que Argante debía de ser la inspiradora de tales palabras. Seguramente estaría resentida porque Ginebra viviera después de cometer la misma falta por la que su hermana había perdido la vida—. Esa decisión, señor, no me corresponde tomarla a mí, pero si la muerte fuese el justo castigo, ¿no debería haberlo recibido hace meses y no ahora?
Mis palabras le hicieron sonreír.
—¿Qué le harían los sajones? —preguntó.
—Cree que la violarían, pero sospecho que la pondrían en un trono.
Miró el paisaje con el ceño fruncido. Sabía que me refería al trono de Lancelot, y estaba imaginándose la embarazosa situación en que quedaría su enemigo mortal ocupando el trono de Dumnonia con Ginebra a su lado, sujetos ambos al poder de Cerdic. Era un pensamiento insoportable—. Si estuviera en peligro de que la capturasen —dijo con voz ronca—, mátala.
Apenas podía creer lo que acababa de oír. Me quedé mirándolo, pero él no quería mirarme a los ojos.
—¿No sería mucho más fácil llevarla a otra parte? —dije—. ¿Por qué no trasladarla a Glevum?
—Ya tengo suficientes preocupaciones —dijo, cortante— como para perder el tiempo pensando en la seguridad de los traidores. —Por unos segundos, lo vi más furioso que nunca, pero enseguida sacudió la cabeza y suspiró—. ¿Sabes a quién envidio? —me preguntó.
—Decidme, señor.
—A Tewdric.
—¡A Tewdric! —exclamé con una carcajada—. ¿Queréis ser un monje estreñido?
—Es feliz —replicó Arturo con firmeza—, ha encontrado la vida que siempre había deseado. No quiero la tonsura ni me interesa su dios, pero le envidio de todos modos. —Esbozó una sonrisa—. Me agoto preparando una guerra en cuya victoria sólo yo creo, y no quiero nada de ella. ¡Nada! Mordred tendría que ser rey, juramos convertirlo en rey, y si vencemos a los sajones, Derfel, dejaré que reine. —Hablaba en tono desafiante, pero no le creí—. Lo único que he deseado en mi vida —prosiguió— es una casa, un poco de tierra, algo de ganado, recoger la cosecha, leña para quemar, una fragua para trabajar el hierro y un río donde beber. ¿Te parece mucho? —Pocas veces se permitía tales demostraciones de victimismo y me limité a dejar que se explayase. Me había contado en otras ocasiones ese sueño de una casa bien protegida por una empalizada, aislada del mundo por profundos bosques y con vastos campos habitados por su propia gente, pero en ese momento, cuando Cerdic y Aelle reunían lanzas, debió de comprender que era un sueño imposible—. No puedo mantener Dumnonia eternamente —dijo—, y cuando venzamos a los sajones tal vez sea la hora de pasar las riendas de Mordred a otros hombres. En cuanto a mí, seguiré a Tewdric hacia la felicidad. —Recogió las riendas de su yegua—. Ahora no puedo pensar en Ginebra, pero si está en peligro arréglatelas tú con ella. —Y con tan seca orden, hincó espuelas y se alejó.
Me quedé donde estaba, consternado, pero si hubiera pensado más allá del horror que me producía la orden, habría adivinado sin duda las verdaderas intenciones de Arturo. Sabía que yo no mataría a Ginebra, y por tanto sabía que estaría a salvo, pero dándome tan cruda orden no se veía obligado a delatar afecto por ella.
Odi et amo, excrucior.
Aquella mañana no cobramos pieza alguna.
Por la tarde, los guerreros se reunieron en el salón de festejos. Mordred estaba presente, encogido en el asiento que hacía las veces de trono. Nada tenía que aportar, pues era un rey sin reino; sin embargo Arturo lo trataba con el debido protocolo. Arturo comenzó, como era de esperar, diciendo que cuando los sajones atacaran, Mordred cabalgaría con él y que todo el ejército lucharía bajo la enseña de Mordred, el dragón rojo. Mordred asintió, pues no podía hacer otra cosa. En realidad, y todos lo sabíamos, aquello no era un ofrecimiento para que Mordred redimiera su reputación en la batalla sino una forma de evitar que cometiera maldades. La mejor oportunidad de Mordred para recuperar el poder pasaba por aliarse con nuestros enemigos ofreciéndose como marioneta del rey Cerdic; sin embargo, permanecería prisionero entre los aguerridos lanceros de Arturo.
Después, Arturo confirmó que el rey Meurig de Gwent no participaría en la guerra. Tal noticia, aunque ya era esperada, fue recibida con gruñidos de odio, pero Arturo los acalló. Dijo que Meurig estaba convencido de que Gwent no tenía parte en el conflicto, aunque hubo de dar licencia a su pesar para que Cuneglas llevara a su ejército desde Powys hacia el sur por su territorio y para que Oengus cruzara el reino con sus Escudos Negros. Sin embargo, evitó toda referencia a la ambición de Meurig de hacerse con el trono de Dumnonia, consciente, tal vez, de que tal declaración nos indispondría más aún con el rey de Gwent y porque aún conservaba la esperanza de que Meurig cambiara de opinión, y por tanto prefería no alimentar nuestro odio hacia Meurig. Arturo dijo que las fuerzas de Powys y Demetia convergerían en Corinium, pues Arturo establecería la base en dicha ciudad amurallada y en ella concentraría nuestros suministros—. Mañana empezaremos a aprovisionar Corinium —añadió—, quiero atiborrarlo de víveres, allí libraremos la batalla. —Hizo una pausa—. Una gran batalla entre todas sus fuerzas y todos los hombres que seamos capaces de reunir.
—¿Un sitio? —preguntó Culhwch sorprendido.
—No —dijo Arturo. Y expuso que pretendía utilizar Corinium como señuelo. Los sajones se enterarían enseguida de que la ciudad era un almacén de carne en salazón, pescado seco y grano y, como cualquier horda en pie de guerra, andarían escasos de víveres y se dirigirían a Corinium cual zorra al gallinero y allí pensaba destruirlos—. Pondrán sitio a la ciudad —dijo—, y Morfans la defenderá. —Morfans, que sabía de antemano el puesto que le había sido asignado, asintió—. Pero los demás —prosiguió Arturo— ocuparán las colinas del norte de la ciudad. Cerdic sabrá que tendrá que destruirnos y romperá el sitio para atacarnos. Entonces libraremos la batalla en el campo que escojamos nosotros.