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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (47 page)

Fue la primera vez que oí cantar a Taliesin, y me quedé embelesado. Era, según me dijo Ginebra después, como si hiciera descender la música de las estrellas a la tierra. Poseía una voz maravillosamente pura y podía sostener una nota mucho más tiempo que cualquier otro bardo. Más tarde me explicó que practicaba la respiración, algo que jamás se me había ocurrido que precisara de práctica, pero así lograba mantener la misma nota mientras la reproducía y la concluía con las cuerdas del arpa. También era capaz de hacer resonar y vibrar toda una sala con su voz triunfante, y juro que aquella noche de verano en Isca revivió la batalla de Mynydd Baddon de principio a fin. Después le oí cantar muchas veces más y siempre me produjo el mismo asombro.

Sin embargo, era modesto. Comprendía el don que poseía y se encontraba a gusto con ello. Le complacía que Ginebra fuera su protectora, pues se mostraba generosa y apreciaba su arte, y le permitía ausentarse del palacio durante semanas enteras. Le pregunté adonde iba durante sus ausencias y me dijo que le gustaba ir a las colinas y a los valles y cantar ante el pueblo.

—Y no sólo cantar —dijo—, sino también escuchar al pueblo. Me gustan las canciones antiguas. A veces sólo se acuerdan de fragmentos sueltos, y yo intento recomponerlas de nuevo. —Dijo que era importante escuchar las canciones de la gente común, pues así aprendía sus gustos, aunque él también les deleitaba con las suyas—. Procurar diversión a los lores es fácil —me contó—, pues lo necesitan, pero un campesino necesita dormir antes que escuchar canciones y cuando logro mantenerlos despiertos sé que mi canción tiene algún mérito. —También me dijo que a veces cantaba para sí mismo—. Me siento bajo las estrellas y canto —confesó con una sonrisa irónica.

—¿Es cierto que veis el futuro? —le pregunté durante la conversación.

—Sueño lo que va a suceder —dijo, como si no fuera un gran don—. Pero ver el futuro es como atisbar por entre una niebla espesa, y el esfuerzo apenas vale la recompensa. Por otra parte, señor, nunca sé si mis visiones del futuro vienen de los dioses o son producto de mis propios temores. Al fin y al cabo, sólo soy un bardo. —Parecióme evasivo. Merlín me había dicho que Taliesin se mantenía célibe para conservar el don de la profecía, de modo que debía atribuirle un valor muy superior a lo que mostraba, aunque procuraba minimizar su importancia para que los hombres no lo agobiaran a preguntas. Creo que Taliesin vio nuestro futuro mucho antes que nosotros tuviéramos el menor atisbo, y no quería revelárnoslo. Era un hombre muy particular.

—¿Sólo un bardo? —pregunté, repitiendo sus últimas palabras—. Dicen que sois el mejor bardo de todos.

Desdeñó el halago con una sacudida de cabeza.

—Sólo un bardo —repitió—, aunque me he sometido a las enseñanzas de los druidas. Celafydd me enseñó los misterios en Cornovia. Estudié durante siete años y tres más, y el último día, cuando podía haber tomado la vara de druida, salí andando de la cueva de Celafydd y me nombré a mi mismo bardo, en vez de druida.

—¿Por qué?

—Porque —respondió tras una larga pausa— un druida tiene responsabilidades que no deseo para mí. Me gusta observar, Derfel, y relatar. El tiempo es como un relato y prefiero ser narrador en vez de protagonista. Merlín quería cambiar la historia, pero no lo consiguió. Yo no me atrevo a aspirar tan alto.

—¿Merlín no lo consiguió? —le pregunté.

—No, en los detalles —respondió Taliesin con calma—, ¿pero en las grandes cosas? Sí. Los dioses se alejan más cada vez, y sospecho que ni mis canciones ni todas las hogueras de Merlín los harán volver ya. El mundo se vuelve hacia otros dioses, señor, y tal vez no sea mala cosa. Un dios es un dios, ¿por qué ha de importarnos cuál de ellos rija el mundo? Sólo el orgullo y la costumbre nos atan a los dioses antiguos.

—¿Insinuáis que tendríamos que convertirnos todos al cristianismo? —pregunté hoscamente.

—Para mí no tiene importancia a qué dios adoréis, lord Derfel. Yo sólo estoy aquí para observar, escuchar y cantar.

Así, Taliesin cantaba mientras Arturo gobernaba Siluria con Ginebra. Mi tarea consistía en servir de brida a las fechorías de Mordred en Dumnonia. Merlín había desaparecido, seguramente en las tenebrosas brumas del corazón del oeste. Los sajones seguían sometidos, aunque aún deseaban apoderarse de nuestras tierras, y en los cielos, donde nadie pone bridas a sus fechorías, los dioses tiraron los dados de nuevo.

Mordred fue feliz durante los años posteriores a Mynydd Baddon. La batalla despertó su gusto por la guerra y la buscaba con afán. Durante un tiempo se conformó con luchar a las órdenes de Sagramor; participó en incursiones en la mermada Lloegyr y en persecuciones de bandas sajonas que acudían a robar nuestras cosechas y nuestro ganado, pero al cabo de un tiempo topó con la prudencia de Sagramor. El numidio no deseaba empezar una guerra total para conquistar los territorios que aún estaban en poder de Cerdic, y donde los sajones se hacían fuertes, pero Mordred echaba desesperadamente de menos el enfrentamiento de barreras de escudos. En una ocasión ordenó a los lanceros de Sagramor que lo acompañaran hasta el territorio de Cerdic, pero los hombres no quisieron obedecer más órdenes que las de Sagramor, el cual prohibió la invasión. Mordred estuvo resentido un tiempo hasta que, un día, llegó una petición de ayuda de Broceliande, el reino britano de Armórica, y Mordred partió, al frente de una banda de guerra formada por voluntarios, a luchar contra los francos que presionaban en las fronteras del rey Budic. Permaneció más de cinco años en Armórica, tiempo que le valió para forjarse un nombre por méritos propios. Me contaron que en la batalla no mostraba el menor temor, y sus victorias atrajeron a otros guerreros a su enseña del dragón. Tratábase de hombres sin amo, pendencieros y proscritos que podían enriquecerse gracias a los botines, y Mordred les ofrecía la satisfacción de sus más hondos deseos. Recuperó buena parte del antiguo reino de Benoic y los bardos empezaron a alabarlo como reencarnación de Uther, incluso como un segundo Arturo, aunque otros relatos, nunca convertidos en canciones, llegaron también a nuestros oídos desde el otro lado de las grises aguas, relatos que hablaban de violaciones y asesinatos y de hombres licenciosos y crueles. También Arturo luchaba en esa época pues, como había previsto, algunos misioneros de Meurig fueron asesinados en Powys y Meurig le exigió ayuda para castigar a los rebeldes causantes de dichas muertes, de modo que hubo de dirigirse al norte y emprender una de sus más grandes campañas. Yo no estaba con él, pues me ataban las responsabilidades de Dumnonia, pero todos supimos de sus gestas. Arturo convenció a Oengus mac Airem de que
atacara a
los rebeldes desde Demetia y, mientras los Escudos Negros cargaban desde poniente, Arturo llegó por el sur al frente de sus hombres; el ejército de Meurig, que marchaba detrás de Arturo a dos días de distancia, llegó cuando la revuelta había sido sofocada y la mayoría de los asesinos capturados, aunque algunos de los asesinos de sacerdotes hallaron refugio en Gwynedd y Byrthig, el rey del montañoso país, se negó a entregarlos. Byrthig aún tenía esperanzas de utilizar a dichos rebeldes para anexionarse más territorio de Powys, de modo que Arturo, pasando por alto el consejo de precaución de Meurig, continuó la invasión hacia el norte. Venció a Byrthig en Caer Gei y, acto seguido y so idéntico pretexto de que algunos de los asesinos de sacerdotes se habían adentrado más al norte, se llevó a sus guerreros más allá del Sendero Tenebroso, hacia el temido reino de Lleyn. Oengus los siguió, y en las arenas de Foryd, donde el río Gwyrfair se desliza hasta el mar, Oengus y Arturo atraparon entrambos al rey Diwrnach, y así derrotaron a los Escudos Sangrientos de Lleyn. Diwrnach se ahogó, más de cien lanceros suyos murieron y el resto huyó presa de pánico. En dos meses de verano, Arturo terminó con la rebelión de Powys, sometió a Byrthig y destruyó a Diwrnach, hecho este último que le permitió cumplir la palabra dada a Ginebra de vengar, en nombre de su padre, la pérdida de su reino. Leodegan, padre de Ginebra, había sido el rey de Henis—Wyren, pero Diwrnach llegó de irlanda, se apoderó del reino de la noche a la mañana, le cambió el nombre por el de Lleyn y así condenó a Ginebra a un exilio paupérrimo. Una vez muerto Diwrnach, pensé que Ginebra reclamaría el reino recuperado para su hijo, pero no se opuso cuando Arturo confió el cuidado de dichas tierras a Oengus con la esperanza de mantener a los Escudos Negros ocupados en otra cosa que no fuera invadir Powys. Según me dijo Arturo más adelante, era preferible que Lleyn tuviera un gobernante irlandés, pues la gran mayoría de la población era irlandesa y Gwydre habría sido siempre un extranjero allí; así pues, el hijo mayor de Oengus fue nombrado gobernante de Lleyn y Arturo llevó la espada de Diwrnach a Isca y se la ofreció a Ginebra como trofeo.

Mas yo nada vi de todo eso pues estaba ocupado en Dumnonia, donde mis lanceros recaudaban los diezmos y velaban por la justicia en nombre de Mordred. Issa hacía la mayor parte del trabajo, pues había sido nombrado lord por méritos propios y yo le había dado la mitad de mis lanceros. También era padre y Scarach, su esposa, esperaba otro hijo. Ella vivía con nosotros en Dun Carie, de donde partía Issa a recorrer el país y desde donde yo, con mayor desgana a medida que pasaba el tiempo, viajaba mensualmente al sur para asistir a las reuniones del consejo real en Durnovaria; Argante presidía las reuniones, pues las órdenes de Mordred dictaban que su reina ocupara la presidencia en su lugar en el consejo. Ni siquiera Ginebra había tomado parte en dichas reuniones, pero a instancias de Mordred, Argante convocaba al consejo, con el obispo Sansum como principal aliado. Sansum disponía de habitaciones en el palacio y cuchicheaba constantemente al oído de Argante mientras Fergal el druida le susurraba por el otro oído. Sansum proclamaba el odio a los paganos, pero cuando vio que no ganaría ascendencia a menos que la compartiera con Fergal, su odio se convirtió en una alianza siniestra. Morgana, esposa de Sansum, volvió a Ynys Wydryn después de Mynydd Baddon, pero Sansum permaneció en Durnovaria pues prefería las confidencias de la reina a la compañía de su esposa.

Argante disfrutaba ejerciendo el poder real. No creo que sintiera gran amor por Mordred, pero sí una gran pasión por el dinero y permanecer en Dumnonia era la garantía de que la mayor parte de la recaudación del país pasara por sus manos. Poco hacía con sus riquezas. No construía como Arturo y Ginebra, no se preocupaba de la conservación de puentes ni fortalezas, se limitaba a trocar los impuestos por oro, ya tratárase de sal, ya de cereales o pellejos. Enviaba un tanto del oro a su esposo, que siempre reclamaba más dinero para su banda de guerreros, pero almacenaba la mayor parte en la bóvedas del palacio, hasta que el pueblo de Durnovaria llegó a decir que la ciudad se levantaba sobre cimientos de oro. Hacía tiempo que Argante había recuperado el tesoro que escondimos en el camino de la Zanja, el cual iba engrosando sin cesar, y el obispo Sansum, que además de obispo de Dumnonia era ya primer consejero y tesorero real, alentaba dicha actitud ahorradora. No me cabía la menor duda de que el obispo utilizaba el último cargo para esquilmar el tesoro en favor de su rebaño. En una ocasión lo acuse de ello c inmediatamente adoptó una expresión muy dolida.

—Señor, no me importa el oro —dijo piadosamente—. ¿Acaso no nos mandó Dios Nuestro Señor no atesorar riquezas en la tierra, sino en el cielo?

—Tu dios puede mandar lo que quiera —dije—, pero aun así, tú venderías el espíritu por oro, obispo, y no es mala idea porque harías buen negocio.

—¿Buen negocio? —preguntó, mirándome con suspicacia—. ¿Por qué?

—Porque cambiarías suciedad por dinero, naturalmente. —Me era imposible fingir aprecio por Sansum, y a él también con respecto a mí. El señor de los ratones no perdía ocasión de acusarme de recortar los impuestos a cambio de favores y como prueba de la acusación alegó que cada año entraban menos riquezas en las arcas reales, mas tal recorte nada tenía que ver conmigo. Sansum había convencido a Mordred para que firmara un decreto de exención de impuestos para los cristianos y me atrevo a afirmar que, hasta entonces, la iglesia no había encontrado mejor forma de conseguir conversos, aunque Mordred derogó la ley tan pronto como se dio cuenta de que ganaba muchas almas para el cielo pero poco oro para el tesoro; entonces, Sansum convenció al rey de que la iglesia y nadie más que la iglesia, debía ser responsable de recoger la recaudación de los cristianos. Con dicha medida aumentó el beneficio un año, pero a partir de entonces disminuyó, pues los cristianos descubrieron que era más barato sobornar a Sansum que pagar al rey. Entonces, Sansum propuso doblar la contribución a todos los paganos, pero Argante y Fergal se lo impidieron. Argante propuso entonces que se doblaran los tributos de los sajones, pero Sagramor se negó a recaudar el aumento arguyendo que tal medida sólo provocaría la rebelión en las partes de Lloegyr que habíamos pacificado. No es de extrañar que aborreciera las reuniones del consejo y, al cabo de un año o dos de infructuosas discusiones, dejé de asistir por completo. Issa siguió encargándose de las recaudaciones, pero sólo pagaban los honrados y, al parecer, el número de honrados disminuía todos los años, de modo que Mordred siempre se quejaba de falta de dinero mientras Argante y Sansum se enriquecían.

Argante se enriquecía pero seguía sin concebir hijos. Trasladábase a Broceliande de tanto en tanto y, una vez cada largos períodos, Mordred volvía a Dumnonia, pero el vientre de Argante no llegó a hincharse nunca después de esas visitas. Ella rezaba, hacía sacrificios y visitaba las fuentes sagradas rogando concebir, pero continuaba estéril. Recuerdo la pestilencia que impregnaba las reuniones del consejo cuando llevaba el cinturón untado de heces de recién nacido, supuesto remedio de la esterilidad, pero que surtió tan poco efecto como las infusiones de brionia y mandrágora que tomaba a diario. Con el tiempo, Sansum la convenció de que sólo el cristianismo obraría el milagro, y así, dos años después de que Mordred partiera a Broceliande, Argante expulsó a Fergal el druida del palacio y recibió el bautismo públicamente en el río Ffraw, que pasa por el lado norte de Durnovaria. Durante seis meses asistió diariamente a los servicios en la enorme iglesia que Sansum había construido en el centro de la ciudad, pero al cumplirse los seis meses su vientre continuaba tan plano como antes de meterse en el río. Así pues, llamó nuevamente a Fergal al palacio; el druida volvió con nuevas pociones de heces de murciélago y sangre de comadreja que habían de hacerla fértil.

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