Authors: Bernard Cornwell
Los lanceros de Gwent no deseaban atacar. El enemigo saca fuerzas de flaqueza cuando está acorralado, y si aún mantiene la barrera de escudos, como era el caso de los hombres de Aelle, su ferocidad se redobla. Ya habían perecido muchos lanceros de Gwent, entre ellos mi buen amigo el anciano Agrícola, y los supervivientes carecían de ánimos para emprender la carga nuevamente contra los escudos sajones. Arturo no insistió en que los presionaran más, sino que parlamentó con Aelle y, cuando éste se negó a rendirse, me llamó. Me presenté ante él y creí que había trocado su manto blanco por uno rojo oscuro, mas era el de siempre, aunque tan salpicado de sangre que parecía rojo. Me recibió con un abrazo y luego, pasándome el brazo por los hombros, me llevó hasta el espacio despejado que mediaba entre las barreras de escudos opuestas. Recuerdo que había un caballo moribundo, un cadáver, varios escudos desparramados y armas rotas.
—Tu padre no se rinde —me dijo Arturo—, pero creo que a ti te escuchará. Dile que debemos tomarlo prisionero, pero que vivirá con honor y pasará el resto de sus días sin preocupaciones. También le garantizo la vida de sus hombres. Lo único que tiene que hacer es entregarme la espada. —Miró a los sajones, vencidos, mermados en número, acorralados. Guardaban silencio. Nosotros en su lugar estaríamos cantando, pero esos lanceros esperaban la muerte en silencio absoluto—. Diles que la carnicería ha sido más que suficiente —concluyó Arturo.
Me desabroché el cinturón de Hywelbane, la dejé en el suelo con el escudo y la lanza y me dirigí hacia mi padre. Aelle estaba fatigado, desanimado y herido, pero salió cojeando a recibirme con la cabeza muy alta. No llevaba escudo pero sí una espada en la mutilada mano derecha.
—Sabía que te mandarían a ti —farfulló. El filo de su espada estaba profundamente mellado y la hoja cubierta de sangre seca. Hizo un gesto brusco con el arma cuando empecé a comunicarle la oferta de Arturo—. Sé lo que desea de mí —me interrumpió—, quiere mi espada, pero yo soy Aelle, bretwalda de Britania, y no rindo mi arma.
—Padre...
—¡Llámame rey! —exclamó enseñándome los clientes.
Su altivez me hizo sonreír e incliné la cabeza.
—Lord rey, os ofrecemos la vida de vuestros guerreros y...
—Cuando un hombre muere en la batalla —me interrumpió nueva mente— va a una estancia celestial sagrada. Pero para alcanzar tan gran salón de festejos ha de morir de pie, con la espada en la mano y con las heridas por delante. —Hizo una pausa y, cuando volvió a hablar, su voz era mucho más tierna—. Nada me debes, hijo, pero te agradecería que pusieras al alcance de mi mano un lugar en el salón de festejos del cielo.
—Lord rey —dije, pero me interrumpió por cuarta vez.
—Deseo ser enterrado aquí —prosiguió como si yo no hubiera hablado—, con los pies hacia el norte y la espada en la mano. Nada más te pido. —Se volvió hacia sus hombres, apenas se tenía en pie. Debía de estar herido de muerte pero la gran capa de piel de oso le ocultaba las heridas. Llamó a unos de sus lanceros—: ¡Hrothgar! ¡Entrega tu lanza a mi hijo! —Un joven sajón de gran estatura salió de la barrera de escudos y, obedientemente, me entregó la lanza—. ¡Tómala! —me ordenó Aelle, e hice lo que me decía. Hrothgar me miró inquieto y se apresuró a volver junto a sus camaradas.
Aelle cerró los ojos un instante y su duro semblante se convulsionó un momento. A pesar del polvo y el sudor, percibí la palidez que le bañaba de repente, rechinó los dientes otra vez soportando un acceso de dolor desgarrador, pero lo resistió e incluso trató de sonreír al acercarse a mí para abrazarme. Se apoyó en mí con todo su peso y oí la ronca respiración que se le atascaba en la garganta.
—Creo —me dijo al oído— que eres el mejor de mis hijos. Ahora, concédeme un don. Dame una muerte digna, Derfel, pues deseo ir al salón de festejos de los verdaderos guerreros. —Torpemente, retrocedió un paso y apoyó la espada en el cuerpo; luego, con gran esfuerzo, se desató las cintas de cuero de la capa de piel, la cual cayó al suelo. Entonces vi todo su costado izquierdo inundado de sangre. Le habían clavado una lanza por debajo de la coraza, y además tenía otra herida en la parte superior del hombro, por lo que el brazo izquierdo le colgaba inerte, por eso se vio obligado a desatarse la correas que le ataban la coraza por la cintura y los hombros con la mutilada mano derecha. No lograba desatar los nudos y, cuando me acerqué a ayudarlo, me indicó que me alejara—. Quiero facilitarte la tarea —dijo—, pero cuando esté muerto, vuelve a atarme la coraza. En el salón de festejos necesitaré armadura, pues allí se lucha mucho. Se lucha, se celebran banquetes y... —se detuvo, sobrepasado por el dolor otra vez. Rechinó los dientes, gruñó y luego se recuperó para enfrentarse a mí—. Ahora, mátame —me ordenó.
—No puedo —dije; estaba acordándome de la profecía de mi enloquecida madre, pues me había dicho que Aelle moriría a manos del hijo de Aelle.
—Entonces, te mataré yo a ti —dijo, y me amenazó torpemente con la espada. Me aparté, Aelle tropezó y a punto estuvo de caer al seguirme. Se detuvo sin resuello y me miró fijamente—. Por tu madre, Derfel —me suplicó—, ¿prefieres que muera en el suelo como un perro? ¿No serás capaz de hacer nada por mí? —Volvió a blandir la espada, pero el esfuerzo lo venció y empezó a balancearse, vi que tenía lágrimas en los ojos y comprendí que la forma de morir tenía mucha importancia para él. Se obligó a permanecer de pie e hizo un esfuerzo inconmensurable por levantar la espada. Comenzó a brotar sangre fresca por su costado izquierdo, los ojos se le pusieron vidriosos pero no dejó de mirarme al tiempo que daba un último paso adelante e intentaba débilmente clavarme la espada en el diafragma.
Que Dios me perdone, pero en ese momento lo acometí con la lanza. Puse todo mi peso y toda mi fuerza en el ataque; la pesada hoja recibió su corpachón y lo sostuvo de pie mientras le partía las costillas y le alcanzaba el corazón. Se estremeció brutalmente con una expresión pavorosa de determinación en su rostro moribundo y, por un instante, creí que aún levantaría la espada por última vez; entonces comprendí que sólo quería asegurarse de que mantenía la espada en la derecha firmemente. Después cayó y, antes de tocar el suelo, ya había expirado, mas sin soltar la espada, su ensangrentada y mellada espada. Sus hombres dejaron escapar un gruñido. Algunos lloraban.
—¡Derfel! —exclamó Igraine—. ¡Derfel!
—¿Señora?
—Os habéis dormido —me reconvino.
—Es la edad, mi estimada señora, la edad.
—De modo que Aelle murió en la batalla —dijo secamente—, ¿y Lancelot?
—Eso viene más tarde —repliqué con firmeza.
—¡Contádmelo ahora! —insistió.
—Ya os he dicho —repetí— que eso sucedió más tarde, y no me gustan los relatos que cuentan el final antes que el principio.
Por un momento creí que protestaría; sin embargo, se limitó a suspirar por mi tozudez y siguió con la lista de asuntos sin terminar—. ¿Qué pasó con Liofa, el campeón de los sajones?
—Murió —dije— de una manera espantosa.
—¡Bien! —exclamó, aparentemente interesada—. ¡Contádmelo!
—Contrajo una enfermedad, señora. —Se le hinchó una parte de los intestinos y no podía sentarse ni tumbarse, e incluso permanecer de pie era un tormento. Fue adelgazando más y más hasta que murió, entre sudores y temblores. O así nos lo contaron.
—De modo que no murió en Mynydd Baddon —dijo indignada.
—Escapó con Cerdic.
Igraine, insatisfecha, se encogió de hombros, como si la hubiéramos decepcionado por haber dejado escapar al paladín sajón.
—Sin embargo, los bardos —aquí refunfuñé, pues siempre que mi reina menta a los bardos sé que va a comparar mi versión con la de ellos, y ella prefiere la de ellos, aunque yo viví la historia como la cuento y ellos ni siquiera habían nacido—. Los bardos —repitió inamovible, pasando por alto mi gruñido de protesta— dicen que la batalla de Cuneglas con Liofa duró buena parte de la mañana, y que Cuneglas mató a seis campeones antes de que lo golpearan por la espalda.
—He oído esas canciones —dije sin defenderme.
—¿Y? —inquirió mirándome de hito en hito. Cuneglas era el abuelo de su esposo y el honor de la familia estaba en juego—. ¿Bien?
—Yo estaba allí, señora —dije sin más.
—Os flaquea la memoria como a los viejos, Derfel —comentó en tono reprobatorio, y no me cabe duda de que cuando Dafydd, el escribano de justicia que transcribe la traducción de mis pergaminos en lengua britana, llegue al pasaje de la muerte de Cuneglas, lo cambiará a gusto de mi señora. ¿Y por qué no? Cuneglas fue un héroe y a nadie perjudica que la historia lo recuerde como un gran guerrero, aunque en verdad no tuviera espíritu de soldado. Fue un hombre honrado, sensato y más sabio de lo que correspondía a su tiempo, pero su corazón no se inflamaba cuando blandía una lanza. Su muerte fue la mayor tragedia de Mynydd Baddon, mas nadie supo verlo en el delirio de la victoria. Lo incineramos en el campo de batalla y su pira funeraria ardió durante tres días y tres noches y, la última madrugada, cuando sólo quedaban las brasas entre las que se fundían los restos de la armadura de Cuneglas, nos reunimos en torno a la pira y cantamos la canción de muerte de Werlinna. También acabamos con la vida de un puñado de prisioneros sajones para que sus espíritus escoltaran con honor al rey de Powys en su paso al otro mundo, y pensé que sería bueno para mi querida Dian que su tío cruzara el puente de espadas y la hiciera compañía entre las torres del mundo de Annwn.
—¿Y Arturo corrió al encuentro de Ginebra? —preguntó Igraine con ansiedad.
—No fui testigo de tal reencuentro —dije.
—No importa lo que vos presenciarais —replicó Igraine con severidad—, nos hace falta aquí. —Revolvió con el pie el montón de pergaminos terminados que había tirado al sucio—. Teníais que haber descrito el reencuentro, Derfel.
—Ya os he dicho que no lo presencié.
—¿Y qué importa? Sería el gran Final de la batalla. No todos gustan por igual de los relatos de lanzas y muertes, Derfel. Los cuentos de las luchas de los hombres aburren al cabo de un rato, y una historia de amor aumenta su interés. —Sin duda, la batalla se llenará de amoríos tan pronto como mi señora y Dafydd vapuleen mi relato. A veces desearía escribir esta historia en lengua britana, pero hay dos monjes que saben leer y cualquiera de ellos podría decírselo a Sansum; por eso la escribo en sajón, y confío en que Igraine no la altere cuando Dafydd la traduzca. Sé lo que quiere Igraine: quiere que Arturo eche a correr entre cadáveres y que Ginebra lo espere con los brazos abiertos, y que los dos se extasíen en el encuentro; tal vez fuera así, aunque sospecho que no, pues a ella se lo impediría la altivez y a él, la timidez. Supongo que lloraron al reencontrarse, pero ninguno de ellos me lo contó y no tengo intención de inventármelo. Sé que Arturo fue feliz después de Mynydd Baddon y que esa felicidad no se debió únicamente a la victoria sobre los sajones.
—¿Y Argante? —quiso saber Igraine—. ¡Cuántos cabos sueltos dejáis, Derfel!
—También llegaremos a Argante.
—Pero su padre estaba allí. ¿No se ofendió Oengus porque Arturo volviera con Ginebra?
—Os contaré todo lo referente a Argante —le prometí— a su debido tiempo.
—¿Y Ahmar y Loholt? ¡No los habréis olvidado!
—Escaparon —dije—. Encontraron una barca de mimbre y cuero y cruzaron el río remando. Me temo que aún volveremos a encontrarlos en este relato.
Igraine trató de sonsacarme más detalles, pero le repetí que contaría la historia a mi ritmo y siguiendo mi orden. Por fin, dejó de interrogarme y se agachó a guardar los pergaminos en la bolsa de cuero donde solía llevarlos al Caer; le costaba trabajo agacharse pero no quiso que la ayudara.
—Cuánto me alegraré el día en que nazca mi hijo —dijo—. Tengo los pechos doloridos, me duelen las piernas y la espalda y ya no camino sino que me arrastro como un ganso. Brochvael también está harto ya.
—A los esposos nunca les gusta que sus esposas estén encintas —dije.
—En tal caso, podrían poner menos empeño en llenarles el vientre —dijo Igraine con aspereza. Hizo una pausa para escuchar las voces que Sansum daba al hermano Llewellyn por haber olvidado el cubo de leche en el pasadizo. Pobre Llewellyn. Es novicio en el monasterio y no hay quien trabaje y reciba menos gratitud a cambio; por culpa de un cubo de madera de tilo ha sido condenado a una paliza diaria durante una semana a manos de san Tudwal, el joven, poco más que un niño, a quien se mima como posible sucesor de Sansum. Iodo el monasterio vive en el temor de Tudwal, solo yo escapo a sus peores resentimientos gracias a la amistad de Igraine. Sasum necesita tanto la protección de su esposo que no se arriesga a disgustarla.
—Esta mañana —dijo Igraine— vi un ciervo con una sola asta. Es un mal presagio, Derfel.
—Los cristianos —contesté— no creemos en presagios.
—Pero veo que tocáis el clavo de vuestro pupitre.
—No siempre somos buenos cristianos.
—Me preocupa el alumbramiento —dijo tras un silencio.
—Todos rogamos por vos —dije, sabiendo que la respuesta era inadecuada. No obstante, yo había hecho algo más que rezar en la pequeña capilla del monasterio. Un día encontré una piedra de águila, inscribí el nombre de mi reina en ella y la enterré junto a un fresno. Si Sansum llegara a saber que he hecho tal conjuro, olvidaría lo mucho que depende de la protección de Brochvael y mandaría a Tudwal que me desangrara a latigazos un mes entero. Aunque, si supiera que estoy escribiendo la historia de Arturo, haría lo mismo.
Y seguiré escribiéndola, y durante un tiempo será grato, pues llega la época feliz, los años de paz. Aunque también fueron años de oscuridad, mas no lo veíamos porque sólo teníamos ojos para la luz y nunca nos preocupamos de las tinieblas. Creíamos haber disipado la oscuridad y que el sol luciría sobre Britania eternamente. Mynydd Baddon fue la victoria de Arturo, su mayor gesta, y tal vez la historia habría de concluir aquí; sin embargo, Igraine tiene razón, la vida no tiene finales determinantes y por eso debo continuar el relato de Arturo, mi señor, mi amigo y el salvador de Britania.
Arturo perdonó la vida a los hombres de Aelle. Ellos depusieron las armas y fueron distribuidos como esclavos entre los triunfadores. Llamé a unos cuantos para cavar la fosa de mi padre. Cavamos profundamente en aquella tierra blanda y húmeda cercana al río, y allí depositamos a Aelle con los pies mirando al norte y la espada en la mano, con la coraza sobre el corazón atravesado, el escudo sobre el vientre y la lanza que lo había matado junto al cuerpo; después llenamos la fosa nuevamente y recé una oración a Mitra mientras los sajones rezaban a su dios del trueno.