Authors: Bernard Cornwell
Arturo volvió al día siguiente de la aparición de las primeras tumbas sajonas. Espoleó al caballo collado arriba hasta la escabrosa ladera septentrional de Mynydd Baddon, y Ginebra se caló inmediatamente su nuevo yelmo y se acuclilló con mis hombres. El cabello rojo se exhibía bajo el borde del casco como un banderín, pero Arturo fingió no percatarse. Salí a recibirlo y en mitad tic la cima me detuve y lo miré asombrado.
Su escudo era un círculo de tablas de sauce cubierto de cuero y, sobre el cuero, una fina lámina de plata pulida que brillaba a la luz del sol, pero descubrí un nuevo símbolo en su escudo. Era una cruz, una cruz roja hecha de tiras de tela y pegada con cola sobre la plata. La cruz cristiana. Él, en viendo mi asombro, sonrió.
—¿Te gusta, Derfel?
—¿Os habéis convertido al cristianismo, señor? —pregunté consternado.
—Todos nos hemos convertido al cristianismo —me dijo—, y tú también. Marcad una cruz en los escudos con una punta de lanza candente.
Escupí para ahuyentar el mal.
—¿Qué es lo que nos pedís, señor?
—Ya me has oído, Derfel —dijo. Apeóse de Llamrei y echó a andar hacia las murallas del sur, desde donde se veía al enemigo—. Siguen ahí —comentó—, bien.
Cuneglas se había acercado a nosotros y oyó las palabras de Arturo.
—¿Queréis que marquemos nuestros escudos con una cruz? —preguntó.
—Nada puedo exigir de vos, lord rey —replicó Arturo—, mas sería muy grato para mí que colocarais una cruz en vuestro escudo y en los escudos de vuestros hombres.
—¿Por qué? —preguntó Cuneglas, encendido de ira. Era proverbial su odio por la nueva fe.
—Porque la cruz —dijo Arturo, sin dejar de otear al enemigo— es el precio que pagamos por el ejército de Gwent.
Cuneglas miraba a Arturo de hito en hito sin dar crédito a sus oídos.
—¿Meurig viene? —preguntó.
—No —respondió Arturo—, Meurig no. Viene el rey Tewdric. El buen rey Tewdric.
Tewdric era el padre de Meurig, el rey que había renunciado al trono para convertirse en monje, y Arturo había ido a Gwent a suplicar al anciano—. Sabía que era posible —comentó Arturo— porque Galahad y yo hemos estado todo el invierno hablando con Tewdric. —Arturo nos contó que, al principio, el viejo rey se mostraba remiso a abandonar su piadosa vida de privaciones, pero otros hombres de Gwent habían unido sus ruegos a los de Arturo y Galahad, tras varias noches de oración en su reducida capilla. Tewdric declaró a regañadientes que asumiría el trono de nuevo, temporalmente, y conduciría al ejército hacia el sur. Meurig se opuso a tal decisión, pues la consideraba justa mente como una medida reprobatoria y humillante, pero el ejército de Gwent se puso de parte de su viejo rey y ya habían emprendido la marcha hacia el sur—. Mas todo tiene precio —admitió Arturo—. Tuve que hincar la rodilla ante su dios y prometer que le atribuiría a él la victoria, aunque sería capaz de atribuir la victoria a cualquier dios que Tewdric me ordenara con tal de que traiga a sus lanceros.
—¿Y además de eso, a cuánto sube el precio? —preguntó Cuneglas astutamente.
—Quiere que vos —dijo Arturo con mala cara— permitáis la entrada de misioneros en Powys.
—¿Nada más? —insistió Cuneglas.
—Tal vez haya dado la impresión —confesó Arturo— de que se lo permitiríais. Lo lamento, lord rey. Me plantearon tal exigencia hace tan sólo dos días, fue idea de Meurig y era necesario salvar el orgullo del hijo de Tewdric. —Cuneglas hizo una mueca. Había procurado por todos medios librar a su país del cristianismo, pues juzgaba que Powys no necesitaba la acritud que siempre conllevaba la nueva fe, pero no protestó ante Arturo. Debió de considerar que más valía tener cristianos en Powys que sajones.
—¿Eso es todo lo que habéis prometido a Tewdric, señor? —pregunté receloso a Arturo. No había olvidado las pretensiones de Meurig al trono de Dumnonia ni el deseo de Arturo de deshacerse de tal responsabilidad.
—En estos tratados siempre hay algunos detalles por los que no vale la pena molestarse —respondió Arturo airosamente—, pero prometí liberar a Sansum. ¡Ahora es obispo de Dumnonia! Y consejero real, nuevamente. Tewdric insistió en ese punto. Cada vez que ahogo a nuestro buen obispo, él sale a flote de nuevo. —Y rompió a reír.
—¿Y no os habéis comprometido a nada más, señor? —insistí, receloso todavía.
—Derfel, me he comprometido a todo lo que ha sido necesario para asegurarme la intervención de Gwent a nuestro favor —respondió Arturo con firmeza—, y ellos se han comprometido a estar aquí dentro de dos días con seiscientos lanceros de los mejores. Hasta Agrícola ha decidido que no es tan viejo como para quedarse atrás. ¿Te acuerdas de Agrícola, Derfel?
—Naturalmente, señor —dije. Agrícola, el antiguo caudillo de Tewdric, aunque contara muchos años, seguía siendo uno de los guerreros más renombrados de Britania.
—Vienen todos desde Glevum —dijo Arturo señalando hacia poniente, por donde el camino de Glevum se asomaba ni valle del río—, y cuando lleguen me uniré a él y juntos atacaremos el valle directamente. —Estaba de pie en el terraplén de la muralla, desde donde dominaba el profundo valle, pero no veía los campos, los caminos y las cosechas que rizaba el viento, ni las lápidas del cementerio romano, sino que imaginaba el desarrollo del plan de batalla—. Al principio, los sajones quedarán confundidos —prosiguió—, pero después el enemigo en masa se desplazará por ese camino —y señaló al camino de la Zanja, que quedaba justo al pie de Mynydd Baddon—. Vos, mi señor rey —dijo, con una inclinación de cabeza a Cuneglas— y tú, Derfel —añadió; bajó del terraplén de un salto y me hundió un dedo en el estómago— los atacaréis por los flancos. ¡Directos cerro abajo contra sus escudos! Nos uniremos a vosotros —dijo, describiendo una curva con la mano para ilustrar que sus tropas darían una vuelta alrededor del flanco norte de los sajones —y entonces los aplastaremos contra el río.
Arturo llegaría desde el oeste y nosotros atacaríamos desde el norte.
—Y ellos escaparán por el este —dije con acritud. Arturo hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Culhwch parte mañana hacia el norte a reunirse con los Escudos Negros de Oengus mac Airem, que ya están en camino desde Corinium en estos momentos. —Estaba plenamente satisfecho de sí mismo, y no era de extrañar pues, si todo resultaba según los planes, rodearíamos al enemigo y después lo pasaríamos por las armas. De todas formas, el plan tenía riesgos. Supuse que tan pronto como llegaran los hombres de Twedric y los Escudos Negros de Oengus se unieran a nosotros, la desproporción entre los ejércitos no sería tan grande, pero Arturo proponía dividir nuestro ejército en tres partes y, si los sajones no perdían la cabeza, podrían destruir cada parte por separado. Mas si se dejaban ganar por el pánico y nosotros atacábamos con fuerza y ferocidad, y si se dejaban confundir por el ruido, la polvareda y el horror, tal vez lográramos conducirlos como reses al matadero—. Dos días —dijo Arturo—, sólo dos días. Ruguemos por que nada de esto llegue a oídos de los sajones y por que se queden donde están. —Pidió a Llamrei, echó una ojeada al lancero pelirrojo y fue a reunirse con Sagramor en la loma del otro lado del collado.
La víspera de la batalla, por la noche, marcamos la cruz en nuestros escudos con hierro candente. No era tan alto el precio a cambio de la victoria, aunque bien sabía yo que no era lo único que habríamos de pagar. El total se completaría en sangre.
—Creo, señora —le dije a Ginebra aquella noche—, que mañana deberíais quedaros aquí arriba.
Estábamos compartiendo un cuerno de hidromiel. Me había chulo cuenta de que le gustaba conversar hasta bien entrada la noche y solía sentarme a su hoguera antes de irme a dormir. Se rio cuando le aconseje que permaneciera en Mynydd Baddon mientras los demás íbamos a la lucha.
—Siempre te he tenido por un lerdo, Derfel —dijo—, lerdo, sucio e imperturbable. Ahora empiezo a apreciarte, así que por favor no me obligues a pensar que no me había equivocado desde el principio.
—Señora —le rogué—, la barrera de escudos no es lugar para una dama.
—Ni tampoco la prisión, Derfel. Además, ¿crees que ganaréis sin mí? —Estaba sentada a la entrada de la cabaña que habíamos levantado con las carretas y unos cuantos árboles. Le habían cedido un ala entera del barracón para que se organizara y aquella noche me invitó a compartir con ella una porción de buey a la brasa, lomo de uno de los animales que habían arrastrado las carretas hasta la cima de Mynydd Baddon. La fogata donde habíamos preparado la carne estaba a punto de apagarse y despedía humo hacia las brillantes estrellas que se arqueaban por encima del mundo. La luna, como una hoz, estaba baja sobre los montes meridionales y destacaba la silueta de los centinelas que paseaban por los parapetos—. Quiero verlo todo hasta el final —dijo con los ojos brillantes a pesar de la oscuridad—. No he disfrutado tanto en muchos años, Derfel, en muchos años.
—Lo que mañana va a suceder en el valle, señora —dije—, no es para disfrutar. Va a ser un trabajo desagradable.
—Lo sé —dijo, e hizo una pausa—, pero tus hombres creen que les doy la victoria. ¿Les negarás mi presencia cuando más ardua es la tarea?
—No, señora —cedí—. Pero os ruego que os pongáis a salvo.
La vehemencia de mis palabras le hizo sonreír.
—¿Me ruegas que conserve la vida, Derfel, o temes que Arturo se enfade contigo si me sucede algo?
—Creo que podría enfadarse, señora —admití tras un momento de vacilación.
Ginebra paladeó la respuesta un rato.
—¿Ha preguntado por mí? —inquirió al cabo.
—No —respondí sinceramente—, ni una vez.
Clavó la vista en los restos de la hoguera.
—Tal vez se haya enamorado de Argante —dijo con melancolía.
—No creo que soporte su presencia, si quiera —dije. Una semana antes, no se me habría ocurrido mostrar tanta franqueza, pero Ginebra y yo nos habíamos acercado mucho el uno al otro últimamente—. Es muy joven para él —añadí—, y no tan inteligente como sería necesario.
Levantó los ojos, matizados por el resplandor de las brasas, y me miró con aires de desafío.
—Inteligente —dijo—, yo me creía inteligente. Pero todos creéis que soy una insensata, ¿no es así?
—No, señora.
—Nunca has sabido mentir, Derfel. Por eso no has sido cortesano jamás. Para ser buen cortesano hay que saber mentir con una sonrisa. —Volvió a perder la mirada en la hoguera y permaneció largo rato en silencio; cuando habló de nuevo, en su voz ya no había deje burlón. Tal vez la proximidad de la batalla le hiciera alcanzar un estrato de sinceridad como nunca le había visto—. Fui una insensata —dijo en voz baja, tan baja que tuve que inclinarme hacia adelante para oír lo que decía por sobre los chasquidos de la hoguera y las canciones de mis hombres—. Ahora me digo a mí misma que fue una especie de locura —prosiguió—, aunque no lo creo así. No fue más que ambición. —Volvió a quedarse en silencio contemplando las llamas moribundas—. Quería ser la esposa de un César.
—Lo erais —dije, pero ella negó con la cabeza.
—Arturo no es un César. No es tirano, y creo que yo deseaba que lo fuera, algo parecido a Gorfyddyd. —Gorfyddyd era el difunto padre de Ceinwyn y Cuneglas, un rey de Powys sanguinario, enemigo de Arturo, y, si el rumor era cierto, amante de Ginebra. Ginebra debía de estar pensando en tal rumor, pues de pronto me clavó la mirada—. ¿Te he contado alguna vez que quiso violarme?
—Sí, señora.
—Pues no es cierto. —Hablaba sombríamente—. No sólo lo intentó, sino que lo hizo. O así me lo dije a mí misma. —Hablaba como a breves espasmos, como si la verdad fuera difícil de reconocer—. Aunque tal vez no se tratara de una violación. Yo quería oro, honor, posición. —Jugueteaba con el orillo del jubón sacando trocitos de hilo del tejido desgastado. Me sentía cohibido pero no la interrumpí porque sabía que tenía ganas de hablar—. Nunca me dio nada. Gorfyddyd sabía exactamente lo que yo quería, pero aún sabía mejor lo que quería para sí y jamás tuvo intención de satisfacer mi precio. Sin embargo, me prometió a Valerin. ¿Sabes qué planes tenía yo para Valerin? —Volvió a mirarme con osadía, pero el brillo de sus ojos no era ya el reflejo del fuego sino el velo de las lágrimas.
—No, señora.
—Iba a convertirlo en rey de Powys —dijo en tono vengativo—. Pensaba utilizar a Valerin para vengarme de Gorfyddyd. Podría haberlo hecho, pero entonces apareció Arturo.
—En el valle del Lugg maté a Valerin.
—Ya lo sé.
—Y tenía un anillo en el dedo, señora —añadí—, con vuestra insignia.
Seguía mirándome, sabía a qué anillo me refería.
—¿Con una cruz de amante? —pregunto en voz baja.
—Sí, señora —dije, y toqué mi anillo de amante, pareja del que lucía Ceinwyn. Mucha gente usaba tales anillos, marcados con una cruz, pero pocos lo habían forjado con oro de la olla mágica de Clydnno Eiddyn, como era el caso de los nuestros.
—¿Qué hiciste con el anillo? —preguntó Ginebra.
—Lo tiré al río.
—¿Se lo dijiste a alguien?
—Sólo lo sabe Ceinwyn; y también Issa, porque lo encontró y me lo dio.
—¿Y no se lo dijiste a Arturo?
—No.
—Creo —dijo con una sonrisa— que has sido mejor amigo de lo que suponía, Derfel.
—De Arturo, señora. Lo hice por protegerlo a él, no a vos.
—Sí, supongo que es cierto. —Volvió a clavar la vista en la hoguera—. Cuando todo esto termine —dijo—, procuraré dar a Arturo lo que desea.
—¿Os referís a vos misma?
—¿Es eso lo que desea? —preguntó, sorprendida por mi insinuación.
—Os ama. Aunque no pregunte por vos, os busca cada vez que viene. Os buscaba incluso cuando estabais en Ynys Wydryn. Nunca habla de vos conmigo, pero a Ceinwyn le enciende las orejas.
Ginebra hizo una mueca.
—¿Sabes cuánto puede llegar a empalagar el amor, Derfel? No quiero ser adorada. No quiero verme complacida hasta en el más ínfimo deseo. Necesito saber que hay algo oculto. —Se expresaba con vehemencia y abrí la boca para defender a Arturo, pero ella me impuso silencio con un gesto—. Ya lo sé, Derfel, ahora no tengo derecho a aspirar a nada. Seré buena, te lo prometo. —Sonrió—. ¿Sabes por qué Arturo no me hace ningún caso ahora?
—No, señora.
—No quiere habérselas conmigo hasta que la victoria sea suya.
Pensé que seguramente tenía razón, pero Arturo no había dado muestras visibles de afecto, de modo que me pareció oportuno poner una nota de advertencia.