Authors: Bernard Cornwell
—iVamos! —gritó Ginebra—. ¡Vamos! —Los hombres resoplaban empujando y tirando, y los carros avanzaban más deprisa—. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! —gritaba Ginebra, y más hombres se apiñaron tras los pesados carros empujándolos por el terraplén, último vestigio de la antigua fortificación. Por un instante creí que el pequeño lomo de tierra nos vencería, pues ambas carretas dejaron de rodar paulatinamente hasta detenerse por completo, y la densa humareda que despedían envolvió a los hombres asfixiándolos, pero Ginebra siguió animándolos y ellos rechinaron los dientes en el último gran esfuerzo por aupar los carros hasta el otro lado del terraplén.
—¡Empujad! —gritó Ginebra—. ¡Empujad! —Los carros vacilaron en lo alto del terraplén y luego empezaron a inclinarse hacia adelante a medida que los hombres empujaban desde abajo—. ¡Ya! —gritó Ginebra, y de pronto, nada podía detener las carretas, pues sólo había una pronunciada pendiente y la masa del enemigo. Los que empujaban se alejaron tambaleándose, exhaustos tras el esfuerzo, mientras las dos carretas en llamas empezaban a rodar ladera abajo.
Al principio rodaban despacio, pero enseguida tomaron velocidad y empezaron a dar trompicones en las irregularidades del suelo, de modo que por los lados iban derramándose ardientes teas. La pendiente se hizo más pronunciada y los dos impresionantes proyectiles volaban ladera abajo; dos enormes cargas de madera y fuego bajaban estrepitosamente hacia la sobrecogida formación sajona.
Los sajones no tenían escapatoria. Las filas eran compactas y los hombres no podían huir de las carretas, las cuales se precipitaban atinadamente, envueltas en humo y llamas, hacia el centro mismo del ejército enemigo.
—¡A cerrar! —grité a mis hombres—. ¡Rehaced la barrera! ¡Rehaced la barrera!
Cerramos la formación en el momento en que las carretas alcanzaban la diana. El frente enemigo quedó paralizado, algunos hombres trataban de escapar pero no había salida para los que se hallaban en la trayectoria de las carretas. Oí gritos cuando las lanzas encajadas en la parte delantera de los carros se clavaron en la masa humana; después, una de las carretas, al chocar contra los caídos, alzó el morro, pero siguió adelante aplastando hombres a su paso, quemándolos, derribándolos. Un escudo se partió en dos bajo el peso de una rueda. La otra carreta entró en colisión con la línea sajona y viró. Se mantuvo sobre dos ruedas un momento y luego cayó de lado derramando un río de fuego sobre las filas del enemigo. Donde antes hubiera una multitud compacta y disciplinada no quedó sino confusión, temor, pánico... Cundió el caos incluso entre los que no fueron arrollados directamente por las carretas, pues el impacto de los vehículos estremeció y quebrantó las ordenadas filas.
—¡A la carga! —grité—. ¡Adelante!
Salté del terraplén con un grito de guerra. No tenía intención de seguir a las carretas ladera abajo, pero fue tal la destrucción que sembraron y el horror que infundieron al enemigo que me pareció el momento de aumentarlo.
Bajamos corriendo, gritando. Eran gritos de victoria, apropiados para infundir pavor en un enemigo casi derrotado. Los sajones nos superaban en número todavía, pero habían roto la barrera de escudos, estaban sin resuello y nosotros los asaltamos desde las alturas como furias vengativas. Dejé la lanza clavada en el vientre de un hombre, desenvainé a Hywelbane cual látigo y empecé a segar en derredor como si de heno se tratara. En semejantes batallas no hay cálculo, no hay táctica, sólo un placer desbordante por dominar al enemigo, por matar, por ver el miedo en sus ojos y provocar la desbandada de las filas de retaguardia. Yo gritaba entusiasmado, de forma enloquecedora, disfrutando de la carnicería, y a mi lado, mis colas de lobo despedazaban, acuchillaban y se reían de un enemigo que se había jactado de que terminaría la jornada bailando sobre nuestros cadáveres.
Y aun habrían podido vencernos, pues eran numerosísimos, mas ardua es la tarea de luchar desde una barrera de escudos deshecha, y cuesta arriba por demás; nuestro súbito ataque terminó de destrozarles el ánimo. Por otra parte, la mayor parte de los sajones había bebido en exceso. Los borrachos luchan bien cuando les favorece la victoria, pero en la derrota se amilanan pronto y, aunque Cerdic trataba de retenerlos en la batalla, los lanceros huyeron despavoridos. Algunos de mis jóvenes bisoños sintieron la tentación de perseguirlos más allá, y un puñado cedió a la tentación; se alejaron más de lo conveniente y pagaron su temeridad. Grité al resto que permanecieran donde estaban. Casi todos los enemigos lograron escapar, pero habíamos vencido y para demostrarlo pisoteamos la sangre sajona en un campo sembrado de muertos, heridos y armas. La carreta que había volcado ardía en la ladera, un sajón aullaba, atrapado bajo su peso, y la otra siguió rodando hasta estrellarse contra un matorral, al pie del cerro.
Algunas mujeres bajaron a hacerse con un botín despojando a los muertos y a rematar a los heridos. Ni Cerdic ni Aelle se hallaban entre los abandonados en la ladera, pero sí un gran caudillo cargado de oro y con una espada de pomo decorado con oro y funda de cuero blando y fino repujado de plata; tomé el cinturón y la espada del muerto y se los presenté a Ginebra. Me arrodillé ante ella, cosa que no había hecho jamás.
—Vuestra es la victoria, señora —dije—, vuestra solamente—y le ofrecí la espada.
Se la ciñó y me ayudó a levantarme.
—Gracias, Derfel —dijo.
—Es una buena espada —dije.
—No te agradezco la espada, sino la confianza que has puesto en mí. Siempre he sabido que era apta para la lucha.
—Mucho más que yo, señora —dije atribulado. ¿Por qué no se me había ocurrido a mí utilizar las carretas?
—¡Mucho más que ellos! —replicó Ginebra, refiriéndose a los sajones vencidos. Sonrió—. Y mañana lo repetiremos.
Los sajones no volvieron aquel atardecer. El crepúsculo fue delicioso, suave y luminoso. Mis centinelas recorrían el muro a medida que las fogatas sajonas iban encendiéndose entre las sombras crecientes del val. Cenamos y, después de la comida, hablé con Scarach, la mujer de Issa; ella llamó a unas cuantas mujeres y entre todas reunieron varias agujas, cuchillos e hilo. Les proporcioné mantos recogidos entre los sajones caídos y ellas trabajaron a las últimas luces del día y durante toda la noche a luz de nuestras hogueras.
Y así, por la mañana, cuando Ginebra se despertó, había tres enseñas en el frente meridional de la fortificación de Mynydd Baddon: el oso de Arturo, la estrella de Ceinwyn y, en el centro, en el lugar de honor, como convenía a un victorioso señor de la guerra, la enseña de Ginebra, el ciervo coronado por la luna. El viento del alba la hizo ondear, ella la vio y yo la vi sonreír.
Entre tanto, abajo, los sajones reunían sus lanzas nuevamente.
Los tambores empezaron al amanecer y, al cabo de una hora, cinco hechiceros aparecieron en las primeras ondulaciones de Mynydd Baddon. Al parecer, Cerdic y Aelle habían decidido vengar la humillación recibida.
Los cuervos despedazaban a los más de cincuenta cadáveres sajones que aún yacían en la ladera cerca de los restos calcinados de la carreta; algunos hombres querían arrastrar los cadáveres hasta el parapeto y levantar una fila hórrida de cuerpos para recibir el siguiente asalto del enemigo, pero se lo prohibí. Me imaginaba que, sin tardanza, nuestros propios cadáveres estarían a disposición de los sajones y, si profanábamos a sus muertos, ellos nos profanarían a nosotros después.
Enseguida comprendimos que los sajones no se arriesgarían a intentar otro asalto al que pudiera poner caótico fin una simple carreta suelta. Formaron una veintena de columnas que subirían el cerro por el sur, el este y el oeste. En cada grupo sólo había setenta u ochenta hombres, pero entre los tres nos aplastarían. Quizá pudiéramos rechazar tres o cuatro columnas, pero el resto asaltaría la fortificación fácilmente, de modo que sólo nos restaba rezar, cantar, comer y, quien lo necesitase, beber. Nos prometimos una buena muerte unos a otros con la intención de luchar hasta el fin y cantar mientras pudiéramos, pero creo que todos sabíamos que el final no sería un canto de desafío sino un fárrago de humillación, dolor y terror. Para las mujeres sería aún peor.
—¿Tendría que rendirme? —pregunté a Ceinwyn.
—No es cosa que yo deba decir —respondió, sorprendida.
—Nada hago sin tu consejo —le dije.
—En la guerra no tengo consejos que darte, excepto, acaso, preguntar qué pasará con las mujeres y los niños si no te rindes.
—Serán violadas, esclavizadas o entregadas como esposas a los que necesiten mujer.
—¿Y si te rindes?
—Algo semejante —admití. Sólo que las violaciones no serían tan precipitadas.
Ceinwyn sonrió.
—Entonces, creo que no necesitas mi consejo. Ve a la lucha, Derfel, y si no vuelvo a verte hasta el otro mundo, no olvides que cruzarás el puente de espadas con mi amor.
La abracé, besé a mis hijas y volví al risco sobresaliente de la muralla sur a observar el inicio del ascenso del cerro. El asalto no sería tan difícil de organizar como el primero, pues el día anterior había sido preciso formar a una gran muchedumbre e imbuirla de coraje, mientras que para la segunda ofensiva los sajones no precisaban mayor motivación. Iban a vengarse y avanzaban en grupos tan reducidos que aunque hubiéramos precipitado una carreta colina abajo, la habrían esquivado sin dificultad. No corrían, pues no tenían necesidad de apresurarse.
Dividí a mis hombres en diez pelotones, cada uno al cargo de dos columnas sajonas, pero dudaba que ni mis mejores soldados resistieran más de tres o cuatro minutos. Más probable era que echaran a correr a proteger a sus mujeres tan pronto como el enemigo amenazara con envolvernos por los flancos, y entonces la batalla se convertiría en una triste matanza de un solo bando en torno a una única cabaña y hogueras circundantes. Pues que así sea, me dije, y recorrí los pelotones dando las gracias a mis hombres por los servicios prestados y animándolos a acabar con cuantos sajones pudieran. Les recordé que todo enemigo al que mataran en la batalla sería su servidor en el otro mundo.
—Así pues, matadlos, y que los sobrevivientes recuerden esta batalla con horror.
Unos cuantos empezaron a cantar la canción de la muerte de Werlinna, una melodía lenta y melancólica que se cantaba en las piras funerarias de los guerreros. Canté con ellos sin perder de vista a los sajones, que continuaban acercándose y, puesto que cantaba con el yelmo ceñido a las orejas, no oí que Niall de los Escudos Negros me llamaba desde el extremo opuesto del cerro.
No me volví hasta oír el vitoreo de las mujeres. Al principio no percibí nada extraordinario, pero después, sobrepuesta al redoble de los tambores sajones, oí la nota aguda y chillona de un cuerno.
Conocía la llamada de ese cuerno. Habíala escuchado por vez primera cuando era un joven lancero bisoño y Arturo llegó y me salvó la vida, como volvía a suceder.
Llegó cabalgando con sus jinetes y Niall me avisó a gritos tan pronto los jinetes, fuertemente armados, barrieron a los sajones del cerro del otro lado del collado y bajaron la ladera al galope. Las mujeres de Mynydd Baddon corrieron a asomarse al terraplén para verlo, pues Arturo no se dirigía directamente a la cima sino que conducía a sus hombres alrededor de la ondulación superior del cerro. Llevaba la cota de mallas maclada, el yelmo con incrustaciones de oro y el escudo de plata batida, y su poderosa enseña guerrera desplegada con el oso negro ondeando amenazadora sobre un campo de lino tan blanco como las plumas de ganso de su yelmo. El manto, blanco como siempre, se le hinchaba a la espalda y en la base de la hoja de su larga pica agitábase un gallardete de cintas blancas. Todos los sajones desplegados por las ondulaciones más bajas de Mynydd Baddon sabían quién era y los estragos que los enormes corceles podían causar en sus pequeñas columnas. Arturo llegó sólo con cuarenta hombres, pues el año anterior, Lancelot se había apoderado de una gran parte de sus valiosos corceles de batalla, pero cuarenta hombres fuertemente armados, montados en otros tantos caballos, eran capaces de aniquilar a la infantería de forma horrenda.
Arturo se detuvo bajo el ángulo meridional de la fortificación. El viento soplaba con suavidad, así que la enseña de Ginebra no se distinguía, no era más que una enseña cualquiera colgada en el asta provisional. Me buscaba, y por fin reconoció mi yelmo y mi armadura.
—¡Me siguen doscientos lanceros a un kilómetro y medio! —me dijo a grandes voces.
—¡Bien, señor —contesté—, y sed bienvenido!
—¡Podemos esperar a que lleguen los lanceros! —añadió, e hizo seña a sus hombres de que lo siguieran. No bajó el cerro, sino que siguió cabalgando alrededor de las ondulaciones más altas de Mynydd Baddon como retando a los sajones a que subieran y se enfrentaran a él.
Pero la visión de los caballos fue suficiente para detenerlos, pues ningún sajón deseaba ser el primero en cruzarse en el camino de las lanzas galopantes. Si las fuerzas enemigas se hubieran reunido, habrían arrollado a los hombres de Arturo fácilmente, pero la curvatura del terreno impedía a los sajones verse unos a otros, y cada grupo debía de preferir que fuera otro quien osara iniciar el ataque, de modo que ninguno lo hizo. De vez en cuando, una banda de hombres más bravos trepaba un poco más arriba, pero tan pronto como aparecían de nuevo los caballos de Arturo, se retiraban inquietos cerro abajo. El propio Cerdic acudió a arengar a los hombres que ocupaban el terreno inferior del ángulo sur, pero tan pronto Arturo se dispuso a enfrentarse a ellos, los sajones flaquearon. Esperaban una batalla sin obstáculos contra un reducido número de lanceros y no estaban preparados para habérselas con la caballería, cuando menos ladera arriba y tratándose de la caballería de Arturo. Otros guerreros a caballo no los habrían asustado tanto, pero conocían el significado del manto blanco, el penacho de plumas de ganso y el escudo que brillaba como el mismo sol. Significaba que les había llegado la hora de la muerte y ninguno estaba dispuesto a subir a su encuentro.
Media hora más tarde, la infantería de Arturo asomó por el collado. Los sajones que se habían apoderado del cerro situado al norte del collado huyeron al ver llegar nuestros refuerzos y los cansados lanceros subieron hasta nuestras murallas aclamados por vítores ensordecedores. Los sajones oyeron nuestras voces y vieron las lanzas asomando por sobre la antigua muralla y con ello abandonaron sus ambiciones aquel día. Las columnas se retiraron y Mynydd Baddon se salvó nuevamente aquella jornada.