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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (54 page)

Mordred llegó a última hora de la tarde del segundo día. Venía cabalgando por el este, al frente de una larga columna de lanceros de a pie que saludaron a gritos a los de Amhar. Un grupo de jinetes acompañaba al rey, entre los cuales se encontraba el manco Loholt. Confieso que sentí miedo al verlo. Algunos hombres de Mordred llevaban fardos, cargados de cabezas humanas, sospeché y no erré, y en menor número de lo que me temía. Veinte o treinta cabezas fueron a sumarse al montón envuelto en moscas y ninguna parecióme de piel negra. Sospeché que Mordred había caído por sorpresa sobre una patrulla de Sagramor, con la consiguiente masacre, pero sin acertar en el objetivo principal. Sagramor seguía libre, y fue un alivio. Sagramor era un amigo incomparable y un enemigo de temer. Arturo habría sido un buen enemigo, pues siempre se inclinó hacia el perdón, mas Sagramor era implacable. El númida era capaz de perseguir a un enemigo hasta el último rincón del mundo.

Sin embargo, la libertad de Sagramor no sirvió de nada aquella noche. Mordred, cuando supo que yo había caído cautivo, gritó de puro gozo y luego quiso ver la mancillada enseña de Gwydre. Se rió del oso y el dragón y ordenó que tendieran el paño en el suelo y que sus hombres orinasen encima. Loholt incluso bailó de alegría al saber de mi cautiverio, pues allí mismo, en aquella misma cima, había perdido él la mano. La mutilación fue el castigo impuesto por osar rebelarse contra su padre y podría vengarse en el amigo de éste.

Mordred quería verme y mandó a Amhar a buscarme; me llevó por la correa hecha con mi barba. Lo acompañaba un hombretón enorme, desdentado y con ojos como platos, el cual se agachó para entrar en la cabaña y, agarrándome por los pelos, me obligó a ponerme a cuatro patas y me sacó a empellones. Amhar me ciñó la correa al cuello y, cuando traté de levantarme, me hizo permanecer a cuatro patas.

—¡Arrástrate! —me ordenó. El bruto desdentado me empujó la cabeza contra el suelo, Amhar tiró de la correa y tuve que subir a la cima a cuatro patas entre filas de hombres, mujeres y niños que se reían. Todos me escupían al pasar, recibí unas cuantas patadas y golpes de asta de lanza pero Amhar no permitió que me hirieran. Me quería entero para mayor placer de su hermano.

Loholt aguardaba junto al montón de cabezas. Tenía el muñón de la mano derecha envuelto en un casco de plata al final del cual, en el lugar que habría ocupado la mano, se había hecho fijar dos garras de oso. Sonrió al ver que me acercaba arrastrándome a sus pies, pero estaba tan transido de gozo que no fue capaz de hablar. Empezó a farfullar y a escupirme sin parar de darme patadas en el vientre y en las costillas. Me golpeaba con fuerza, pero le cegaba la furia y pateaba sin mirar, de modo que apenas me hizo algunos moratones. Mordred observaba desde el trono, encumbrado en lo alto del montón de cabezas, con todas sus moscas.

—¡Basta! —dijo al cabo de un rato, y Loholt se apartó con un puntapié de despedida—. Lord Derfel —me saludó Mordred con cortesía bufa.

—Lord rey —respondí. Me flanqueaban Loholt y Amhar y, en torno al montón de cabezas se había congregado una multitud ansiosa a contemplar mi humillación.

—En pie, lord Derfel —me ordenó Mordred.

Me levanté y lo miré directamente, mas no le vi la cara porque el sol se ponía por detrás de él y me deslumhraba. Argante estaba a un lado del montón de cabezas, y con ella estaba Fergal, su druida. Debían de haber cabalgado hacia el norte desde Durnovaria durante el día, pues no los había visto hasta el momento. Argante sonrió al ver mi rostro pelado.

—¿Qué le ha pasado a vuestra barba, lord Derfel? —preguntó Mordred con fingida preocupación.

No respondí.

—¡Habla! —me ordenó Loholt, y me cruzó la cara de un zarpazo arañándome con las garras de oso.

—Me la cortaron, lord rey —dije.

—¡Os la cortaron! —Se rió—. ¿Y sabéis por qué os la cortaron, lord Derfel?

—No, señor.

—Porque sois enemigo mío —dijo.

—No es cierto, lord rey.

—¡Eres enemigo mío! —gritó, enrabiándose de pronto y golpeando el brazo de la silla por ver si me achicaba ante tanta furia—. Cuando era niño —anunció a todos— me crió este desecho. ¡Me pegaba! ¡Me odiaba! —La multitud se mofó hasta que Mordred impuso silencio con un gesto de la mano—. Esto que veis —prosiguió, apuntándome con el dedo para aumentar la mala suerte de sus palabras— ayudó a Arturo a cortar la mano al príncipe Loholt. —La multitud, enardecida, prorrumpió en aullidos nuevamente—. Y ayer, lord Derfel fue hallado en mi reino con una enseña ajena—. Hizo un ademán con la mano derecha y dos hombres se adelantaron corriendo con la enseña de Gwydre empapada de orina—. ¿A quién pertenece esta enseña, lord Derfel?

—Pertenece a Gwydre ap Arturo, señor.

—¿Y qué hace la enseña de Gwydre en Dumnonia?

Por un instante pensé en contar una mentira, en decirle que había llevado la enseña de Gywdre como tributo a su persona, pero sabía que no me creería y, lo que era peor, me despreciaría a mí mismo por mentir. De modo que levanté la cabeza y dije—: Esperaba izarla cuando tuviéramos noticia de vuestra muerte, lord rey.

La verdad lo tomó por sorpresa. Se oyó un murmullo entre la multitud pero Mordred siguió tamborileando con los dedos sobre el brazo de la silla.

—Os habéis declarado traidor —dijo al cabo de un rato.

—No, lord rey —repliqué—. Aunque haya deseado vuestra muerte, nada he hecho por dárosla.

—¡No fuiste a Armórica a rescatarme! —gritó.

—Cierto —admití.

—¿Por qué? —preguntó amenazadoramente.

—Porque habría sido enviar hombres de provecho al rescate de escoria —dije, señalando a sus guerreros, y todos se rieron.

—¿Esperabas que Clovis
acabara
conmigo? —preguntó Mordred, una vez concluidas las carcajadas.

—Muchos lo esperaban, lord rey —dije y, nuevamente, le sorprendió la sinceridad de la respuesta.

—Dadme una buena razón, lord Derfel, para que no os mate ahora —me instó Mordred.

Permanecí en silencio un breve rato y, al final, me encogí de hombros.

—No se me ocurre ninguna, lord rey.

Mordred desenvainó la espada y la dejó sobre las rodillas, luego puso las manos sobre la hoja.

—Derfel —me anunció—, te condeno a muerte.

—¡El privilegio es mío, lord rey! —manifestó Loholt con ansiedad—. ¡Mío! —La multitud prorrumpió en gritos de apoyo. Contemplar mi lenta muerte les abriría el apetito para el banquete que se estaba preparando en la cima.

—Príncipe Loholt, te corresponde el privilegio de cortarle la mano —decretó Mordred. Se levantó y bajó cojeando con tiento, espada en mano, por el montón de cabezas—. Pero su vida —añadió cuando se hubo acercado a mí— es privilegio mío. —Alzó la hoja de la espada entre mis piernas y me dedicó una sonrisa retorcida—. Antes de que mueras, Derfel, te cortaremos algo más que las manos.

—¡Pero no esta noche! —exclamó una voz imponente desde atrás—. ¡Lord rey! ¡No esta noche! —Un murmullo se levantó entre la multitud. Mordred alzó la mirada, más perplejo que ofendido por la interrupción, y se quedó mudo—. ¡No esta noche! —repitió el hombre, y entonces distinguí a Taliesin acercándose tranquilamente entre la excitada turba que le abría paso. Llevaba el arpa y la pequeña bolsa de cuero, y además, una vara negra, de modo que en todo parecía un druida—. Yo te daré una razón poderosa por la que no debes matar a Derfel esta noche, lord rey —dijo Taliesin al llegar a un espacio abierto junto al montón de cabezas.

—¿Quién eres? —preguntó Mordred.

Taliesin hizo caso omiso de la pregunta y se dirigió hacia Fergal; los dos se abrazaron y se besaron, y sólo cuando hubo cumplido con el saludo de rigor, Taliesin se volvió a Mordred.

—Soy Taliesin, lord rey.

—Y perteneces a Arturo —dijo Mordred enseñando los dientes.

—Yo no pertenezco a ningún hombre, lord rey —respondió Taliesin con calma— mas, como has preferido insultarme, mis labios no pronunciarán palabra alguna. Para mí todo es lo mismo. —Dio la espada a Mordred y empezó a alejarse.

—¡Taliesin! —lo llamó Mordred. El bardo se volvió a mirar al rey sin decir nada—. No quería insultaros —dijo Mordred, pues no deseaba enemistarse con un hechicero.

Tras un momento de vacilación, Taliesin aceptó las disculpas del rey con un gesto de asentimiento.

—Lord rey —dijo—, te doy las gracias —dijo en tono grave y, como correspondía a los druidas cuando se dirigían a los reyes, sin deferencia ni temor. Taliesin era un bardo famoso, no un druida, pero no hizo nada para corregir el error. Tenía la tonsura de los druidas, llevaba vara negra, hablaba con sonora autoridad y había saludado a Fergal como un igual. Evidentemente, Taliesin quería hacerles creer el engaño, pues no se podía matar ni maltratar a los druidas, aunque fueran enemigos. Incluso en el campo de batalla su vida se respetaba y Taliesin, fingiéndose druida, se procuraba seguridad. Los bardos no disfrutaban de igual inmunidad.

—Decidme, pues, por qué este ser —dijo Mordred señalándome con la espada— no debe morir esta noche.

—Hace algunos años, lord rey —dijo Taliesin—, lord Derfel, aquí presente, me pagó oro para que lanzara un maleficio a vuestra esposa. Tal maleficio es la causa de su esterilidad. Llené el vientre de un ciervo hembra con las cenizas de un niño muerto y así realicé el maleficio.

Mordred miró a Fergal, el cual asintió.

—Ciertamente, esa es una forma de hacerlo, lord rey —le confirmó el druida irlandés.

—¡No es verdad! —grité y, en premio, recibí otro manotazo de las garras de oso de Loholt.

—Puedo deshacer el maleficio —prosiguió Taliesin con serenidad—, pero sólo mientras lord Derfel siga con vida, pues él me encargó el maleficio, y no puedo hacerlo ahora, cuando el sol se pone, pues no surtiría efecto. Lord rey, debo hacerlo al amanecer porque el maleficio sólo puede deshacerse mientras sale el sol; de otro modo, la reina no tendrá hijos jamás.

Mordred miró a Fergal nuevamente y los huesecillos trenzados en sus barbas tintinearon al asentir él con la cabeza.

—Dice la verdad, lord rey.

—¡Miente! —protesté.

Mordred envainó la espada nuevamente.

—¿Por qué me hacéis tal ofrecimiento, Taliesin? —le preguntó.

Taliesin se encogió de hombros.

—Arturo es viejo, lord rey. Su poder mengua. Los druidas y los bardos debemos buscar la protección del poder ascendente.

—Fergal es mi druida —dijo Mordred. Yo pensaba que Mordred era cristiano, mas no me extrañó oír que había vuelto al paganismo. Mordred nunca fue un buen cristiano, aunque sospecho que tal cosa fuera el menor de sus pecados.

—Será para mí un honor aprender de mi hermano —dijo Taliesin con una inclinación de cabeza dirigida a Fergal—, y juraré seguir sus enseñanzas. Nada busco, lord rey, sino la posibilidad de utilizar mis pequeños poderes para mayor gloria tuya.

Era como la seda, hablaba con lengua de miel. Yo no le había pagado oro a cambio de ningún hechizo pero todos le creyeron, y más que nadie Mordred y Argante. Y así fue como Taliesin, el de la frente clara, me procuró una noche más de vida. Loholt sufrió una decepción pero Mordred prometió entregarle mi espíritu, además de mi mano, al alba, lo cual sirvióle de consuelo en cierta medida.

Hube de regresar a la cabaña arrastrándome por el suelo una vez más. En el camino recibí un golpe y una patada, pero sobreviví.

Amhar me quitó el dogal del cuello y, de un puntapié, me metió en la cabaña.

—Hasta el amanecer, Derfel —dijo.

Con el sol en los ojos y una espada en la garganta.

Aquella noche, Taliesin cantó ante los hombres de Mordred. Se reunieron en la iglesia inacabada que Sansum había empezado a construir en Caer Cadarn, convertida en salón de festejos sin techo y con las paredes derrumbadas y, allí, Taliesin los hechizó con su música. Cantó maravillosamente, como nunca le había oído ni volvería a oírle jamás. Al principio, como cualquier bardo que sirviera de distracción a los soldados, tuvo que luchar contra el incesante parloteo, pero poco a poco su don fue imponiendo silencio. Se acompañaba del arpa e interpretaba lamentos de suma belleza que Mordred y los lanceros escuchaban en silencio, imbuidos de admiración. Hasta los perros dejaron de aullar y se tumbaron silenciosamente mientras Taliesin el bardo cantaba en la noche. Si se detenía mucho entre canción y canción, los lanceros le pedían más y él volvía a cantar dejando morir la voz en los finales y resurgiendo nuevamente con versos nuevos, siempre calmante; la gente de Mordred bebía y escuchaba y la bebida y la música arrancaron lágrimas a todos, pero Taliesin seguía cantando. Sansum y yo también escuchábamos, y la etérea melancolía de las canciones nos hizo llorar como a los demás, pero a medida que transcurría la noche, Taliesin empezó a cantar canciones de cuna dulces y delicadas para adormecer a los borrachos y, mientras cantaba, el aire se fue enfriando y empezó a levantarse niebla en Caer Cadarn.

La niebla se espesó y Taliesin siguió cantando. Aunque el mundo sobreviviese al reinado de un millar de monarcas, dudo que los hombres vuelvan a oír jamás canciones tan asombrosamente cantadas. Y la niebla continuó envolviendo la cima hasta que la humedad redujo las hogueras y las canciones llenaron la oscuridad como salmodias espectrales que subieran desde la tierra de los muertos.

Entonces, con la oscuridad, las canciones cesaron y no oí más que las dulces cuerdas del arpa; me pareció que los acordes se acercaban cada vez más a nuestra cabaña y a los guardianes que permanecían sentados en la húmeda hierba escuchando a Taliesin.

El sonido del arpa se acercó más aún y por fin vi al bardo entre la bruma.

—Os traigo hidromiel —dijo a los centinelas—, tomadlo entre todos. —Y sacó de su bolsa un frasco tapado, el cual entregó a uno de los centinelas y, mientras el frasco pasaba de mano en mano, el bardo siguió cantando. Cantó la canción más suave de toda aquella mágica noche de música, una nana para acunar a los preocupados hombres hasta dormirlos. Y se durmieron, efectivamente. Uno a uno, los centinelas se inclinaron a un lado y Taliesin siguió cantando, envolviendo en su hechizo la fortaleza entera; sólo cuando uno de los guardianes empezó a roncar se detuvo y retiró la mano del arpa.

—Creo, lord Derfel, que ahora podéis salir —dijo con serenidad.

—¡Yo también! —exclamó Sansum, y me empujó a un lado para salir primero.

Taliesin sonrió al verme aparecer.

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