Los astrónomos, por ejemplo, creían que si se lograba establecer comunicación con habitantes de otros mundos, la Humanidad experimentaría una conmoción tal, que cesarían las guerras en la Tierra y empezaría una nueva era de cooperación pacífica entre las naciones.
Pero los historiadores pensaban que eso era un disparate, y se basaban en el hecho de que, cuando los europeos descubrieron el Nuevo Mundo, descubrimiento que, de manera análoga, también hizo añicos el concepto que en ese momento se tenía del mundo, no detuvieron sus incesantes luchas. Ocurrió todo lo contrario: lucharon con más ardor todavía. Los europeos sencillamente hicieron del Nuevo Mundo una extensión de las animosidades preexistentes. El Nuevo Mundo se convirtió en otro sitio para luchar, y por el que luchar.
Los astrónomos, por su parte, también imaginaban que cuando los humanos se encontraran con seres de otros planetas, se produciría un intercambio de información y tecnología, lo que le brindaría a la Humanidad un maravilloso progreso.
Los historiadores de la ciencia pensaban que eso también era una necedad: señalaban que lo que denominábamos «Ciencia» consistía, en realidad, en una concepción bastante arbitraria del Universo, y que no era probable que tal concepción fuera compartida por seres extra-terrestres. Nuestras ideas sobre la Ciencia son las ideas de seres parecidos a los simios, en quienes predomina el sentido de la vista y a los que les gustaba alterar su ambiente físico; pero si los extra-terrestres fuesen ciegos y se comunicaran a través de olores, podrían haber desarrollado una ciencia muy diferente, que describen un Universo muy distinto. Y podrían haber elegido opciones dispares, en relación con los senderos que habría de explorar su ciencia. Por ejemplo, esos seres tal vez se hubiesen desentendido por completo del mundo físico y desarrollado, en cambio, una compleja ciencia de la mente. En otras palabras, era posible que hubiesen hecho exactamente lo opuesto a lo que hizo la Ciencia de la Tierra. Era posible que la tecnología de los habitantes de otro planeta fuera puramente mental, sin ninguna intervención de la parte física.
Este problema era el nudo de la teoría de las congruencias, la cual afirmaba que, a menos que los extra-terrestres fuesen seres notablemente similares a nosotros, no era probable que se produjera un intercambio de informaciones. Naturalmente, Barnes conocía esta teoría, por lo que sabía que de una esfera procedente de otro planeta no era probable que se pudiera extraer ninguna tecnología útil; pero sí era probable que se la pudiera extraer de la nave espacial en sí, ya que ésta había sido construida por hombres y en este caso la congruencia era elevada.
Y Barnes les había mentido para mantenerlos en el fondo del mar, a fin de hacer que la investigación continuara.
—¿Qué debemos hacer con este bastardo? —preguntó Beth.
—Nada, por el momento —dijo Norman.
—¿No quieres enfrentarte a él? Pues yo sí.
—No serviría de nada —le advirtió Norman—. A Ted no le importará y todo el personal de la Armada está obedeciendo órdenes. De todos modos, aun cuando se hubiera dispuesto que partiéramos según lo planeado, ¿te habrías ido abandonando a Harry en la esfera?
—No —admitió Beth.
—Pues entonces todo esto no es más que una discusión académica...
—Por Dios, Norman...
—Ya sé. Pero ahora estamos aquí y, durante los próximos dos días, no existe una maldita cosa que podamos hacer al respecto. Afrontemos la realidad lo mejor que podamos, y señalemos con el dedo más tarde.
—¡Ya lo creo que voy a señalar con el dedo!
—Está bien. Pero no ahora, Beth.
—Muy bien. No ahora —repitió Beth con un suspiro. Y volvió a irse arriba.
Una vez solo, Norman se quedó mirando fijamente la consola. Ya se había fijado la tarea que tenía que cumplir: mantener a todo el mundo en calma durante los próximos días.
Nunca había estudiado el sistema para procesamiento electrónico de datos. Empezó a oprimir botones y muy pronto encontró un archivo rotulado: biog equipo contacto FDV.
Miembros Civiles del Equipo:
1. Theodore Fielding, astrofísico/geólogo planetario.
2. Elizabeth Halpern, zoóloga/bioquímica.
3. Harold J. Adams, matemático/especialista en lógica.
4. Arthur Levine, biólogo marino/bioquímico.
5. John F. Thompson. Psicólogo.
Elegir uno:
Norman se quedó contemplando la lista, pues no podía creer lo que veía.
Conocía a John Thompson, joven y entusiasta psicólogo de Yale. Había alcanzado renombre mundial por sus investigaciones sobre la psicología de los pueblos primitivos; y, durante el año anterior, había estado en algún lugar de Nueva Guinea, estudiando las tribus nativas.
Norman apretó otros botones.
PSICÓLOGO EQUIPO FDV: OPCIONES EN FUNCIÓN DE CLASIFICACIÓN
1. John F. Thompson, Yale: aprobado.
2. William L. Hartz, UCB: aprobado.
3. Jeremy White, UT: aprobado (supeditado a certificación de Seguridad).
4. Norman Johnson, SDU: rechazado (edad).
Norman los conocía a todos: Bill Hartz, de Berkeley, estaba seriamente enfermo de cáncer. Jeremy White había ido a Hanoi durante la guerra de Vietnam, y nunca obtendría el visto bueno de Seguridad. Sólo quedaba él, Norman.
Ahora entendía por qué había sido el último en ser llamado. Ahora entendía el por qué de los exámenes especiales. Sintió una oleada de intensa ira contra Barnes, contra todo el sistema que lo había llevado allí abajo a pesar de su edad, sin la menor preocupación por su seguridad. A los cincuenta y tres años, Norman Johnson no tenía por qué hallarse a trescientos metros bajo el agua, en un ambiente constituido por un gas exótico sometido a presión... y la Armada lo sabía.
«Es un ultraje», pensó. Tenía ganas de ir arriba y poner a Barnes de vuelta y media, y en términos que no dejaran lugar a ninguna ambigüedad. «Ese mentiroso hijo de puta...»
Aferró los brazos de su asiento y se recordó a sí mismo lo que le había dicho a Beth: fuera lo que fuera lo ocurrido hasta ese momento, ninguno de los científicos podía hacer nada al respecto. Por cierto que él pondría a Barnes de vuelta y media, se prometió a sí mismo que lo haría; pero sólo cuando estuvieran de regreso en la superficie. Hasta entonces, de nada serviría crear problemas.
Meneó la cabeza y lanzó una maldición.
Después, apagó la consola.
Las horas transcurrieron con lentitud. Harry seguía en la esfera.
Tina hizo pasar la intensificación que, en un intento por ver detalles del interior, le había dado la imagen de la videocinta, en la que se veía la esfera abierta.
—Por desgracia, en el habitáculo contamos con limitada potencia de procesamiento de datos —dijo—. Si pudiéramos conectar un cable con la superficie, yo haría un verdadero trabajo de intensificación, pero tal como están las cosas...
Se encogió de hombros.
La joven mostró a los investigadores una serie de fotogramas ampliados, con imágenes «congeladas» de la esfera abierta. Las imágenes pasaban unas tras otras, con intervalos de un segundo mientras la cinta producía un sonido seco e intermitente al saltar cada fotograma. La calidad era mala y aparecía una carga estática intermitente que producía interferencias con forma de dientes de sierra.
—Las únicas estructuras internas que podemos ver en la negrura —dijo Tina, señalando la abertura— son estas numerosas fuentes puntiformes de luz. Parecen desplazarse de un fotograma a otro.
—Es como si la esfera estuviera llena de luciérnagas —observó Beth.
—Salvo que estas luces son mucho más mortecinas que las de las luciérnagas, y no parpadean. Son muy numerosas y dan la impresión de moverse juntas, siguiendo patrones ondulantes...
—¿Una especie de enjambre de luciérnagas?
—Algo por el estilo.
La cinta se terminó y la pantalla quedó a oscuras.
—¿Eso es todo? —preguntó Ted.
—Temo que sí, doctor Fielding.
—Pobre Harry —murmuró Ted, con tristeza.
De todo el grupo, era el único que mostraba su inquietud por Harry. Siguió mirando fijamente en el monitor la esfera cerrada mientras insistía:
—¿Cómo lo hizo? Espero que se encuentre bien.
Lo repitió tantas veces que al final, Beth dijo:
—Creo que sabemos cuáles son tus sentimientos, Ted.
—Estoy muy preocupado por él.
—También yo. Todos lo estamos.
—¿Piensas que estoy celoso, Beth? ¿Es eso lo que quieres decir?
—¿Por qué habría de pensar eso, Ted?
Norman cambió de tema, pues consideraba que era crucial evitar los choques entre los miembros del grupo. Le hizo a Ted algunas preguntas sobre el análisis que el astrofísico había hecho de los datos de vuelo, a bordo de la nave espacial.
—Es muy interesante —repuso Ted, entusiasmado por hablar de su tópico—. El detallado examen que hice de las primeras imágenes de los datos de vuelo me convenció de que esas imágenes muestran tres planetas: Urano, Neptuno y Plutón, y, al fondo, muy pequeño, el Sol. Por consiguiente, las fotografías fueron tomadas desde un punto que está más allá de la órbita de Plutón. Esto sugiere que el agujero negro no se halla muy alejado de nuestro propio sistema solar.
—¿Es posible? —preguntó Norman.
—Ah, por supuesto. En verdad, durante los últimos diez años, algunos astrofísicos pensaron que existe un agujero negro, no muy grande, pero agujero negro al fin, justo en el exterior de nuestro sistema solar.
—No lo sabía.
—Ah, sí. De hecho, algunos de nosotros hemos sostenido que, si fuese lo bastante pequeño, dentro de unos pocos años podríamos salir al espacio y capturar ese agujero negro; podríamos traerlo, ponerlo en órbita alrededor de la Tierra, y emplear la energía que genera para alimentar todo el planeta.
—¿Cazadores de agujeros negros? —comentó Barnes sonriendo.
—En teoría, no existe razón alguna por la que no se pueda hacer. Entonces, piensen nada más que en esto: todo el planeta se emanciparía de su dependencia de los combustibles fósiles... Se alteraría el sistema de vida de la Humanidad.
—Es probable que también constituya un arma tremenda —conjeturó Barnes.
—Un agujero negro, incluso de lo más diminuto, sería demasiado poderoso para utilizarlo como arma.
—¿Así que usted piensa que esta astronave salió para capturar un agujero negro?
—Lo dudo —contestó Ted—. Esta nave espacial está construida con tanta solidez, está tan protegida contra las radiaciones, que sospecho que tenía el propósito de pasar a través de un agujero negro. Y es lo que hizo.
—¿Y por eso la nave viajó hacia atrás en el tiempo? —preguntó Norman.
—No estoy seguro —repuso Ted—. Verán: un agujero negro se encuentra, en realidad, en el borde del Universo. Lo que ocurre allí no está claro para nadie que viva en el momento presente. Pero algunos científicos piensan que no se «va a través del agujero», sino que ocurre algo así como que se roza y se avanza a saltos, como sucede con un guijarro que salta sobre la superficie del agua, cuando se arroja al ras, y lo que consigue es rebotar hacia un tiempo, un espacio, o un Universo diferente.
—¿Así que la nave rebotó?
—Sí, y es posible que más de una vez. Y cuando rebotó de vuelta a la Tierra, hizo una entrada corta y llegó a esta época, unos pocos siglos antes de haber partido.
—¿Y fue en uno de sus rebotes cuando recogió eso? —preguntó Beth, señalando el monitor.
Todos miraron la pantalla: la esfera seguía cerrada, pero tendido a su lado, con los brazos y las piernas extendidos en una posición extraña, estaba Harry Adams.
Durante un instante pensaron que se encontraba muerto. Después, Harry levantó la cabeza y lanzó un quejido.
Norman escribió en su libreta:
El sujeto es un matemático negro de treinta y tres años, que pasó tres horas dentro de una esfera de origen desconocido. En el momento de recuperarlo, fuera de la esfera, el sujeto se hallaba en estado de estupor y no reaccionaba a estímulos: no sabía cuál era su nombre, ni dónde estaba ni qué año era. Fue traído de vuelta al habitáculo y durmió durante una media hora; después despertó de repente y se quejó de tener dolor de cabeza.
—¡Oh, Dios!
Harry estaba sentado en su litera, sosteniéndose la cabeza entre las manos y gimiendo.
—¿Te duele? —preguntó Norman.
—De una manera brutal. Machacante.
—¿Algo más?
—Tengo sed. ¡Dios! —Se lamió los labios—. Estoy muy sediento.
Extremada sed, escribió Norman.
Rose Levy, la cocinera, apareció con un vaso de limonada. Norman le pasó el vaso a Harry, el cual se lo bebió de un solo trago, y lo devolvió.
—Más.
—Mejor traiga una jarra —sugirió Norman.
Levy salió y Norman se volvió hacia Harry, que todavía se sostenía la cabeza y gemía.
—Tengo que hacerte una pregunta.
—¿Qué pregunta?
—¿Cuál es tu nombre?
—Norman, no necesito que me psicoanalicen en este preciso instante.
—Tan sólo dime tu nombre.
—Harry Adams, por el amor de Dios. ¿Qué te pasa? ¡Oh, mi cabeza!
—Antes no lo recordabas... —dijo Norman—. Cuando te encontramos.
—¿Cuando me encontraron? —preguntó Harry.
Parecía estar otra vez confuso.
Norman asintió con la cabeza.
—¿Te acuerdas de cuando te hallamos?
—Tiene que haber sido... afuera.
—¿Afuera?
Harry miró hacia arriba, súbitamente furioso, y con los ojos relampagueantes de ira:
—¡Afuera de la esfera, remaldito idiota! ¿De qué crees que estoy hablando?
—Tómalo con calma, Harry.
—¡Tus preguntas me están volviendo loco!
—Muy bien, muy bien. Tranquilo.
Norman hizo más anotaciones: Emocionalmente inestable. Furia e irritabilidad.
—¿Tienes que hacer tanto ruido?
Norman alzó la vista, perplejo.
—Tu lápiz —dijo Harry—. Suena como las cataratas del Niágara.
Norman dejó de escribir. Tenía que ser una jaqueca, o algo similar. Harry se sostenía la cabeza con las manos, con delicadeza, como si su cráneo estuviera hecho de cristal.
—¿Por qué no pueden darme una aspirina, en el nombre de Dios?
—No queremos darte ningún medicamento durante algún tiempo porque, en el caso de que te hayas lastimado, tenemos que saber dónde está el dolor.