—Le falta recitar una plegaria.
—Harry, ¿recuerdas cuando estábamos en la cubierta de vuelo y dijiste que querías hacer testamento porque se notaba que en esta astronave faltaba algo? —preguntó Norman.
—Ah, eso —dijo Harry—. Olvídalo. No viene al caso ahora.
Barnes estaba diciendo:
—No, señor secretario, llevarla a la superficie sería poco menos que imposible... Bueno, señor, es que, en estos momentos, se encuentra dentro de una bodega que está a más de quinientos metros adentro de la nave, y ésta se halla sepultada bajo nueve metros de coral, y la esfera en sí tiene sus buenos nueve metros de diámetro... Es del tamaño de una casa pequeña...
—Lo que yo me pregunto es qué hay en la casa —dijo Tina. En el monitor, Ted, presa de la mayor frustración, pateó la esfera.
—Ni con una plegaria —volvió a decir Harry—. Nunca logrará que se abra.
En ese momento, entró Beth y preguntó:
—¿Cómo conseguiremos abrirla?
—¿Cómo? —Harry contempló, meditativo, la esfera, que refulgía en el monitor, y se produjo un silencio—. Quizá no podamos.
—¿No la podremos abrir? ¿Nunca?
—Es una de las posibilidades.
—Ted se suicidaría —dijo Norman riendo.
Barnes decía:
—Bueno, señor secretario, si usted tuviera a bien asignar los recursos navales necesarios para llevar a cabo una recuperación en gran escala, desde trescientos metros, podríamos intentarlo dentro de seis meses, contados desde hoy, cuando se nos asegure que en esta región haya, durante un mes, buenas condiciones meteorológicas en la superficie. Sí..., ahora es invierno en el sur del Pacífico, sí.
—Ya puedo imaginarme todo —dijo Beth—. Con grandes gastos, la Armada lleva una misteriosa esfera extra-terrestre a la superficie. La transportan a una instalación estatal ultrasecreta, en Omaha, y convocan a expertos de todas las disciplinas para que intenten abrirla. Pero nadie puede hacerlo.
—Como Excalibur —comentó Norman.
Beth prosiguió:
—Conforme pasa el tiempo van intentándolo con métodos cada vez más poderosos y violentos. Al final tratan de abrirla haciendo estallar un pequeño dispositivo nuclear, y tampoco lo consiguen. Llega un momento en el que ya nadie tiene más ideas. La esfera sigue posada allí. Transcurren décadas. Y nunca logran abrir la esfera. —Agitó la cabeza—. Una gran frustración para la especie humana...
—¿De verdad crees que puede ocurrir eso? ¿Que nunca seamos capaces de abrirla? —preguntó Norman a Harry.
—Nunca es mucho tiempo —le contestó.
—No, señor —decía ahora Barnes—. Dado este nuevo acontecimiento, permaneceremos abajo hasta el último minuto. El clima de superficie se mantendrá durante seis horas más, por lo menos, señor, a juzgar por los informes de Metsat. Bueno, tengo que depender de ese juicio. Sí, señor. Cada hora. Sí, señor.
Colgó el radioteléfono y se volvió hacia el grupo:
—Muy bien. Tenemos autorización para permanecer aquí abajo de seis a doce horas más, en tanto las condiciones meteorológicas persistan. Tratemos de abrir esa esfera en el tiempo que nos queda.
—Ted está trabajando en eso ahora —informó Harry.
En el monitor de vídeo vieron que Ted golpeaba la esfera con las manos y le gritaba:
—¡Ábrete! ¡Ábrete, Sésamo! ¡Ábrete, hija de puta!
La esfera no se inmutó.
—En serio —dijo Norman—. Creo que alguien tiene que hacer la pregunta: ¿No deberíamos tomar en cuenta la posibilidad de no abrirla?
—¿Por qué? —preguntó Barnes—. Escuchen, acabo de largar el teléfono...
—Lo sé —respondió Norman—. Pero quizá debamos pensar esto dos veces.
Con el rabillo del ojo vio que Tina asentía enérgica con la cabeza; Harry parecía ser escéptico, y Beth se frotaba los ojos, soñolienta.
—¿Tiene usted miedo, o cuenta con algún argumento de peso? —preguntó Barnes.
—Me da la impresión —dijo Harry— de que Norman está a punto de citar material de sus propios trabajos.
—Pues, sí —admitió Norman—. Sí, puse esto en mi informe. En dicho informe, Norman le había llamado «el problema antropomórfico». Básicamente, el problema consistía en que todos los que alguna vez habían pensado o escrito sobre la vida extra-terrestre imaginaron que la vida es, en esencia, humana. Incluso si las formas de vida extra-terrestre no tuvieran aspecto humano, si fueran como un reptil o un insecto grande, o un cristal inteligente, seguirían actuando en forma humana.
—Usted está hablando de las películas —dijo Barnes.
—También estoy hablando de trabajos de investigación. Toda concepción de la vida de otros planetas, ya se deba a un director cinematográfico o a un profesor universitario, ha sido, en lo básico, humana. Siempre se han supuesto valores humanos, comprensión humana, maneras humanas de enfocar un Universo comprensible para los seres humanos, y, por lo general, también un aspecto humano: dos ojos, una nariz, una boca y demás.
—¿Y qué?
—Eso es a todas luces un desatino —opinó Norman—. En principio porque en el comportamiento humano existe suficiente variación como para hacer que el entendimiento, ya dentro de nuestra propia especie, sea muy dificultoso. Las diferencias entre norteamericanos y japoneses, por poner un ejemplo, son enormes. Los norteamericanos y los japoneses en modo alguno miran el mundo del mismo modo.
—Sí, sí —dijo Barnes con impaciencia—. Todos sabemos que los japoneses son diferentes...
—Y cuando se trata de una nueva forma de vida, las diferencias, literalmente, pueden ser inabarcables. Los valores y la ética que sustente esta nueva forma de vida han de ser por completo diferentes.
—Quiere usted decir que esa forma de vida puede no creer en la bondad ni en el «no matarás» —anticipó Barnes, impaciente.
—No —repuso Norman—. Quiero decir que puede ocurrir que a ese ser no se le pueda matar y que, en consecuencia, puede carecer del concepto de «matar», en primer lugar.
Barnes tuvo un sobresalto.
—¿Sería posible que se tratara de un ser al que no se le pudiera dar muerte?
Norman asintió con la cabeza:
—Como dijo alguien alguna vez, no se le pueden romper los brazos de un ser que no los tiene.
—¿Que no se puede matar? ¿Quiere decir que sea inmortal?
—No sé —dijo Norman—. Ese es el quid.
—Lo que yo me planteo, por Cristo, es que a un ser al que no se puede matar... —dijo Barnes—. ¿Cómo lo mataríamos? —Se mordió el labio. No me gustaría abrir esa esfera y liberar un ser al que no se le pudiese dar muerte.
—No habría ascensos por un acto así, Hal —comentó Harry riendo.
Barnes miró los monitores, que brindaban varias vistas de la pulida esfera. Al final, el militar dijo:
—No, eso es ridículo. Ningún ser vivo es inmortal. ¿Estoy en lo cierto, Beth?
—En realidad, no —contestó ella—. Se podría argumentar que algunos seres vivos de nuestro propio planeta son inmortales; por ejemplo, ciertos organismos unicelulares, como las bacterias y las levaduras, tienen, al parecer, capacidad de vivir de modo indefinido.
—Levaduras —resopló Barnes—. No estamos hablando de levaduras.
—Y, prácticamente, a un virus se le podría considerar inmortal.
—¿Un virus? —Barnes tuvo que sentarse en una silla: no había tomado en cuenta a los virus—. Pero ¿cuál es la probabilidad de que se trate de eso? ¿Harry?
—Creo que las posibilidades van mucho más allá de lo que hayamos mencionado hasta el momento —dijo el interpelado—, pues nos hemos limitado a considerar seres tridimensionales, como los que existen en nuestro Universo de tres dimensiones... o, para ser más precisos, en el Universo que percibimos como constituido por tres dimensiones, porque hay quienes piensan que nuestro Universo tiene nueve u once dimensiones.
Barnes tenía aspecto de estar agotado.
—Pero las otras seis u ocho dimensiones son casi imperceptibles, por eso no las notamos.
Barnes se frotó los ojos.
—Por consiguiente, este ser —prosiguió Harry— puede ser multidimensional, por lo que, en un sentido literal, no existiría, al menos no por completo, en nuestras tres dimensiones conocidas. Para tomar el caso más sencillo: si fuese un ser de cuatro dimensiones...
—Esperen un momento. ¿Por qué ninguno de ustedes mencionó todo esto antes?
—Supusimos que usted lo sabría —dijo Harry.
—¿Que yo sabía algo acerca de seres de cinco dimensiones a los que no se puede matar? Nadie me dijo nunca una palabra. —Movió la cabeza—. Abrir esa esfera podría resultar peligrosísimo.
—En efecto.
—Lo que tenemos aquí es nada menos que la caja de Pandora.
—Es cierto.
—Bueno —dijo Barnes—. Consideremos las peores probabilidades. ¿Qué es lo peor que podemos encontrar?
Fue Beth quien respondió.
—Creo que está claro: independientemente de que se trate de un ser multidimensional o de un virus o de lo que fuere, al margen de que comparta nuestros valores morales o de que lisa y llanamente no tenga valores morales, el caso peor es que nos dé un golpe bajo.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Eso quiere decir que se comporte de un modo que se interfiera en nuestros mecanismos vitales básicos. Un buen ejemplo es el virus del sida. El motivo por el que el sida es tan peligroso no estriba en que sea un virus nuevo. Obtenemos virus nuevos todos los años..., todas las semanas. Y todos los virus funcionan de la misma manera: atacan las células y transforman la maquinaria de éstas para que elaboren más virus. Lo que hace que el virus del sida sea tan peligroso es que ataca las células específicas que utilizamos para defendernos contra los virus. El sida interfiere nuestro mecanismo básico de defensa. Y no tenemos defensa contra eso.
—Bueno —dijo Barnes—, si esta esfera contiene un ser que pueda interferir nuestros mecanismos básicos, ¿cómo sería ese ser?
—Podría inhalar aire y exhalar gas cianuro —sugirió Beth.
—Podría excretar desechos radiactivos —apuntó Harry.
—Podría perturbar nuestras ondas cerebrales —aventuró Norman—, interferir nuestra capacidad de pensar.
—O simplemente podría perturbar la conducción de impulsos eléctricos cardíacos y hacer que nuestro corazón deje de latir —agregó Beth.
—¿Y si produjera una vibración sonora que resonase en nuestro sistema óseo y nos hiciera añicos los huesos? —dijo Harry, y sonrió a los otros integrantes del equipo—. De todas las hipótesis, ésta es la que más me gusta.
—Ingenioso —comentó Beth—; pero, como siempre, pensamos en nosotros mismos. Podría ocurrir que ese ser en ningún momento nos hiciera un daño directo.
—Ah —dijo Barnes.
—Simplemente podría exhalar una toxina que matase los cloroplastos, de modo que las plantas ya no pudiesen transformar la luz solar. Entonces, morirían las plantas que existen en la Tierra... y, en consecuencia, también lo haría toda la vida que hay en ella.
—Ah —volvió a decir Barnes.
—Verán —intervino Norman—, al principio pensé que el «problema antropomórfico», el hecho de que sólo podamos concebir la vida extra-terrestre como básicamente humana, representaba falta de imaginación: el Hombre es Hombre y todo lo que conoce es el Hombre, y en todo lo que puede pensar es en lo que él conoce. Sin embargo, como pudieron apreciar, eso no es cierto. Podemos pensar en muchas otras cosas más... pero no lo hacemos. Así que tiene que haber otra razón por la que sólo podemos concebir a los extra-terrestres como seres humanos. Y creo que la respuesta es que, en realidad, somos animales terriblemente débiles, y no nos gusta que se nos recuerde cuán débiles somos, cuán delicados son los equilibrios que se producen dentro de nuestro cuerpo, cuán breve es nuestra permanencia sobre la Tierra y con cuánta facilidad concluye. Así que imaginamos que otras formas de vida deben ser como nosotros, con lo que no tenemos que pensar en la verdadera amenaza, la terrorífica amenaza que pueden representar, sin que siquiera lo intenten.
Se produjo un silencio; luego, Barnes dijo:
—Tampoco debemos olvidar otra posibilidad: podría ser que la esfera encerrara algún extraordinario beneficio para nosotros. Algún maravilloso conocimiento nuevo, alguna idea nueva, una tecnología superior, algo que nos deje atónitos y que mejore las condiciones de vida de la especie humana, algo que supere nuestros sueños más fantásticos.
—Aunque esa posibilidad existe —dijo Harry—, no habría ninguna idea nueva que nos pueda ser de utilidad.
—¿Por qué? —preguntó Barnes.
—Bueno, digamos que los extra-terrestres están mil años adelantados a nosotros tal como nosotros lo estamos, por ejemplo, en relación a la Europa medieval. Suponga que usted retrocede a esa Europa con un televisor: no habría ningún lugar donde enchufarlo.
Barnes los miró con fijeza durante largo rato.
—Lo siento —dijo—. Esta es una responsabilidad demasiado grande para mí. No puedo tomar la decisión de abrir la esfera. Tengo que llamar a Washington para consultar.
—Ted no va a sentirse feliz —opinó Harry.
—Al diablo con Ted —exclamó Barnes—. Voy a comunicarle esto al Presidente. Y hasta que no recibamos noticias suyas, no quiero que nadie trate de abrir esa esfera.
Barnes propuso un período de descanso de dos horas, y Harry se retiró a su habitación camarote para acostarse. Beth anunció que también ella se iba a dormir, pero se quedó en el puesto de monitores, con Tina Chan y Norman. El lugar de trabajo de Tina tenía cómodos asientos con respaldos altos, y Beth hacía girar uno de ellos, balanceando las piernas hacia atrás y hacia adelante; al tiempo que jugaba con su cabello, haciéndose rulitos al lado de la oreja. Tenía la mirada fija en el vacío espacio.
«Está cansada —pensó Norman—. Todos lo estamos.» Observó a Tina, quien, tensa y alerta, se movía de forma suave, pero continua, para ajustar los monitores, revisar la información de los sensores y cambiar los casetes de vídeo. Como Jane Edmunds, estaba en la nave espacial con Ted, además de atender su propia consola de comunicaciones, Tina tenía que hacerse cargo de las unidades de grabación. Esta mujer, que pertenecía a la Armada, no parecía hallarse tan cansada como los científicos. Claro que no había estado dentro de la astronave; la cual, para ella, era sólo algo que veía en los monitores, un programa de televisión, una abstracción. Tina no se había visto cara a cara con la realidad del nuevo ambiente, con la agotadora lucha mental para entender qué estaba pasando, qué significaba todo aquello.