—Como pueden ver, toda la narria desciende —explicó el timonel—. El submarino no es estable en la superficie, por lo que se lleva arriba y abajo deslizándolo por la narria. A unos treinta metros, más o menos, la abandonamos.
A través de la portilla vieron al buzo, de pie, en la cubierta; ahora el agua le llegaba a la cintura; después el agua cubrió la portilla, y del equipo respirador autónomo del buzo salieron burbujas.
—Estamos bajo el agua —dijo el timonel mientras ajustaba varias válvulas que tenía por encima de la cabeza. Oyeron el silbido del aire, que sonaba alarmantemente alto, y otro gorgoteo. Desde la portilla llegaba al submarino una luz de un hermoso color azul.
—Maravilloso —dijo Ted.
—Ahora abandonamos la narria —informó el timonel.
Los motores ronronearon y el submarino se desplazó hacia adelante; el buzo desapareció por uno de los costados. En ese momento, a través de la portilla, solamente se veía agua de un azul uniforme. El timonel dijo algo por radio y encendió el grabador. Se oyó música de Mozart.
—No tienen más que sentarse, caballeros. Descendemos a razón de veinticuatro metros por minuto.
Norman oía el zumbido sordo de los motores eléctricos, pero no había una verdadera sensación de movimiento. Todo lo que ocurría era que el ambiente exterior se volvía cada vez más oscuro.
—¿Sabes? —dijo Ted—, en realidad somos muy afortunados al habernos tocado este sitio. La mayoría de los lugares que conforman el fondo del Pacífico son tan profundos que podría suceder que nunca llegásemos a posarnos en ellos. El vasto océano Pacífico, que cubre la mitad de la superficie de la Tierra, tiene una profundidad promedio de más de tres mil metros. Sólo existen unos pocos lugares en los que esa profundidad es menor. Uno de ellos es el relativamente pequeño rectángulo delimitado por las Samoa, Nueva Zelanda, Australia y Nueva Guinea, rectángulo que, en realidad, es una gran planicie submarina similar a las del oeste de Norteamérica, con la diferencia de que ésta del Pacífico tiene una profundidad media de seiscientos metros. Eso es lo que estamos haciendo ahora: descendemos a esa llanura.
Ted hablaba con rapidez. ¿Estaña nervioso? Norman no lo podía discernir; lo que sí sentía era cómo latía con fuerza su propio corazón. El exterior estaba oscuro por completo; el panel de instrumentos brillaba con una luz verde. Haciendo un movimiento rápido y leve, el timonel encendió luces interiores rojas.
El descenso continuaba.
—Ciento veinte metros. —El submarino dio un bandazo y luego prosiguió con suavidad—. Éste es el río.
—¿Qué río? —preguntó Norman.
—Señor, estamos en una corriente de salinidad y temperatura diferentes que se comporta como si fuera un río dentro del océano. Tenemos la costumbre de detenernos en esta zona, señor. El submarino se mete en el río y nos lleva a dar un paseíto.
—Ah, sí —dijo Ted. Introdujo la mano en el bolsillo y le dio al timonel un billete de diez dólares.
Norman echó a Ted una mirada interrogativa.
—¿No te lo han dicho? Es una antigua tradición: cuando se está descendiendo, siempre se le paga al timonel para atraer la buena suerte.
—No me vendría mal un poco de suerte —comentó Norman. Hurgó con desmaña en su bolsillo y encontró un billete de cinco dólares; pero lo pensó mejor y, en vez de uno de cinco, sacó un billete de veinte dólares.
—Gracias, caballeros, y que tengan una buena estancia en el fondo —dijo el timonel.
Los motores eléctricos volvieron a encenderse.
El descenso continuó. El agua estaba oscura.
—Ciento cincuenta metros dijo el timonel—. Estamos a mitad de camino.
El submarino produjo un fuerte crujido y después varias detonaciones. Norman estaba aterrorizado.
—Ése es el ajuste a la presión. Es normal, no hay problema.
—Ajá —dijo Norman.
Se secó el sudor con la manga de la camisa. Le parecía que el interior del submarino era ahora mucho más pequeño, que las paredes estaban más cerca de su cara.
—En realidad —explicó Ted—, si no recuerdo mal, a esta región del Pacífico se le llama Cuenca Lau, ¿no es así?
—Así es, señor, Cuenca Lau.
—Es una meseta submarina encerrada entre dos cadenas montañosas, la de Fidji del Sur, o Cordillera Lau, al oeste, y la Cordillera Tonga al este.
—Exacto, doctor Fielding.
Norman lanzó una fugaz mirada al tablero de los instrumentos y vio que estaba cubierto de humedad; el timonel tuvo que frotarlo con un paño para poder leer los indicadores. ¿Habría una filtración de agua en el submarino? «No —pensó—, nada más que condensación.» El interior estaba cada vez más frío. «Trata de mantenerte tranquilo», se dijo.
—Doscientos cuarenta metros —informó el timonel.
En esos momentos, afuera ya estaba totalmente negro.
—Esto es muy emocionante —comentó Ted—. ¿Alguna vez hiciste algo así, Norman?
—No.
—Ni yo. Es estremecedor.
A Norman le hubiera gustado que Ted se callara. Pero continuó:
—¿Sabes? Cuando abramos esa nave extra-terrestre y hagamos nuestro primer contacto con otra forma de vida, va a ser un momento grandioso en la historia de la especie humana. He estado preguntándome qué es lo que deberíamos decir.
—¿Qué deberíamos decir...?
—Sí. Qué palabras diremos en el umbral, mientras las cámaras estén filmando.
—¿Habrá cámaras?
—Ah, estoy seguro de que habrá toda clase de documentación. Eso es lo que corresponde, dadas las circunstancias. Así que necesitamos preparar algo para decir una frase memorable, y se me ha ocurrido la siguiente: «Este es el acontecer de un acontecimiento muy importante en la historia de la especie humana.»
—¿El acontecer de un acontecimiento? —dijo Norman, frunciendo el entrecejo.
—Tienes razón —admitió Ted—. Es chabacana, estoy de acuerdo. Podría ser: «Es un momento decisivo en la historia de la Humanidad.»
Norman negó con la cabeza.
—¿Qué te parece: «Es una encrucijada en la evolución de la especie humana.»?
—¿Puede tener encrucijada la evolución?
—No veo por qué no —objetó Ted.
—Porque una encrucijada es un cruce de caminos. ¿La evolución es un camino? No creía que lo fuera, creía que la evolución carecía de dirección.
—Tomas las cosas demasiado al pie de la letra.
—Lectura del fondo —comunicó el timonel—. Doscientos setenta metros.
Redujo la velocidad de descenso, y se oyó el intermitente ping que producía el sonar.
—¿Te gusta más ésta?: «Es un nuevo umbral en la evolución de la especie humana.»
—Sí, ésa sí. ¿Crees que lo será?
—¿El qué?
—Un nuevo umbral.
—¿Por qué no?
—¿Qué sucederá si abrimos esa nave y en el interior no hay más que un montón de chatarra herrumbrosa y nada que posea un valor esclarecedor?
—Buen argumento —comentó Ted.
—Doscientos ochenta y cinco metros. Luces exteriores encendidas —dijo el timonel.
A través de la portilla vieron manchitas blancas; el timonel les explicó que se trataba de material en suspensión.
—Contacto visual. Tengo el fondo.
—¡Ah, veamos! —exclamó Ted.
El piloto se hizo a un lado amablemente y los dos científicos miraron; Norman vio una planicie chata, muerta, de un marrón desvaído, que se extendía hasta el límite de las luces. Más allá, sólo negrura.
—Me temo que en este preciso lugar no haya mucho para ver —dijo el timonel.
—Es de lo más lúgubre —dijo Ted, sin la menor pizca de decepción—. Me sorprende. Esperaba ver más seres vivos.
—Bueno, está bastante frío, la temperatura del agua es de... veamos, dos grados Celsius.
—Casi el punto de congelación —apuntó Ted.
—Sí, señor. Veamos si podemos encontrar su nuevo hogar.
Los motores rugieron y el sedimento de lodo se agitó frente a la portilla. El submarino giró y se desplazó hacia el fondo. Durante varios minutos lo único que vieron fue el paisaje marrón. Después aparecieron luces.
—Ahí están.
Había un agrupamiento de luces, ordenadas según un patrón rectangular.
—Ésa es la rejilla —explicó el timonel.
El submarino se elevó y planeó con suavidad sobre la iluminada parrilla, que se extendía unos ochocientos metros. A través de la portilla vieron varios buzos que estaban trabajando dentro de la estructura, y que saludaron al submarino que pasaba. El timonel hizo sonar una bocina de juguete.
—¿Los buzos pueden oír eso?
—Claro que sí. El agua es una excelente conductora.
—¡Dios mío! —exclamó Ted.
Justo frente al submarino y sobre el fondo del océano se erguía la gigantesca aleta de titanio. Norman no estaba preparado para esas dimensiones: cuando el submarino viró a babor, la aleta le bloqueó todo el campo visual durante cerca de un minuto. El metal era gris mate y, a excepción de unas manchitas blancas consecuencia de formas de vida marina adheridas, carecía de marcas por completo.
—No hay corrosión —observó Ted.
—No, señor —corroboró el timonel—. Todo el mundo lo ha mencionado. Se cree que se debe a que es una aleación de metal y plástico, pero no me parece que nadie esté seguro del todo.
La aleta dio la impresión de deslizarse hacia popa; el submarino volvió a virar. Directamente al frente, se vieron más luces, dispuestas en hileras verticales; Norman contempló un solo cilindro de acero, pintado de amarillo, con portillas brillantes. Al lado del cilindro había una cúpula metálica baja.
—Ése es DH-7, el habitáculo de los buzos, a babor —dijo el timonel—. Es bastante utilitario. Ustedes estarán en el DH-8, que es mucho más agradable, créanme.
El piloto viró a estribor, y después de un instante de negrura total, vieron otro conjunto de luces. A medida que se acercaban, Norman contó cinco cilindros diferentes, algunos verticales, y otros horizontales, interconectados de modo complejo.
—Ya llegamos: el DH-8, su hogar lejos del hogar —les comunicó el timonel—. Denme un minuto para atracar.
Se oyó un sonido como de campanas producido por el choque del metal contra otro metal; hubo una brusca sacudida y luego los motores se apagaron. Silencio. El aire silbó. El piloto avanzó dando tumbos para abrir la escotilla y, cosa sorprendente, a los tripulantes del submarino les llegó una ráfaga de aire frío.
—La esclusa de aire está cubierta, caballeros —dijo el timonel, y se hizo aun lado.
Norman miró a lo alto, a través de la esclusa, y vio series de lámparas rojas. Trepó para salir del submarino y penetró en un gran cilindro de acero, de dos metros y medio de diámetro, más o menos, que tenía agarraderas todo alrededor, dos estrechos bancos de metal y, por encima de todo ello, las refulgentes lámparas generadoras de calor, si bien no parecían servir de mucho.
Ted trepó a su vez y se sentó en el banco que estaba frente al de Norman. Se hallaban tan próximos, que se tocaban las rodillas. Por debajo de sus pies, el timonel cerró la escotilla, ambos miraron cómo giraba la rueda, oyeron un clac cuando el submarino se soltó de sus amarras y, luego, el zumbido de los motores de la nave al alejarse.
Después, nada.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Norman.
—Nos adaptan a la presión —respondió Ted—. Tienen que pasarnos a una atmósfera de gases exóticos porque aquí abajo no podemos respirar aire.
—¿Por qué no? —preguntó Norman. Ahora que se encontraba aquí, en el fondo del mar, contemplando las frías paredes de acero del cilindro, deseó haberse mantenido despierto durante la sesión de instrucciones.
—Porque la atmósfera de la Tierra es letal. Uno no se da cuenta, pero el oxígeno es un gas corrosivo; pertenece a la misma familia química que el cloro y el flúor, y el ácido fluorhídrico es el ácido más corrosivo que se conoce. Esa misma cualidad tiene el oxígeno, y es lo que hace que una manzana cortada se vuelva marrón, o que el hierro se oxide. El oxígeno es increíblemente destructor para el cuerpo humano, si se le expone a demasiada cantidad. Sometido a presión, este gas es tóxico... como una venganza. Por eso reducen la cantidad de oxígeno que recibimos. En la superficie, respiramos un veintiuno por ciento de oxígeno; aquí abajo, un dos por ciento. Pero no apreciarás ninguna diferencia...
A través de un megáfono se oyó una voz:
—Ahora empezamos a adaptarlos a la presión.
—¿Quiénes? —preguntó Norman.
—Barnes —repuso la voz.
Pero no sonaba como la voz de Barnes: era áspera como grave y artificial.
—Tiene que ser laringófono —dijo Ted, y rió. Su voz tenía un tono notablemente más alto—. Es helio, Norman. Emplean helio para adaptarnos a la presión.
—Suenas como el Pato Donald —comentó Norman, y también rió. Su propia voz salía chillona, semejante a la de un personaje de dibujos animados.
—Mira quién habla, Mickey —chilló Ted.
—Nene quede lete y mamadeda —dijo Norman.
Ambos reían, al oírse la voz.
—Acaben ustedes dos —pidió Barnes a través del intercomunicador—. Esto no es una broma.
—Sí, señor capitán —se puso Ted; pero su voz tenía ya un tono tan alto que era casi ininteligible, y los dos hombres volvieron a prorrumpir en carcajadas; sus tintineantes voces, que parecían las de dos colegiales, vibraban dentro del cilindro de acero.
El helio hacía que la voz sonara atiplada y chillona, pero también surtía otros efectos.
—¿Se están congelando, muchachos? —preguntó Barnes.
Por supuesto que se estaban enfriando. Norman vio que Ted tiritaba, y él mismo tenía piel de gallina en las piernas. Era como si el viento estuviera soplando a través de la piel... con la diferencia de que no había viento alguno; la liviandad del helio aumentaba la evaporación, lo que hacía que sus cuerpos se enfriaran.
Desde el otro lado del cilindro, Ted dijo algo, pero Norman ya no lo podía entender porque la voz del astrofísico tenía un tono demasiado alto como para ser comprensible; no era más que un débil chillido.
—Cualquiera creería que ahí dentro hay ahora un par de ratas —dijo Barnes, con satisfacción.
Ted giró los ojos hacia el megáfono y dijo algo, pero su voz fue apenas un susurro.
—Si quieren hablar, tomen un laringófono —indicó Barnes—. Los hallarán en la gaveta que hay debajo del asiento.
Norman encontró una gaveta metálica y, al abrirla de golpe, el metal chirrió de forma ruidosa, como una tiza sobre la pizarra. Todos los sonidos que se producían en la cámara eran agudos. Dentro de la gaveta, Norman vio dos almohadillas de plástico negro, cada una unida a una especie de collarín.