—Sí —contestó Beth.
—No puedo verlo...
—Lo estás viendo de frente: el cuerpo se halla delante de nosotros, y los tentáculos, hacia atrás, ocultos en parte por la masa corporal. Ésa es la causa de que no lo distingas.
El calamar se volvía cada vez más grande: era indudable que iba derecho a ellos.
Ted abandonó la portilla y volvió a las consolas.
—Jerry, ¿estás escuchando? ¡¿Jerry?!
—El equipo electrónico está desconectado, doctor Fielding —dijo Fletcher.
—¡Pues hagamos el intento, tratemos de hablar con él, por el amor de Dios!
—Creo que ya estamos más allá de la etapa de conversaciones, señor.
El calamar era de color verde intenso y poseía una tenue luminosidad.
Ahora Norman podía ver una marcada cresta vertical en el cuerpo. Los móviles tentáculos y brazos se distinguían con claridad. El contorno se hizo más grande. El calamar se desplazaba en sentido lateral.
—Está pasando alrededor de la parrilla.
—Sí —dijo Beth—. Son animales inteligentes: tienen la facultad de aprender de la experiencia. Es probable que no le haya gustado cuando antes golpeó la parrilla, y lo recuerda.
El calamar pasó la aleta de la nave espacial, y los ocupantes del habitáculo pudieron estimar su tamaño. «Es tan grande como una casa», pensó Norman. El monstruo se deslizaba con suavidad por el agua, y se dirigía hacia ellos. A pesar de que el corazón le latía con violencia, Norman tuvo la sensación de temor reverente.
—¿Jerry?
¡Jerry!
—Ahórrate el esfuerzo, Ted.
—Veintisiete metros —informó Tina—. Sigue acercándose.
A medida que el calamar se aproximaba, Norman pudo contar los brazos, y también vio dos largos tentáculos, que eran líneas refulgentes que se extendían mucho más allá del cuerpo. Los brazos y tentáculos parecían moverse en el agua con laxitud, en tanto que el cuerpo efectuaba rítmicas contracciones musculares. El calamar se autopropulsaba con agua y para nadar no empleaba los brazos.
—Dieciocho metros.
—Dios mío, qué grande es —exclamó Harry.
—¿Sabes? —dijo Beth—. Somos los primeros seres humanos de la Historia que pueden ver un calamar gigante nadando con entera libertad. Éste debería ser un gran momento.
El gorgoteo y el torrente del agua se oía a través de los hidrófonos, a medida que el calamar se acercaba cada vez más.
—Nueve metros.
Durante un instante el enorme animal giró y quedó de costado, lo que permitió que vieran su perfil: el enorme cuerpo refulgente de nueve metros de largo, el inmenso ojo que no pestañeaba, el círculo de brazos que ondulaban como serpientes malignas y los dos largos tentáculos, cada uno rematado por una sección aplanada y con forma de hoja.
El calamar siguió girando hasta que sus brazos y tentáculos se extendieron en dirección al habitáculo, y entonces todos tuvieron una rápida visión de la boca, el pico masticador de filosos bordes, embutido en una masa muscular verde refulgente.
—¡Oh, Dios...!
El calamar se desplazó hacia adelante. Entre el fulgor que penetraba por las portillas, los ocupantes del habitáculo podían verse los unos a los otros.
«Está empezando, y esta vez no podremos sobrevivir», pensó Norman.
Hubo un ruido sordo, cuando un tentáculo golpeó el habitáculo.
—¡Jerry! —aulló Ted; su voz sonó atiplada, deformada por la tensión.
El calamar se detuvo. El cuerpo se desplazó de forma lateral y pudieron ver el enorme ojo que los escrutaba.
—¡Jerry, escúchame!
El calamar pareció vacilar.
—¡Me escucha! —gritó Ted. Tomó una linterna que había en una repisa, la encendió y dirigió el haz de luz hacia la portilla; la apagó, y luego volvió a encenderla y apagarla.
El gran cuerpo verde del calamar refulgió; después se oscureció un instante, para después volver a refulgir.
—Está escuchando —dijo Beth.
—Por supuesto que está escuchando: es inteligente.
Ted encendió y apagó la linterna dos veces, en rápida sucesión.
El calamar respondió encendiéndose y apagándose, también dos veces.
—¿Cómo puede hacer eso? —preguntó Norman.
—Es una especie de célula epidérmica llamada «cromatóforo» —explicó Beth—. El animal puede abrir y cerrar esas células a voluntad e interceptar la luz
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Ted encendió y apagó la linterna tres veces.
El calamar hizo lo propio otras tantas veces, con su fulgor verde.
—Puede hacerlo con rapidez —comentó Norman.
—Sí, es rápido.
—Es inteligente —dijo Ted—. Se lo repito: es inteligente y quiere hablar.
Ted hizo un guiño luminoso largo, otro corto y otro corto. El calamar repitió la pauta.
—Ése es mi muchacho —dijo Ted—. Tan sólo continúa hablándome, Jerry.
Ted produjo un patrón luminoso más complejo y el calamar respondió, pero después se desplazó hacia la izquierda.
—Tengo que hacer que siga hablando —dijo Ted.
A medida que el calamar se desplazaba, también lo hacía Ted, quien saltaba de una portilla a otra, encendiendo y apagando su linterna. El gran cefalópodo todavía encendía y apagaba su refulgente cuerpo, a modo de respuesta, pero Norman sentía que ahora tenía otro propósito.
Todos siguieron a Ted, desde el Cilindro D al C. Ted hacía guiños con su linterna. El calamar respondía, pero proseguía desplazándose hacia adelante.
—¿Qué está haciendo?
—Puede ser que nos esté guiando...
—¿Porqué?
Fueron al Cilindro B, donde estaba situado el equipo para mantenimiento de la vida, pero no había portillas en ese cilindro. Ted avanzó al A, la esclusa de aire, pero también éste carecía de portillas. Saltó hacia abajo y abrió la escotilla que había en el suelo. Se vieron las oscuras aguas del exterior.
—Con cuidado, Ted.
—Les digo que es inteligente. —El agua que tenía a sus pies brillaba con fulgor verde tenue—. Aquí viene.
Ted encendió y apagó su linterna en el agua. La masa verde respondió con un parpadeo.
—Sigue hablando —dijo Ted—. Y mientras esté hablando...
Con pasmosa celeridad, el tentáculo irrumpió por la escotilla a través de la superficie que separaba el agua del interior del habitáculo, y describió un gran arco alrededor de la esclusa de aire. Norman tuvo la fugaz imagen de un tallo refulgente, grueso como el cuerpo de un hombre, y de una gran hoja fosforescente de casi dos metros de largo, que oscilaban a ciegas frente al propio Norman. Cuando el psicólogo se agachó para protegerse, vio cómo el tentáculo golpeaba a Beth y la lanzaba de lado. Tina estaba gritando, presa del terror. Intensas emanaciones de amoníaco hacían arder los ojos de Norman, hacia quien se agitó ahora el tentáculo. Alzó las manos para protegerse y, al hacerlo, tocó una carne viscosa y fría. El brazo gigantesco le hizo girar y lo lanzó con violencia contra las paredes metálicas de la esclusa. El animal tenía una fuerza increíble.
—¡Salgan! ¡Todo el mundo fuera, aléjense del metal! —gritaba Alice Fletcher.
Ted pugnaba por subir y alejarse de la escotilla y del brazo que se le enroscaba como una serpiente; casi había alcanzado la puerta, cuando la hoja osciló hacia atrás y lo envolvió, cubriéndole la mayor parte del cuerpo. Ted, con los ojos desorbitados por el horror, lanzó un alarido gutural y empujó la hoja con las manos.
Norman corrió hacia él, pero Harry lo sujetó.
—¡Déjalo! ¡Nada puedes hacer!
A través de la esclusa, el calamar blandía a Ted por el aire, para un lado y para otro, haciendo que golpeara contra las paredes. La cabeza de Ted colgaba laxa; de la frente le manaba sangre, que caía sobre el tentáculo refulgente. Sin embargo, el calamar seguía agitando el inerte cuerpo de Ted para atrás y para adelante. Con cada golpe, el cilindro resonaba como un gong.
—¡Fuera! —gritaba Fletcher—. ¡Todo el mundo fuera!
Beth pasó presurosa frente a Norman y Harry, el cual tiró de Norman en el preciso momento en que el segundo tentáculo irrumpía como una explosión a través de la superficie del agua para coger a Ted como una tenaza.
—¡Fuera del metal! ¡Maldición, fuera del metal! —gritaba Fletcher.
Todos subieron al Cilindro B, y Fletcher alzó el interruptor de la Caja Verde. Desde los generadores se oyó un ronroneo y cuando dos millones de voltios sacudieron el habitáculo, el fulgor rojo de las hileras de calefactores se amortiguó.
La reacción fue instantánea: al ser golpeado por esa fuerza enorme, el suelo del habitáculo se estremeció, y a Norman le pareció oír un chillido, si bien pudo haber sido el crujido del metal al romperse. Los tentáculos retrocedieron con rapidez y volvieron a sumergirse a través de la esclusa. Los supervivientes tuvieron una última y fugaz visión del cuerpo de Ted cuando era arrastrado hacia las negras aguas. Con un brusco movimiento, Fletcher bajó la palanca de la Caja Verde. Pero las alarmas ya habían empezado a sonar y los tableros de advertencia se habían encendido.
—¡Fuego! —gritó Fletcher—. ¡Fuego en el Cilindro E!
Alice Fletcher les dio máscaras antigás; a Norman se le resbalaba por la frente y le obstaculizaba la visión. Cuando lograron llegar al Cilindro D, el humo era denso, y todos tosían, tropezaban y se golpeaban contra las consolas.
—Manténganse cerca del suelo —ordenó Tina, dejándose caer sobre las rodillas. Ella abría el camino; Alice se había quedado atrás, en el B.
Delante de ellos, un brillo color rojo furioso delineaba la puerta que, a través del mamparo, conducía al E. Tina cogió un extintor y pasó por la puerta; Norman iba pisándole los talones. Al principio, el psicólogo creyó que todo el cilindro estaba ardiendo, pues feroces llamas lamían el acolchado lateral y densas nubes de humo se elevaban hacia el techo. El calor casi se podía palpar. Tina empezó a rociar espuma blanca, describiendo un círculo con el cilindro del extintor. Norman vio otro y lo agarró; pero el metal estaba tan caliente que tuvo que dejarlo caer al suelo.
—¡Fuego en D! —dijo Alice Fletcher a través del intercomunicador—. ¡Fuego en D!
«¡Jesús!», pensó Norman, que a pesar de la máscara tosía por efecto del humo acre. Cogió del suelo el extintor y empezó a rociar; de inmediato, el cilindro metálico se enfrió. Tina le gritó algo, pero Norman nada oía, salvo el rugido de las llamas. Tina y él estaban controlando el incendio, pero seguía habiendo un gran foco de fuego cerca de una de las portillas. Norman se volvió y roció el suelo que ardía bajo sus pies.
No estaba preparado para la explosión; el mazazo de la concusión hizo que le dolieran los oídos. Se volvió y descubrió que una manguera se había soltado en la habitación; en ese momento se dio cuenta de que una de las pequeñas portillas había volado, o se había quemado, y que el agua estaba irrumpiendo con fuerza incontrolable.
No divisaba a Tina; después vio que había sido derribada; la mujer consiguió ponerse en pie y le quitó algo a Norman, pero resbaló y volvió a caer en el torrente de agua, que la levantó y la despidió con tanta fuerza contra la pared opuesta, que Norman supo de inmediato que Tina tenía que haber muerto. Cuando bajó la vista la vio flotando boca abajo en el agua, que rápidamente estaba llenando la habitación. La parte posterior de la cabeza de Tina estaba abierta a lo largo, y Norman vio la masa blanquecina de su cerebro.
El psicólogo se volvió y corrió. Cuando cerró violentamente la pesada puerta y giró el volante de la cerradura para trabarla, el agua ya estaba rebasando el reborde del mamparo.
No podía ver absolutamente nada en el D, pues el humo era más denso que antes. Había algunos focos de llamas rojas que parecían mortecinas a través del humo. Oyó el siseo de los extintores. ¿Dónde estaba su propio extintor? Tuvo que haberlo dejado en el E. Como un ciego, avanzó palpando las paredes en busca de otro extintor; el humo le hacía toser, y a pesar de la máscara los ojos y los pulmones le ardían.
Y entonces, con un tremendo gemido del metal, recomenzó el golpeteo del calamar, que se encontraba fuera; el habitáculo era sacudido por los tirones del animal. Norman oyó que Alice Fletcher decía algo por el intercomunicador, pero la voz de la mujer salía con interferencias y no era clara. El golpeteo continuaba, al igual que el horrible retorcimiento del metal, y Norman pensó: «Vamos a morir. Esta vez, vamos a morir.»
No pudo hallar un extintor, pero sus manos tocaron un objeto metálico que había en la pared, y lo palpó en la oscuridad de la humareda; el objeto sobresalía y Norman se estaba preguntando qué sería, cuando dos millones de voltios recorrieron sus brazos y le llegaron al cuerpo. Dio un solo grito y cayó hacia atrás.
Con una perspectiva extraña, angulosa, Norman miraba fijamente una hilera de luces. Al sentarse sintió un dolor agudo, miró en derredor y vio que estaba en el suelo del Cilindro D. En el aire flotaba una tenue neblina de humo; las paredes acolchadas estaban ennegrecidas y en varios lugares aparecían carbonizadas.
«Aquí tiene que haberse producido un incendio», pensó, al contemplar, atónito, los daños. ¿Cuándo había ocurrido? ¿Dónde estaba él en ese momento?
Se incorporó muy despacio, apoyándose en una rodilla, y logró ponerse de pie. Se volvió hacia el Cilindro E pero, por algún motivo, la puerta del mamparo que separaba ese cilindro estaba cerrada. Trató de girar el volante para descorrer el cerrojo, pero se atascaba.
No vio a nadie. ¿Dónde estaban los demás? Entonces recordó algo relativo a Ted: había muerto... El calamar sacudía su cuerpo en la esclusa... Y, en ese momento, Alice Fletcher dijo que retrocedieran y subió al interruptor de corriente...
Empezaba a volverle a la memoria lo ocurrido: el incendio. Había estallado un incendio en el Cilindro E. El había ido allí, junto con Tina, para dominar el fuego. Recordó haber llegado al lugar y ver que las llamas lamían las paredes... Después de eso, no estaba seguro de nada más...
¿Dónde estaban los demás?
Durante un horrible instante pensó que era el único superviviente, pero en ese momento oyó que alguien tosía en el Cilindro C. Avanzó hacia el sonido. No vio a nadie, por lo que fue al B.
Alice Fletcher no se encontraba en él; solamente había una gran franja de sangre sobre las tuberías metálicas, y un zapato de la mujer sobre la alfombra. Eso era todo.
Otra vez la tos, que salía de entre las tuberías.