—¿Fletcher?
—Un minuto, por favor.
De atrás de los tubos surgió Beth, toda manchada de grasa.
—¡Qué bien! Estás en pie. Tengo funcionando la mayoría de los sistemas, creo. Gracias a Dios la Armada tenía instrucciones impresas en las cubiertas de los equipos. De todos modos el humo se está disipando y las lecturas de calidad del aire son buenas, no óptimas, pero buenas, y todas las cosas de importancia vital parecen hallarse intactas. Tenemos aire y agua, calor y electricidad. Estoy tratando de descubrir cuánto nos queda de electricidad y de aire.
—¿Dónde está Fletcher?
—No la puedo hallar por ninguna parte.
Beth señaló el zapato que había en el suelo, y el largo manchón de sangre.
—¿Y Tina?
Le alarmó la perspectiva de haber quedado atrapado allí abajo, sin que hubiere personal alguno de la Armada.
—Tina estaba contigo —dijo Beth, frunciendo el entrecejo.
—Parece que no lo recuerdo —respondió Norman.
—Probablemente recibiste una tremenda sacudida de corriente eléctrica y eso te habrá producido amnesia retrospectiva. No recuerdas los minutos previos al shock. Tampoco yo pude encontrar a Tina pero, según los sensores de estado, el Cilindro E se halla anegado y clausurado. Tú estabas con ella en el E. No sé por qué se inundó.
—¿Y Harry?
—También él recibió una sacudida creo. Tuvisteis suerte de que la intensidad de corriente no fuese alta, pues de lo contrario ambos estaríais muertos. Sea como sea, está tendido en el suelo del C, dormido o inconsciente. Quizá desees echarle un vistazo; yo no quise correr el riesgo de moverlo, así que me limité a dejarlo ahí.
—¿Despertó? ¿Te habló?
—No, pero parece que respira bien. Tiene buen color y eso. De todos modos creí que sería mejor poner en funcionamiento los sistemas para mantenimiento de la vida. —Se limpió la grasa que tenía en la mejilla—. Lo que quiero decir es que ahora tan sólo quedamos nosotros tres, Norman.
—¿Harry, tú y yo?
—Así es: Harry, tú y yo.
Harry estaba pacíficamente dormido en el suelo, entre las literas. Norman se inclinó sobre él, le levantó un párpado y encendió una linterna ante el ojo de Harry: la pupila se contrajo.
—Esto no puede ser el cielo —dijo Harry.
—¿Por qué no? —preguntó Norman.
Dirigió el haz de luz sobre la otra pupila, que también se contrajo.
—Porque tú estás aquí, y en el cielo no permiten la entrada a los psicólogos.
Esbozó una sonrisa débil.
—¿Puedes mover los dedos de los pies? ¿Las manos?
—Puedo mover todo el cuerpo. Vine andando hasta aquí arriba, Norman, desde la parte inferior del C. Estoy bien.
Norman se relajó.
—Me alegra ver que te encuentras en buen estado, Harry.
Y lo decía en serio: le había aterrado el pensamiento de que Harry estuviese herido. Desde el comienzo de la expedición, todos habían dependido del matemático. En ocasiones críticas, él había logrado hacer el descubrimiento sensacional, había brindado el conocimiento que se necesitaba. Y aun ahora, a Norman lo reconfortaba pensar que, si Beth no lograba resolver el funcionamiento de los sistemas para mantenimiento de la vida, Harry sí podría hacerlo.
—Sí, estoy bien —ratificó Harry; volvió a cerrar los ojos y suspiró—. ¿Quiénes hemos quedado?
—Beth, tú y yo.
—¡Jesús!
—¿Quieres incorporarte?
—Sí. Me acostaré en la litera. Estoy cansado, Norman. Podría dormir un año entero.
Norman le ayudó a ponerse de pie. Harry se dejó caer en la litera más próxima.
—¿Te parece bien si duermo un rato?
—Por supuesto.
—Me beneficiará mucho. Estoy cansadísimo, Norman. Podría dormir durante un año seguido.
—Sí, ya lo has dicho...
Se interrumpió. Harry estaba roncando. Norman extendió la mano para quitar algo arrugado que había sobre la almohada, al lado de la cabeza de Harry.
Era la libreta de Ted Fielding.
De repente, Norman se sintió abrumado. Se sentó en su litera, con la libreta en las manos. Por fin, miró un par de páginas, llenas con los garabatos grandes y entusiastas de Ted. De la libreta cayó una fotografía. Le dio la vuelta y vio que era la foto de un Corvette rojo. Un sentimiento de dolor lo dominó; aunque no sabía si estaba llorando por Ted o por sí mismo. Lo que sí le resultaba claro era que uno tras otro todos estaban muriendo allí abajo. Norman se hallaba muy triste y también muy asustado.
Beth estaba ante la consola de comunicaciones del Cilindro D y había encendido todos los monitores.
—Hicieron un trabajo muy bueno en este sitio —dijo—. Todo está marcado, todo tiene instrucciones; hay archivos de ordenador que contienen guías de ayuda. Hasta un idiota lo podría comprender. Yo sólo veo un problema.
—¿Cuál?
—La cocina estaba en el Cilindro E, y ese cilindro está inundado: no tenemos comida, Norman.
—¿Nada en absoluto?
—Eso creo.
—¿Agua?
—Sí, en abundancia; pero nada de comida.
—Bueno, nos podemos arreglar sin comida. ¿Cuánto tiempo tendremos que pasar aquí abajo?
—Me parece que dos días más.
—Podremos lograrlo —dijo Norman, al tiempo que pensaba: «Dos días, Jesús. Dos días más en este sitio.»
—Eso suponiendo que la tormenta amaine en la fecha prevista —agregó Beth—. Estuve tratando de entender cómo se lanza un globo de superficie a fin de saber qué tal andan las cosas ahí arriba. Para mandar un globo, Tina solía teclear un código especial.
—Podremos lograrlo —volvió a decir Norman.
—Ah, claro. Y si las cosas se ponen muy difíciles nos queda la posibilidad de conseguir comida de la nave espacial. Allí abunda mucho.
—¿Crees que podemos arriesgarnos a salir?
—Tendremos que hacerlo —dijo Beth, echando un rápido vistazo a las pantallas— en algún momento de las tres próximas horas.
—¿Porqué?
—Por el minisubmarino. Tiene un temporizador automático que lo hará ascender a la superficie, a menos que alguien vaya para allá y oprima el botón.
—¡Al diablo con el submarino! —exclamó Norman—. Dejemos que se vaya.
—Vamos, no seas tan despreocupado. Ese submarino puede admitir tres personas.
—¿Quieres decir que los tres nos podríamos largar de aquí en el submarino?
—Sí. Eso es lo que quiero decir.
—¡Cristo! —exclamó Norman—. Vayamos ahora mismo.
—Hay dos problemas en relación con eso —dijo Beth señalando las pantallas—. Estuve revisando las características técnicas. Primero: el submarino es inestable en la superficie, así que si allí hay olas grandes nos tendrá rebotando de un lado a otro, lo que sería peor que cualquier cosa que hayamos padecido aquí abajo. Y lo segundo es que, al llegar a la superficie, tenemos que conectarnos con una cámara de descompresión. No olvides que todavía nos esperan noventa y seis horas de descompresión.
—¿Y si no pasáramos por esa etapa de descompresión? —preguntó Norman, mientras pensaba: «Simplemente vayamos a la superficie en el submarino, abramos de una vez la escotilla, y veamos las nubes y el cielo y respiremos un poco del aire normal de la Tierra.»
—Tenemos que nacerlo —dijo Beth—. Tu torrente sanguíneo está saturado de solución de helio gaseoso. En este preciso instante te hallas bajo presión, por lo que no hay ningún problema. Pero si liberamos súbitamente esa presión, el efecto es el mismo que cuando destapas una botella de gaseosa: el helio produce una especie de explosión y se escapa de tu sistema en forma de burbujas. Morirías de modo instantáneo.
—Ah —dijo Norman.
—Noventa y seis horas —insistió Beth—. Ese es el tiempo que se necesita para eliminar el helio que hay en el organismo.
—Ah.
Norman fue a la portilla y miró hacia el DH-7; el minisubmarino estaba a casi noventa metros de distancia.
—¿Crees que regresará el calamar?
Beth se encogió de hombros y dijo:
—Pregúntaselo a Jerry.
Norman pensó: «Ya no habla más del asunto ese de Geraldine... ¿O será que Beth prefiere pensar que esta malévola identidad es masculina?»
—¿En qué monitor está?
—En éste.
Beth lo encendió y la pantalla se iluminó.
—Jerry, ¿estás ahí? —dijo Norman.
No hubo respuesta.
Escribió en el teclado:
JERRY, ¿ESTÁS AHÍ?
No se produjo ninguna reacción.
—Te diré algo sobre Jerry —declaró Beth—. En realidad, no puede leer la mente. Cuando le estuvimos hablando antes le envié un pensamiento y no respondió.
—Yo también lo hice —confesó Norman—. Le envié mensajes y también imágenes. En ninguno de los dos casos respondió.
—Si hablamos, él contesta; pero si solamente pensamos, no lo hace —dijo Beth—. De modo que no es tan poderoso. En realidad se comporta como si nos oyera.
—Es cierto —reconoció Norman—. Aunque ahora no parece que nos esté oyendo.
—No. Yo también lo intenté antes.
—Me pregunto por qué no contesta.
—Dijiste que era emocional, así que a lo mejor está enfurruñado.
Norman no lo creía: los reyes niños no se enfurruñan. Son vengativos y caprichosos, pero no se enfurruñan.
—A propósito —sugirió Beth—, quizá te interese mirar estas hojas. —Le tendió una pila de hojas impresas por el ordenador—. Son el registro de todas las interacciones que tuvimos con Jerry.
—Nos pueden dar una pista. —Norman recorrió las hojas sin verdadero entusiasmo. De repente, se sintió cansado.
—De todos modos te mantendrá la mente ocupada.
—Eso es cierto.
—Personalmente —dijo Beth—, me gustaría regresar a la nave.
—¿Para qué?
—No estoy convencida de que hayamos encontrado todo lo que hay allí.
—El trayecto hasta la nave es largo.
—Lo sé. Pero si el calamar nos deja libres un rato, lo podría intentar.
—¿Nada más que para mantener tu mente ocupada?
—Lo puedes interpretar así. —Beth echó un vistazo a su reloj—. Norman, me voy a dormir un par de horas. Después echaremos en suerte quién va al submarino.
—De acuerdo.
—Pareces deprimido, Norman.
—Lo estoy.
—Yo también —dijo Beth—. Este lugar da la sensación de ser una tumba... y a mí me enterraron prematuramente.
Beth subió la escalerilla que llevaba a su laboratorio, pero no se fue a dormir porque, al cabo de unos instantes, Norman oyó la voz de Tina grabada en la videocinta, que decía:
—
¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
Beth respondía:
—
Quizá. No lo sé.
—
Esto me asusta.
Se oyó el chirrido del rebobinado, y, después de una breve pausa, otra vez:
—
¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
—
Quizá. No lo sé.
—
Esto me asusta.
Para Beth, esa grabación se estaba convirtiendo en una obsesión.
Norman fijó la vista en las hojas impresas que tenía sobre las piernas; después, miró la pantalla.
—Jerry, ¿estás ahí?
Jerry no contestó.
Beth le estaba sacudiendo el hombro con suavidad. Norman abrió los ojos.
—Es el momento —dijo ella.
—Muy bien —respondió Norman, y bostezó. ¡Dios, qué cansado estaba!—. ¿Cuánto tiempo queda?
—Media hora.
Beth encendió el sistema sensor desde la consola de comunicaciones y ajustó las calibraciones.
—¿Sabes cómo operar todas estas cosas? —preguntó el psicólogo—. ¿Los sensores?
—Bastante bien. Lo estuve aprendiendo.
—Entonces yo debo ir al submarino.
Sabía que Beth no estaría de acuerdo, que insistiría en llevar a cabo ella esa fase de actividad, pero Norman quiso hacer el esfuerzo.
—Muy bien —respondió Beth—. Tú vas. Eso es razonable.
Norman ocultó su sorpresa y dijo:
—Yo también opino así.
—Alguien tiene que vigilar el sistema sensor —dijo Beth—. Y te puedo advertir si se acerca el calamar.
—Así es —dijo Norman, y pensó «demonios, habla en serio»—. No creo que esto sea para Harry.
—No, Harry no es muy apto para la actividad física. Y todavía está dormido. Será mejor que lo dejemos dormir.
—Muy bien —dijo Norman.
—Necesitarás ayuda con el traje.
—Ah, es cierto, mi traje. El ventilador de mi traje está roto.
—Fletcher te lo arregló.
—Sinceramente, espero que lo haya hecho bien.
—Quizá deba ir yo, no tú —dijo Beth.
—No, no. Vigila las consolas. Yo iré. De todos modos sólo son unos noventa metros. No puede ser tan difícil llegar.
—Todo está libre ahora —dijo la zoóloga, mientras dirigía una rápida mirada a los monitores.
—Perfecto.
El casco se acomodó en su sitio con un chasquido, y Beth le dio un golpecito en la luneta, al tiempo que le lanzaba una mirada interrogadora para saber si todo estaba bien.
Él asintió con la cabeza y Beth abrió la escotilla del suelo. Norman se despidió moviendo la mano y saltó hacia las aguas negras y heladas. Una vez sobre el lecho marino, permaneció un instante debajo de la escotilla y esperó, para estar seguro de que podía oír su ventilador de flujo circulatorio. Después comenzó a alejarse de la parte inferior del habitáculo, en el cual sólo había unas pocas luces y, desde los cilindros con fugas, Norman pudo ver muchas líneas delgadas de burbujas que subían hacia la superficie.
—¿Cómo estás? —preguntó Beth por el intercomunicador.
—Bien. ¿Sabes que el lugar está perdiendo aire?
—La apariencia es peor que la realidad —repuso Beth—. Créeme.
Norman llegó al borde del habitáculo y miró los noventa metros de lecho oceánico abierto que lo separaban del DH-7.
—¿Qué aspecto tiene todo? ¿Sigue estando despejado?
—Sigue despejado —informó Beth.
Norman se puso en marcha. Caminaba lo más rápido que podía, pero sentía como si los pies se estuvieran moviendo en cámara lenta. Pronto se quedó sin aliento, y maldijo en voz alta.
—¿Qué pasa?
—No puedo ir deprisa.
Norman seguía mirando hacia el norte, esperando ver en cualquier momento el fulgor verde del calamar que se aproximaba. Pero el horizonte permanecía oscuro.
—Lo estás haciendo muy bien, Norman. Sigue estando despejado.
Se hallaba ya a unos cincuenta metros del habitáculo: había hecho la mitad del camino. Podía ver el DH-7, mucho más pequeño que su propio habitáculo, pues constaba de un único cilindro de doce metros de alto, con muy pocas portillas.