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Authors: Michael Crichton

Tags: #ciencia ficción

Esfera (35 page)

A lo largo del cilindro estaban la cúpula invertida y el minisubmarino.

—Ya estás llegando —le animó Beth—. Buen trabajo.

Norman empezó a sentir vahídos, de modo que redujo su velocidad de avance. Ahora, sobre la superficie gris del cilindro, podía ver marcas y leyendas de la Marina; las había de toda clase, escritas con letras mayúsculas.

—Sigue sin haber moros en la costa —dijo Beth—. Te felicito. Parece que lo has logrado.

Norman se metió debajo del cilindro DH-7, alzó la vista hacia la escotilla y vio que estaba cerrada. Giró el volante para descorrer la cerradura, abrió la esclusa y empujó la escotilla. No podía ver mucho del interior, porque la mayoría de las luces estaban apagadas, pero quería echar un vistazo adentro pues podría haber algo, alguna arma, que se pudiera utilizar.

—Primero el submarino —le aconsejó Beth—. Solamente te quedan diez minutos para apretar el botón.

—De acuerdo.

Norman avanzó hacia el submarino. Detrás de las dos hélices vio el nombre:
Deepstar III
. Era amarillo, como aquel en el que había descendido, pero la configuración era algo diferente. Norman halló agarraderas en el costado, y se asió a ellas para impulsarse al interior del bolsón de aire encerrado dentro de la cúpula. En la parte superior del submarino había una gran cabina de material acrílico, conformada como una burbuja, para el timonel. Norman encontró la escotilla por detrás de esa burbuja; la abrió y luego se dejó caer en el interior.

—Ya estoy en el submarino.

No hubo respuesta de Beth; era probable que ella no lo pudiera oír, rodeado como estaba por tan gran cantidad de metal. Norman recorrió el interior con la mirada, y pensó: «Estoy mojando el submarino», pero ¿qué tendría que haber hecho? ¿Secarse los zapatos antes de entrar? Sonrió ante ese pensamiento. Halló las cintas sujetas en un compartimiento de popa. Había mucho lugar para más cintas, y bastante espacio para tres personas. Pero Beth tenía razón respecto a lo de viajar a la superficie: el interior del submarino estaba atestado de instrumentos y bordes cortantes, de modo que no sería nada agradable verse sacudido dentro de este vehículo.

¿Dónde estaría el botón de «Retardo»? Norman miró el oscuro panel de instrumentos y vio una sola luz roja, que parpadeaba sobre un botón en el que se leía: «retén de temporizador.» Apretó ese botón.

La luz roja dejó de parpadear y permaneció encendida. La pantalla de un pequeño monitor se encendió; su luz era color ámbar.

PUESTA A CERO DEL TEMPORIZADOR - CONTANDO 12:00:00

En tanto Norman observaba, los números empezaron a correr hacia atrás. Seguramente lo había logrado. La pantalla del monitor se apagó.

Mientras seguía mirando los instrumentos, le surgió una duda: en una emergencia, ¿podría operar este submarino? Se deslizó en el asiento del timonel y contempló los desconcertantes cuadrantes e interruptores. No parecía haber ningún aparato de comando, ni timón ni palanca de control. ¿De qué manera se guiaba ese maldito submarino?

La pantalla del monitor se encendió:

MÓDULO DE COMANDO -
Deepstar III

¿Necesita ayuda?

Sí No Cancelar

«Sí —pensó Norman—, necesito ayuda.» Buscó alrededor para ver si había un botón «Sí» cerca de la pantalla, pero no había botón alguno que Norman pudiera ver. Finalmente, se le ocurrió tocar la pantalla y apretó el «Sí».

OPCIONES DE LISTA DE COMPROBACIÓN -
Deepstar III

(11,5)
Descenso
    
Ascenso
Comunicación secreta
    
Cierre de transmisión
Monitor
    
Cancelación

Norman apretó «ascenso» y en la pantalla apareció un pequeño diagrama del panel de instrumentos. Una sección especial de ese diagrama se encendía y se apagaba. Debajo de la imagen aparecían las palabras:

LISTA DE COMPROBACIÓN PARA ASCENSO -
Deepstar III

1. Poner compresores de lastre en: conectado Pasar a etapa siguiente Cancelar

«Así que éste es su modo de funcionar», pensó Norman. Una lista de comprobación detallada paso por paso, almacenada en el ordenador del submarino: todo lo que había que hacer era seguir las instrucciones. Y Norman las podía seguir. Una leve onda de corriente marina hizo que la pequeña nave se moviera y oscilara en torno de su amarra.

Norman tocó «cancelar»; la pantalla quedó en blanco, y luego apareció, en letras titilantes:

PUESTA A CERO DEL TEMPORIZADOR - CONTANDO 11:53:04

El contador seguía corriendo hacia atrás. Norman pensó: «¿Realmente estuve aquí siete minutos?» Otra ola submarina, y el submarino volvió a oscilar. Era hora de irse.

Norman avanzó hacia la escotilla, trepó al interior de la cúpula y cerró la escotilla. Se descolgó por el costado del submarino, hasta tocar el fondo del mar. En cuanto salió de debajo del metal obstructor, su radio comenzó a chirriar:

—¿... ahí? Norman, ¿estás ahí? ¡Responde, por favor!

Era Harry, en la radio.

—Estoy aquí —respondió.

—Norman, por el amor de Dios...

En ese instante, Norman vio el fulgor verdoso y comprendió por qué el submarino se había agitado y balanceado en torno de sus amarras. El calamar estaba apenas a nueve metros, y sus brillantes tentáculos se retorcían como serpientes en dirección a Norman, removiendo el sedimento a medida que se desplazaban por el lecho oceánico.

—Norman, ¿podrías...?

No había tiempo para pensar: Norman dio tres pasos, saltó y se impulsó a través de la escotilla abierta, hasta conseguir meterse en el DH-7.

Cerró de golpe la escotilla, pero el tentáculo plano, en forma de pala, ya estaba introduciéndose. Norman lo pilló con la escotilla, pero el tentáculo no retrocedió.

Era increíblemente fuerte y musculoso; se retorcía sobre sí mismo mientras Norman lo observaba. Las ventosas parecían pequeñas bocas fruncidas que se abrían y cerraban. El psicólogo saltó con fuerza sobre la escotilla, tratando de obligar al tentáculo a retroceder, pero con un rápido impulso muscular, aquél hizo que la escotilla se abriera de forma violenta y lanzara a Norman hacia atrás. La gran mano en forma de hoja logró penetrar en el habitáculo, y Norman percibió el intenso olor a amoníaco.

Trepó hacia lo alto del cilindro. Hubo un chapoteo y, a través de la escotilla, irrumpió el segundo tentáculo. Ahora ambos oscilaban en círculos por debajo de Norman, investigando. El hombre llegó a una portilla, miró hacia afuera y vio el enorme cuerpo del animal, el gigantesco ojo redondo de mirada fija. El psicólogo trepó a gatas, para llegar a lo más alto y alejarse de los tentáculos. La mayor parte del cilindro parecía estar destinada a depósito, pues se hallaba atestado de equipos, cajas y tanques. Muchas de las cajas eran de color rojo intenso, con letreros que advertían: «precaución: no fumar explosivos electrónicos TEVAC.» Mientras subía a trompicones pensaba que allí había una tremenda cantidad de explosivos.

Los tentáculos ascendieron aún más, detrás de él. En alguna parte, en algún sitio frío y lógico de su cerebro, calculó: «El cilindro solamente tiene doce metros de altura, y los tentáculos, como mínimo, doce metros de longitud: no tendré lugar para ocultarme.»

Tropezó y se golpeó una rodilla, pero siguió adelante. Oía el palmoteo de los tentáculos, cuando golpeaban las paredes, en su oscilación ascendente en pos de Norman.

«Un arma —pensó—, tengo que hallar un arma.»

Llegó a la pequeña cocina: una mesa metálica, algunas ollas y sartenes. Tiró apresuradamente de los cajones para abrirlos, en busca de un cuchillo, pero sólo encontró una pequeña cuchilla, que arrojó a un lado con fastidio. Oyó que los tentáculos se acercaban; un instante después, un fuerte golpe lo derribó, y su casco chocó contra el suelo. Apoyándose en brazos y piernas, logró ponerse en pie y esquivar el tentáculo.

Siguió subiendo por el cilindro y llegó a una sección de comunicaciones: equipo de radio, ordenador, un par de monitores. Las serpientes tentaculares estaban detrás de él, retorciéndose como enredaderas de pesadilla. Los ojos le ardían debido a las emanaciones de amoníaco.

Llegó a las literas, que estaban en un estrecho lugar, cerca del extremo superior del cilindro. «No hay sitio donde esconderse —pensó—. No tengo armas, ni refugio alguno.»

Las enormes palas alcanzaron la parte más alta del cilindro y azotaron la superficie superior; después oscilaron hacia los lados. «De un momento a otro me tendrán.» Cogió el colchón de una litera y lo sostuvo en alto, a modo de endeble protección. Los tentáculos avanzaban hacia él, en un vaivén errático. Norman esquivó el primero.

Y entonces, con un ruido sordo, el segundo tentáculo se enroscó a su cuerpo, y aquella masa fría y viscosa lo apretó junto con el colchón. Norman sintió un repugnante y lento abrazo y las docenas de ventosas que se apretaban sobre su cuerpo y le desgarraban la piel. El horror hizo que lanzara un gemido. El segundo tentáculo retrocedió, se agitó como un látigo y luego lo agarró también. Norman quedó atrapado, como si estuviese entre un par de mordazas mecánicas.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.

Los tentáculos oscilaron para alejarse de la pared, y levantaron su presa muy alto por el aire, en el centro del cilindro. «Es el final», pensó. Pero, en ese instante, sintió que su cuerpo resbalaba hacia abajo, junto con el colchón. Se agarró a los tentáculos para tener un punto de apoyo, y siguió deslizándose hacia abajo, a lo largo de las gigantescas enredaderas hediondas, hasta chocar con la cubierta, cerca de la cocina. Al golpear el suelo, la cabeza produjo un fuerte ruido. Norman rodó sobre la espalda.

Vio que los tentáculos, allá arriba, estrujaban y retorcían el colchón. ¿El calamar se había dado cuenta de lo ocurrido, de que su presa se había zafado?

Miró a su alrededor con desesperación: ¡Un arma, un arma! Era un habitáculo militar: tenía que haber un arma en alguna parte.

Los tentáculos destrozaron el colchón. Fragmentos de relleno blanco se desparramaron por el cilindro. Los tentáculos soltaron el colchón, cuyos pedazos también cayeron. Después, los tentáculos empezaron a balancearse otra vez por el habitáculo.

Buscando.

«Lo sabe —pensó Norman—, sabe que me escapé y que todavía estoy por aquí, en alguna parte. Trata de cazarme.»

Pero ¿cómo lo supo?

Norman se agachó detrás de la cocina, cuando una de las palas se acercó y destrozó ollas y sartenes, barriéndolo todo a su paso, palpando el lugar para descubrir su presa humana. Norman se agachó y encontró una maceta con una planta grande. El tentáculo seguía hurgando, moviéndose sin descanso por el suelo y golpeando las cacerolas. Norman empujó la planta hacia adelante y el tentáculo la agarró, la arrancó de la maceta con suma facilidad y la arrojó con gran violencia por el aire.

Esa distracción permitió a Norman arrastrarse a gatas hacia adelante.

«Un arma —pensaba Norman—. Un arma.»

Miró hacia abajo, hacia donde había caído el colchón, y vio alineadas en la pared, cerca de la escotilla del fondo, una serie de barras verticales plateadas: ¡disparadores neumáticos de lanzas! No entendía cómo no los había visto cuando corría hacia lo alto. Las lanzas se hallaban rematadas por un bulbo parecido a una granada de mano. ¿Serían puntas explosivas? Empezó a descender por la escalerilla.

También los tentáculos se estaban deslizando hacia abajo, siguiendo a su presa. ¿Cómo sabía el calamar dónde estaba él? Y en ese momento, cuando pasó frente a una portilla, vio afuera el ojo, y pensó: «¡Puede verme! ¡Por el amor de Dios! Debo mantenerme alejado de las portillas.»

No pensaba con claridad. ¡Todo ocurría con tanta rapidez! Pasó reptando frente a las cajas con explosivos que había en el pañol, al tiempo que pensaba: «Será mejor que no yerre ahora.» Luego, se lanzó y aterrizó, con un sonoro ruido metálico, sobre la cubierta en la que estaba la esclusa de aire.

Los tentáculos descendían a lo largo del cilindro, retorciéndose sobre sí mismos, en pos de su presa. Norman tiró de uno de los disparadores neumáticos, pero estaba unido a la pared mediante una banda de goma. Dio un tirón del disparador, en un intento por arrancarlo.

Los tentáculos continuaban acercándose.

Norman hizo que la goma diera de sí; pero el arma no se soltaba. ¿Qué ocurría con esas agarraderas de presión?

Los tentáculos se aproximaban. Descendían con rapidez.

Entonces, Norman se dio cuenta de que las agarraderas tenían cierres de seguridad, y de que había que tirar del arma en sentido lateral, no hacia fuera. Así lo hizo y, súbitamente, la goma se abrió. El disparador neumático estaba en sus manos. Se dio vuelta y el tentáculo lo derribó de un golpe; giró con rapidez sobre la espalda y vio la gran palma plana, llena de ventosas, que iba derecha hacia él. Le envolvió el casco. Todo se volvió negro y Norman disparó.

Experimentó un tremendo dolor en el pecho y en el abdomen. Durante un instante tuvo la horrorosa idea de que se había disparado a sí mismo. Después jadeó y se dio cuenta de que sólo era efecto de la contusión. El pecho le ardía, pero el calamar lo había soltado.

Seguía sin poder ver. Se arrancó la palma que le cubría el rostro, la cual cayó pesadamente sobre la cubierta, retorciéndose como una serpiente; la había seccionado del tentáculo del calamar. Las paredes estaban salpicadas de sangre. Uno de los tentáculos aún se movía, el otro era un muñón sangriento y desgarrado; ambos retrocedieron por la escotilla y se deslizaron al agua.

Norman corrió hacia la portilla el calamar se alejaba con rapidez y el fulgor verde iba esfumándose. ¡Lo había logrado: había derrotado al calamar!

Lo consiguió.

DH-8

—¿Cuántos trajiste? —preguntó Harry, girando el disparador.

—Cinco —dijo Norman—. No pude cargar con más.

—¿Pero funcionó?

Estaba examinando la bulbosa punta explosiva.

—Sí, funcionó: le volé todo el tentáculo.

—Vi que el calamar se alejaba y me imaginé que le tenías que haber hecho algo.

—¿Dónde está Beth?

—No sé. Falta su traje. Es posible que haya ido a la nave.

—¿Que haya ido a la nave?

Norman frunció el entrecejo.

—Lo único que sé es que, cuando desperté, se había marchado. Descubrí que estabas en el habitáculo y después vi el calamar. Traté de comunicarme contigo por radio, pero supongo que el metal bloqueó la transmisión.

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