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Authors: Michael Crichton

Tags: #ciencia ficción

Esfera (32 page)

—En estos momentos —dijo Beth— se han observado calamares gigantes en todos los principales océanos del mundo. Por lo menos existen tres especies diferentes. Alcanzan un gran tamaño y pueden pesar cuatrocientos cincuenta kilos, o más. La cabeza tiene alrededor de seis metros de largo y posee una corona de ocho brazos, cada uno de los cuales mide cerca de tres metros de longitud y tiene largas hileras de ventosas. En el centro de la corona hay una boca provista de un pico agudo, como el de un loro, pero con la diferencia de que las mandíbulas tienen casi dieciocho centímetros de largo.

—¿El traje desgarrado de Levy...?

—Sí —corroboró Beth—. El pico está montado en un anillo muscular, por lo que, cuando muerde, puede girar sobre sí mismo en círculo. Y la rádula, la lengua del calamar, tiene una superficie áspera.

—Tina dijo que le pareció ver algo como una hoja de árbol, una hoja marrón.

—El calamar gigante tiene dos tentáculos mucho más largos que los brazos; pueden medir hasta doce metros. Cada uno de esos tentáculos remata en una «mano» sin dedos, una especie de «palma» aplanada que se asemeja mucho a una gran hoja de planta, y es esa «mano» lo que el calamar usa para cazar sus presas. Las ventosas de la «mano» están rodeadas por un pequeño anillo duro de quitina, lo que explica por qué se ven mordeduras circulares alrededor de la herida.

—¿Cómo combatirías uno de estos calamares?

—Pues, en teoría, aunque los calamares gigantes son muy grandes, no son especialmente fuertes —respondió Beth.

—Adiós teoría —dijo Norman.

Beth asintió con la cabeza y agregó:

—Como es lógico, nadie sabe cuán fuertes son, ya que nunca se encontró un espécimen vivo. Tenemos el dudoso privilegio de ser los primeros.

—¿Pero es posible matarlo?

—Yo pienso que se podría matar con bastante facilidad, pues el cerebro del calamar está situado por detrás de los ojos y tiene alrededor de treinta y ocho centímetros de diámetro, más o menos el tamaño de un plato grande. De modo que, si se le dispara una carga explosiva a un punto cualquiera de esa zona, es casi seguro que se le desbarataría el sistema nervioso y moriría.

—¿Crees que Barnes mató al calamar?

Beth se encogió de hombros y dijo:

—No lo sé.

—En una región, ¿hay más de uno?

—No sé.

—¿Volveremos a ver algún otro?

—No lo sé.

EL VISITANTE

Norman subió al centro de comunicaciones para ver si podía hablar con Jerry; pero éste no respondía. El psicólogo tuvo que haberse adormecido en la silla de la consola, porque de repente se quedó espantado al alzar la vista y ver a un acicalado marinero negro, de uniforme, de pie exactamente detrás de él, mirando las pantallas por encima de su hombro.

—¿Cómo van las cosas, señor? —preguntó el marinero.

Se le veía muy tranquilo y su uniforme estaba planchado, sin una arruga, y perfectamente almidonado.

Norman sintió que lo invadía una inmensa alegría, ya que la llegada de este hombre al habitáculo no podía significar más que una cosa: que las naves de superficie habían regresado. ¡Los buques habían vuelto y se había hecho descender a los submarinos para recuperar a los ocupantes del habitáculo! ¡Habían ido a salvarlos!

—Marinero —dijo Norman, subiendo y bajando la mano—, me produce una maldita gran satisfacción verlo.

—Gracias, señor.

—¿Cuándo ha llegado?

—Acabo de hacerlo, señor.

—¿Los demás ya lo saben?

—¿Los demás, señor?

—Sí. Quedamos seis. ¿Ya han sido informados de la llegada de ustedes?

—No conozco la respuesta a eso, señor.

En aquel hombre había una insulsez que le resultó extraña. El marinero estaba recorriendo el habitáculo con la mirada, y, durante un instante, Norman vio el ambiente a través de los ojos de ese hombre: el interior empapado, las consolas deshechas, las paredes salpicadas con espuma de uretano. Todo tenía el aspecto de que allí se hubiera librado una guerra.

—Hemos pasado momentos difíciles —dijo Norman.

—Ya lo veo, señor.

—Murieron tres de los nuestros.

—Lamento oír eso, señor.

Nuevamente esa insulsez..., esa neutralidad. ¿Sólo estaba actuando con excesiva corrección? ¿Se hallaba preocupado por una inminente corte marcial? ¿O se trataba de algo diferente?

—¿De dónde viene usted? —preguntó Norman.

—¿Venir, señor?

—Sí. ¿De qué nave?

—¡Ah! Del
Sea Hornet
, señor.

—¿Está en la superficie ahora?

—Sí, señor, lo está.

—Bueno, pues vayamos —dijo Norman—. Comunique a los demás que está usted aquí.

—Sí, señor.

Una vez que el marinero se hubo retirado, Norman se puso de pie y gritó:

—¡Estamos salvados!

—Por lo menos no fue una ilusión óptica —dijo Norman, mirando con fijeza la pantalla—. Ahí está, de cuerpo entero, en el monitor.

—Sí. Ahí está..., pero, ¿adonde se fue? —inquirió Beth.

Durante una hora habían revisado concienzudamente el habitáculo, sin hallar señales del marinero negro. Tampoco había ningún indicio de que hubiese un submarino fuera. No existían pruebas de la presencia de naves de superficie. El balón que se había lanzado mar arriba había registrado vientos de ochenta nudos y olas de nueve metros, antes de que el cable se cortara.

Entonces, ¿de dónde había venido ese hombre? ¿Y adonde se había ido?

Fletcher estaba operando las consolas y de pronto una de las pantallas se llenó de datos.

—¿Qué opinan de esto? El registro computarizado de buques en servicio activo muestra que no hay ninguna nave llamada
Sea Hornet
.

—¿Qué demonios está ocurriendo? —exclamó Norman.

—Quizá el marinero fue una ilusión óptica —apuntó Ted.

—Las ilusiones ópticas no quedan registradas en videocintas —dijo Harry—. Además, yo también lo vi.

—¿Lo viste? —le preguntó Norman.

—Sí, acababa de despertarme y había soñado que venían a rescatarnos. Estaba todavía acostado en la litera cuando oí pasos y ese hombre entró en la habitación.

—¿Hablaste con él?

—Sí. Pero me pareció una persona extraña. Sin gracia. Muy sosa.

Norman asintió con la cabeza.

—Se podría decir que algo no era normal en ese hombre.

—Sí, se podría decir.

—Pero ¿de dónde vino? —preguntó.

—Sólo se me ocurre una posibilidad —dijo Ted—: vino de la esfera. O, por lo menos, fue creado por la esfera, por Jerry.

—¿Para qué iba a hacer eso Jerry? ¿Para espiarnos?

Ted negó con un movimiento de cabeza:

—Estuve pensando mucho en esto, y me parece que Jerry tiene la facultad de crear cosas. Animales. No creo que Jerry sea un calamar gigante, sino que Jerry creó el calamar gigante que nos atacó. No me parece que Jerry nos quiera atacar, sino que, basándome en lo que Beth nos estaba diciendo, supongo que, una vez Jerry lo creó, el calamar atacó el habitáculo creyendo que los cilindros eran su enemigo mortal, la ballena. De manera que el ataque se produjo como consecuencia de la creación.

Todos escucharon a Ted con una clara expresión de desaprobación. Para Norman la explicación era demasiado conveniente en todos sus aspectos.

—Creo que existe otra posibilidad: que Jerry sea hostil.

—No considero que sea así —dijo Ted—. No acepto que Jerry sea hostil.

—Pues se comporta con bastante hostilidad, Ted.

—No pienso que pretenda ser hostil.

—Pretenda lo que pretenda —intervino Fletcher—, es mejor que no suframos otro ataque, porque la estructura del habitáculo no lo puede soportar. Y tampoco los sistemas de mantenimiento de la vida. Después del primer ataque hube de aumentar la presión positiva, con el objeto de tapar las fugas. Para impedir que entrara el agua tuve que incrementar la presión del aire interior, a fin de que fuera mayor que la presión del agua exterior. Eso detuvo las filtraciones, pero significó que el aire escapó en forma de burbujas a través de todas las fisuras. Y una hora de trabajo de reparaciones consumió cerca de dieciséis horas de nuestro aire de reserva.

Hubo una pausa. Todos comprendieron lo que entrañaba esto que acababa de decir Fletcher.

—Para compensar —prosiguió la mujer— reduje la presión interna en tres centímetros de mercurio. En este preciso momento tenemos una presión ligeramente negativa, y con eso estamos bien: el aire nos va a durar. Pero si se produce otro ataque en estas condiciones, quedaremos aplastados como una lata de cerveza vacía.

A Norman no le gustaba lo que estaba escuchando pero, al mismo tiempo, se hallaba impresionado por la eficacia de Fletcher; pensó que la mujer era un recurso que tendrían que utilizar.

—¿Qué puede sugerirnos para el caso de que haya otro ataque?

—Pues tenemos algo, el SDAV, en el Cilindro B.

—¿Qué es eso?

—Sistema de Defensa por Alto Voltaje. En B hay una cajita que, en todo momento, electriza la pared metálica de los cilindros para evitar la corrosión electrolítica. Es una carga eléctrica muy leve; uno no se da cuenta de que existe. De todos modos hay otra caja, color verde, conectada a la anterior, y ése es el SDAV. Básicamente es un transformador de bajo amperaje, para instalación, que envía dos millones de voltios por la superficie de los cilindros. Para cualquier animal debe ser sumamente desagradable.

—¿Por qué no lo usamos antes? —preguntó Beth—. ¿Por qué no lo utilizó Barnes, en vez de arriesgar...?

—Porque la Caja Verde presenta ciertos problemas —dijo Fletcher—. En primer lugar se puede decir que es un concepto teórico. Que yo sepa nunca se empleó en una verdadera situación de trabajo bajo el mar.

—Sí, pero seguramente se la habrá sometido a pruebas.

—Desde luego. Y, en todas ellas inició incendios dentro del habitáculo.

Hubo otra pausa, mientras los presentes reflexionaban acerca de lo que acababan de escuchar. Finalmente, Norman preguntó:

—¿Incendios peligrosos?

—Mostraban tendencia a quemar la cubierta aislante, el acolchado de la pared.

—¡Los incendios eliminan el aislamiento!

—En pocos minutos moriríamos por la pérdida del calor.

—¿Cuál es el peligro de un incendio? El fuego necesita oxígeno que quemar, y aquí abajo sólo tenemos un dos por ciento de oxígeno —observó Beth.

—Eso es cierto, doctora Halpern —reconoció Fletcher—, pero el porcentaje real de oxígeno varía. El habitáculo está construido para enviar impulsos con una frecuencia tan elevada como del sesenta por ciento, durante períodos breves, a razón de cuatro veces por hora. Todo está controlado de forma automática y no se puede contrarrestar. Y si el porcentaje de oxígeno es elevado los incendios se propagan con una rapidez tres veces mayor que en la superficie del mar. Enseguida quedan fuera de control.

Norman recorrió el cilindro con la mirada y descubrió tres extintores de incendios colgados en las paredes. Ahora que lo pensaba, había extintores por todo el habitáculo, pero nunca les prestó atención.

—Y aunque lográramos dominar los incendios, son una maldición para los sistemas —dijo Fletcher—, ya que los purificadores de aire no están hechos para absorber los productos resultantes del monóxido ni el hollín.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Utilizarlos solamente como último recurso —contestó Fletcher—. Ésa es mi recomendación.

Los miembros del grupo se miraron entre sí y asintieron con la cabeza.

—Muy bien —concluyó Norman—. Como último recurso nada más.

—Esperemos que no tenga lugar otro ataque.

«Otro ataque...» Se produjo un largo silencio cuando los circunstantes tomaron en cuenta esa posibilidad. Y, en ese instante, las pantallas de plasma gaseoso de la consola de Tina se activaron de repente y un suave ping continuado llenó la cabina.

—Tenemos un contacto en los térmicos de la periferia —dijo Tina con voz impersonal.

—¿Dónde? —preguntó Alice Fletcher.

—Norte. Acercándose.

Y en el monitor, todos vieron las palabras:

VOY PARA ALLÁ.

Apagaron todas las luces, tanto las interiores como las exteriores. Norman atisbo por la portilla, esforzando la vista para ver en la oscuridad. Hacía mucho que se sabía que, a esa profundidad, la oscuridad no era absoluta; las aguas del Pacífico, en particular, eran tan claras que, incluso a trescientos metros, algo de luz llegaba al fondo, aunque muy tenue. Jane Edmunds la había comparado con la luz de las estrellas, pero Norman sabía que, en la superficie, se podía ver con la luz estelar.

El psicólogo ahuecó las manos y se las puso a ambos lados de la cara para bloquear la luz procedente de las consolas de Tina. Aguardó a que sus ojos se adaptaran. Detrás de él, Alice Fletcher estaba trabajando con los monitores. En la habitación se oía el siseo de los hidrófonos.

La situación se repetía...

Ted, de pie junto al monitor, decía:

—Jerry, ¿me puedes oír? Jerry, ¿estás escuchando?

Pero no obtenía respuesta.

Beth apareció cuando Norman escrutaba el exterior a través de la portilla.

—¿Ves algo?

—Todavía no.

Detrás de ellos, Tina dijo:

—Setenta metros y acercándose... Cincuenta y cinco metros. ¿Quieres el sonar?

—Sin sonar —decidió Fletcher—. Nada que nos vuelva interesantes para él.

—¿No deberíamos, entonces, apagar todo nuestro equipo electrónico?

—Sí. Apágalo.

Las luces de la consola se apagaron. Ahora tan sólo las luces rojas de los calefactores de ambiente brillaban sobre los ocupantes del habitáculo. Todos estaban sentados en la oscuridad, mirando con fijeza hacia el exterior. Norman trató de recordar cuánto tiempo se necesitaba para la adaptación de la visión en la oscuridad, y recordó que serían unos tres minutos.

Empezó a ver formas: el contorno de la parrilla sobre el fondo del mar y, muy difusa, la elevada aleta de la nave espacial que se erguía de pronto sobre el lecho oceánico.

Y en ese instante vio algo más.

Un fulgor verde a lo lejos. En el horizonte.

—Es como un amanecer verde —comentó Beth.

La intensidad del fulgor aumentó y divisaron un objeto amorfo y de color verde, con rayas laterales. «Es exactamente como lo vimos antes. Idéntico», pensó Norman. Todavía no le era posible distinguir los detalles.

—¿Es un calamar? —preguntó.

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