No pudo evitar decirlo: seguía estando muy molesto con Ted.
—Lo siento... —empezó a disculparse Ted.
—Está bien.
—Sin embargo, no creo que para una inteligencia superior las emociones sean verdaderamente importantes.
—No empecemos otra vez con eso —rogó Beth.
—La cuestión es —dijo Norman— que las emociones y el intelecto son completamente independientes. Son como compartimientos del cerebro, separados, o como dos cerebros separados, incluso, y no se comunican entre sí. Ése es el motivo de que la comprensión intelectual sea tan inútil.
—¿Dices que la comprensión intelectual es inútil? —exclamó Ted.
Por el tono de voz se le notaba horrorizado.
—En muchos casos, sí —declaró Norman—. Si lees un manual sobre cómo andar en bicicleta, ¿sabes cómo hacerlo? No, no lo sabes. Puedes leer todo lo que quieras, pero todavía te será necesario salir y aprender a andar. La parte de tu cerebro que aprende a andar en bicicleta es diferente de la parte del cerebro que lee al respecto.
—¿Qué tiene que ver esto con Jerry? —preguntó Barnes.
—Sabemos que, en el aspecto emocional —prosiguió Norman—, una persona inteligente es tan susceptible de trastornarse como una persona común. Si Jerry es un ser con emociones auténticas, y no un ser que sólo simule tenerlas, entonces necesitamos tratar con su faz emocional, tanto como con su faz intelectual.
—Mejor para ti —replicó Ted.
—En realidad, no —repuso Norman—. Con franqueza, yo me sentiría mucho más tranquilo si Jerry no fuese más que un intelecto frío y desprovisto de emociones.
—¿Porqué?
—Porque si Jerry es poderoso, y también es emocional, eso plantea un serio interrogante: ¿qué pasará si Jerry enloquece?
El grupo se separó. Harry, exhausto por el prolongado esfuerzo que le exigió descifrar el código, se fue a dormir de inmediato. Ted fue al Cilindro C con el objeto de grabar en cinta sus observaciones personales sobre Jerry, con miras al libro que proyectaba escribir. Barnes y Fletcher se dirigieron al Cilindro E para planificar la estrategia de combate, en caso de que el extra-terrestre decidiera atacarlos.
Tina se quedó y comenzó a ajustar los monitores, según su manera precisa y metódica de trabajar. Norman y Beth la observaban. Pasó largo rato manipulando un tablero de controles, del que Norman no se había percatado antes; había una serie de pantallas de plasma gaseoso para lectura digital, las cuales refulgían en color rojo intenso.
—¿Qué es todo eso? —preguntó Beth.
—Es la DSPE, Disposición de Sensores en el Perímetro Externo. Tenemos sensores activos y pasivos para todas las modalidades (térmica, auditiva, onda de presión) dispuestos en círculos concéntricos alrededor del habitáculo. El capitán Barnes quiere que todos estén puestos a cero y activados.
—¿Por qué? —preguntó Norman.
—No sé, señor. Son órdenes del capitán Barnes.
Se oyó la voz de Barnes por el intercomunicador.
—Marinera Chan a Cilindro E, de inmediato. Y cierre la línea de comunicaciones de aquí adentro: no quiero que ese Jerry escuche esto.
—Sí, señor.
—Asno paranoico —murmuró Beth.
Tina reunió sus papeles y salió aprisa.
Beth y Norman se sentaron un momento, sin hablar. De pronto oyeron un rítmico golpeteo que parecía llegar desde algún lugar del habitáculo. Luego, el golpeteo cesó, pero enseguida volvieron a oírlo.
—¿Qué es eso? —preguntó Beth—. Suena como si proviniera de afuera del habitáculo. —Se dirigió a la portilla, encendió el sistema exterior de intensa iluminación y miró hacia fuera—. ¡Oh, oh! —exclamó.
También Norman fue a mirar.
Extendida por sobre el lecho oceánico vieron una sombra alargada, que se movía hacia adelante y hacia atrás, al compás de cada impacto que retumbaba en el habitáculo. La sombra estaba tan deformada que Norman tardó un instante en darse cuenta de lo que estaba viendo: era la sombra de un brazo y de una mano humanos.
—Capitán Barnes, ¿está usted ahí?
No hubo respuesta. Norman volvió a oprimir el interruptor del intercomunicador.
—Capitán Barnes, ¿me está recibiendo?
Tampoco esta vez hubo respuesta.
—Interrumpió la línea de comunicación —dijo Beth—. No puede oírte.
—¿Crees que esa persona que está afuera aún vive? —preguntó Norman.
—No sé. Es posible.
—Vamos para allá.
Norman sintió el gusto metálico y seco del aire comprimido dentro de su casco y experimentó el frío entumecedor del agua, cuando se deslizó por la escotilla del suelo del habitáculo y cayó a la oscuridad del blando, lodoso, fondo del mar. Instantes después, Beth bajó justo a su lado.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—Sí.
—No veo medusas.
—No. Yo tampoco.
Se alejaron de la parte inferior del habitáculo, se dieron vuelta y miraron hacia atrás: las luces los encandilaron con crudeza y desdibujaron el contorno de los cilindros que se alzaban por encima. Norman y Beth podían oír con claridad el rítmico golpeteo, pero todavía no podían localizar de dónde venía. Caminaron por debajo de los puntales hasta el lado opuesto del habitáculo, mirando las luces con los ojos entrecerrados.
—Allá —dijo Beth.
Tres metros por encima de ellos, un cuerpo vestido con un traje azul estaba encajado en una de las ménsulas que sostenían las lámparas. La corriente lo movía y el brillante casco amarillo daba golpes contra la pared del habitáculo.
—¿Puedes ver quién es? —preguntó Beth.
—No.
Las luces brillaban directamente en la cara de Norman, el cual trepó por uno de los pesados puntales de soporte que anclaban el habitáculo al fondo del mar. La superficie del metal estaba cubierta de resbaladizas algas pardas, y las botas de Norman se deslizaban por los caños, sin poder afianzarse; por fin vio que había peldaños ahuecados en la estructura misma de los puntales; entonces trepó con dificultad.
Ahora los pies del cuerpo oscilaban justo por encima de la cabeza de Norman; y cuando él subió otro escalón, una de las botas del trémulo cuerpo se encajó en la curva que formaba la manguera de aire que iba desde su casco hasta los botellones de mezcla respiratoria que llevaba a la espalda.
Norman extendió el brazo por detrás del casco, tratando de zafarse del cuerpo.
Éste se estremeció y, durante un horrible instante, Norman pensó que todavía estaba vivo. Después, la bota se le quedó en la mano y un pie desnudo, de carne gris y uñas moradas, le pateó la luneta. Por un instante tuvo náuseas, pero había visto demasiados accidentes aéreos como para que esto pudiera afectarle.
Soltó la bota y la observó caer libremente hacia Beth. Después tiró de la pierna del cadáver y sintió que esa pierna tenía una consistencia blanda. El cuerpo se soltó y cayó con suavidad hacia el fondo. Norman lo agarró por el hombro y sintió una vez más la extrema blandura. Dio vuelta al cadáver para verle la cara:
—Es Rose Levy.
El casco de Rose estaba lleno de agua; detrás de la luneta, Norman vio los ojos desorbitados y la boca abierta; el rostro tenía una expresión de horror.
—La tengo —dijo Beth, tirando del cuerpo hacia abajo; después, exclamó—: ¡Jesús!
Norman bajó por el puntal. Beth estaba llevando el cuerpo más allá del habitáculo, hacia la zona iluminada.
—Todo su cuerpo está blando. Es como si tuviera rotos los huesos.
—Lo sé.
Norman se puso bajo la luz, cerca de Beth. Sentía una extraña indiferencia, frialdad y distanciamiento. Él había conocido a esa mujer, que hasta hacía poco estaba viva y ahora se hallaba muerta; pero era como si estuviese viendo todo eso desde muy lejos.
Dio vuelta al cuerpo de Rose Levy. En el costado izquierdo del traje había una larga rasgadura. Norman pudo entrever roja carne mutilada. Se inclinó para revisar el cuerpo.
—¿Un accidente?
—No lo creo —dijo Beth.
—Aquí. Sostenla. —Norman levantó los bordes de la tela del traje y vio varias rasgaduras separadas que confluían en un punto central—. En realidad está rasgado en forma de estrella. ¿Ves?
—Lo veo, sí —dijo Beth, y retrocedió.
—¿Qué pudo haber producido esto, Beth?
—Yo no... no estoy segura.
Beth retrocedió aún más. Norman abrió la rasgadura para mirar el cuerpo.
—La carne está macerada.
—¿Macerada?
—Masticada.
—¡Jesús!
«Sí, es indudable que está masticada», pensó Norman. Palpó dentro del traje y notó que la herida era muy extraña, pues tenía los bordes serrados y finos. Frente a la luneta de su casco brotaron delgados hilos de sangre de color rojo pálido.
—Regresemos —dijo Beth.
—Resiste.
Norman pellizcó el cuerpo en las piernas, las caderas, los hombros: en todas partes estaba blando como una esponja. De alguna manera había sido aplastado por completo. Notó que los huesos de las piernas estaban quebrados en muchos lugares. ¿Qué podía haber hecho eso? Volvió a la herida.
—No me gusta estar aquí fuera —manifestó Beth, tensa.
—Un segundo, nada más.
En una primera inspección, Norman había pensado que la herida de Levy se debía a algún tipo de mordedura, pero ahora no estaba tan seguro.
—Su piel... —dijo Norman—. Es como si le hubieran pasado una lima gruesa...
Súbitamente, echó la cabeza hacia atrás, sobresaltado cuando algo pequeño y blanco cruzó flotando frente a la luneta. El corazón le latió con violencia ante el pensamiento de que pudiera ser una medusa, pero en ese instante vio que el objeto era perfectamente redondo y casi opaco y que tenía el tamaño aproximado de una pelota de golf. Pasó de largo.
Norman miró a su alrededor y vio que en el agua había delgados filamentos de mucosidad, y muchas de esas esferas blancas.
—¿Qué son, Beth?
—Huevos.
A través del intercomunicador, Norman la oyó hacer inspiraciones profundas.
—¡Larguémonos de aquí, Norman! ¡Por favor!
—Nada más que otro segundo.
—¡No, Norman!
¡Ahora!
En la radio oyeron una alarma. Sonaba distante y aguda y parecía que llegaba desde el interior del habitáculo. Percibieron voces y después, la de Barnes, muy fuerte:
—¿¡Qué
demonios
están haciendo!?
—Encontramos a Rose Levy —informó Norman.
—Pues vuelvan de inmediato, ¡maldición! —rugió Barnes—. Los sensores se han activado. No están solos ahí afuera... y lo que sea que haya con ustedes es tremendamente grande.
Norman se sentía torpe y lento.
—¿Y qué hacemos con el cuerpo de Levy?
—¡Larguen el cuerpo y métanse otra vez aquí!
«Pero el cuerpo...», pensaba con morosidad. Tenían que hacer algo con el cuerpo. No podían abandonarlo.
—¿Qué pasa con usted, Norman? —preguntó Barnes.
El psicólogo murmuró algo y sintió vagamente que Beth lo aferraba con fuerza por el brazo y lo conducía de vuelta al habitáculo. Ahora el agua se hallaba invadida por huevos blancos. Las alarmas vibraban en los oídos de Norman y el sonido era muy intenso. En ese instante se dio cuenta de que era una nueva alarma... y ésta estaba sonando dentro de su traje.
Empezó a tiritar; los dientes le castañeteaban de manera incontrolable. Trató de hablar, pero se mordió la lengua y sintió gusto a sangre. Se sentía lerdo y estúpido. Todo estaba ocurriendo a cámara lenta.
A medida que se aproximaban al habitáculo pudo ver que los huevos se estaban adhiriendo a los cilindros, sobre los que formaban masas densas, capas llenas de protuberancias.
—¡Aprisa! —gritó Barnes—. ¡Aprisa! ¡Está viniendo para acá!
Cuando ya estaban debajo de la esclusa de aire, Norman empezó a sentir intensas corrientes de agua. Allí había algo muy grande. Beth lo empujaba hacia arriba, y por fin su casco emergió de pronto sobre el nivel de agua de la esclusa y Alice Fletcher lo aferró con sus fuertes brazos. Un instante después subieron a Beth y cerraron la escotilla con violencia. Alguien le quitó el casco y Norman oyó la alarma, que zumbaba estridente en sus oídos. Para entonces todo su cuerpo se sacudía a causa de los espasmos, y daba sordos golpes sobre la cubierta. Le quitaron el traje, lo envolvieron en una manta plateada y lo sostuvieron hasta que el temblor fue disminuyendo y al fin cesó. Y, de forma repentina, a pesar de la alarma, Norman se quedó dormido.
—No es su maldito trabajo, ése es el porqué —dijo Barnes—. Usted no tenía autorización para hacer lo que hizo. Ninguna en absoluto.
—Levy podría haber estado viva aún —argumentó Beth, que se enfrentaba con calma a la furia de Barnes.
—Pero no estaba viva y, al ir al exterior, arriesgaron en forma innecesaria la vida de dos miembros civiles de la expedición.
—Fue idea mía, Hal —explicó Norman.
Seguía envuelto en mantas, pero como le habían dado bebidas calientes y le habían hecho descansar, ya se sentía mejor.
—Y en cuanto a usted —dijo Barnes—, tiene suerte de estar vivo.
—Supongo que es así —reconoció Norman—, pero no sé qué ocurrió.
—Esto es lo que ocurrió —respondió Barnes, blandiendo ante sí un pequeño ventilador—: el circulador de su traje hizo cortocircuito y usted experimentó un rápido enfriamiento cerebral debido al helio. Dos minutos más, y habría muerto.
—Fue tan rápido... —comentó Norman—. No me di cuenta...
—Ustedes son unos malditos —dijo Barnes—. Quiero dejar una cosa clara: éste no es un congreso científico; ésta no es la Posada para Vacaciones Submarinas, en la que pueden hacer lo que les plazca. Ésta es una operación militar, y va a ser mejor que obedezcan órdenes militares. ¿Entendido?
—¿Ésta es una operación militar? —preguntó Ted.
—Lo es ahora —repuso Barnes.
—Espere un momento. ¿Lo fue siempre?
—Lo es ahora.
—No ha respondido a mi pregunta —dijo Ted—. Porque si es una operación militar, creo que necesitamos saberlo. Personalmente, no deseo que se me relacione con...
—Entonces vete —le aconsejó Beth.
—Mire, Ted, ¿sabe cuánto le está costando esto a la Armada? —le preguntó Barnes.
—No, pero no veo...
—Se lo diré: un ambiente con gas saturado, situado a gran profundidad y con pleno apoyo operativo cuesta alrededor de cien mil dólares la hora. Para el momento en que nos larguemos de aquí, el coste total del proyecto será de ochenta a cien millones de dólares. No se consigue que los militares asignen esa clase de presupuesto sin lo que ellos denominan «seria expectativa de beneficio militar». Es así de sencillo: no hay expectativa, no hay dinero. ¿Se da cuenta?