—Así es. No lo hicieron.
Ahora, de los agujeros del traje salían muchas delgadas columnas de burbujas que iban hacia la superficie. El traje de Jane Edmunds estaba hinchado, como abotagado. Barnes lo soltó y se alejó flotando con lentitud, como si lo lanzaran hacia arriba las burbujas plateadas que fluían sin solución de continuidad.
—¿Irá hasta la superficie?
—Sí, porque el gas se expande en forma continua, a medida que disminuye la presión exterior.
—¿Y después, qué?
—Tiburones —dijo Beth—. Probablemente...
Al cabo de unos instantes el cuerpo desapareció en la oscuridad, más allá del alcance de las luces. Barnes y Alice Fletcher aún lo contemplaban, con sus cascos inclinados hacia arriba, en dirección a la superficie. Alice se persignó. Después, caminando trabajosamente, regresaron al habitáculo.
Desde alguna parte llegó el sonido de una campanilla. Tina entró en el Cilindro D. Instantes después, gritó:
—¡Doctor Adams! ¡Más números!
Harry se incorporó y entró en el cilindro contiguo. Los demás lo siguieron. Ya nadie quería seguir mirando a través de la portilla.
Norman observó atento la pantalla. Estaba perplejo. Harry, en cambio, palmoteo encantado:
—Excelente —dijo—. Esto es utilísimo.
—¿De veras?
—Por supuesto. Ahora tengo una posibilidad para pelear.
—¿Quieres decir para descifrar el código?
—Sí, claro.
—¿Porqué?
—¿Recuerdas la secuencia numérica originaria? Ésta es la misma secuencia.
—¿De veras?
—Claro —dijo Harry—. La diferencia es que está expresada en sistema binario.
—Binario —murmuró Ted, dándole un suave codazo a Norman—. ¿No te dije que el sistema binario era importante?
—Lo que es importante es que esto establece la separación de las letras individuales en la secuencia originaria —precisó Harry.
—He aquí una copia de la secuencia primitiva —dijo Tina, tendiéndole una hoja de papel.
00032125252632 032629 301321 04261037 18 3016 06180821 32 29033005 1822 04261013 0830162137 1604 08301621 1822 O 33013130432
—Bien —dijo Harry—. Ahora pueden ver mi problema inmediato. Miren la palabra cero-cero-cero-tres-dos-uno, y demás. La pregunta es ésta: ¿Cómo descompongo esa palabra en letras individuales? No lo podía resolver, pero ahora lo sé.
—¿Cómo?
—Pues resulta evidente que la secuencia es tres, veintiuno, veinticinco, veinticinco...
Norman no entendía.
—Pero ¿cómo lo sabes?
—Mira —dijo Harry con impaciencia—, es muy sencillo, Norman. Es una espiral que se lee desde dentro hacia fuera. Simplemente nos está dando los números en...
Súbitamente, la pantalla volvió a cambiar.
—Ahí está. ¿Esto te resulta más claro?
Norman frunció el entrecejo.
—Mira, es exactamente lo mismo —explicó Harry—. ¿Ves? ¿Desde el centro hacia fuera: cero-cero-tres-veintiuno-veinticinco-veintiséis. Eso hizo una espiral que se desplaza hacia fuera, a partir del centro.
—¿Eso?
—Quizá eso lamente lo que le ocurrió a Jane Edmunds —dijo Harry.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Norman, escrutando a Harry con curiosidad.
—Porque es obvio que eso se está esforzando mucho por comunicarse con nosotros —contestó Harry—. Está intentando cosas diferentes.
—¿Quién es eso?
—Eso puede no ser un quién —advirtió el matemático.
La pantalla quedó en blanco y apareció otro patrón.
—Muy bien —aprobó Harry—. Esto es muy bueno.
—¿De dónde viene esto?
—Evidentemente de la nave.
—Pero no estamos conectados con la nave. ¿Cómo se las arregla para encender nuestro ordenador e imprimir los mensajes?
—No lo sabemos.
—¿Y no deberíamos saberlo? —preguntó Beth.
—No estamos obligados —dijo Ted.
—¿Y no deberíamos
intentar
saberlo?
—Verán, si la tecnología es muy evolucionada, al observador ingenuo le da la impresión de ser magia. No hay duda al respecto. Tomemos, por ejemplo, un famoso científico de nuestro pasado: Aristóteles, Leonardo da Vinci, Isaac Newton incluso. Si les mostráramos un televisor en color Sony común y corriente, ese científico saldría corriendo, lanzando alaridos y gritando que es brujería. No lo entendería en absoluto.
—Pero el quid —apuntó Ted— es que tampoco se lo podríamos explicar. Al menos no podríamos hacerlo con facilidad. Isaac Newton no podría entender la televisión, si primero no estudiaba nuestra física durante un par de años. Tendría que aprender todos los conceptos subyacentes: electromagnetismo, ondas, física de las partículas. Todas estas ideas serían nuevas para él, un nuevo concepto de la naturaleza. Mientras, respecto a Newton, el televisor sería algo mágico, para nosotros es algo de todos los días. Es la televisión.
—¿Estás diciendo que somos como Isaac Newton en nuestra época?
Ted se encogió de hombros:
—Estamos recibiendo una comunicación y no sabemos cómo es emitida.
—Y no deberíamos molestarnos en tratar de descubrirlo.
—Creo que tenemos que aceptar esa eventualidad: que es posible que no lo entendamos —dijo Ted.
Norman observó con cuánta energía se enzarzaban en esta discusión y en lo poco que hacían. «Son intelectuales —pensó Norman—, y su defensa característica es la transformación de todo en tema de análisis intelectual.» Conversaciones. Ideas. Abstracciones. Conceptos. Era una forma de tomar distancia de la sensación de tristeza, de miedo, de estar atrapados. Norman entendía el impulso porque también él hubiera querido alejarse de esas sensaciones.
Harry frunció el entrecejo ante la imagen de la espiral.
—Podemos no entender cómo, pero es obvio qué es lo que eso está haciendo: está tratando de comunicarse, está probando con diferentes presentaciones. El hecho de que lo intente con espirales puede ser significativo, pues quizá crea que pensamos en espiral o que escribimos en espiral.
—Exacto —aprobó Beth—. ¿Quién sabe qué clase de seres de otro mundo somos?
—Si está tratando de comunicarse con nosotros, ¿por qué no estamos nosotros tratando de comunicarnos con él?
Harry chasqueó los dedos.
—¡Buena idea! —dijo, y se dirigió al teclado—. Existe un primer paso elemental: simplemente le devolveremos el mensaje originario. Empezaremos con el primer grupo a partir de los ceros dobles.
—Quiero dejar bien en claro —dijo Ted— que la sugerencia de intentar la comunicación con el extra-terrestre provino de mí.
—Está claro, Ted —reconoció Barnes.
—¿Harry?
—Sí, Ted —le tranquilizó Harry—. No te preocupes: es tu idea.
Sentado en el teclado, el matemático escribió:
00032125252632
Los números aparecieron en la pantalla. Hubo una pausa. Todos escuchaban el zumbido de los ventiladores del habitáculo, el ruido distante del generador diesel. Todos tenían los ojos fijos en la pantalla.
Ésta se puso en blanco y después imprimió:
0001132121051808012232
—Ahora probaré con el segundo grupo —anunció Harry.
Parecía tranquilo, pero sus dedos seguían cometiendo errores en el teclado. Tardó unos instantes antes de poder escribir:
032629
La respuesta llegó de inmediato.
0015260805180810213
—Bueno, parece que acabamos de abrir nuestra línea de comunicación.
—Sí—dijo Beth—. Lástima que ninguno entienda lo que está diciendo el otro.
—Es de suponer que eso sabe lo que está diciendo —observó Ted—, pero nosotros seguimos en la oscuridad.
—Quizá podamos conseguir que eso se explique.
—¿Qué es este eso al que ustedes se refieren continuamente? —preguntó Barnes con impaciencia.
Harry suspiró y se subió las gafas.
—Creo que no hay dudas al respecto: eso es algo que antes se hallaba en el interior de la esfera y que ahora se escapó y está libre para actuar. Eso es lo que es eso.
El estridente sonido de una alarma y el centelleo de luces rojas despertaron a Norman. Rodó sobre sí mismo y saltó de la litera. Se puso los zapatos aislantes y la chaquetilla con calefacción, y corrió hacia la puerta, donde chocó con Beth. La alarma ululaba por todo el habitáculo.
—¿Qué ocurre? —gritó Norman por encima del ruido.
—¡No lo sé!
Beth estaba pálida y asustada. Norman la empujó a un lado y siguió su camino. En el Cilindro B, entre todas las cañerías y consolas, un brillante cartel parpadeaba: «emergencia en sistemas mantenimiento vida.» Norman buscó a Alice Fletcher con la mirada, pero la corpulenta ingeniera no estaba ahí.
Se apresuró a regresar al Cilindro C y volvió a pasar junto a Beth.
—¿Ya sabes lo que es? —gritó Beth.
—¡Es mantenimiento de vida! ¿Dónde está Fletcher? ¿Dónde está Barnes?
—¡No lo sé! ¡Los estoy buscando!
—¡No hay nadie en el B! —gritó Norman y, a trompicones, subió los peldaños que llevaban al Cilindro D. Tina y Alice Fletcher se hallaban allí, trabajando detrás de las consolas de los ordenadores, cuyos paneles posteriores habían quitado, lo que dejaba al descubierto alambres y series de microprocesadores. Las luces de la habitación centelleaban en rojo, y en todas las pantallas se encendía y apagaba: «EMERGENCIA EN SISTEMAS MANTENIMIENTO VIDA.»
—¿Qué pasa? —gritó Norman.
Con un movimiento de la mano, Fletcher le indicó que no la molestara de ningún modo.
—¡Dígamelo!
Norman se volvió y vio a Harry, sentado en el rincón, cerca de la sección de monitores de Jane Edmunds, como si fuera un zombi; tenía un cuaderno y un lápiz sobre las rodillas, y parecía ajeno a las sirenas y a las luces que se encendían y apagaban delante de sus ojos.
—¡Harry!
No reaccionó. Norman se volvió otra vez hacia las dos mujeres:
—¡Por el amor de Dios! ¿Me van a decir qué sucede? —gritó.
En ese momento las sirenas cesaron y las pantallas quedaron en blanco. Hubo un silencio, sólo interrumpido por una suave música clásica.
—Lamento lo ocurrido —dijo Tina.
—Fue una falsa alarma —explicó Alice.
—¡Jesús! —exclamó Norman; se dejó caer en una silla e hizo una profunda inspiración.
—¿Estaba durmiendo?
Asintió con la cabeza.
—Lo siento. Se activó sola.
—¡Jesús!
—Si vuelve a ocurrir debe usted verificar la placa de su pecho —dijo Fletcher, señalando la que llevaba en el suyo—. Eso es lo primero que se debe hacer. Como ve, todas las placas están normales ahora.
—¡Jesús!
—Tómalo con calma, Norman —le aconsejó Harry—. Cuando el psiquiatra se vuelve loco, es mala señal.
—Soy psicólogo.
—Como sea.
—Nuestra alarma por ordenador tiene muchos sensores periféricos, doctor Johnson. En ocasiones se activa sola. Y no hay mucho que podamos hacer al respecto —explicó Tina.
Norman asintió con la cabeza y entró en el Cilindro E para ir al comedor. Levy había hecho una tarta de fresas, que nadie había probado debido al accidente de Jane Edmunds. Norman estaba seguro de que la tarta todavía estaría ahí; pero al no encontrarla se sintió frustrado; abrió las puertas de la alacena y las cerró con violencia, dio patadas en la puerta de la nevera.
«Tómalo con calma —pensó—. No fue más que una falsa alarma.»
Pero Norman no podía superar la sensación de que estaba atrapado, atascado en un maldito pulmón gigantesco, mientras las cosas se iban desmoronando poco a poco alrededor. El peor momento había sido cuando Barnes los reunió para darles instrucciones, cuando regresó después de haber enviado el cuerpo de Jane Edmunds a la superficie.