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Authors: Michael Crichton

Tags: #ciencia ficción

Esfera (41 page)

—Yo tampoco.

—Podríamos conseguir uno de esos disparadores neumáticos de lanzas explosivas y hacer que ocurra un desgraciado accidente. Y después, esperar que nos llegue la hora de estar listos, para que la Armada venga y nos saque de aquí.

—No quiero hacer eso.

—Ni yo —dijo Beth—. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer?

—No es necesario matarlo —explicó Norman—. Bastará con dejarlo inconsciente.

Fue a buscar el botiquín de primeros auxilios y empezó a revolver entre los medicamentos.

—¿Crees que ahí puede haber algo? —preguntó Beth.

—Quizá. Un anestésico, no sé.

—¿Eso daría resultado?

—Creo que cualquier cosa que lo deje inconsciente servirá.

—Espero que estés en lo cierto —dijo Beth—, porque si Harry empieza a soñar y después manifiesta los monstruos con los que soñó, eso sería terrible.

—Sí. Pero la anestesia produce un estado total de inconsciencia, sin sueños. —Norman estaba mirando las etiquetas de los frascos—. ¿Sabes lo que son estas cosas?

—No —respondió Beth—, pero está todo en el ordenador.

—Se sentó frente a la consola—. Léeme los nombres y los buscaré.

—Difenil paraleno.

Beth apretó varias teclas y estudió la pantalla llena de texto.

—Es, eehh..., parece como... Es algo para quemaduras.

—«Hidrocloruro de efedrina.»

—Es... Conjeturo que es para el vértigo de movimiento.

—Valdomet.

—Para úlceras.

—Sintag.

—Producto análogo al opio sintético. Su efecto es muy breve.

—¿Produce inconsciencia? —preguntó Norman.

—No. Según parece, no. De todos modos, sólo dura unos cuantos minutos.

—Tarazine.

—Tranquilizante. Produce somnolencia.

—Bien.

Norman puso la botella a un lado.

—Y también puede ocasionar la generación de ideas excéntricas.

—No —rechazó Norman, y puso la botella en su lugar; no necesitaban en absoluto que hubiera generación de ideas excéntricas—. ¿Riordan?

—Antihistamínico. Para las mordeduras.

—¿Oxalamina?

—Antibiótico.

—¿Cloramfenicol?

—Otro antibiótico.

—Maldición. —Se estaban acabando las botellas—. ¿Parasolutrina?

—Es un soporífero. Produce sueño.

—¿O sea, un medicamento para dormir?

—No es... dice que se puede administrar combinado con tricloruro de paracina y utilizarlo como anestésico.

—Tricloruro de paracina... Sí. Aquí lo tengo.

Beth estaba leyendo lo que decía la pantalla:

—Veinte centímetros cúbicos de parasolutrina, combinados con seis centímetros cúbicos de paracina, administrados en forma intramuscular, producen un sueño profundo, apto para los procedimientos de cirugía de emergencia... No hay efectos colaterales cardíacos... Al paciente se le puede despertar, pero con dificultad... Se suprime la actividad REM
28
...

—¿Cuánto dura?

—De tres a seis horas.

—¿Y cuánto tarda en producir efecto?

Beth frunció el entrecejo:

—No lo dice. «Después de haberse inducido la profundidad adecuada de anestesia, se pueden comenzar los procedimientos quirúrgicos, incluso los extensos...» Pero no menciona cuánto tiempo tarda.

—¡Demonios! —exclamó Norman.

—Es probable que sea rápido.

—¿Y qué pasará si no lo es? ¿Qué puede suceder si tarda veinte minutos? ¿Y se puede combatir? ¿Se puede rechazar?

Beth meneó la cabeza.

—Aquí no dice nada al respecto.

Al final se decidieron por una mezcla de parasolutrina, paracina, dulcinea y sintag, el opiáceo. Con los líquidos transparentes, Norman llenó una jeringa tan grande que parecía apropiada para caballos.

—¿Piensas que le podría causar la muerte? —preguntó Beth.

—No lo sé. ¿Tenemos alternativa?

—No —reconoció Beth—. Hemos de hacerlo. ¿Alguna vez has puesto una inyección?

Norman negó con la cabeza.

—¿Y tú?

—Nada más que a algunos animales de laboratorio.

—¿Dónde se la clavo?

—En el hombro —sugirió Beth—, mientras está dormido.

Norman levantó la jeringa hacia la luz e hizo salir unas gotas al aire.

—Muy bien.

—Mejor voy contigo —decidió Beth— y lo mantengo acostado.

—No —dijo Norman—. Si se despierta y nos ve llegar a los dos, sospechará. Recuerda que tú ya no duermes en las literas.

—Pero ¿qué pasará si se pone violento?

—Creo que podré manejármelas.

—Está bien. Lo que tú digas.

Las luces que iluminaban el corredor del Cilindro C daban la impresión de ser más brillantes de lo habitual. Norman oía el ruido de sus pasos amortiguado por las alfombras; oía el zumbido constante de los purificadores de aire y de los calefactores de ambiente. Sentía el peso de la jeringa que llevaba oculta. Llegó a la puerta del dormitorio.

Delante de la entrada del mamparo había dos mujeres, dos tripulantes pertenecientes a la Armada. Cuando Norman se acercó se pusieron en posición de firmes con un movimiento seco y preciso.

—¡Doctor Johnson, señor!

Norman se detuvo. Las mujeres eran de buen ver, negras y de aspecto musculoso.

—Descanso —ordenó Norman, con una sonrisa.

Pero las mujeres no se relajaron.

—¡Lo sentimos, señor! ¡Tenemos órdenes, señor!

—Entiendo —dijo Norman—. Pues continúen, entonces.

Y empezó a caminar frente a ellas, para entrar en la sección dormitorio.

—¡Disculpe usted, doctor Johnson, señor!

Aproximaron sus cuerpos, para impedirle el paso.

—¿Qué pasa? —preguntó Norman, con la mayor inocencia que pudo fingir.

—¡Esta zona está prohibida para todo el personal, señor!

—Pero quiero ir a dormir.

—¡Lo lamentamos mucho, doctor Johnson, señor! ¡Nadie puede perturbar al doctor Adams mientras él duerme, señor!

—No voy a perturbar al doctor Adams.

—¡Lo sentimos, doctor Johnson, señor! ¿Podemos ver lo que lleva en la mano, señor?

—¿En la mano?

—¡Sí! ¡Lleva algo en la mano, señor!

Aquel modo de expresarse, cortante y en ráfagas, como las de una ametralladora, siempre interrumpido por el «¡señor!» al final, estaba sacando a Norman de sus casillas. Las volvió a mirar: los almidonados uniformes cubrían músculos poderosos. Norman no creyó poder abrirse paso por la fuerza. Más allá de la puerta vio a Harry, acostado de espaldas y roncando: era un momento perfecto para aplicarle la inyección.

—¡Doctor Johnson! ¿Podemos ver lo que lleva en la mano, señor?

—¡No, maldición, no pueden!

—¡Muy bien, señor!

Norman dio media vuelta y regresó al Cilindro D.

—Lo vi todo —dijo Beth, señalando el monitor con un gesto de la cabeza.

Norman miró el monitor y vio a las dos mujeres en el corredor. Después observó el otro monitor que estaba al lado, y que mostraba la esfera.

—¡La esfera se ha modificado! —exclamó Norman.

No había la menor duda de que las estrías espiraladas de la puerta estaban alteradas: el patrón era más complejo y se había desplazado hacia arriba. Norman se hallaba segurísimo de que había cambiado.

—Creo que tienes razón —admitió Beth.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Podemos pasar las cintas más tarde. De momento, lo mejor será que nos encarguemos de esas dos.

—¿Cómo? —preguntó Norman.

—Muy sencillo —contestó Beth cerrando los puños—. En el Cilindro B tenemos cinco puntas de lanza explosivas. Iré allí, sacaré dos y haré volar a los ángeles de la guarda. Tú entras corriendo y le pinchas.

La fría resolución de Beth habría resultado estremecedora, de no haber mediado el hecho de que la mujer estaba tan hermosa. Ahora sus rasgos poseían una refinada distinción. A cada minuto que transcurría, Beth parecía volverse más elegante.

—¿Los lanzadores automáticos están en el B? —preguntó Norman.

—Claro que sí: mira el monitor. —Beth apretó un botón—. ¡Demonios!

En el Cilindro B faltaban los lanzadores neumáticos de dardos.

—Creo que el hijo de puta protegió sus flancos —dijo Norman—. ¡El bueno de Harry!

Beth miró a Norman con gesto meditativo.

—Norman, ¿te encuentras bien?

—Por supuesto. ¿Por qué?

—Hay un espejo en el botiquín de primeros auxilios. Ve a mirarte.

Norman abrió la caja blanca y se miró en el espejo. Quedó horrorizado por lo que contempló: no era que esperara verse bien; estaba acostumbrado al regordete contorno de su rostro, así como a su gruesa barba gris, cuando no se afeitaba los fines de semana.

Pero la cara que lo miraba fijamente desde el espejo era enjuta, con una barba tosca y negra como el azabache. Debajo de los ojos, brillantes como ascuas e inyectados en sangre, había ojeras oscuras. El cabello era largo, lacio y pringoso, y le colgaba sobre la frente.

Norman tenía el aspecto de un hombre peligroso.

—Parezco el doctor Jekyll —dijo—. O, mejor aún, el señor Hyde.

—Sí. Así es.

—Tú te estás volviendo más hermosa —le dijo a Beth—, pero yo soy el hombre que se comportó de manera despreciable con Jerry. Por eso me estoy volviendo más despreciable.

—¿Crees que Harry está haciendo esto?

—Eso creo —dijo Norman, y agregó para sí: «Espero que sea así.»

—¿Te sientes diferente, Norman?

—No, me siento exactamente igual que antes. Lo único terrible es mi aspecto.

—Sí. Tu aspecto infunde un poco de miedo.

—Estoy seguro de ello.

—¿Te encuentras bien de verdad?

—Beth...

—De acuerdo —dijo Beth, dio media vuelta y volvió a mirar los monitores—. Se me ocurre una última idea: vayamos los dos al cilindro A y pongámonos los trajes; luego, entremos en el Cilindro B y cerremos el paso de oxígeno en el resto del habitáculo; Harry quedará inconsciente y sus guardias desaparecerán, y nosotros podremos entrar en el dormitorio y aplicarle la inyección. ¿Qué opinas?

—Vale la pena intentarlo.

Norman dejó la jeringa, y ambos se dirigieron hacia el Cilindro A.

En el C, pasaron frente a las dos guardias, que, una vez más, con un movimiento rápido y cortante se pusieron en posición de firme.

—¡Doctora Halpern, señor!

—¡Doctor Johnson, señor!

—Continúen —dijo Beth.

—¡Sí, señor! ¿Podemos preguntar adonde van, señor?

—Recorrido rutinario de inspección —respondió Beth.

Hubo un silencio.

—¡Muy bien, señor!

Les permitieron pasar. Beth y Norman penetraron en el Cilindro B, con su impresionante despliegue de tuberías y maquinaria. Norman lanzó una rápida mirada nerviosa, pues no le gustaba entrometerse en los sistemas para mantenimiento de la vida, pero no se le ocurría qué otra cosa podían hacer.

En el Cilindro A quedaban tres trajes. Norman tendió la mano hacia el suyo.

—¿Sabes lo que estás haciendo? —preguntó.

—Sí —dijo Beth—. Confía en mí.

La mujer deslizó un pie dentro del traje y empezó a correr el cierre automático.

Y en ese mismo instante las alarmas empezaron a sonar por todo el habitáculo y las luces rojas volvieron a destellar. Sin necesidad de que nadie se lo dijera, Norman supo que eran las alarmas periféricas.

Estaba comenzando otro ataque.

1.520 HORAS

Volvieron corriendo por el pasillo de conexión y fueron derechos del Cilindro B al D. Mientras pasaban, Norman se dio cuenta de que las marineras habían desaparecido. En el D las alarmas estaban sonando con tono metálico, en tanto que las pantallas de los sensores periféricos refulgían en color rojo brillante. Norman echó un vistazo a los monitores de televisión.

VOY PARA ALLÁ.

Los termosensores internos están activados. Es cierto: Jerry está viniendo.

Sintieron un golpe sordo y Norman se dio vuelta para mirar por la portilla: el calamar verde ya estaba en el exterior, y sus enormes brazos provistos de ventosas empezaban a enroscarse en torno de la base del habitáculo. Uno de los grandes brazos se adhirió a la portilla, y las ventosas se distorsionaron por la presión sobre el vidrio.

AQUÍ ESTOY.

—¡Harrryyy! —gritó Beth.

Hubo una tenue sacudida cuando los brazos del calamar aferraron el habitáculo, y se oyó el lento y agonizante crujido del metal.

Harry entró corriendo en la sala.

—¿Qué pasa?

—¡Tú sabes qué pasa! —gritó Beth.

—¡No, no! ¿Qué pasa?

—¡Es el calamar, Harry!

—¡Oh, Dios mío, no! —gimió Harry.

El habitáculo se estremeció con suma violencia. Las luces de la sala parpadearon y se extinguieron. Ahora sólo había una iluminación color rojo incandescente que provenía de las lámparas de emergencia.

Norman se volvió hacia Harry:

—Detenlo, Harry.

—¿De qué estáis hablando? —aulló Harry en tono quejumbroso.

—Tú sabes de qué estoy hablando, Harry.

—¡No lo sé!

—Sí lo sabes, Harry. Eres tú —dijo Norman—. Tú estás haciendo esto.

—¡No! ¡Estás equivocado! ¡No soy yo! ¡Juro que no soy yo!

—Sí, Harry —insistió Norman—. Y, si no lo detienes, todos moriremos.

El habitáculo volvió a agitarse. Uno de los calefactores del techo explotó, lo que produjo una lluvia de fragmentos de vidrio y alambre calientes.

—Vamos, Harry...

—¡No, no!

—Tenemos poco tiempo. Tú sabes lo que estás haciendo.

—El habitáculo no puede resistir mucho más —dijo Beth.

—¡No puedo ser yo!

—Sí, Harry. Hazle frente. Hazle frente ahora.

Mientras hablaba, Norman no dejaba de buscar la jeringa. La había dejado en algún sitio de esa habitación, pero los papeles resbalaban de las mesas, los monitores se estrellaban contra el suelo... Alrededor de Norman imperaba el caos...

El habitáculo volvió a estremecerse con violencia y, desde otro cilindro, llegó una tremenda explosión. Nuevas alarmas empezaron a ulular y se oyó una vibración rugiente, que Norman reconoció de inmediato: agua, sometida a gran presión, que se precipitaba hacia el interior del habitáculo.

—¡Inundación en C! —gritó Beth, leyendo las consolas.

Se fue corriendo por el pasillo, y Norman oyó el sonido metálico de las puertas de los mamparos, cuando Beth las cerraba. La sala se llenó de una bruma salobre.

Norman empujó a Harry contra la pared:

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