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Authors: Michael Crichton

Tags: #ciencia ficción

Esfera (49 page)

Ahora Norman ya no mantenía contacto con el intercomunicador: estaba librado a sí mismo. Abrió la escotilla y trepó al interior de la pequeña nave. Se destrabó el casco y se lo quitó.


Atención, por favor: dieciocho minutos, y contando.

Norman se sentó en el acolchado asiento del timonel y miró los controles. Los instrumentos centellearon al encenderse y la pantalla que Norman tenía frente a él se iluminó:

Deepstar III
- MÓDULO DE COMANDO

¿Necesita ayuda?

Sí No Cancelar

Apretó «Sí» y aguardó a que apareciera la pantalla siguiente.

Era muy lamentable lo ocurrido con Harry y Beth; le daba pena dejarlos, pero ambos, cada uno a su manera, habían fracasado en la exploración de su yo interior, con lo cual se volvieron vulnerables a la esfera y al poder que ella tenía. Era un clásico error científico: el llamado «triunfo del pensamiento racional sobre el pensamiento irracional». Los científicos se negaban a admitir su lado irracional; rehusaban considerarlo importante; sólo trataban con lo racional. Todo poseía un sentido para un científico y, si carecía de él, se desdeñaba en virtud de lo que Einstein denominaba lo «meramente personal».

«Lo meramente personal...», pensó Norman, y sintió una oleada de desprecio. La gente se mataba entre sí por motivos que eran «meramente personales».

Deepstar III
- OPCIONES DE LISTA DE COMPROBACIÓN

Descenso
     
Ascenso
Afianzar
     
Detención
Monitor
     
Cancelación

Norman apretó «Ascenso». La pantalla cambió, y mostró el diagrama del panel de instrumentos, en el que se veía el punto centelleante. Aguardó la instrucción siguiente.

Norman pensó que los científicos se negaban a habérselas con lo irracional; pero el lado irracional no desaparecería por el hecho de que una persona se negara a aceptarlo. La irracionalidad no se atrofia por la falta de uso: por el contrario, al no prestársele atención, el lado irracional del hombre aumenta su poder y su alcance.

Y quejarse de ello no ayudaba tampoco. En los suplementos periodísticos dominicales esos científicos alzaban las manos al cielo y gimoteaban por la innata capacidad destructiva del hombre y su propensión a la violencia. Pero eso no era tratar con el lado irracional. Eso no era más que una admisión formal de que los científicos de marras se daban por vencidos ante ese lado irracional.

La imagen volvió a cambiar:

Deepstar III
- COMPROBACIÓN PARA ASCENSO

1. Poner los lanzadores de lastre en «Encendido»
Pasar al paso siguiente

Cancelar

Norman apretó varias teclas del panel para ajustar los lanzadores de lastre, y aguardó a que apareciera la siguiente imagen.

Después de todo, ¿cómo se enfrentaban los científicos a sus propias investigaciones? Todos ellos estaban de acuerdo: «La investigación científica no se puede detener. Si no construimos la bomba, otro lo hará.» Pero de esa manera, muy pronto la bomba estuvo en manos de nueva gente, que dijo: «Si no usamos la bomba, otro lo hará.»

Una vez que se llegó a ese punto, los científicos afirmaron que esa gente era terrible, que era irracional e irresponsable. Los científicos sostenían que ellos estaban bien, pero que esa otra gente era un verdadero problema.

Sin embargo, lo cierto era que la responsabilidad empezaba con cada ser humano, y con las opciones que elegía. Toda persona tenía alguna opción.

«Bueno —pensó Norman—, ya no hay nada que pueda hacer por Harry ni por Beth.» Él tenía que salvarse a sí mismo.

Cuando los generadores se encendieron, oyó un zumbido profundo y la pulsación de las hélices. En la pantalla apareció:

Deepstar III
- INSTRUMENTOS DE TIMONEL ACTIVO

«Ahí vamos», pensó, al tiempo que, seguro de sí mismo, apoyaba las manos sobre los controles. Sintió que el submarino le respondía.


Atención, por favor. Diecisiete minutos, y contando.

El sedimento lodoso se agitó en torno de la cabina plástica, cuando las hélices embragaron y el pequeño submarino se deslizó desde debajo de la cúpula. Norman pensó que era exactamente como manejar un coche. No le pareció nada extraordinario.

El submarino describió un arco lento, se alejó del DH-7 y enfiló hacia el DH-8. Se desplazaba a seis metros del fondo: altura suficiente para que las hélices estuvieran apartadas del fango.

Quedaban diecisiete minutos. A una velocidad máxima de ascenso de un metro noventa y ocho centímetros por segundo (hizo el cálculo mental rápidamente y sin esfuerzo), llegaría a la superficie al cabo de dos minutos y medio.

Disponía de tiempo más que suficiente.

Hizo que el submarino se acercara al DH-8. Los poderosos reflectores externos del habitáculo emitían ahora una luz pálida y amarillenta; la energía eléctrica debía de estar disminuyendo. Pudo ver el daño que habían sufrido los cilindros: columnas de burbujas surgían de los debilitados Cilindros A y B; contempló las abolladuras del D y el agujero, parecido a una gran boca abierta del E, totalmente inundado. El habitáculo se hallaba abatido, y estaba muriendo.

¿Por qué Norman se había acercado tanto? Entornó los ojos y miró las portillas. En ese momento se dio cuenta de que tenía la esperanza de poder ver a Harry y a Beth, por última vez. Quería ver a Harry, aún inconsciente. Quería ver a Beth, de pie detrás de la portilla, agitando los puños hacia él, presa de una ira maniática. Norman quería la confirmación de que era correcto abandonar a sus dos compañeros.

Pero sólo vio la luz amarillenta, cada vez más mortecina, del interior del habitáculo. Estaba decepcionado.

—Norman.

—Sí, Beth.

Al responderle, se sintió reconfortado. Tenía las manos sobre los controles del submarino, listo para iniciar el ascenso. Ya no había nada que Beth pudiera hacerle.

—Norman, realmente eres un hijo de puta.

—Tú trataste de matarme, Beth.

—No
quería
matarte, pero no tenía alternativa, Norman.

—Bueno, ahora yo tampoco tengo alternativa.

Mientras hablaba sabía que tenía razón, que era mejor que sobreviviera una persona. Una era mejor que ninguna.

—¿Nos vas a dejar, sin más?

—Así es, Beth.

Sus manos se movieron hasta el dial de velocidad de ascenso: lo puso en un metro noventa y ocho centímetros. Estaba listo para iniciar el ascenso.

—¿Vas a escapar como si tal cosa?

—Lo siento, Beth.

—Tienes que estar muy asustado, Norman.

—No estoy asustado en absoluto.

Y en verdad, mientras ajustaba los controles y se preparaba para el ascenso, se sentía fuerte y seguro de sí mismo. Se sentía mejor de lo que se había sentido en días.

—Norman —pidió ella—. Por favor, ayúdanos.
Por favor
.

Esas palabras de Beth le resonaron en algún nivel profundo, y le despertaron sentimientos de protección, de competencia profesional, de simple emoción humana. Durante un instante se sintió confundido con su fuerza y su convicción debilitadas. Pero después recobró el dominio de sí mismo y meneó la cabeza en un gesto de negación. La fuerza volvió a fluir por su cuerpo.

—Lo lamento, Beth. Es muy tarde para eso.

Y apretó el botón «Ascender»; se oyó el rugido que produjeron los tanques de lastre al soltar su carga, y el
Deepstar III
se bamboleó. El habitáculo se deslizó por debajo del submarino y se alejó. Norman comenzó el ascenso hacia la superficie, trescientos metros más arriba.

Rodeado de agua negra, Norman no tenía sensación de desplazamiento, salvo por las lecturas que aparecían en el panel de instrumentos, iluminado por una brillante luz verde.

Empezó a repasar mentalmente los acontecimientos, como si ya estuviese enfrentado a una indagación de la Armada. ¿Había hecho lo correcto al abandonar a sus compañeros? No cabía la menor duda de que sí. La esfera era un objeto que venía de otro planeta y que podía conferir a una persona el poder de manifestar los pensamientos. Hasta ahí, todo bien, excepto por el hecho de que los seres humanos tenían un desdoblamiento en el cerebro, en sus procesos mentales; casi se podía decir que los hombres tenían dos cerebros. El cerebro consciente podía ser controlado conscientemente, y no creaba problemas. Pero cuando el cerebro subconsciente, salvaje y abandonado, manifestaba sus impulsos, era peligroso y destructivo.

El problema de la gente como Harry y como Beth era que, literalmente, no estaban equilibrados; su cerebro consciente estaba super-desarrollado, pero nunca se habían molestado en explorar su cerebro subconsciente. Ésa era la diferencia entre Norman y ellos: por su condición de psicólogo, había tenido contacto con su yo subconsciente, el cual no le reservaba sorpresas.

Ese era el motivo por el que Harry y Beth habían manifestado monstruos, pero no Norman. Él conocía su subconsciente. Ningún monstruo lo esperaba.

No. Eso no es exacto.

Sintió un sobresalto por ese pensamiento repentino, por el modo súbito en que se presentó. ¿Estaba realmente equivocado? Lo meditó bien y consideró, una vez más, que había hecho lo correcto: Beth y Harry estaban en peligro debido a los productos de su subconsciente; pero él, no. Norman se conocía a sí mismo: ellos, no.

No se conocen los miedos que puede desencadenar el contacto con una nueva forma de vida, y no se pueden predecir por completo. Pero la consecuencia más probable de ese contacto es el terror absoluto.

Las aseveraciones que había hecho en su propio informe volvieron súbitamente a su mente. ¿Qué lo había hecho pensar en ellas ahora? Habían transcurrido años desde que escribió ese informe.

«Sometida a circunstancias de terror extremo, la gente toma decisiones en forma inadecuada.»

Sin embargo, Norman no estaba asustado. Lejos de ello, se sentía fuerte y seguro de sí mismo; tenía un plan y lo estaba llevando a cabo. ¿Qué le habría hecho pensar en ese informe? En su momento se torturó para elaborarlo, había pensado mucho cada frase...

¿Por qué le venía a la mente ahora? Eso lo preocupaba.


Atención, por favor. Dieciséis minutos, y contando.

Norman recorrió los indicadores que tenía frente a él: estaba a doscientos setenta metros y ascendía con rapidez. Ya no había posibilidad de regresar.

¿Por qué habría de pensar siquiera en regresar? ¿Por qué se le ocurría esa idea?

A medida que ascendía en silencio a través de las negras aguas sentía, cada vez con mayor intensidad, una especie de escisión dentro de su ser, una división interior casi esquizofrénica.
Algo estaba mal
, podía sentirlo. Había algo que no había tomado en cuenta.

Pero ¿qué pudo haber pasado por alto? «Nada —pensó—, porque, a diferencia de Beth y Harry, yo soy por completo consciente, me hallo al tanto de todo lo que está ocurriendo dentro de mí.»

Pero Norman no lo creía de verdad, porque la consciencia plena de uno mismo podía ser una meta a la que aspirara la filosofía, pero no era asequible en la realidad. La consciencia era como un guijarro que producía pequeñas ondas en la superficie de lo subconsciente y, a medida que se ampliaba la consciencia, seguía habiendo más subconsciente allá afuera; siempre había más, sólo que se hallaba fuera de alcance. Incluso para un psicólogo humanista.

Stein, su antiguo profesor, había dicho: «Siempre tienes tu sombra.»

¿Qué estaba haciendo ahora el lado en sombras de Norman? ¿Qué ocurría en las zonas subconscientes, en las partes de su propio cerebro que él negaba?

«Nada. Sigue ascendiendo.»

Se agitaba, incómodo, en el asiento del timonel. Tenía tantos deseos de llegar a la superficie, experimentaba tal convicción...

«Odio a Beth. Odio a Harry. Odio preocuparme por esa gente, interesarme por ella. No quiero pensar más. No es responsabilidad mía. Quiero salvarme yo. Los odio. Los odio.»

Estaba perturbado. Perturbado por sus propios pensamientos, por la vehemencia de esos pensamientos.

«Tengo que regresar», pensó.

«Si regreso, moriré.»

Pero alguna otra parte de su ser se estaba volviendo más fuerte a cada instante. Lo que Beth había dicho era verdad: era Norman quien decía continuamente que tenían que mantenerse unidos, trabajar unidos. ¿Cómo era capaz de abandonarlos ahora? No podía. Eso iba contra todo aquello en lo que creía, contra todo lo que consideraba importante y humano.

Tenía que regresar.

«Tengo miedo de regresar.»

«Por fin —pensó—. Ahí está.» Era un miedo tan intenso, que Norman había negado su existencia; un miedo que lo había llevado a dar una interpretación racional al hecho de abandonar a sus compañeros.

Ajustó los controles y detuvo el ascenso. Cuando comenzó a bajar otra vez, vio que las manos le temblaban.

0130 HORAS

El submarino se posó otra vez sobre el fondo, al lado del habitáculo. Norman entró en la esclusa del aire e inundó la cámara. Instantes después se descolgó por el costado y caminó hacia el habitáculo. Los conos de los explosivos Tevac, con sus destellantes luces rojas, tenían un aspecto extrañamente festivo.


Atención, por favor. Catorce minutos, y contando.

Norman estimó el tiempo que necesitaría: un minuto para meterse en el habitáculo. Cinco, quizá seis, para ponerles los trajes a Beth y a Harry. Otros cuatro minutos para llegar al submarino y subirlos. Dos o tres minutos para efectuar el ascenso.

Muy cerca del límite.

Pasó por debajo de los grandes pilones de soporte, situados debajo del habitáculo.

—Así que has vuelto, Norman —dijo Beth a través del intercomunicador.

—Sí, Beth.

—¡Gracias a Dios! —exclamó ella, y empezó a llorar.

Norman estaba debajo del Cilindro A y la oyó sollozar a través del intercomunicador. Encontró la tapa de la escotilla y giró el volante para abrirla, pero estaba trabada.

—Beth, abre la escotilla.

Se la oía llorar por el intercomunicador, pero no respondió.

—Beth, ¿me oyes? Abre la escotilla.

Lloraba como una niña y sollozaba de modo histérico.

—Norman —suplicó—, por favor, ayúdame. Por favor.

—Estoy tratando de ayudarte, Beth. Abre la escotilla.

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