Sin dejar de agarrarse a las tuberías, se esforzaba para ir hacia abajo, siempre con una mano sobre la otra, en busca del siguiente tubo, de la siguiente protuberancia que le sirviese de asidero. Era como escalar una montaña, pero al revés: si se dejaba ir, «caería» hacia arriba y moriría. Ya tenía las manos entumecidas, y su cuerpo, rígido por el frío, se movía con lentitud. Los pulmones le quemaban.
Le quedaba muy poco tiempo.
Alcanzó la parte inferior del habitáculo, se dio impulso y osciló para quedar debajo del Cilindro D; se estiró hacia arriba y, en la oscuridad, palpó el metal buscando la esclusa... ¡No se encontraba allí! ¡La esclusa de aire no estaba! Entonces se dio cuenta de que se hallaba debajo del Cilindro B. Se desplazó hacia el A, y buscó a tientas la esclusa: estaba cerrada. Tiró con fuerza del volante. Tiró otra vez, pero no logró moverlo.
Estaba aislado en el exterior.
El terror más intenso se apoderó de Norman. Su cuerpo estaba casi paralizado a causa del frío, y él sabía que sólo le quedaban unos segundos antes de perder el conocimiento. Tenía que abrir la escotilla. Le dio puñetazos, golpeó el metal que rodeaba los bordes, sin experimentar ninguna sensación en sus manos ateridas.
En ese instante, el volante empezó a girar por sí mismo y la escotilla se abrió, como impulsada por un resorte. Seguramente existía un botón de emergencia, y Norman temía haberlo...
Irrumpió sobre la superficie del agua, aspiró una bocanada de aire y se volvió a hundir. Emergió otra vez, pero no podía trepar al cilindro porque estaba demasiado entumecido; sus músculos se hallaban congelados y el cuerpo no le respondía.
«Tienes que hacerlo —pensó—. Tienes que hacerlo.» Sus dedos se aferraron al metal, resbalaron y volvieron a agarrarse. «Un empujón —pensó—. Un último empujón.» Lanzó el pecho sobre el reborde metálico y cayó pesadamente sobre la cubierta. Pero estaba tan entumecido que no sentía absolutamente nada. Torció el cuerpo, en un intento por hacer que sus piernas alcanzaran el borde de la escotilla... Y volvió a caer al agua helada.
—
¡No!
Una vez más, la última, se impulsó hacia arriba para alcanzar el borde; llegó a la cubierta y se retorció hasta que pudo apoyar una pierna en equilibrio precario; después levantó la otra pierna, la cual ya no sentía, y entonces se quedó fuera del agua, tendido sobre la cubierta del cilindro.
Estaba tiritando. Trató de ponerse de pie, pero se derrumbó. Todo su cuerpo se sacudía de tal modo, que no podía conservar el equilibrio.
Al otro lado de la esclusa divisó su traje, que colgaba en la pared del cilindro. Vio el casco, con su nombre,
johnson
, escrito en él. Norman reptó hacia el equipo, mientras su cuerpo se sacudía con violencia. Trató de ponerse en pie. No pudo. Las botas estaban frente a su cara; trató de agarrarlas, pero sus manos no se cerraban. Intentó morder el traje para usar los dientes como punto de apoyo, y los dientes le castañeteaban de modo incontrolable.
El intercomunicador restalló:
—¡Norman! ¡Sé lo que estás haciendo!
Beth llegaría de un momento a otro. Tenía que ponerse el traje. Lo contempló, a unos centímetros de él, pero sus manos seguían temblando incapaces de sostener nada. Finalmente, vio las presillas de tela que había cerca de la cintura, y que servían para sujetar instrumentos. Enganchó una mano en una presilla y se las arregló para sostenerse. Se estiró hasta ponerse de pie. Metió un pie dentro del traje, y después, el otro.
—¡Norman!
Extendió los brazos para coger el casco, pero antes de que lograra retirarlo del gancho y se lo dejara caer sobre la cabeza, el casco tamborileó contra la pared. Una vez puesto, lo hizo girar sobre el cuello del traje hasta que oyó el clic que produjo el cierre del resorte.
Todavía tenía mucho frío. ¿Por qué no se calentaba el traje? En ese momento se dio cuenta de que no había corriente, pues la fuente de alimentación estaba en la mochila, se la colgó con un encogimiento de hombros y se tambaleó bajo su peso. Tenía que enganchar el cordón «umbilical» por el que corrían los conductos encargados de transferir oxígeno al interior del traje, y de conservar una temperatura compatible con la vida. Norman tendió la mano hacia atrás, palpó el cordón, lo sostuvo y lo enchufó en el traje, a la altura de la cintura; luego lo conectó...
Oyó un sonido breve y seco.
El ventilador empezó a zumbar con un ruido sordo.
Norman sintió que largas franjas de dolor le recorrían todo el cuerpo. Los elementos eléctricos estaban dando calor pero, sobre su piel helada, ese calor le producía dolor. Sentía como si se le clavaran alfileres y agujas por todo el cuerpo.
Beth estaba hablando por el intercomunicador. La oía pero no entendía lo que decía. Se sentó pesadamente sobre la cubierta, respirando con dificultad.
Sabía que se iba a poner bien, pues el dolor estaba disminuyendo, la cabeza se le estaba despejando y su cuerpo ya no se sacudía con tanta brusquedad. Había estado expuesto a un frío muy intenso, pero no el tiempo suficiente como para que el daño fuese irremediable. Se estaba recuperando con rapidez.
—¡Nunca vas a lograr agarrarme, Norman! —dijo Beth por el intercomunicador.
Norman consiguió ponerse de pie; se colocó el cinturón de lastre y cerró las hebillas.
—¡Norman!
No respondió. Ahora sentía que su temperatura había subido por completo, que era normal.
—¡Norman! ¡Estoy rodeada de explosivos! ¡Si te acercas a mí, aunque sea un poco, te volaré en pedazos! ¡Morirás, Norman! ¡Nunca vas a lograr agarrarme!
Pero Norman no iba a buscar a Beth. Tenía un plan muy distinto. Oyó el siseo de su tanque de aire, cuando la presión se igualó dentro del traje.
Entonces volvió a saltar al agua.
La esfera resplandecía bajo las luces. En su superficie perfectamente pulida, Norman vio su propia imagen reflejada; después contempló cómo esa imagen se deshacía, se fragmentaba al llegar a los surcos espiralados, cuando él rodeó la esfera para situarse ante su parte posterior.
Delante de la puerta.
Pensó que se parecía a una boca, a las fauces de una bestia primitiva, listas para engullirlo. Frente a la esfera, al ver una vez más el patrón extra-terrestre, no humano, de los surcos, Norman se sintió flaquear. De repente, tuvo miedo. No creía poder seguir adelante con lo que pretendía hacer.
«No seas tonto —se dijo—. Harry lo logró. Y Beth también. Y sobrevivieron.»
Examinó los surcos espiralados, como si quisiera recobrar la confianza en sí mismo. Pero no lo logró en absoluto: en el metal no había más que estrías curvas, que reflejaban la luz que caía sobre ellas.
«Muy bien —pensó finalmente—, lo haré. Llegué hasta aquí y, hasta ahora, he sobrevivido a todo. No hay razón para que no lo haga.»
«Sigue adelante y ábrela.»
Pero la esfera no se abrió. Permaneció exactamente igual: una bola reluciente, bruñida, perfecta.
¿Cuál era la finalidad de este objeto? Norman deseaba de modo ferviente descubrir la finalidad de la esfera.
Volvió a pensar en el doctor Stein. ¿Cuál era su expresión favorita? «La comprensión es una táctica dilatoria». Stein solía enfadarse cuando los licenciados en psicología empezaban a examinar las cosas de manera demasiado racional y pronunciaban largas peroratas sobre los pacientes y sus problemas. Stein los interrumpía, sin ocultar su irritación, y les decía:
—¿A quién le importa? ¿A quién le importa que entendamos la psicodinámica de este caso, o que no lo hagamos? ¿Preferís entender por qué se nada, o saltar al agua y empezar a nadar? Sólo la gente que le teme al agua quiere entender por qué se nada; los demás saltan y se mojan.
«Muy bien —pensó Norman—. Mojémonos.» La esfera no se abrió.
—Ábrete —dijo en voz alta.
La esfera no se abrió.
Norman había pensado en la posibilidad de no lograrlo, porque Ted lo había intentado durante horas. Cuando Harry y Beth entraron no habían pronunciado palabra: tan sólo hicieron algo, dentro de su mente.
Cerró los ojos, concentró la atención y pensó: «Ábrete.»
Levantó los párpados y miró la esfera: seguía cerrada.
«Estoy listo para que te abras —pensó—. Estoy listo ahora.»
Nada ocurrió. La esfera seguía cerrada.
Aunque Norman había tomado en cuenta la posibilidad de que fuera incapaz de abrir la esfera, íntimamente pensaba que, después de todo, dos personas ya lo habían conseguido. ¿Cómo?
Harry, con su mente lógica, había sido el primero en resolver la cuestión. Pero la había resuelto sólo después de ver la cinta de Beth. De modo que Harry había descubierto una pista en la cinta, una pista importante...
Beth también había hecho un repaso de la cinta, la había mirado una y otra vez, hasta que, al final, también ella resolvió el problema. Había algo en la cinta...
«¡Qué lástima que no la tenga aquí!», pensó Norman. Pero la había visto varias veces, así que era probable que pudiera reconstruirla, que lograra reproducirla en su mente. ¿Cómo era? Mentalmente, vio las imágenes: Beth y Tina hablaban; Beth comía su porción de tarta. Después Tina decía algo sobre las cintas guardadas en el submarino. Y Beth respondía no sé qué. Luego Tina se alejaba y salía del cuadro, pero antes había dicho: «¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?» Y Beth había respondido: «Quizá. No lo sé.» Y la esfera se había abierto en ese instante.
—¿Porqué?
«¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?», había preguntado Tina. Y en respuesta a esa pregunta, Beth tenía que haber imaginado la esfera abierta, en su mente tenía que haber visto una imagen de la esfera abierta...
Se oyó un sonido bajo y profundo, como de algo que rodara; fue una vibración que llenó la sala.
La esfera estaba abierta; la puerta, abierta como en un inmenso bostezo, amplia y negra.
«Eso es —pensó—. Hay que representarse mentalmente que eso ocurre, y ocurre.» Lo que significaba que, si se representaba la puerta de la esfera cerrada...
Con otra rodadura profunda, la esfera estaba cerrada...
o abierta...
La esfera se abrió otra vez.
—Será mejor que no abuse de mi suerte —dijo en voz alta.
La puerta aún estaba abierta. Atisbo el interior, pero sólo vio una negrura profunda, sin matices. «Ahora o nunca», pensó.
Entró en la esfera.
Y la esfera se cerró detrás de Norman.
Todo es oscuridad; pero, a medida que sus ojos se adaptan, ve algo parecido a luciérnagas. Es una espuma danzante, luminosa..., millones de puntos de luz que remolinean alrededor de su cuerpo.
«¿Qué es?», piensa. Todo lo que ve es la espuma. No constituye una estructura, y parece no tener límites. Es un océano embravecido, una espuma reluciente, y muchas facetas. Norman siente que es muy bello, que hay una gran paz. Estar aquí es apacible.
Mueve las manos y coge espuma en el hueco de ellas; sus movimientos hacen que la espuma se arremoline. Pero en ese instante se da cuenta de que las manos se están volviendo transparentes, de que puede ver la centelleante espuma a través de su propia carne. Baja la vista y se mira el cuerpo: piernas, torso, todo él se está volviendo transparente. Él es parte de la espuma. La sensación es muy agradable.
Se hace más ligero, y pronto se ve elevado y flotando en el limitado océano reluciente. Entrelaza las manos sobre la nuca, y flota. Se siente feliz. Se quedaría aquí para siempre.
Adquiere conciencia de que hay algo más en este océano, otra presencia.
«¿Hay alguien aquí?»
Yo estoy aquí.
Se sobresalta. Se oye tan alto... O parece alto. Después, se pregunta si oyó algo en realidad.
«¿Alguien ha hablado?»
No.
«¿Cómo nos estamos comunicando?»
Del mismo modo que todo se comunica con todo lo demás.
«¿Qué modo es ése?»
¿Por qué preguntas, si ya conoces la respuesta?
«Es que no conozco la respuesta.»
La espuma lo mece con suavidad, pero Norman no recibe respuesta durante un rato, y se pregunta si está otra vez solo.
«¿Está usted ahí?»
Sí.
«Creí que se había ido.»
No hay donde ir.
«¿Quiere decir que está aprisionado dentro de esta esfera?»
No.
«¿Me responderá a una pregunta? ¿Quién es usted?»
Yo no soy un quién.
«¿Es usted Dios?»
Dios es una palabra.
«Quiero decir, ¿es usted un ser superior, o una conciencia superior?»
¿Superior a qué?
«Superior a mí, supongo.»
¿En qué altura estás?
«Bastante bajo. Por lo menos eso es lo que imagino.»
Bueno, eso es cosa tuya.
Mientras flota dentro de la espuma, a Norman lo perturba la posibilidad de que Dios se esté burlando de él.
«¿Está bromeando conmigo?»
¿Por qué me preguntas, si ya conoces la respuesta?
«¿Estoy hablando con Dios?»
No estás hablando en absoluto.
«Usted toma lo que digo en sentido literal. ¿Se debe eso a que proviene de otro planeta?»
No.
«¿Es usted de otro planeta?»
No.
«¿Es usted de otra civilización?»
No.
«¿De dónde es usted?»
¿Por qué preguntas, si ya conoces la respuesta?
Norman piensa que, en otro momento, esa contestación reiterativa lo habría irritado; pero ahora no tiene emociones. No hay juicios: sencillamente está recibiendo información.
«Pero esta esfera viene de otra civilización.»
Sí.
«Y quizá de otro tiempo.»
Sí.
«¿Y no es usted parte de esta esfera?»
Lo soy ahora.
«Si es así, ¿de dónde es usted?»
¿Por qué preguntas, si ya conoces la respuesta?
La espuma lo lleva de un lado para otro con delicadeza, meciéndolo de modo apaciguante.
«¿Está usted ahí?»
No hay donde ir.
«Temo que no sé mucho sobre religión. Soy psicólogo, de modo que me ocupo de cómo piensa la gente. En mi preparación profesional nunca aprendí mucho sobre religión.»
Ah, entiendo.
«La psicología no tiene mucho que ver con la religión.»
Por supuesto.
«¿Así que coincide conmigo?»
Coincido contigo.
«Eso es reconfortante.»
Yo no veo por qué.
«¿Quién es yo?»
¿Quién es, por cierto?