—Será mejor que prestes atención, Norman. Nunca te puedes permitir bajar la guardia en un sitio como ése. Es demasiado peligroso.
Y ahora, al mirar a Beth, que estaba al otro lado de la habitación, Norman pensó: «Presta atención, Norman. No te puedes permitir bajar la guardia, porque te las estás viendo con una persona loca, y no te habías dado cuenta.»
—Veo que no me crees —dijo Beth, todavía muy tranquila—. ¿Te sientes en condiciones de hablar?
—Por supuesto.
—¿De pensar con lógica?
—Claro que sí —repuso Norman, mientras pensaba: «No soy yo el que está loco.»
—Muy bien. ¿Recuerdas cuando me dijiste lo de Harry? ¿Cómo todas las pruebas lo acusaban a él?
—Sí. Por supuesto.
—Me preguntaste si yo podía pensar en otra explicación, y te respondí que no. Pero sí hay otra explicación, Norman. Algunos puntos que tú, convenientemente, pasaste por alto la primera vez. Como las medusas. ¿Por qué las medusas? Porque fue a tu hermano menor a quien picó una medusa, Norman, y fuiste tú quien se sintió culpable después. ¿Y cuándo habla Jerry? Cuando tú estás presente, Norman. ¿Y cuándo detuvo su ataque el calamar? Cuando tú quedaste inconsciente por un golpe, Norman. No Harry, sino tú.
La voz de Beth sonaba tan serena, tan razonable... Norman hizo un gran esfuerzo por reflexionar sobre lo que estaba diciendo. ¿Sería posible que Beth tuviera razón?
—Trata de verlo desde esta perspectiva: eres un psicólogo que está aquí abajo con un grupo de científicos que tratan con hechos concretos. Nada hay para ti aquí abajo, eso tú mismo lo dijiste. ¿Y no hubo una época de tu vida durante la cual sentiste que, en lo profesional, se te hacía a un lado? ¿No fue ése un período desagradable para ti? ¿No me confesaste una vez que odiabas ese período de tu vida?
—Sí, pero...
—Cuando empiezan a ocurrir todos esos hechos extraños, ya el problema deja de ser algo medible y pesable, y se convierte en un problema psicológico. Te viene de perlas, Norman, pues ése es el campo de conocimiento que dominas. De repente, te conviertes en el centro de atención, ¿no es así?
«No —pensó Norman—, esto no puede ser cierto.»
—Cuando Jerry empieza a comunicarse con nosotros, ¿quién se da cuenta de que tiene emociones? ¿Quién insiste en tratar con las emociones de Jerry? Ninguno de nosotros se interesa por las emociones, Norman: Barnes solamente quiere información sobre armamento; Ted no desea hablar más que de temas científicos; a Harry lo único que le importa es realizar juegos de lógica. Tú eres quien se interesa por las emociones. ¿Y quién manipula a Jerry, aunque en realidad no lo logre? Tú, Norman. Nadie más que tú.
—No puede ser —dijo Norman.
Su mente estaba confundida; se esforzaba por hallar una contradicción, y por fin la halló:
—No puede ser... porque yo no estuve dentro de la esfera.
—Sí estuviste —dijo Beth—. Lo que ocurre es que no lo recuerdas.
Se sentía demolido, apaleado y deshecho. No podía recobrar el equilibrio, pero los puñetazos le seguían llegando.
—Del mismo modo que no recuerdas que te pedí que buscaras los códigos para los globos sonda —le estaba diciendo Beth, con su voz serena—. Y tampoco te acuerdas de que Barnes te preguntó cuáles eran las concentraciones de helio en el Cilindro E.
«¿Qué concentraciones de helio en el Cilindro E? ¿Cuándo me preguntó eso Barnes?»
—Hay muchas cosas que no recuerdas, Norman.
—¿Cuándo fui a la esfera?
—Antes del primer ataque del calamar. Después de que salió Harry.
—¡Estaba durmiendo! ¡En mi litera!
—No, Norman, no te encontrabas allí. Alice Fletcher fue a buscarte y te habías ido. No te pudimos encontrar y después apareciste, bostezando.
—No te creo.
—Sé que no me crees. Prefieres que el problema sea de otro. Y eres astuto. Eres diestro en la manipulación psicológica. ¿Recuerdas esos tests que practicabas? Ponías en un avión un grupo de gente, que no estaba al tanto de lo que pasaba, y después les decías que el piloto había sufrido un ataque cardíaco. Y ellos casi morían del susto. Ésa es una manipulación bastante cruel, Norman. Y aquí abajo, cuando empezaron a ocurrir esas cosas extrañas, necesitaste un monstruo. Así que Harry fue el monstruo. Pero Harry no lo era. Tú eres el monstruo, Norman. Esa es la razón por la que había cambiado tu aspecto, el porqué de que te hubieras vuelto feo: porque tú eres el monstruo.
—Pero el mensaje decía: «Mi nombre es Harry.»
—Sí, eso decía. Y, tal como tú mismo señalaste, la persona que lo ocasionó temía que en la pantalla apareciera el verdadero nombre.
—Harry —dijo Norman—. El nombre era Harry.
—¿Y cuál es tu nombre?
Norman se detuvo un instante. Por alguna razón, la boca no le funcionaba. Su cerebro estaba en blanco.
—Te lo diré yo. Lo busqué. Tu nombre es Norman Harrison Johnson.
«No —pensó Norman—. No es posible que Beth tenga razón.»
—Es difícil de aceptar —continuó ella con su voz lenta, paciente, casi hipnótica—, y lo entiendo. Pero, si lo piensas, te darás cuenta de que deseabas que se llegara a esto. Querías que yo lo resolviera, Norman. ¡Pero vamos, si hace unos pocos minutos hasta me hablaste sobre El mago de Oz! Me ayudaste a encontrar el camino cuando yo no entendía lo que me estabas sugiriendo... o, por lo menos, fue tu inconsciente el que me ayudó. ¿Todavía conservas la calma?
—Por supuesto que conservo la calma.
—Bien. Trata de mantenerte sereno, Norman, y consideremos esto desde un punto de vista lógico. ¿Cooperarás conmigo?
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero ponerte fuera de combate, Norman. Como a Harry.
Norman negó con la cabeza.
—Nada más que durante unas pocas horas.
En ese instante, Beth pareció tomar una decisión: avanzó con rapidez hacia el psicólogo, y éste vio la jeringa que ella tenía en la mano, vio el centelleo de la aguja y torció el cuerpo hacia un lado. La aguja se hundió en la manta. Norman se la quitó y corrió hacia la escalera.
—¡Norman! ¡Regresa!
Pero ya estaba subiendo la escalera. Vio que Beth corría hacia él con la jeringa, y le lanzó una patada; subió hasta el laboratorio de Beth y cerró violentamente la escotilla sobre su perseguidora.
—¡Norman!
Beth golpeó la escotilla con los puños. El se paró sobre la tapa de metal, a sabiendas de que Beth nunca la podría levantar con su peso encima. Ella seguía golpeándola.
—¡Norman Johnson, abrirás esa escotilla en este mismo instante!
—No, Beth, lo siento.
Norman se tomó un respiro. ¿Qué podría hacer Beth? «Nada», pensó. Se encontraba en lugar seguro. No podría alcanzarlo; nada le haría mientras permaneciera allí.
En ese momento vio que, entre sus pies, la traba metálica que había en el centro de la tapa estaba siendo movida desde el otro lado de la escotilla. Beth giraba el volante.
Estaba encerrando a Norman.
Las luces del laboratorio iluminaban la mesa, sobre la que había una fila de especímenes cuidadosamente embotellados: calamares, camarones y huevos de calamar gigante. Norman tocó las botellas distraídamente. Encendió el monitor del laboratorio y apretó varias teclas hasta que en la pantalla apareció Beth, que estaba trabajando en la consola principal del Cilindro D; a un lado vio a Harry, aún inconsciente.
—Norman, ¿me puedes oír?
—Sí, Beth. Te oigo —le respondió en voz alta.
—Norman, estás actuando de forma irresponsable. Eres una amenaza para toda esta expedición.
¿Era cierto eso? Norman no creía ser una amenaza para la expedición. No tenía la sensación de que eso fuese cierto. Pero ¿cuántas veces, en el curso de su vida, se había enfrentado con pacientes que rehusaban reconocer lo que les estaba ocurriendo? Recordó ejemplos triviales: un profesor, compañero suyo de la universidad, tenía terror a los ascensores, pero insistía en que subía siempre por la escalera debido a que era un buen ejercicio. Ese hombre subía hasta quince pisos; pero rechazaba las citas en edificios más altos. Había organizado toda su vida para adaptarla a un problema que no admitía tener. Mantuvo oculto el problema hasta que, al final, sufrió un ataque cardíaco. Recordó el caso de la mujer que, agotada por los años de cuidar a su hija mentalmente perturbada, le dio a ésta un frasco de pastillas para dormir; la madre decía que su hija necesitaba descansar, pero la muchacha se suicidó. Norman también se acordó del marino novato que, un día de fuerte viento, reunió alegremente a toda su familia para dar un paseo hasta Catalina, y todos estuvieron a punto de morir.
Docenas de ejemplos acudieron a su mente. Esta ceguera respecto de uno mismo era corriente en psicología. ¿Imaginaba que él era inmune?
Tres años atrás se había producido un pequeño escándalo, cuando, en el transcurso del fin de semana del Día del Trabajo, uno de los profesores adjuntos del Departamento de Psicología se suicidó, disparándose un tiro en la boca. Ese suceso había merecido titulares como: «
profesor se suicida
. Sus colegas expresan sorpresa:
siempre estaba feliz
.»
El decano de la facultad, que se quedó en una situación embarazosa para conseguir fondos para la institución, había regañado a Norman por ese episodio. Pero la verdad, difícil de aceptar, era que la psicología adolecía de serias limitaciones. Aun con conocimiento profesional y con las mejores intenciones, seguía habiendo una enorme cantidad de cosas ignoradas relativas a los amigos más íntimos, los colegas, las esposas y maridos, y los hijos. Y la ignorancia con respecto a nosotros mismos es todavía mayor. La consciencia de sí mismo es la más difícil de lograr. Pocas personas llegan a tenerla... En realidad, quizá nadie llega a tenerla.
—Norman, ¿estás ahí?
—Sí, Beth.
—Creo que eres una buena persona, Norman.
No le contestó; se limitó a observarla en el monitor.
—Pienso que tienes integridad, y que crees que dices la verdad. Éste es un momento difícil para ti: debes hacer frente a tu propia realidad. Sé que ahora tu mente pugna por encontrar excusas, por echarle la culpa a alguna otra persona. No obstante, sé que lo puedes lograr, Norman. Harry no pudo, pero tú puedes. Espero que seas capaz de admitir la dura verdad: que, en tanto permanezcas consciente, la expedición está amenazada.
Norman sintió el gran poder de convicción de Beth, oyó la serena fuerza de su voz. Cuando ella hablaba, era casi como si sus ideas fuesen ropajes que iban envolviendo el cuerpo de Norman, el cual empezaba a ver las cosas a la manera de Beth. Ella estaba tan serena, era tan persuasiva... Tenía que estar en lo cierto. Las ideas de Beth tenían tanto poder... Las ideas de Beth tenían tanto poder...
—Beth, ¿estuviste en la esfera?
—No, Norman. Ésa es tu mente, que trata de evadir la cuestión otra vez. Yo no estuve en la esfera. Tú estuviste.
Con toda honestidad, Norman no podía recordar que hubiera entrado en la esfera. No lo recordaba en absoluto. Cuando Harry entró en ella, después pudo recordarlo. ¿Por qué lo olvidaba Norman? ¿Por qué bloqueaba ese recuerdo?
—Eres psicólogo, Norman —le estaba diciendo Beth—, y por eso no quieres admitir que posees un lado de sombras. Tienes el compromiso profesional de creer en tu propia salud mental. Naturalmente, lo vas a negar.
Norman no pensaba así. Pero ¿cómo resolverlo? ¿Cómo establecer si Beth tenía razón o no la tenía? La mente de Norman no estaba funcionando bien. Su rodilla herida le latía y le producía dolor; por lo menos no había duda respecto a eso: la herida de la rodilla era real.
Era una prueba de realidad.
«Ésa es la manera de resolverlo», pensó. Una prueba de realidad. ¿Cuáles eran las pruebas objetivas de que Norman había ido a la esfera? Se habían grabado cintas de todo lo que acontecía en el habitáculo, de modo que si Norman había entrado en la esfera muchas horas atrás, en alguna parte tenía que haber una cinta que lo mostrara en la esclusa de aire, solo, vistiéndose, deslizándose por la esclusa hacia el mar. Beth debería poder mostrarle esa cinta. ¿Dónde estaba esa cinta?
En el submarino, por supuesto.
La había llevado al submarino. Norman mismo pudo haberlo hecho cuando efectuó su salida hacia allí.
No había pruebas objetivas.
—Norman, ríndete, por favor. Por el bien de todos nosotros.
«Quizá tengan razón», pensó. Beth se mostraba muy segura de sí misma, así que si él estaba eludiendo la verdad, si estaba poniendo la expedición en peligro, entonces tenía que rendirse y admitir que Beth lo pusiera en estado de inconsciencia.
¿Podría confiar en ella para permitirle eso? Tendría que hacerlo. No había otra alternativa.
«Tengo que ser yo —pensó—, tengo que ser yo.» Ese pensamiento le era tan horrible... que le resultaba sospechoso. Se estaba resistiendo con mucha violencia... «y eso no es buena señal», demasiada resistencia.
—¿Norman?
—Está bien, Beth.
—¿Lo harás?
—No me apremies. Dame un minuto, ¿quieres?
—Claro, Norman. Por supuesto.
Miró el videograbador que estaba al lado del monitor, y recordó que Beth lo había usado para reproducir la misma cinta, una y otra vez; aquella que mostraba cómo la esfera se había abierto por sí misma. Ahora, esa casete estaba sobre la mesita que había al lado del video-grabador. Norman la introdujo en la ranura y apretó el botón que encendía el equipo. «¿Por qué molestarme en mirar eso ahora? —pensó—. Solamente estoy demorando las cosas. Estoy ganando tiempo.»
La pantalla parpadeó, y Norman esperó que surgiera la familiar imagen de Beth comiendo tarta, de espaldas al monitor. Pero ésta era una cinta diferente: era una transmisión directa procedente del monitor que mostraba la esfera, la gran bola reluciente que descansaba en la nave.
Norman observó durante unos segundos, pero nada ocurrió. La esfera estaba inmóvil, como siempre. Pulida, perfecta. La contempló un rato más, pero no había nada que ver.
—Norman, si ahora abro la escotilla, ¿bajarás con tranquilidad?
—Sí, Beth.
Suspiró y se echó hacia atrás para apoyarse en el respaldo de la silla. ¿Cuánto tiempo estaría inconsciente? Poco menos de seis horas. No habría problema. Pero, fuere como fuere, Beth tenía razón: él debía entregarse.
—¿Norman, por qué estás mirando esa cinta?
Rápidamente, Norman observó en torno suyo y se preguntó si en ese cuarto había una cámara de televisión que permitía que Beth lo viera. Sí, había una bien en lo alto, en el techo, junto a la escotilla superior.