—¿Y qué? —murmuró Norman.
—No me digas que no ves el patrón.
—No, no lo veo.
—Míralo con los ojos entrecerrados.
Norman miró entrecerrando los ojos.
—Lo siento.
—Pues resulta obvio que es una imagen del extra-terrestre —dijo Ted—. Mira: ese es el torso vertical, tres piernas, dos brazos. No hay cabeza, por lo que cabe suponer que la cabeza de ese ser está situada dentro del torso mismo. Estoy seguro de que ves eso, Norman.
—Ted.
—Esta vez Harry no entendió en absoluto el verdadero significado. ¡El mensaje no es una simple imagen: es un autorretrato!
—Ted...
El científico se relajó y suspiró:
—Me vas a decir que estoy esforzándome demasiado.
—No quisiera apagar tu entusiasmo... —se disculpó Norman.
—¿Pero no lo ves al extra-terrestre?
—No, la verdad es que no.
—¡Demonios! —Ted tiró los papeles a un lado—. Odio a ese hijo de puta. Es tan arrogante, me saca de tal modo de mis casillas... y encima de todo, ¡es joven!
—Tienes cuarenta años —le recordó Norman—. Yo no diría que eso es pertenecer a otra generación.
—Para la física, lo es —declaró Ted—. En ocasiones, los biólogos pueden hacer investigaciones importantes a edad avanzada. Darwin tenía cincuenta años cuando publicó El origen de las especies. Y los químicos, a veces, hacen buenos trabajos cuando ya no son jóvenes. Pero en física, si no lograste algo a los treinta y cinco, es muy probable que nunca lo logres.
—Pero tú eres una personalidad respetada en tu campo.
Ted negó con la cabeza.
—Nunca he llevado a cabo un trabajo fundamental. Analicé datos, llegué a algunas conclusiones interesantes, pero nunca nada fundamental. Esta expedición es mi oportunidad de hacer algo importante..., de conseguir que... mi nombre figure en los libros.
Ahora Norman tenía una impresión diferente del entusiasmo y de la energía de Ted, de ese modo de ser implacablemente juvenil. Ted no presentaba retraso emocional: estaba sometido a una pulsión. Y se aferraba a su juventud porque experimentaba la sensación de que el tiempo se le estaba escapando y él todavía no había logrado nada. La situación no era odiosa. Era triste.
—Bueno —le animó Norman—, la expedición no ha terminado aún.
—No —reconoció Ted, con el rostro iluminado de repente—. Tienes razón. Tienes toda la razón. Hay más experiencias maravillosas aguardándonos. Estoy seguro de que las hay. Y llegarán. ¿No es cierto?
—Sí, Ted —vaticinó Norman—. Llegarán.
—¡Maldita sea, nada funciona! —Con un ademán, Beth abarcó la mesa de su laboratorio—. ¡Ni uno solo de los productos químicos o de los reactivos que hay aquí vale un comino!
—¿Qué intentó hacer? —preguntó Barnes con calma.
—Zenker-Formol, H y E, y los demás colorantes. Extracciones proteolíticas, descomposiciones enzimáticas. Lo que se le ocurra. No hay ninguna cosa que sirva. ¿Sabe lo que creo? Que quienquiera que haya abastecido este laboratorio lo llenó de productos caducados.
—No —dijo Barnes—. Es la atmósfera.
Y le explicó que el ambiente en el que se hallaban contenía nada más que un dos por ciento de oxígeno y un uno por ciento de bióxido de carbono, pero nada de nitrógeno.
—Las reacciones químicas son impredecibles —manifestó—. Alguna vez le tendría que echar un vistazo al recetario de Rose Levy. Nunca en su vida habrá visto usted algo así. Cuando ella termina de prepararla, la comida tiene un aspecto normal, pero créame que en modo alguno la prepara de manera normal.
—¿Y el laboratorio?
—El laboratorio fue abastecido sin que se conociera la profundidad a la que íbamos a permanecer. Si nos encontrásemos más cerca de la superficie estaríamos respirando aire comprimido, y todas las reacciones químicas que usted intenta hacer se producirían... solo que de un modo muy rápido. Pero con el helio las reacciones son impredecibles. Y si no se producen, bueno...
Barnes se encogió de hombros.
—¿Qué esperan que yo haga? —preguntó Beth.
—Lo mejor que pueda —contestó Barnes—. Lo mismo que todos nosotros.
—Pues lo único que puedo hacer son análisis anatómicos gruesos. Todo esto es inútil.
—Entonces haga la anatomía gruesa.
—Si al menos tuviera más capacidad en el laboratorio...
—Hay lo que hay —dijo Barnes—. Acéptelo, y siga adelante.
Ted entró en la estancia.
—Será mejor que echen un vistazo afuera —dijo, señalando las portillas—. Tenemos más visitantes.
Los calamares se habían ido. Por un momento, Norman no vio nada, salvo el agua y el sedimento blanco en suspensión, que era visible por acción de las luces.
—Miren hacia abajo. Hacia el lecho oceánico.
El fondo estaba vivo. Literalmente vivo: reptaba, serpenteaba y palpitaba, hasta donde las luces permitían ver.
—¿Qué es eso?
—Son camarones. Un enorme cardumen de camarones —dijo Beth, y salió corriendo a buscar su red.
—Ahora sí, eso es lo que tendríamos que estar comiendo —comentó Ted—. Me encantan los camarones. Y éstos parecen tener el tamaño perfecto: un poco más pequeños que los langostinos. Tienen que estar deliciosos. Recuerdo que una vez, en Portugal, mi segunda esposa y yo comimos los langostinos más fabulosos...
Norman se sentía un poco inquieto:
—¿Qué están haciendo aquí?
—No sé. ¿Qué suelen hacer los camarones? ¿Emigran?
—Y yo qué sé —replicó Barnes—. Siempre los compro congelados porque mi esposa odia pelarlos.
Norman seguía inquieto, aunque no sabía por qué. Ahora podía ver con toda claridad que el fondo del mar estaba cubierto de camarones. Pululaban por todas partes. ¿Por qué tenía que molestarle eso?
Norman se apartó de la portilla con la esperanza de que si miraba alguna otra cosa, la sensación de vaga desazón se le fuera. Pero no ocurrió así, sino que se le quedó, como un nudito tenso, en lo más profundo del estómago. Aquella sensación no le gustaba en absoluto.
—Harry...
—Ah, hola, Norman. Oí la agitación. Hay montones de camarones ahí afuera, ¿no?
Harry se sentó en su litera. Sobre las rodillas estaba el formulario de ordenador en el que aparecían los números; en las manos tenía un lápiz y un bloc de notas con las páginas cubiertas de cálculos, tachaduras, símbolos y flechas.
—Harry, ¿qué está sucediendo? —preguntó Norman.
—No tengo la más remota idea.
—Simplemente me preguntaba por qué, de repente, encontramos vida aquí abajo: calamares, camarones..., cuando antes no había nada. Nada en absoluto.
—Ah, eso. Creo que el motivo está bastante claro.
—¿Sí?
—Por supuesto. ¿Qué hay de diferente entre entonces y ahora?
—Que estuviste dentro de la esfera.
—No, no. Quiero decir qué hay de diferente en el ambiente exterior.
Norman frunció el entrecejo, pues no llegaba a comprender a dónde quería ir a parar Harry.
—Bueno, pues mira fuera —le aconsejó el matemático—. ¿Qué podías ver antes que no puedes ver ahora?
—¿La parrilla?
—Ajá. La parrilla y los buzos. Mucha actividad... y mucha electricidad. Creo que eso ahuyentó a la fauna natural de la zona. No olvides que estamos en el sur del Pacífico, de modo que este lugar tendría que hervir de vida.
—¿Y ahora que los buzos se han ido, los animales regresan?
—Es lo que yo supongo.
—¿Ésa es la única causa? —inquirió Norman, frunciendo el entrecejo.
—¿Por qué me lo preguntas a mí? Pregúntaselo a Beth; ella te dará una respuesta definitiva. Pero yo sé que los animales son sensibles a toda clase de estímulos, incluso a los que nosotros no percibimos; así que no puedes pretender que, a través de cables submarinos, se hagan pasar Dios sabe cuántos millones de voltios para encender una rejilla de ochocientos metros, en un ambiente que nunca antes vio luz, y que eso no acarree alguna consecuencia.
En el razonamiento de Harry existía algo que produjo escozor en el fondo de la mente de Norman. Había algo que él ya sabía, en relación a todo este asunto; pero en ese momento no lograba comprender qué era.
—Harry...
—Sí, Norman. Te veo un poco preocupado... Por mi parte debo decirte que este código de sustitución es un verdadero problema, y no estoy seguro de poder descifrarlo. La dificultad consiste en que, si se trata de una sustitución de letras, se pueden necesitar dos dígitos para describir una sola letra, porque en el alfabeto hay veintiséis letras
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, suponiendo que no se incluyan los signos de puntuación, que aquí tanto pueden haberlos incluido como haberlos dejado fuera. Por eso, cuando veo un dos al lado de un tres, no sé si se trata de la letra dos seguida de la letra, tres, o si es la letra veintitrés. Trabajar con las permutaciones me está llevando mucho tiempo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Harry...
—Sí, Norman...
—¿Qué pasó dentro de la esfera?
—¿Es eso lo que te tiene preocupado?
—¿Qué te hace pensar que yo esté preocupado por algo?
—Tu cara —declaró Harry—, eso es lo que me hace pensar que estás preocupado.
—Quizá lo esté —admitió Norman—. Pero respecto a la esfera...
—¿Sabes? Estuve pensando mucho en esa esfera.
—¿Y qué?
—Es de lo más asombroso; pero la verdad es que no recuerdo qué ocurrió.
—Harry...
—Me siento bien, me siento cada vez mejor, lo juro por Dios. Recuperé las energías y ya no me duele la cabeza. Al principio recordaba todo lo concerniente a esa esfera y lo que había dentro de ella. Pero cada minuto que pasa, ese recuerdo parece desvanecerse. Igual que se desvanece un sueño... Lo recuerdas cuando te despiertas, pero una hora después ha desaparecido.
—Harry...
—Recuerdo que era maravilloso y bello. Me acuerdo de unas luces que remolineaban... Pero eso es todo.
—¿Cómo conseguiste que la puerta se abriese?
—Oh, eso lo tuve muy claro todo el tiempo. Recuerdo que lo había resuelto, que sabía qué hacer con exactitud.
—¿Qué hiciste?
—Estoy seguro de que me va a volver a la memoria.
—¿No recuerdas cómo abriste la puerta?
—No. Solamente recuerdo esa súbita percepción, esa certeza respecto de cómo se hacía. Pero no puedo recordar los detalles. ¿Por qué, hay alguien más que es indudable que desea entrar? Ted, probablemente.
—Estoy seguro de que a Ted le gustaría entrar...
—No creo que sea una buena idea. Con franqueza, no creo que Ted deba entrar. Piensa cuánto aburrirá con sus discursos, después de que salga. «Visité una esfera extra-terrestre», por Ted Fielding. Sería una narración inacabable.
Y lanzó una risita aguda y nerviosa.
«Ted tiene razón —pensó Norman—. Harry es, indudablemente, un maníaco.» En él se observaba un talante vivo, excesivamente jovial; su característico sarcasmo había desaparecido y había sido reemplazado por un modo de ser muy vivaz, abierto, alegre. Y una especie de risueña indiferencia ante todo, un desequilibrio en su modo de considerar la importancia de las cosas: había dicho que no podía descifrar el código, había dicho que no podía recordar qué había ocurrido dentro de la esfera, ni cómo la había abierto... y no parecía creer que eso tuviera importancia.
—Harry, no bien saliste de la esfera parecías estar preocupado.
—¿De veras? Tenía un feroz dolor de cabeza, eso sí lo recuerdo.
—Repetías que debíamos ir a la superficie.
—¿Eso decía?
—Sí. ¿Por qué lo decías?
—Sólo Dios lo sabe. Estaba muy confundido.
—También dijiste que era peligroso que nosotros permaneciéramos aquí.
Harry sonrió:
—Norman, no Puedes tomar eso demasiado en serio: yo no sabía si iba o si venia.
—Harry, necesitamos que recuerdes esas cosas. Si te empiezan a volver a la memoria, ¿me lo dirás?
—Pues claro, Norman. Sin dudarlo. Puedes contar conmigo. Te lo diré de inmediato.
—No —dijo Beth—. Nada de eso tiene lógica. En primer lugar, los peces pasan por alto las zonas en las que nunca habían encontrado seres humanos, a menos que éstos los capturen o los pesquen, y los buzos no lo hicieron. En segundo lugar, si los buzos agitaron el fondo, eso, en realidad, habrá soltado sustancias alimenticias, lo que haría que acudiesen más animales. Tercero, a muchas especies las atraen las corrientes eléctricas, por lo que, en todo caso, tanto los camarones como otros animales tendrían que haber sido atraídos antes por la electricidad, y no ahora, cuando la energía está cortada.
La zoóloga estaba examinando los camarones bajo el microscopio.
—¿Cómo está?
—¿Harry?
—Sí.
—No lo sé.
—¿Se encuentra bien?
—No sé. Creo que sí.
Sin dejar de mirar por el ocular del microscopio, Beth preguntó:
—¿Te dijo algo respecto de lo que pasó dentro de la esfera?
—Todavía no.
Beth ajustó el microscopio y meneó la cabeza con fastidio.
—¡Que me parta un rayo!
—¿Qué pasa? —preguntó Norman.
—Placas dorsales extranumerarias.
—¿Y eso qué significa?
—Que es otra especie nueva.
—¿Camaronis bethus? Estás haciendo una gran cantidad de descubrimientos, y con mucha facilidad, Beth.
—Ajá... Asimismo revisé las gorgonias porque parecían tener un patrón no común de crecimiento radial, y también son una nueva especie.
—Eso es grandioso, Beth.
La mujer se volvió y lo miró.
—No, no es grandioso, Norman. Es terrorífico. —Encendió una lámpara de mucha intensidad y, con un bisturí, abrió en canal uno de los camarones—. Es lo que había pensado.
—¿Qué pasa?
—Norman, durante varios días no vimos vida aquí abajo y, de repente, encontramos tres especies nuevas. Eso no es normal.
—No sabemos qué es lo normal a trescientos metros de profundidad.
—Yo te aseguro que no es normal.
—Pero, Beth, tú misma dijiste que, simplemente, no habíamos advertido antes las gorgonias. Y en cuanto a los calamares y los camarones, ¿no podría ser que estén emigrando, que se hallen de paso por esta región, o algo por el estilo? Barnes dijo que nunca antes habían preparado científicos para que vivieran a tanta profundidad en un sitio determinado del lecho oceánico. A lo mejor estas migraciones son normales, y lo que ocurre es que nosotros ignoramos que se producen.