—¿Como si se tratara de un arma? —preguntó Beth.
—Algo así —repuso Barnes.
—Bueno —dijo Ted—, personalmente nunca me habría unido...
—¿Es eso cierto? Si usted hubiera hecho el vuelo hasta Tonga y yo le hubiera dicho: «Ted, ahí abajo hay una nave espacial que podría contener vida procedente de otra galaxia, pero es una operación militar», ¿usted habría respondido que lo lamentaba pero que no quería ser incluido? ¿Es eso lo que habría dicho, Ted?
—Pues...
—Entonces es mejor que se calle —le aconsejó Barnes—, porque ya estoy hasta la coronilla de sus poses.
—Atiendan, atiendan... —pidió Beth.
—En lo personal, opino que usted está sumamente nervioso —dijo Ted.
—Y en lo personal, yo opino que usted es un ególatra y un imbécil —replicó Barnes.
—Cálmense todos —aconsejó Harry—. Lo primero que debemos averiguar es por qué Rose Levy fue al exterior. ¿Alguien lo sabe?
—Estaba en un BNC —respondió Tina.
—¿Un qué?
—Un Bloqueo Necesario del Cronointerruptor —aclaró Barnes—. Es el organigrama de servicio: Levy era el apoyo de Jane Edmunds, y cuando ésta murió fue tarea suya ir al submarino cada doce horas.
—¿Ir al submarino? ¿Por qué? —preguntó Harry.
Barnes señaló por la portilla:
—¿Ven el DH-7 por allá? Bueno, al lado del único cilindro hay un hangar en forma de cúpula invertida, y debajo de la cúpula se halla un minisubmarino que dejaron atrás los buzos. En una situación como ésta, las reglamentaciones navales exigen que, cada doce horas, todas las cintas y grabaciones se transfieran al submarino. El vehículo está en Modalidad CDSL (Caída y Desprendimiento Sincronizados del Lastre), que se fija cada doce horas en un temporizador. De ese modo, si alguien no llega allí cada doce horas transfiere las últimas cintas que se grabaron y aprieta el botón amarillo de «Retardo», el submarino, de forma automática, suelta el lastre, inyecta gas en los tanques y va, sin tripulación, hacia la superficie.
—¿Por qué se hace eso?
—Si ocurriera un desastre aquí abajo, si algo nos sucediese a todos nosotros, por ejemplo, entonces el submarino emergería automáticamente al cabo de doce horas, con todas las cintas acumuladas hasta ese momento. La Armada recuperaría el submarino en la superficie y tendría, por lo menos, un registro parcial de lo que nos sucedió aquí abajo.
—Entiendo. El submarino es nuestra «caja negra».
—Podría llamarlo así. Pero también es la forma de escapar, nuestra única salida de emergencia.
—¿Así que Levy se dirigía al submarino?
—Sí. Y tuvo que haber llegado, porque el submarino aún está allí.
—Transbordó las cintas, apretó el botón de «Retardo» y murió en el camino de regreso.
—Sí.
—¿Cómo murió? —preguntó Harry, mirando fijamente a Barnes.
—No estamos seguros —contestó el capitán.
—Todo su cuerpo fue aplastado —explicó Norman—. Era como una esponja.
—Hace una hora —le dijo Harry a Barnes—, usted ordenó que los sensores de DSPE se volvieran a cero y se ajustaran. ¿A qué se debió eso?
—En la hora anterior habíamos tenido una lectura extraña.
—¿Qué clase de lectura?
—Indicaba que había algo ahí afuera. Algo muy grande.
—Pero no activó las alarmas —le recordó Harry.
—No. Ese objeto trascendía los parámetros según los cuales se fijaron las alarmas.
—¿Quiere decir que era demasiado grande como para activar las alarmas?
—Sí. Después de la primera falsa alarma todas las calibraciones se hicieron según parámetros menores. Las alarmas fueron ajustadas para que pasen por alto cualquier cosa de ese tamaño. Ésa es la razón de que Tina tuviera que reajustar las calibraciones.
—¿Y qué es lo que hizo que las alarmas se activaran precisamente cuando Beth y Norman estaban allí afuera? —preguntó Harry.
—¿Tina? —dijo Barnes.
—No sé lo que fue. Alguna clase de animal, supongo. Silencioso... y muy grande.
—¿Cómo de grande?
Tina meneó la cabeza y dijo:
—Sobre la base de la huella electrónica, doctor Adams, diría que ese animal..., o ese objeto, era casi tan grande como este habitáculo.
Beth deslizó uno de los redondos huevos blancos sobre la platina del microscopio.
—Bueno —dijo mientras observaba por el ocular—, no hay duda de que se trata de un invertebrado marino. Lo interesante es este recubrimiento mucoso.
Lo sondeó con unos fórceps.
—¿Qué es? —preguntó Norman.
—Alguna especie de material de naturaleza proteínica. Pegajoso.
—No. Lo que quiero saber es de qué es el huevo.
—Todavía no lo sé.
Beth continuó con su examen, pero en ese momento sonó la alarma y las luces rojas volvieron a destellar. Norman sintió un pavor súbito.
—Probablemente sea otra falsa alarma —conjeturó Beth.
—Atención todo el personal —dijo Barnes por el intercomunicador—. Todos a sus puestos de combate.
—¡Oh, mierda! —exclamó Beth.
La zoóloga se deslizó airosamente por la escalera, como si se tratara del poste por el que bajan los bomberos; Norman la siguió con torpeza, bajando de espaldas. En la sección de Comunicaciones, en el Cilindro D, Norman se encontró con una escena familiar: todo el mundo apiñado alrededor del ordenador y, una vez más, los paneles posteriores habían sido separados. Las luces todavía destellaban y la alarma seguía atronando.
—¿Qué sucede? —gritó Norman.
—¡Falla el equipo!
—¿Qué es lo que falla del equipo?
—¡No podemos apagar la maldita alarma! —chilló Barnes—. ¡Se encendió, pero no la podemos apagar! Fletcher...
—¡Trabajando en eso, señor!
La corpulenta ingeniera estaba en cuclillas, detrás de la computadora. Norman vio la ancha curva de la espalda de la mujer.
—¡Haga que se apague esa condenada cosa!
—¡Estoy intentándolo, señor!
—¡Haga que se calle! ¡No puedo oír!
«¿Qué quiere oír?», se preguntó Norman y, en ese instante, Harry entró en la sala, dio un tropezón y chocó con Norman.
—¡Jesús...!
—¡Es una emergencia! —vociferaba Barnes—. ¡Esta vez es una emergencia! ¡Marinera Chan! ¡Sonar!
Tina estaba al lado de Barnes, serena como siempre, ajustando cuadrantes en monitores laterales. Se puso unos auriculares.
En la pantalla del vídeo, Norman veía la esfera: estaba cerrada.
Beth fue hacia una de las portillas y miró de cerca el material blanco que la bloqueaba. Bajo las parpadeantes luces rojas, Barnes giraba como un loco, gritando y maldiciendo en todas direcciones.
Y entonces, de repente, la alarma se detuvo y las luces rojas dejaron de destellar. Todo quedó en silencio. Fletcher se enderezó y suspiró.
—Creí que usted lo había arreglado... —empezó a decir Harry.
—Chissst...
Oyeron el suave y reiterativo sonido de las pulsaciones del sonar. Tina ahuecó las manos sobre los auriculares y frunció el entrecejo, concentrada.
Nadie se movió ni habló. Estaban de pie, tensos, escuchando los sonidos de rebote del sonar.
Barnes les dijo en tono quedo:
—Hace unos minutos nos llegó una señal. Desde el exterior. Algo muy grande.
—No lo recibo ahora, señor —informó Tina.
—Pasar a pasivo.
—A la orden, señor. Pasando a pasivo.
El ruido del sonar cesó. En su lugar se oyó un leve siseo. Tina ajustó el volumen del altavoz.
—¿Hidrófonos? —preguntó Harry en voz baja.
Barnes asintió con la cabeza:
—Transductores polares de vidrio. Los mejores del mundo.
Todos se esforzaban por escuchar, pero nada oían, salvo el siseo carente de diferenciación, que a Norman le parecía el ruido de arrastre de una cinta magnetofónica, acompañado por un ocasional gorgoteo de agua. Si no hubiera estado tan tenso, el sonido le habría resultado irritante.
—El bastardo es astuto: se las arregló para cegarnos, cubriendo todas nuestras portillas con esa pasta pegajosa —comentó Barnes.
—No es una pasta pegajosa —dijo Beth—. Son huevos.
—Lo que sea ha cubierto cada una de las malditas portillas del habitáculo.
El siseo continuaba, sin modificaciones. Tina hacía girar los mandos del hidrófono. Se oía un suave crujido continuo, como el que produce el celofán al arrugarlo.
—¿Qué es eso? —preguntó Ted.
—Peces. Comiendo —respondió Beth.
Barnes asintió con la cabeza; Tina movió la aguja del dial.
—Sintonizando exterior.
Una vez más oyeron el monótono siseo. La tensión del ambiente disminuyó. Norman se sintió cansado y tomó asiento. Harry se sentó a su lado. Norman se percató de que Harry parecía estar más meditabundo que preocupado. Al otro lado de la sala, de pie junto a la puerta de la esclusa, se hallaba Ted. Se mordía el labio y tenía el aspecto de un niño asustado.
Hubo un suave «bip» electrónico, y las líneas que salían en las pantallas de plasma gaseoso dieron un salto.
—Tengo un positivo en los términos periféricos —dijo Tina.
Barnes corroboró con un movimiento de cabeza.
—¿Dirección?
—Este. Acercándose.
Oyeron un
¡clanc!
metálico. Después, otro.
—¿Qué es eso?
—La parrilla. Está golpeando la parrilla.
—¿Golpeándola? Por el ruido parece que la está destrozando. Norman recordó que la parrilla estaba hecha con tubos de siete centímetros y medio.
—¿Un pez grande? ¿Un tiburón? —aventuró Beth.
Barnes negó con la cabeza.
—No se mueve como un tiburón. Y es demasiado grande.
—Térmicos positivos en el parámetro de entrada directa al ordenador —informó Tina.
—Pasar a activo —ordenó Barnes.
En la sala retumbó el
¡Pong!
del sonar.
—Dar imagen del blanco.
—SAF sobre blanco, señor.
Se produjo una rápida sucesión de sonidos del sonar:
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
Después hubo una pausa, y luego otra vez:
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
Norman estaba perplejo. Alice Fletcher se inclinó y le susurró:
—El sonar de abertura falsa produce una imagen detallada a partir de la información que envían emisores del exterior. Eso permite echarle un vistazo al objeto.
Norman sintió olor a licor en el aliento de Alice y pensó: «¿De dónde habrá sacado el licor?»
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
—Formando imagen. Ochenta metros.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
—Hay imagen.
Se volvieron hacia las pantallas y Norman vio una mancha amorfa, con rayas, que no significaba mucho para él.
—¡Jesús! —exclamó Barnes—. ¡Miren el tamaño que tiene!
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
—Setenta metros.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
Apareció otra imagen. Ahora la mancha tenía una forma diferente, con las rayas en otra dirección. Los bordes se hallaban más definidos, pero aquello seguía sin significar nada para Norman. Una mancha grande con rayas...
—¡Jesús! ¡Debe de tener nueve, doce metros de ancho!
—No hay pez en el mundo que posea ese tamaño —dijo Beth. —¿Una ballena?
—No es una ballena.
Norman vio que Harry estaba sudando: el matemático se quitó las gafas y las secó en su mono. Después volvió a ponérselas y las empujó hacia arriba para colocarlas en el puente de la nariz, pero volvieron a deslizarse hacia abajo. Harry lanzó una mirada a Norman y se encogió de hombros.
—Cuarenta y cinco metros, y acercándose —informó Tina.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
—Veintisiete metros.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
—Veintisiete metros.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
—Conservando posición a veintisiete metros, señor.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
—Sigue conservando posición.
—Apagar activo.
Una vez más oyeron el siseo de los hidrófonos. Después, un claro chasquido. A Norman le ardían los ojos porque en ellos había entrado sudor. Se secó la frente con la manga del mono. Los demás también transpiraban. La tensión era insoportable. Norman volvió a echar un vistazo al monitor del vídeo: la esfera seguía cerrada.
Se oyó el siseo de los hidrófonos, y luego un suave sonido de fricción, como el que produce una bolsa pesada al ser arrastrada por un suelo de madera. Después, volvió el siseo.
—¿Quiere que lo vuelva a poner en imagen? —susurró Tina.
—No —contestó Barnes.
Escucharon: más sonido de fricción. Un instante de silencio, seguido por un gorgoteo de agua, muy intenso, muy cercano.
—¡Dios mío! —susurró Barnes—. Está ahí afuera.
Hubo un golpazo sordo contra el costado del habitáculo.
La pantalla se encendió:
ESTOY AQUÍ.
El primer choque llegó de forma súbita e hizo que todos perdieran el equilibrio, se desplomaran y rodaran por el suelo. En derredor de ellos, todo el habitáculo crujía y los sonidos eran de una intensidad aterradora. A tientas, Norman se puso en pie, y vio que Alice Fletcher tenía la frente ensangrentada. En ese momento se produjo el segundo choque. Norman fue arrojado de costado contra el mamparo. Cuando su cabeza tropezó con él, produjo un sonido metálico. Sintió un dolor agudo, y entonces Barnes aterrizó sobre su cuerpo, gruñendo y maldiciendo. Cuando el psicólogo pugnaba por ponerse en pie, Barnes se dio impulso apoyándole la mano sobre la cara; Norman se volvió a deslizar hasta el suelo y un monitor de televisión se estrelló a su lado despidiendo chispas.
En esos momentos todo el habitáculo se estremecía como un edificio durante un terremoto y los tripulantes se agarraban a consolas, paneles y marcos de puertas, en su intento por mantener el equilibrio. Pero era el ruido lo que a Norman le resultaba más aterrador: la increíble intensidad de los crujidos del metal cuando los cilindros se movían, a pesar de estar amarrados.
El extra-terrestre estaba sacudiendo todo el habitáculo.
Barnes se encontraba en el extremo opuesto de la cabina, tratando de llegar hasta la puerta del mamparo. A lo largo de uno de los brazos tenía una gran herida que sangraba. Daba órdenes a gritos, pero Norman no podía oír otra cosa que no fuera el pavoroso sonido del metal. Vio que Alice Fletcher se abría paso a través del mamparo; después, lo hizo Tina, y luego Barnes logró forzar su entrada, dejando impresa sobre el metal la sanguinolenta huella de su mano.