Por primera vez estaba contemplando al capitán sin disimulos y por primera vez, también, descubrió que era un hombre atractivo. Repasó sus facciones y le agradaron. Comprobó que tenía unos brillantes ojos negros, un corte de cara anguloso, una barbilla fuerte y unos labios bien formados debajo de aquel bigote bien recortado. Podía tener el aspecto de un campesino acostumbrado a trabajar al sol o de un aventurero curtido en largos viajes; o de ambas cosas a la vez. Sus modales no parecían los de un militar, sino los de un maestro; y el porte, en general, el de un caballero acostumbrado a realizar peligrosas hazañas de caza o de duelo.
El capitán se dejaba observar sin imaginar que estaba siendo sometido a tan riguroso examen porque tenía los sentidos concentrados en el del tacto, que realizaba una exhaustiva exploración de los territorios ignotos del interior de la bolsa. Y cuando pasados unos segundos la dio por concluida, sin éxito, abandonó la búsqueda y volvió a guardar el libro en la bolsa.
La dejó sobre la mesa.
—Nada —dijo, apesadumbrado—. No hay nada.
—¿Ni un doble forro?
—No.
Entonces fue cuando ella lo vio. El correaje del que pendía la cartera estaba más abultado por un extremo que por el otro. Acercó sus dedos, examinó la costura al tacto, acarició aquel extremo de la doble cinta de cuero cosida y descubrió que contenía algo en su interior.
—Está aquí —dijo.
—¿Qué? —El capitán siguió con los ojos la dirección en que ella miraba.
—Que aquí dentro hay algo. Comprobadlo vos mismo.
Zamorano palpó la cinta y advirtió que, en efecto, algo abombaba el escondrijo, delatándose por su mayor volumen. Pero la verificación no le impulsó a celebrarlo, sino a contenerse aún más.
—Tienes razón. Aquí hay algo. Pero está resguardado bajo sólidas puntadas y no me considero autorizado a desvelar el contenido. De todos modos este descubrimiento me tranquiliza: estaba confundido con el maldito
Fuenteovejuna
y ya pensaba que me estaba volviendo loco. Ahora sé que mi misión es entregar esta bolsa porque contiene algo que debe de ser importante, aunque ignore de qué se trata.
—Pero… ¡No me lo puedo creer! —se escandalizó Teresa—. ¿De verdad no vais a hacer nada? Pensad que…
—Ya está pensado, Teresa. Y ahora vamos a descansar. Mañana será una larga jornada.
Ella no supo qué más añadir. Apartó los ojos del capitán, que volvía a colocar la bolsa a su costado, y se encogió de hombros. Pero luego decidió observarlo una vez más. Era guapo aquel militar. Se descubrió a sí misma poniendo los ojos en aquel rostro de pedernal que se mostraba firme en sus decisiones. Y mientras lo contemplaba reconoció en aquel hombre a alguien que le atraía, a pesar de las dramáticas circunstancias por las que estaba pasando su ánimo. Pero hubo algo más que le excitó: no estaba acostumbrada a pasar inadvertida para los hombres y Zamorano, desde que estaban juntos, se había mostrado tan indiferente que aquel desdén le resultó, de pronto, un desafío. ¿Cómo era posible que no hubiese reparado ni por un instante en ella? Porque de haberlo hecho con interés, lo hubiese leído en sus ojos. Las mujeres saben descifrar de inmediato un gesto, un deseo oculto, una mirada intencionada. Pero el capitán parecía no haberse dado cuenta de que era una mujer; o acaso fuese algo peor: que no le agradaba. Lo primero era imposible, pensó; y lo segundo demasiado doloroso para una mujer como ella.
Sin darse cuenta, de repente, se sintió herida. Y se encontró ante un reto que estaba dispuesta a afrontar. Por eso, mientras subían las escaleras, camino de sus aposentos, no tuvo empacho en decir:
—A buen seguro que encontraremos heladas las habitaciones. Mucho me temo que en esta posada no hacen dispendio en calefacciones.
—Veremos —se limitó a responder Zamorano.
—Si os sobrase alguna manta, capitán… —insistió ella—. Soy friolera…
—Descuida.
Arriba ya, se despidieron para entrar cada cual en su cuarto. Pero antes de entrar, todavía Teresa se volvió para decirle:
—Supongo que un hombre casado, como vos, no se olvidará de rezar por su familia.
—No soy casado, mujer —respondió Zamorano—. Si acaso, rezaré por todos nosotros.
Teresa sonrió. Y, volviendo la cabeza provocadora, se introdujo en su estancia y cerró la puerta. Zamorano quedó pensativo, intentando descifrar aquella sonrisa, pero pronto negó con la cabeza y se adentró en su habitación. Pero no había terminado aún de desvestirse cuando unos golpes leves sonaron en su puerta.
El capitán desnudó el sable y preguntó:
—¿Quién llama?
—Soy yo —la voz de Teresa sonó queda, como un susurro.
Zamorano abrió y la vio allí, en camisa de dormir, con el pelo suelto y los ojos fingiendo pesadumbre.
—¿Os habéis olvidado de mi manta, capitán?
—No, no… —se excusó y señaló el lecho—. Pero no creo disponer de otra que la que está sobre la cama…
—¡Qué fastidio! —Teresa aparentó mayor desconsuelo aún—. Si supierais qué fría está mi estancia…
Zamorano observó la aflicción de aquel rostro entristecido y no supo qué pensar. No creía haber dado ningún motivo para provocar aquella situación, ni mucho menos estaba acostumbrado a verse obligado a dudar sobre las intenciones de una mujer. Por lo general, no tenía demasiado éxito con ellas y por timidez jamás se había atrevido a imaginar que podía ser del agrado de alguna: en todo caso siempre se sorprendió al conocer por boca de otros que resultaba simpático a alguna dama. Ahora también descartó ser del agrado de Teresa, por lo que aquella persistencia se volvió incomprensible. No obstante, tanta era la ternura en la mirada de Teresa que, azorado, se atrevió a balbucir:
—No sé… Si no fueras una dama, te ofrecería compartir mi lecho, pero nunca me atrevería a…
—¿De veras? —Teresa lo miró con un agradecimiento infinito.
—Desde luego —respondió todavía más desconcertado.
A la temblorosa luz del candil que permaneció encendido toda la noche, Teresa y Manuel Zamorano pernoctaron bajo las mismas sábanas, hablando poco y disimulando su embarazo cuando oyeron ruidos exagerados en la habitación de Sartenes, colindante con la suya, que al fin parecía haber hallado compañía para su solaz.
Y besándose en la medianoche cuando ni la luna era testigo de que no habían podido evitar el pecado.
Hasta que se durmieron plácidamente al calor de unos cuerpos que no echaron a faltar la escasez de mantas estampadas con los colores de la excusa.
Al amanecer, cuando despertó Zamorano, Teresa ya no estaba a su lado. Y la bolsa había desaparecido con ella. Al descubrir el engaño, un profundo sentimiento de indignación se mezcló con la rabia que le produjo comprobar su ingenuidad. El capitán despertó a voces a Sartenes, entró enajenado en su cuarto con la furia de un don Quijote a las aspas de los molinos y juntos corrieron al establo, en busca del caballo de Teresa. Pero, tal y como imaginaban, tampoco estaba allí.
En el patio quedaban huellas recientes de la huida, pero empezaba a llover y pronto las borraría el agua. El capitán maldijo a viva voz antes de escupir al suelo enrabietado.
—Dejadla marchar, capitán —intentó calmarle Sartenes.
—¡Se ha llevado la bolsa!
—¿Eh? —exclamó, ahora igualmente irritado—. ¡Será zorra! ¡Sigámosla entonces, no puede andar muy lejos!
—Muy lejos, no —replicó el capitán, pensativo—. Pero daría lo mismo si volase… Sé adónde va.
—¿A dónde?
—A Móstoles.
El resto de la jornada no fue sino una búsqueda infructuosa. Por momentos pareció que la tenían a su alcance, para poco después volver a perder el rastro. Era fácil adivinar la dirección que seguía la amazona, pero imposible acertar con los diferentes caminos que recorría, cambiando continuamente de ruta para tomar atajos, rodear escollos, vadear ríos o esquivar poblaciones, sin atravesarlas. Zamorano y Sartenes, antes de terminar la jornada, se encontraron extenuados y sin ánimo para seguir con la búsqueda, y además los caballos estaban sudorosos y con el corazón a punto de estallar. Sabían que, de continuar la marcha, los reventarían. Así es que el capitán, desconsolado y exhausto, desmontó junto al remanso de un río y se dejó caer al suelo, apoyando la espalda contra el tronco de un árbol.
—No le daremos alcance —resopló—. Conoce mejor que nosotros la región.
—Me parece que estáis en lo cierto —Sartenes jadeó.
—Además —añadió Zamorano—, puede que ya esté junto a una partida de guerra y habrá descubierto el contenido de la bolsa. Si es de interés, lo conservará para ella; y si no lo es, lo destruirá. Creo que mi misión ha acabado aquí.
El capitán se recostó en el árbol y cerró los ojos. Sartenes, después de descansar un poco, fue a las alforjas y extrajo algo para comer. Le ofreció al capitán, que no quiso probar bocado, y él comió despacio, contemplando las olas minúsculas que el río formaba en aquel recodo, infatigables como las manos femeninas que amasan la harina para fabricar el pan.
La noche les sorprendió a los dos dormidos. Y cuando el frío se metió en sus huesos dolorosamente, se despertaron para continuar viaje. El cielo estaba casi despejado, las estrellas se amontonaban en las ramas blanquecinas de nubes como racimos de uvas en los primeros días de septiembre y la luna en cuarto creciente llenaba de claroscuros el paisaje, creando figuras de algodón que se movían al compás de los confusos e irreconocibles ruidos del bosque.
—¿A dónde vamos, capitán? —quiso saber Sartenes, desperezándose.
—A Cáceres, Sartenes, a Cáceres —suspiró Zamorano—. Debo comparecer en mi Regimiento y dar cuenta del fracaso de esta misión. Pero tú no tienes por qué acompañarme.
—¿Cómo que no? Toda mi vida he deseado conocer esa ciudad. No pensaba en otra cosa en la cárcel. Me decía: «En cuanto salgas de aquí, Sartenes, vas a ir a Cáceres. En cuanto salgas de aquí…». Y ahora, que después de toda una vida haciendo tales planes tengo esa oportunidad, como vos comprenderéis no voy a…
—Pero, ¿callarás alguna vez, charlatán? —Mudo, capitán. Llegarás a preguntarte si acaso he enfermado y me he quedado mudo…
Las mejores unidades del ejército francés arropadas por la caballería polaca, que pasaba por ser la mejor preparada del mundo, cruzaron la frontera española aquel día gris de noviembre que no se atrevió a echarse a llover. Al frente, Napoleón; y a su espalda unas tropas sólo comparables a las de Julio César, bien alimentadas y aseadas, que disfrutaban con la idea de viajar al sur para encontrarse con un clima más cálido y con unas mujeres cuya fama hablaba de que sabían, con creces, hacer justicia a ese clima.
Antes de cruzar la frontera, cuando ya se divisaban las tierras de España, Napoleón ordenó detener la marcha durante unos momentos. Abandonó su carruaje tirado por cuatro yeguas negras, pidió que acercaran a
Monsieur
, uno de sus más imponentes caballos blancos, y de un solo impulso se subió a la silla y se puso al frente de las huestes invasoras. Miró hacia atrás, respiró hondo y sonrió satisfecho: encabezaba un ejército de doscientos cincuenta mil hombres, la mayoría de ellos veteranos de la
Granel Armée
, con unidades a pie, a caballo y de artillería. Un ejército invencible, pensó en esos instantes. Y con esa convicción indicó a su ayudante de campo que se aproximara.
—Que todos los oficiales ordenen que se marche en formación, cantando.
—¿Con qué himno, señor? —preguntó el edecán.
—Con
La Marsellesa
.
—¿
La Marsellesa
, señor? —se extrañó el ayudante.
—¡Ya me ha oído, coronel! —Su mirada fue brusca, como su voz. Y añadió, como si necesitara justificarse—: Ordené que se cantara al inicio de la campaña de Italia hace ocho años… ¿Hay motivo para que alguien pueda sorprenderse ahora? ¡Comuníquelo, coronel!
—¡A sus órdenes, señor! ¡Informaré de inmediato a los generales!
Cuando el Emperador mandó reunir en Bayona a lo más experimentado de sus ejércitos para marchar sobre España, pocos imaginaron que pudiese importarle tanto ese país del sur. Por pura estrategia, era comprensible que resultase un peligro el afianzamiento de algunas tropas inglesas en la península Ibérica; pero también se sabía que los generales franceses estaban derrotando al ejército de Blake en Espinosa de los Monteros y a los hombres del general Castaños en Tudela. Por tanto, no parecía preocupante la situación. Y aunque también era cierto que el general Dupont había sufrido una importante derrota en Bailén el 19 de julio, y que el sitio a la ciudad de Zaragoza, defendida por el general Palafox, había tenido que ser levantado por el general Verdier el 14 de agosto, después de dos meses de intentar en vano conquistar la ciudad, no había por qué considerar estos reveses como algo distinto a meras anécdotas en el transcurso de una gran campaña. Las victorias eran naturales, pensó Napoleón; sin embargo, esas derrotas no sólo le ofendían: le humillaban.
Aunque también fuese cierto que en aquellos momentos Austria le preocupaba más y llegar a un acuerdo con el Zar de Rusia para asegurar el frente del Este le ocupaba todo su tiempo. O así parecía demostrarlo el Emperador.
Pero, por otra parte, España…
Con lo que no contaban sus generales, ni siquiera sus colaboradores más cercanos, era con que esas pequeñas derrotas, incluida la sufrida por las tropas de Junot en Lisboa a manos de sir Arthur Wellesley, causaran la menor inquietud al emperador francés, seguro de que podría aplastar España con solo levantar el puño. No contaban con ello y por eso se sorprendieron del despliegue propuesto por Napoleón, uno de los mayores de la guerra.
Y es que no comprendieron que lo que de verdad le agrió el estómago a Napoleón y le llenó de indignación fue conocer que su hermano, el rey José, había tenido que abandonar Madrid apresuradamente, por temor a un peligro cierto para su vida. Una indignación que nadie descubrió ni él consintió que se desvelase, pero que le había impedido dormir bien los últimos días, mucho menos por la insolencia española que por la pusilanimidad de su hermano, por su cobardía, de quien en esos momentos llegó a dudar si merecía el reinado que le había comprado al viejo rey don Carlos.
—Ya me ha oído, coronel: con
La Marsellesa
—repitió.
El ayudante de campo pasó la orden con la celeridad de un cocinero repartiendo el rancho. Imaginaba la sorpresa que iba a causar en los oficiales cantar un himno prohibido por el propio Napoleón, pero todos ellos aceptarían sin dudar las razones ocultas del Emperador para ordenar un canto cuyo mero tarareo en el seno del ejército se castigaba severamente. Aquella decisión imperial sólo podía interpretarse como un reconocimiento especial: el que pretendía dar Napoleón al hecho de la invasión, de igual modo que hizo años atrás al entrar en Italia.