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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (14 page)

Napoleón miró imperturbable al frente y con un suave gesto de la mano dio inicio a la marcha. Y, ciertamente, creyó vivir un momento solemne que le humedeció los ojos; por eso adoptó un rictus apropiado, erguido en su montura, con la cabeza alta y la nariz apuntando al sur.

Mientras de su espíritu se enseñoreaban otros pensamientos que nadie pudo leer.

Allons enfants de la Patrie

le jour de gloire est arrivé.

Contre nous de la tyrannie

l'étendard sanglant est levé,

Vetendard sanglant est levé.

Entendez vous dans les campagnes

Mugir ces féroces soldats ?

Ils viennent jusque dans vos bras,

Égorger vos fils, vos compagnes.

Aux armes citoyens!

Formez vos bataillons! Marchons,

marchons! Qu'un sang impur

abreuve nos sillons!

Su hermano José Bonaparte le había informado de que su llegada a Madrid se había producido sin incidentes. Es más: que la aristocracia española, los más sobresalientes miembros del clero y buena parte del ejército le habían recibido como un rey legítimo y, en consecuencia, rendido muestras de lealtad y pleitesía. El pueblo madrileño había sufrido graves pérdidas y respiraba por las heridas del odio, pero eso era algo que, en realidad, carecía de importancia. Los pueblos, se dijo entonces, pagan tributos en oro y en sangre, y ese es su único deber. Para lo demás no cuentan. Y el hecho de que algunas autoridades locales se hubiesen alzado en armas y puesto al frente de la resistencia interior no podía interpretarse sino como una prueba del bandidaje más execrable, una acción intolerable de los amantes del terror a quienes la ley castigaría con el máximo rigor. Así se anunció aquel 20 de julio, cuando José Bonaparte llegó al Palacio Real, y así iba a ser con la entrada de su hermano Napoleón en Madrid.

Que veut cette horde d'esclaves,

de traîtres, de rois conjurés?

Pour qui ces ignobles entraves,

ces fers dès longtemps préparés?

ces fers dès longtemps préparés?

Français! Pour nous, ah! Quel outrage!

Quels transports il doit exciter!

C'est nous qu'on ose méditer

de rendre à l'antique esclavage!

Aux armes, citoyens…

Porque Madrid era una ciudad sin una verdadera defensa militar. Las tropas de Murat eran escasas, las de Dupont estaban enfrentándose a las españolas en Bailén y, a esas alturas, diecinueve mil soldados franceses habían caído ya prisioneros en manos de los rebeldes españoles. El rey José, a pesar de las buenas palabras de acogida de la autoridad española en Madrid, por convicción, o acaso a consecuencia de las conveniencias o del cinismo, se asustó como un crío en una noche oscura de tormenta y abandonó la capital el día 28, camino de Vitoria, apenas una semana después de su llegada. Nadie le daba seguridades de inmunidad y el nuevo rey, que desconocía absolutamente todos los mecanismos de defensa del Palacio y del reino, se sintió solo y perdido; y se acobardó. Aunque hubiese pretendido firmeza, no tenía bastón alguno en el que apoyarse.

Pero aquella huida, aquella actitud débil causó una enorme irritación en Napoleón y fue entonces cuando decidió echarse sobre España. No sólo a recobrar un país, sino sobre todo a rehabilitar la dignidad familiar puesta en solfa por su hermano.

Estaba claro que José era un cobarde; pero también aprendió Napoleón que el pueblo de Madrid era rebelde y, aunque sus autoridades se sometieran desde el primer momento al cambio de dinastía en la Corona, los vecinos no estaban dispuestos a aceptarlo de buena gana. Todo lo contrario. Así es que necesitaban una lección que no olvidarían. Quinientos muertos no habían sido suficientes. Pues bien, habría muchos más.

Quoi! des cohortes étrangères

feraient la loi dans nos foyers!

Quoi! ces phalanges mercenaires

Terrasseraient nos fiers guerriers.

Terrasseraient nos fiers guerriers.

Grand Dieu! par des mains enchaînées

nos fronts sous le joug se ploieraient!

De vils despotes deviendraient,

les maîtres de nos destinées!

Aux armes, citoyens…

Y ahora, en el preciso momento de pisar suelo español, cuando no cambiaba el aire ni el cielo, el color de la tierra ni el verdor de los árboles, ni siquiera el rostro de los campesinos que contemplaban con curiosidad o desdén el avance de las tropas imperiales, Napoleón pensó que iba a mostrar todo su poder para acabar con ese orgullo absurdo, con esa recua de católicos insolentes que habían osado ridiculizar a su familia. En seis días saquearía la ciudad de Burgos y en dos semanas entraría en las calles de Madrid para reponer al buenazo de José en el trono. Después, sin piedad ni miramientos, se encargaría personalmente de aniquilar los ejércitos españoles y de arrasar, uno a uno, cuantos focos de resistencia se interpusiesen en su camino.

Amour sacré de la Patrie

conduis, soutiens nos bras vengeurs!

Liberté, Liberté chérie!

Combats avec tes défenseurs.

Combats avec tes défenseurs.

Sous nos drapeaux, que la Victoire

accoure à tes mâles accents,

que tes ennemis expirants

voient ton triomphe et notre gloire!

Aux armes, citoyens…!

El sentimiento de venganza fue el más intenso de cuantos abrigó al cruzar la frontera y al pisar un país ajeno que ya consideraba propio. Un país de ignorantes y desarrapados que tendría que pensar como él, que habría de renunciar a sí mismo y aceptar las razones de la fuerza, como debía ser. El era portador de la libertad, de los ideales de la República y del saber. La Historia le había llamado para dominar el mundo y él, Napoleón, no iba a contradecirla.

Y, en definitiva, quien no lo aceptase así, sería reo de bandidaje, culpable de aterrorizar al mundo y exterminado, sin consideración alguna. Actuaba en nombre de una cultura superior y aquellas fuerzas que lo escoltaban, doscientos cincuenta mil hombres bien armados, demostraban que era así.

El Emperador no detuvo su marcha al entrar en España y pisar aquel suelo nuevo para él. Se limitó a mandar llamar a su ayudante de campo y a comunicarle sus órdenes:

—Está bien ya. Silencio en la tropa.

—¿Acaban la estrofa, señor?

—Que acaben y luego se ordene acampar. Convoque reunión de oficiales para dentro de media hora en mi tienda.

—A sus órdenes —se cuadró el edecán y corrió a difundir lo mandado.

Aux armes citoyens!

Formez vos bataillons!

Marchons, marchons!

qu'un sang impur

abreuve nos sillons!

Aquella noche Napoleón durmió más preocupado por la actitud que tomaría el zar de Rusia después de lo acordado en la ciudad de Erfurt, con respecto a la estabilidad del frente Este, que por lo que se refería al país que acababa de invadir. Al fin y al cabo, pensó, una partida de muertos de hambre no iba a quitarle el sueño, por mucho que los ingleses hubieran decidido prestarles su apoyo creyendo ingenuamente que, una vez que él dominase el mundo, después quedaría en España algo que rebañar.

2

En las estribaciones de Villamir, a las afueras de Burgos, la noche era fría y oscura, dibujada a carboncillo con la desidia desvaída de un boceto estremecedor. Las abundantes tropas del general Belveder, llegadas desde Cáceres como parte del ejército de Extremadura, se habían ido desplegando en torno a la ciudad en posiciones estratégicas, alrededor de las pequeñas poblaciones sin nombre que desconocían el drama que se avecinaba. Una especie de mal augurio, un anuncio de tragedia, el miedo en fin, había cerrado las contraventanas y escondido a las mujeres y a los niños en los últimos rincones de las casas de barro y piedra; pero ese presagio luctuoso, también, había animado a los hombres de todas las edades a ofrecerse voluntarios para colaborar con los cuerpos de ejército. Los oficiales habían recomendado a los civiles volver a sus casas con el pretexto de no necesitar por el momento su ayuda, pero ellos, tercos y serios como castellanos de luto, se negaron a hacerlo. Y, uno tras otro, espontáneamente, como si se hubiesen sentido llamados a una cruzada sagrada, se habían agrupado por su cuenta para ocupar la retaguardia y recargar las armas, socorrer a los heridos y ofrecer su camisa limpia al invasor para que la ensangrentase.

Los franceses habían ido ocupando una inmensa superficie a las afueras de Burgos, en tierras del Gamonal, preparándose para tomar la ciudad al asalto al amanecer. Su campamento gigantesco, iluminado por antorchas y velones, era mayor que la extensión de la propia ciudad de Burgos y el general Belveder, sobrecogido ante semejante visión, rebuscó con sus oficiales el modo de resistir el maremoto en llamas que se les iba a echar encima en cuanto se encendiesen los claros de la alborada y se iniciase el bramido de las trompetas de guerra.

Mientras la noche crecía, alimentándose de temores y arengas innecesarias, el regimiento a las órdenes del teniente coronel Díaz Porlier se había encargado de ocupar las posiciones más al sur, sin medir el peligro, impaciente por entrar en combate. Las noticias de la inminente llegada de Napoleón a Burgos habían sido recibidas con gran preocupación en los jefes y una algarabía desmedida entre la soldadesca, deseosa de dar al francés una lección que no olvidaría: si el verdadero valor consistía en saber sufrir, todos eran valientes; pero aquellos hombres parecían haber olvidado que un precipicio jamás se puede cruzar de dos saltos.

La noche era extremadamente fría aquel 9 de noviembre de 1808; pero bajo el raso cuajado de estrellas, sin un techado de nubes para suavizar el aire polar que llovía sobre el campamento, dejando caer un manto de nieve invisible, los hombres de Porlier velaban en torno a las hogueras mientras limpiaban el fusil, rezaban al infinito o conversaban a media voz, como si temiesen despertar al enemigo o como si desearan hacerlo.

El capitán Manuel Zamorano permanecía tendido sobre una manta dentro de su tienda, con la cabeza apoyada en las manos, entrelazadas en la nuca. Miraba el cielo sin contar estrellas, sólo recordando unos ojos de mujer que la lejanía no empañaba ni los espantaba la víspera de una batalla. Sartenes, a su lado, masticaba despacio minúsculas hebras de ave que arrancaba con paciencia de un muslo grasiento que ya parecía sólo hueso, desde hacía rato. Pero aquella cuidadosa limpieza de la osamenta no la practicaba para saciar un hambre que no tenía sino para distraer un tiempo empeñado en eternizarse. La oscuridad lo ocupaba todo aquella noche; y el silencio agudizaba los temores que albergaban unos corazones que guardarían silencio aunque los torturasen. Sólo el crepitar de algunos leños, agonizando en la medianoche a la puerta de la tienda de campaña, reconciliaba de vez en cuando la espera con la soledad.

—¿En qué piensa, capitán? —Sartenes no se volvió; siguió buscando resquicios blandos en el hueso del ave para arañar con los dientes.

Zamorano se sobresaltó y se descubrió, de pronto, observando temeroso a su asistente, como si hubiese sido descubierto en pecado. Y de inmediato el sonido de aquella voz le hizo darse cuenta de que, a pesar de lo dicharachero que era, aquella noche Sartenes estaba inusualmente silencioso.

—Pensaba en ella… —suspiró.

—Me lo figuraba… —Sartenes arrojó por fin el hueso afuera, a la fogata, y se volvió hacia Zamorano—. Yo tampoco me la puedo quitar de la cabeza. Nos engañó bien, ¿eh? ¡La condenada!

—Sí. Nos engañó muy bien —el capitán sonrió—. Pero no la culpo. Yo en su lugar…

—¿Ya ha olvidado la reprimenda del teniente coronel? —se extrañó Sartenes, reclinándose hasta apoyarse en el codo—. ¡Menudo rapapolvo! ¡Y encima nos hemos quedado sin saber qué había en la maldita bolsa!

—También he pensado mucho en ello —Zamorano respiró hondo—. Porque estoy seguro de que, aunque nunca lleguemos a saberlo, se trataba de algo importante. Porlier no me lo quiere decir, asegura que no lo sabe, y yo no voy a meter las narices donde nadie me llama. Bastante tenemos con lo que se nos avecina. —El capitán se recostó de lado, disponiéndose para dormir.

—Juro que lo averiguaremos, capitán…

—No jures y haz como yo, Sartenes. Descansa, que al amanecer sonará llamada a combate y el enemigo exigirá de toda nuestra fuerza. Intenta dormir un poco…

—¿Dormir? —Sartenes se indignó—. Pero, ¿cómo voy a dormir si puede que ésta sea la última noche de mi vida? ¡Dormir! Vamos, capitán, no me haga creer que después de seis meses no le conozco. Ni usted ni yo vamos a dormir ni un solo minuto.

—¡Calla ya y duerme!

—Como mande mi capitán.

—Y si te aburres, lustra mis botas y engrasa otra vez la fusilería. Vamos a necesitarla.

La batalla, tan desigual, se inició al mediodía con una salva de cañonazos cuyo estruendo hizo palidecer de espanto a todos los hombres de los ejércitos de Belveder, en cada uno de los regimientos desplegados en un campo preparado para recibir el olor de la muerte. A media tarde no había manera de impedir el avance lento pero inevitable, sin sufrir apenas bajas, del ejército invasor. Y a la una de la madrugada, después de unas pérdidas insostenibles, el general Belveder ordenó iniciar la retirada para establecer las defensas en puestos más retrasados y mejor escogidos. El teniente coronel Díaz Porlier, acompañado por el capitán Zamorano y los demás oficiales, decidió entonces pasar a la acción y, desde las estribaciones de Villamir, estableció una línea de defensa en una franja de apenas trescientos metros, resistiendo las embestidas francesas hasta que las bajas superaron los cuatrocientos hombres.

En ese momento, entre los enjambres de gruesas moscas azules devorando cadáveres recientes y ensombreciendo con su vuelo el campo de batalla, Zamorano dio la alarma:

—¡No podemos aguantar por más tiempo la posición, Juan! ¡Los hombres están agotados!

—¡Refuerza el flanco derecho, Manuel! —gritó Díaz Porlier, entre el estrépito de las granadas francesas estallando por todas partes e incendiando el cielo sobre sus cabezas—. ¡Y dile al sargento Amor que evacúe a los heridos!

—¡No hay heridos, Juan! ¡No hay heridos! —Zamorano se desplazó a lo largo de la línea de defensa, a la carrera, sin temer ser alcanzado por la fusilería del invasor—. ¡Tus hombres no dejan de combatir hasta que mueren!

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