—Bueno, en realidad no se han levantado contra Su Majestad —recalcó el duque—. Se han levantado contra los franceses.
—Sí, sí, lo sé… Pero lo cierto es que se han sublevado y en consecuencia la represión la ha ejercido la autoridad militar, que en Madrid la representan tanto mis ejércitos como los de Francia. Y los madrileños sabían bien contra quién se enfrentaban cuando han osado desenfundar sus dagas y su ira. No me lo niegues, duque. Y ahora, fíjate: quinientos muertos es algo más que una excusa para criticarme y reclamar mi renuncia al trono. Me temo que todo ha sido una conspiración para devolver la corona a mi padre. Piénsalo bien —el rey señaló con un dedo al duque—: dices que desde hacía varios días se habían repartido por Madrid pasquines que predisponían contra la presencia extranjera, calificándola de odiosa, y que, el mismo domingo, se anunció que llegaba el día, precisamente mientras se abucheaba al mismísimo Murat. La conjura está bien tejida, y reconoce que un plato así sólo puede haberse cocinado dentro de las filas de nuestro gobierno; y además desde las esferas más ocultas del poder. ¿Acaso se sabe quién convocó a los madrileños a Palacio ayer lunes por la mañana?
—Fue una manifestación espontánea… La salida del Infante…
—Vamos, duque. No seas ingenuo. Nadie sabía cuándo se llevarían a mi hermano don Francisco de Paula. Ni yo mismo conocía que Napoleón quisiera a la familia real reunida en Francia. Ni para qué.
—Pues así es. La quiere y sus intenciones, me temo…
—Ahora lo sabemos. Pero, en todo caso, lo más importante… —volvió a acariciarse la barbilla el rey—, lo fundamental es saber quién ha sido el cerebro instigador de estos acontecimientos.
—Y hasta dónde llegarán, majestad.
—Y hasta dónde, duque, hasta dónde… —don Fernando guardó silencio unos instantes, mirando al duque de Hoces. Y de pronto pareció decidir que era hombre de confianza y que merecía la confidencia—. Escucha, amigo mío, te voy a confesar algo: yo sabía que esto iba a suceder. En realidad, hace meses que lo sabía. Cuando mi padre firmó el Tratado de Fontainebleau, con ello autorizó que las tropas de Napoleón atravesasen las tierras de España para asegurar el dominio de Portugal; pero con lo que él no contaba era con que se asentaran en Madrid e instalaran allí su Cuartel General. La verdad es que la corona, duque, ha estado secuestrada desde entonces, lo sabes muy bien. Y el único capaz de expulsar a los franceses, sin arriesgar con ello cabezas reales, es el pueblo. Reconócelo: era preciso instigarlo, provocar a las masas, hacer lo necesario para predisponer a mis súbditos contra el extranjero.
—No os entiendo, majestad… —el duque abrió los ojos con exageración—. ¿Acaso lo de ayer…?
—Bueno…, yo mismo lo hablé con Godoy, sí —el rey afirmó con la cabeza, y miró al duque, esperando ver dibujado el gesto de sorpresa que la noticia le tenía que producir. Pero no fue un gesto de sorpresa lo que vio, sino uno más triste, de pesadumbre.
—Se decía por las tabernas de Madrid que Su Majestad había tratado con Godoy, pero yo nunca quise creerlo… —el duque bajó la cabeza.
—¿Y por qué no debía hablar con él? —don Fernando se encogió de hombros—. Nunca fue de mi agrado, lo sabes bien, pero reconoce que en todo el reino es quien más sabe de asuntos de Estado.
—Tal vez…
—Aunque también sea verdad que el muy canalla se negó a colaborar en esto. Dijo que sólo actuaría en condición de ministro. Me lo exigió con esa soberbia que tan bien conoces en él y, como es natural, le ordené alejarse de mí de inmediato. Y ya no hubo más.
—¿Y entonces creéis que ahora…?
—Sí, lo más seguro —don Fernando asintió repetidamente—. Recuerda que esa sabandija fue liberado por Murat de su presidio el 10 de abril y es muy posible que desde entonces lo haya pensado mejor y busque mi recompensa logrando que mis deseos se cumplan: que el pueblo expulse a los extranjeros y acabe con el secuestro de la monarquía española. O, conociéndole, puede que Godoy persiga algo todavía peor: satisfacer su propio interés bajo un nuevo reinado de mi padre. O sea, provocando un levantamiento contra mí… ¡Oh, duque! ¡Cómo odio a Godoy! ¡Cómo lo odio…! Es tan astuto…
A la caída de la tarde don Carlos solicitó y mantuvo un nuevo encuentro con Napoleón, esta vez en privado, lejos de la casa, en el despacho del Emperador, a donde se trasladó sin anunciarlo a nadie. Mucho había pensado el viejo rey, durante toda la mañana, qué decirle y los términos concretos de su petición; y cuando al fin lo tuvo decidido pidió la audiencia. Napoleón lo recibió de inmediato, pero lo que no esperaba don Carlos era encontrarlo tan irritado.
—Pero, ¿se puede saber quién es ese tal Andrés Torrejón? —vociferó, dando un puñetazo en la mesa.
—¿Torrejón? —respondió amedrentado don Carlos—. ¿Andrés Torrejón? Os aseguro que lo ignoro…
—¡Pues un alcalde, majestad! ¡Un vulgar alcalde de un pueblo raquítico que se llama…, que se llama…! ¿Cómo se llama, teniente Fottorino, por todos los diablos?
—Móstoles —respondió el teniente, sin apenas levantar los ojos del documento que estaba redactando.
—¡Eso es! ¡Alcalde de Móstoles! —Napoleón empezó a dar zancadas por la estancia—. ¡Ha declarado la guerra a Francia! ¿Se puede saber qué se ha…?
—¿Os ha declarado la guerra? —don Carlos no podía creerlo—. ¡Pero si un alcalde no puede…!
—¡Tal vez sí pueda! —volvió a gritar Napoleón—. ¡Sobre todo si no hay autoridad en el país! Decidme, majestad: ¿quién manda ahora en España, eh? ¡Por todos los demonios, don Carlos! ¿Quién manda?
—Mi hijo —acertó a decir don Carlos.
—¿Su hijo? —rió el Emperador, sarcástico—. Os recuerdo que Su Majestad el rey don Fernando está en el extranjero, amigo mío; y ni siquiera saben los españoles dónde está. Y, además, ¿qué importa si un alcalde me puede o no declarar la guerra, si lo ha hecho y todos los vecinos de Madrid están en armas? ¡Y a saber de cuántos pueblos más! Estoy esperando conocer qué actitud tomarán los ejércitos de vuestro hijo, pero me temo que, si no nos damos prisa…
—Sí, sí… —balbució don Carlos, todavía desconcertado—. ¡Esto podría acabar en una guerra cruel!
Napoleón dio unas zancadas más y luego, tomando aire, pareció tranquilizarse. Se acercó a don Carlos, que permanecía con los ojos perdidos en el vacío, y le puso la mano en el hombro.
—Hay que actuar deprisa, majestad. Es preciso que don Fernando abdique en vos.
—Lo entiendo…
—Y que vos, a continuación, abdiquéis en mi hermano José. España es ahora mismo un país sin orden, sin autoridad, sin gobierno. Si no tomamos medidas de inmediato, no tendré más remedio que ordenar a mis generales que utilicen todos los medios a su alcance para sofocar la insurrección, y en las actuales circunstancias no os garantizo que se comporten prudentemente. Dependerá de la situación con que se encuentren. Tenéis razón: esto no es una algarada, sire; es una guerra. Y así es la guerra.
—Pero esa guerra es…, una locura.
—Habrá miles de muertos, sí —añadió Napoleón—. Y sólo vos seréis el responsable.
El viejo don Carlos no supo qué responder. Pidió beber un poco de vino y buscó una calma que no encontró. Comprendía bien la situación: no había gobierno en Madrid; y lo más grave de todo era que el pueblo se había levantado en armas con una declaración de guerra que tal vez no fuese legal, pero una vez desencadenada resultaba imparable. Conocía a sus súbditos. Sabía de su odio a los invasores, de su carácter orgulloso, indomable. Y una llamada a la independencia de España sería tomada de inmediato como una llamada a la fiesta, y en esas ocasiones nunca faltaba nadie a la cita. Pero, ¿cómo convencer a su hijo para que abdicase en él? Tal vez informándole de las novedades. Se asustaría, sin duda. Una guerra le vendría demasiado grande, sobre todo estando en manos de Napoleón, quien tantas migas hacía con la guillotina. Su hijo abdicaría, sin duda.
—Está bien. Convenceré a don Fernando —dijo finalmente el viejo rey, y afirmó con la cabeza.
—Sea —respondió el Emperador—. Procurad que todo se produzca con la mayor rapidez. Y luego os corresponderá a vos el turno.
—Ya lo he entendido. Pero vos también tenéis que comprender que mi deber como rey… —se atrevió a decir, tímidamente—. En fin, de sobra sé que no necesito explicárselo a alguien como vos, pero… He pensado que será preciso que vos, a su vez, cumpláis algunas condiciones…
—¿Condiciones? —arrugó la frente.
—En fin, señor… —rectificó don Carlos—. Sugerencias que los españoles verían con agrado, comprendedlo…
—Bien. Escucho. —Napoleón se sentó frente a él.
—En primer lugar convendría asegurar que España va a seguir siendo un país católico.
—Yo no entro nunca en asuntos de religión —respondió el Emperador, resoplando—. Y mi hermano José, tampoco. Católicos o protestantes, los países se gobiernan bien si sus súbditos acatan las leyes, las humanas y las divinas. ¿Qué más?
—Os lo agradezco. Y además…, es mi deber rogaros firmeza en la unidad de España y de sus dominios. La desmembración del reino…
—A mi hermano no le convendría. Descuidad. Convocaremos Cortes en Bayona y se redactará una Constitución asegurando vuestras demandas. No temáis por ello, ya está todo previsto. ¿Y qué más?
—Nada más, señor.
—Y para vos… ¿No deseáis nada para vos?
—¿Para mí?
—Para vos y para vuestra familia, como es natural. —Napoleón abrió pomposamente los brazos, con hipocresía calculada, conociendo como conocía la naturaleza humana, y mejor que nadie la de aquellos reyes guiados por la gula y por la avaricia—. De algo tendréis que vivir. Había pensado en unos castillos que tiene el Estado francés y que quizá serían unas residencias adecuadas para…
—¿Cuántos?
—Tres. O cuatro, o seis, por eso no vamos a discutir.
—En fin —contestó don Carlos, con gran cinismo—. Si os empeñáis… Pero comprended que el mantenimiento de esas posesiones…
—Decid una cifra.
—Había pensado en una renta de treinta millones de reales.
—¿Treinta millones? No es poco —sonrió Napoleón—. Pero supongo que por vender España… ¿Cuánto vale para vos España, majestad?
El viejo rey se sonrojó y dejó caer los ojos a sus chapines. Tardó en responder.
—No me obliguéis a sufrir más, señor. Todo lo hago por el bien de los españoles.
—Desde luego, desde luego… ¿Habéis tomado buena nota de todo, teniente Fottorino?
—Sí, señor.
—Pues que se cumpla lo acordado en cuanto llegue el momento. Y ahora, majestad, cumplid vos con lo pactado —se puso de pie.
—¿Y que será de mi hijo Fernando? —preguntó don Carlos camino de la salida.
—¡Bah! No os preocupéis —sonrió Napoleón, despidiéndolo en la puerta—. Vivirá tan bien como vos en su exilio de Valengay. Os lo prometo. Lo he dispuesto todo para que a ese joven, a vuestro querido hijo don Fernando, no le falte de nada…
La cena de aquella noche en la residencia de la Casa Real española transcurrió entre silencios y frases protocolarias o intrascendentes relativas al menú y a la humedad de los anocheceres en Bayona. El viejo don Carlos había llegado a un acuerdo con Napoleón pero aún no se había atrevido a comunicárselo a su esposa, por lo que se mostraba intranquilo; y el rey don Fernando, ajeno a aquellos pactos, pensaba en las consecuencias de los sucesos de Madrid y en lo que podría estar conjurándose a sus espaldas, acaso en favor de su padre. Doña María Luisa masticaba despacio, mirando a uno y otro, y buscaba algo de lo que hablar para que la frente de aquellos dos hombres recobrara la lisura que había perdido desde primeras horas de la tarde.
Un lacayo, apresurado, entregó un billete a un mayordomo, conteniendo información. El mayordomo, a su vez, se lo hizo llegar a un asistente real, quien, pidiendo permiso, se lo llevó a la mesa al duque de Hoces, que cenaba junto al rey. El duque lo leyó y se lo dio a don Fernando.
—¿Qué es? —preguntó el rey.
—Vuestro hermano pequeño, majestad —respondió el duque—. Viaja en estos momentos hacia aquí escoltado por el coronel Rucher, cumpliendo órdenes del mariscal Murat.
—¡Francisco de Paula! —se emocionó doña María Luisa—. ¡Viene mi hijo!
—Sí, el pequeño Francisco de Paula —don Carlos le acarició la mano—. La familia debe permanecer unida.
—La familia… —le miró melancólica doña María Luisa—. ¿Recordáis, mi señor esposo, cuántos hijos hemos tenido?
—Ya perdí la cuenta… —cabeceó nostálgico don Carlos—. Catorce, creo…
—Veinticuatro veces quedé encinta… Veinticuatro partos. Y sólo catorce hijos nacieron vivos —doña María Luisa se llevó el pañolito a los lagrimales—. Siete murieron luego…
—No pienses en ello, señora —don Carlos apretó su mano para confortar su ánimo, de repente herido—. Tenemos a Carlota Joaquina, a María Amalia, a María Luisa, a Carlos, a María Isabel, a Francisco de Paula. Y a Fernando, claro. Debes estar orgullosa…
—Veinticuatro hijos…
El rey don Fernando escuchó la conversación de sus padres pero no comprendía qué había querido decir don Carlos con que la familia debía permanecer unida. Miró al duque de Hoces y le vio arquear las cejas.
—Si la Familia Real sale de España…, decidme padre: ¿volverá alguna vez? ¿Creéis que volverá?
Don Carlos lo contempló con una mirada triste que no necesitó ser interpretada. Doña María Luisa respondió por él.
—Claro que sí, hijo.
Su Majestad se volvió hacia su padre, despreciándolo. Don Carlos, en cambio, no se atrevió a levantar los ojos. Por eso supo el rey que había acordado con Napoleón una traición y que el precio lo iba a pagar él.
—Y decidme, padre: ¿cuánto vale mi corona? ¿Lo sabéis? ¿Cuánto…?
Tres jinetes cabalgaron hasta el mediodía a buen paso camino de las tierras rojas de Extremadura. El capitán Zamorano quería reincorporarse a su Regimiento cuanto antes, Sartenes seguía a su capitán sin pedir explicaciones del destino con que se iba a encontrar y Teresa, sin mirar atrás ni pronunciar palabra, montaba con la altivez de una amazona, buscando atajos en el horizonte como si llegase tarde a una cita. Zamorano quería acabar su viaje, Sartenes quería comenzarlo y Teresa tan sólo hacerlo, sin saber todavía si sería útil a sus planes. Por eso los tres pensaban y callaban, cabalgaban sin reposo y no intercambiaban palabras innecesarias. Cuando cruzaron el río Guadarrama, con el sol alcanzando su cénit, poco antes de llegar a Fuensalida, acamparon para almorzar y para que los caballos descansasen.