—Detengámonos aquí —decidió el capitán, tras observar los alrededores. Y añadió—: Si no encontramos dificultades esta tarde, podremos pernoctar en Talavera; o al menos en Torrijos.
—Prepararé algo de comida —se ofreció Sartenes—. Que, como dijo el sabio, a mi estómago poco le importa la inmortalidad.
—De acuerdo.
Teresa no dijo nada. Desmontó, aseguró el caballo enlazando las bridas en la rama baja de un árbol y se sacudió el polvo de la falda. Luego se sentó sobre una piedra y contempló impasible el horizonte. El capitán Manuel Zamorano se acercó y tomó asiento junto a ella.
—Cuando una mujer que guarda tantos misterios no habla, su silencio es ensordecedor.
—Lo siento, capitán —se disculpó Teresa, sin volverse—. Pero en mí no hay misterio alguno.
Zamorano afirmó con la cabeza y se puso a remover con una ramita la tierra que quedaba entre sus pies. Trazó una raya, y luego otra más. Y aquellas líneas dibujaron un mapa.
—Estamos aquí —dijo—. En tres jornadas llegaremos a Cáceres.
—No hay gran cosa —anunció Sartenes desde lejos, después de desenvolver los hatillos—: pan, tocino y vino.
—En mi alforja hay un poco de queso. —Teresa se levantó y se acercó a su caballo—. Podemos compartirlo.
—¡Pues mejor que marqueses! —celebró Sartenes.
Almorzaron en silencio, despacio, como echando cuentas. Y acabada la comida, se tendieron a la sombra, protegiéndose del sol que se había alzado sobre sus cabezas. Zamorano esperó a oír los primeros ronquidos de Sartenes para volverse hacia Teresa.
—Yo me dirijo al reencuentro con mi Regimiento. ¿Y tú?
—Allí estaré bien.
El capitán no comprendió. Teresa tenía los ojos puestos en la lejanía y parecía tan abatida como la noche que la conoció en la Taberna del Gato. Su pelo largo y ondulado reposaba sobre los hombros y ocultaba una parte de la cara, como un telón negro cerrando la representación de un drama.
—Quisiera saber por qué has decidido cabalgar con nosotros.
—En Madrid no queda sitio para mí. Cualquier lugar mejor que una ciudad invadida por los extranjeros.
—Pero adónde vamos será incómodo y peligroso —Zamorano arrugó los ojos—. España está en guerra contra Napoleón.
—¿España? No, capitán, España no. Ni los militares, ni los nobles, ni los curas se están enfrentando a los franceses. Por ahora, sólo los españoles se han levantado. Y por lo que respecta a peligros, no creo que adonde vayamos sea menos seguro para mí que Madrid: allí me habrían arrestado ya los soldados como usted y me hubiesen entregado al francés para que me arcabucease. Ayer, ayer mismo, seguían ejecutando compatriotas.
—¿Es que te persiguen? —se extrañó Zamorano—. No imagino que a una mujer como tú…
—Tal vez sea yo quien les persiga a ellos —murmuró Teresa.
—De acuerdo, de acuerdo… —aceptó el capitán—. Pero me parece que, por lo que se refiere a los militares…, no sé. La verdad es que no sé cuál será nuestra actitud en estas circunstancias, no tengo instrucciones… En fin, al llegar veremos qué se ha decidido en mi Cuerpo de ejército.
Teresa movió la cabeza de arriba abajo, y respiró profundamente, sin apartar los ojos del horizonte. Luego se pasó la mano por el cabello, apartándolo de la cara.
—Usted cumplirá sus órdenes, estoy segura. Pero yo ya he declarado mi propia guerra, capitán —dijo, volviéndose para enfrentar sus ojos a los de Zamorano—. Y juro que me cobraré las deudas.
El capitán mantuvo durante unos segundos aquella mirada fría, implacable, pero no supo qué responder. Era hermosa aquella mujer; hermosa y fiera, como una pantera. La hubiese besado de no estar seguro que el zarpazo le rasgaría el alma convirtiéndola en jirones. Sólo dijo:
—Es hora de seguir camino.
—Vamos.
Aquella tarde recorrieron caminos y sendas sin dar descanso a los caballos hasta que entraron en Talavera. Fue un viaje fatigoso en el que Sartenes propuso aliviar la marcha cantando unas coplas por soleares, pero el capitán, temeroso de toparse con alguna patrulla francesa que saliese al paso, le ordenó callar. Serpentearon riscos difíciles, galoparon por espacios abiertos, vadearon algunos riachuelos y cruzaron otros, evitando siempre los caminos principales. Y tampoco intercambiaron muchas palabras. Su misión exigía desplazarse con una gran prudencia y Zamorano decidió exponerla lo menos posible. Todo cuidado era poco para culminar un viaje en el que habían puesto tanto interés sus superiores, aunque él no terminase de comprender la causa.
Anochecía lentamente sobre Talavera entre cielos rojos y ambarinos que tiznaban horizontes sangrientos como presagios de guerra. Y empezaba a refrescar. Pero el capitán decidió no adentrarse en la ciudad por si se encontraba ya tomada por tropas extranjeras. Por eso se detuvieron ante la Posada Real, situada a las afueras, con la intención de pernoctar. En el caso de que fuesen preguntados, aleccionó a Teresa y a Sartenes, dirían que viajaban a Cáceres a causa del entierro de un pariente que acababa de morir.
Una vez llegados al patio anterior de la posada, y cuando procedían a desmontar, una mujer más entrada en carnes que en años salió armada con un gran cuchillo y se apostó decidida ante la puerta, amenazante, cerrando el paso.
—Si sois otra partida de guerra, ya os podéis ir por donde habéis venido —gritó—. Otros, antes que vosotros, se han llevado a mi marido, así que ya no quedan más imbéciles en esta casa.
—Disculpa, buena mujer; sólo buscamos cena y posada —se adelantó el capitán, sin terminar de desmontar.
La dueña pareció dudar unos instantes. Pero luego, dejando caer el brazo armado y apartándose de la puerta, dijo:
—Bien. Aquí podréis pasar la noche. Los caballos allí —señaló una especie de cobertizo—. La cena estará lista en media hora.
—Gracias —dijo el capitán, desmontando al fin.
—Y por lo que se refiere a esto —quiso disculparse la mujer, mostrando el cuchillo—, perdonad y comprendedme: el ingenuo de mi marido, el posadero, ha decidido que sin él no se puede ganar una guerra y se ha ido con una partida de vecinos a Móstoles. ¡Como si su sitio no estuviese aquí, junto a su mujer!
Zamorano afirmó con la cabeza y luego miró a Teresa y a Sartenes con las cejas arqueadas y una sonrisa en los labios. Sartenes también sonrió, divertido, pero Teresa no respondió a su gesto. Sólo dijo después, mientras desensillaba el caballo:
—Móstoles. Tal vez yo también debería ir a Móstoles…
—¡Peleona ha salido la dama! —exclamó Sartenes.
—¡Calla, charlatán! —le ordenó Zamorano—. Y asegura bien los portones.
Comieron huevos escalfados sobre patatas cocidas y chorizos fritos, olla podrida y mazapanes. La posadera, una guapa mujer de carácter tosco y piel blanquísima, les sirvió con aire distraído y mucho oficio, sin reparar en que Sartenes la seguía con la mirada mientras se acercaba y se alejaba, y buscaba encontrarse con sus ojos para que se fijara en su disponibilidad, si acaso se sentía sola aquella noche. A los postres, el deslenguado incluso se atrevió a comentar, mientras ella recogía algunos platos de la mesa:
—Pues sí que está silenciosa la noche. Como si atemorizara pasarla en soledad…
La posadera no se volvió para mirarlo. Pero desde detrás del mostrador, cuando dejaba los platos en el pilón, repasó los perfiles de Sartenes de un solo vistazo, como midiendo su anatomía. Y murmuró algo para sus adentros que lo mismo podía ser un rezo que una venganza.
—Veo que no os despegáis de esa bolsa, capitán… —observó Teresa, acabado un mazapán—. ¿Tan importante es?
—Tengo órdenes de entregarla a mi llegada. Trataré de cumplir con mi deber.
—Seguro que ya conocéis su contenido…
—Sí. Un libro. Se trata de un libro. Y te aseguro que el encargo me desconcierta.
—¿Un libro? Poca cosa me parece… Seguro que incluye en sus páginas una relación de espías del rey. O qué sé yo: un plan para alcanzar una alianza con Inglaterra. Yo de esas cosas no entiendo.
—Me temo que te equivocas. —Zamorano se acomodó la bolsa en el hombro—. Es una comedia de Lope de Vega,
Fuenteovejuna
, sin más páginas, ni cartas, ni otras instrucciones de ningún tipo.
El capitán guardó silencio y se encerró otra vez en sus pensamientos. En efecto, en ese libro debería haber algo en lo que no había reparado. No se arriesga la vida de un capitán de Granaderos para hacer de correo de un libro que se presta sólo para deleite de su lectura, por muy amena que sea. Lo había repasado página a página, había leído más de la mitad del libro, lo había observado en sus guardas, en su encuadernación, en su cuerpo de letra y en los oros de sus estampaciones sin encontrar indicio de valor ni manipulación de sus textos. Un libro como cualquier otro, sin nada de enigmático ni sobresaliente. Y ese era el misterio que le robaba el sosiego. Porque un enigma inquieta cuando tiene solución, hasta que se resuelve; pero desespera cuando se empieza a dudar de que la tenga.
—Algo más que un libro será. —Teresa interrumpió los pensamientos del capitán, dejando caer la frase sin darle importancia.
—Sólo eso —negó Zamorano.
De pronto Teresa esbozó una sonrisa, como rememorando algo. Y levantó los ojos al cielo, divertida. Era la primera vez que Zamorano la veía sin su acostumbrado gesto ceñudo y la luz de aquel rostro nuevo le agradó tanto como le sorprendió.
—De qué te ríes —preguntó el capitán, adelantándose hacia ella.
—Contaba la señora Eugenia, la dueña del taller de costura en el que trabajo —respiró hondo Teresa—, que un paisano de Masueco estuvo viajando durante meses y meses a Portugal en mulo, con una carga de heno. Iba y volvía, y cada día la guardia lo paraba en la frontera y rebuscaba en el heno para ver qué les llevaba a los ingleses, que acampaban al otro lado. Así un día tras otro, hasta que descubrieron que comerciaba con mulos, llevando uno joven y volviendo con otro moribundo. Y lo arcabucearon.
El capitán la contempló sin comprender qué quería decir con aquella historia de mulos y contrabando que nada tenía que ver con el asunto del que estaban hablando. Hasta que Teresa, mirándolo divertida, dijo:
—La bolsa. ¿Habéis revisado la bolsa, capitán?
Zamorano frunció la frente y la observó, dudando si hablaba en serio o si estaba bromeando. No podía creer una cosa así. Pero de repente echó la mano a la bolsa, como palpándola, o protegiéndola. Una bolsa de cuero vulgar, con ataduras también de cuero, un correaje largo para ser colgada y los rebordes cosidos con cuerda fina. Una simple bolsa.
—En la bolsa no hay nada, Teresa. Sólo el libro que te he dicho.
—Tal vez tenga un doble forro. O un bolsillo excusado…
Entre tanto, Sartenes, ajeno a la conversación, seguía persiguiendo los ojos de la posadera por ver si se topaba con su mirada. Y cuando se la encontró por tercera vez, y ella se la sostuvo unos instantes, se desperezó en la silla echándose hacia atrás, se palpó las tripas y fingió bostezar.
—Bueno, ya va siendo hora de retirarme. Creo que será una noche un tanto agitada, capitán.
—Anda, ve —Zamorano no le prestó atención y siguió intentando descifrar lo que quería decir Teresa—. ¿Un bolsillo excusado?
—Probad.
—En fin. Buenas noches, señores —se levantó Sartenes—. ¡Estaré en mi aposento! —dijo en voz alta, para que lo oyera bien la posadera—. ¡Solo y despierto!
El capitán se extrañó de los gritos de su compañero y se volvió hacia él de malas maneras.
—¡Calla ya, por todos los santos! ¡Marcha y déjanos hablar!
—Que descanséis —Sartenes se retiró hacia su cuarto, sin apartar los ojos de la mujer.
Teresa vio marchar a Sartenes y luego echó un vistazo por todo el comedor, volviéndose también para asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada. Se oía a la posadera trajinar con cacharros en la cocina. Allá, en el exterior, el silencio era total, como si hubiese nevado o estuviese a punto de iniciarse un terremoto. Sólo se oyó un lejano ladrido de perro, sin respuesta. Teresa se volvió al capitán y, con un destello de luminosidad que era la primera vez que descubría Zamorano en aquellas pupilas, dijo:
—Estamos solos y nadie va a perturbarnos.
Él se quedó unos instantes observando sus labios, que siguieron susurrando:
—No os costaría nada comprobarlo, capitán. No me digáis que no os tienta la curiosidad.
—Sí —reconoció él—. Pero, si fuese así, no tengo derecho a…
—¿Cómo que no tenéis derecho? —se adelantó hasta aproximar mucho su rostro—. ¿Vais a arriesgar vuestra vida y no sabéis por qué ni para qué?
—Mi deber es… —negó Zamorano con la cabeza.
—Vuestro deber es cumplir una misión entregando una bolsa. Pero nadie os ha prohibido conocer el contenido del encargo.
Zamorano quedó pensativo. La firmeza de aquella mujer le confundió. Algo le decía que, si se trataba de un secreto militar, no estaba autorizado a conocerlo: de no ser así, el propio caballero le hubiese informado de la causa que convertía en trascendental aquella misión. Pero por otra parte llevaba dos días intrigado con el contenido de aquella bolsa y él mismo, varias veces, había intentado resolver el enigma que transportaba, sin haberse preguntado hasta entonces si hacía bien o mal investigando por su cuenta en la soledad de sus aposentos. Ahora, siguiendo las razones expuestas por la mujer, podía hallar la solución al misterio, o al menos comprobar si se trataba de lo que ella había imaginado: un bolsillo oculto, un doble forro o alguna inscripción en el interior de la propia bolsa de cuero. Pero su condición de militar… Ni siquiera su condición de hombre. Cumplía con su deber, nada más. Y el resto eran licencias que se concedía sin estar autorizado para ello.
—No lo penséis más, capitán —interrumpió Teresa sus pensamientos—. Abrid la bolsa u olvidaos de ello. Pero no os quedéis a medio camino, que de tanto cavilar se os va a derretir la sesera…
Zamorano volvió a dejar los ojos en los de ella. Pero de inmediato miró la bolsa, la volvió a palpar y la sujetó por debajo.
—No debería hacerlo.
—Pues entonces no lo hagáis…
—Está bien.
Y entonces, poniéndola sobre la mesa, desató las cintas que la cerraban, sacó el libro y lo dejó sobre la mesa; introdujo la mano en la bolsa y palpó todas sus paredes, buscando al tacto una puerta en la que perder los dedos. Mientras repasaba sus pliegues, miró alrededor, asegurándose de que estaban solos, y al final puso la vista en la puerta de la cocina, cuidando de que la posadera no entrase de repente en el comedor y lo sorprendiera en su rastreo. Teresa seguía con curiosidad la pesquisa de su mano y, a la vez, los gestos de sus ojos, examinando sus reacciones para ver cuándo culminaba con éxito la indagación.