Read El secreto del rey cautivo Online

Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (9 page)

Zamorano sonrió, divertido. En cambio Sartenes, muy afligido, bajó la cabeza y adoptó un semblante grave, desconsolado. Como reconviniéndose o reprochándose lo sucedido, recordando la torpeza cometida y el error en el que nunca debió caer. El capitán se volvió hacia él.

—Pero antes dime por qué estás libre, sin cumplir la condena.

—¡Ah! ¡Esa es otra historia! —Sartenes recobró el ánimo al instante y se apoyó en la silla de su montura, con un rostro de satisfacción evidente. Miraba el horizonte, henchido de gloria, como un almirante en la proa de su navío. El capitán lo urgió con los ojos, para que empezase su relato, pero Sartenes continuaba gallardo, complacido y feliz. Imponente en su aspecto. Pero sin arrancarse a hablar. Hasta que Zamorano perdió la paciencia.

—¡Pues cuéntamela o haré que te rebanen el cogote!

—Calmad, señor, a ello voy —volvió a sonreír, acomodándose de nuevo en la silla—. Porque puede que sea un ladrón, conforme; pero antes que nada soy un patriota. Como lo son mis compañeros de la Cárcel de Casa y Corte. Cuando nos informaron de la sublevación, pedimos permiso al alcaide para batirnos en las calles contra los franceses. —Sartenes escupió a lo lejos—. ¡Esos franchutes! Lo pedimos cincuenta y cinco, de los noventa y cuatro que estábamos presos.

—¿Lo pedisteis así, sin más? No puedo creer que os dejaran salir…

—¡Y tanto! ¡Porque le aseguramos que volveríamos! Yo mismo firmé un pliego suplicando que se nos permitiera la libertad para combatir a los extranjeros bajo juramento de regresar luego a prisión. Todos lo firmamos. Y a fe que combatimos bien: nos llegamos hasta la Plaza Mayor casi sin armas, pero en tropel y por sorpresa, y allí desarmamos a una compañía de gabachos y les quitamos el cañón. Luego lo volvimos contra los franceses y lo usamos para repeler a un escuadrón que vino contra nosotros… ¡Tendríais que haberlo presenciado, capitán! ¡Qué espectáculo! ¡Caían como moscas! Muertos, heridos… ¡Qué escabechina! Bueno, también murió uno de los nuestros, Francisco Pico Fernández…, un buen hombre… Pero, maldita sea, ¡mereció la pena! Cuando se nos acabaron las bombas tuvimos que abandonar nuestra posición, claro: nos dispersamos, unos por Arenal, otros por San Miguel… Así todo el día. Luchando sin descanso. Luego supe que murieron otros dos compañeros. Pero nosotros no nos rendimos: yo mismo acabé con diez o doce extranjeros. Con estas, con estas mismas manos…

—¿Y dónde están ahora tus amigos?

—Pues, ¿en dónde va a ser? ¡Todos han vuelto a la cárcel! —Sartenes se puso digno—. ¡Somos gente de palabra!

—Ya lo veo.

—¡Todos! ¡Os juro que han regresado todos! Al anochecer ya estaban de vuelta en sus celdas. Bueno, todos menos uno, Naipes, que quedó herido en el hospital. Y, claro está, yo mismo…

—Has roto tu palabra, entonces.

—Bueno, sí… Lo reconozco. —Sartenes adoptó un gesto sombrío—. Pero os juro que estuve a punto de volver a la cárcel; hasta la misma puerta me llegué. Pero de pronto pensé que allí dentro no iba a hacer nada y que, a fin de cuentas, no habíamos conseguido derrotar al extranjero. Y me dije que más falta haría fuera que dentro. ¿O es que no fue certero mi pensamiento? ¿Acaso creéis que me equivoqué?

—La palabra de un hombre…

—¿Palabra? Vamos, capitán… Un preso no tiene libertad. Y sin libertad ni se tiene palabra ni se tiene nada.

Zamorano calló. Aquel hombre era un ladrón, y acaso de poco fiar, pero dejaba claro que no era un mentiroso; y tampoco un cobarde. Su mirada, pidiendo ser comprendido, era sincera. Algún día tendría que devolverlo a presidio para que cumpliese su condena, pero ya habría tiempo para ello. Por ahora, a su lado, sería de más utilidad a la causa que tenían que emprender los españoles contra el invasor.

—Mi sentido del honor me impide aceptar tu actitud —dijo el capitán, sin mirarlo—. Pero te diré algo, Sartenes: creo que, en tu lugar, yo hubiese hecho lo mismo.

—Gracias, mi capitán —sonrió el pillo. Y se adelantó unos metros al trote, celebrando las palabras que acababa de oír—. ¡No os arrepentiréis de llevarme con vos, os lo juro!

—¿Otro juramento? —cabeceó Zamorano—. Preferiría que no volvieses a tomar el nombre de Dios en vano… Mira: Illescas.

La Venta del Cruce, situada a la entrada de la Villa de Illescas, hervía en el alboroto cuando los dos jinetes entraron en ella. Si desde fuera parecía que un regimiento de truhanes disputaba a voces mientras jugaban naipes con trampas, nada más abrir el portón de entrada la algarada se volvió ensordecedora. Un cura, de pie sobre una mesa, pateaba con furia intentando poner orden en el griterío de los arremolinados, mientras el posadero, brutal y congestionado, mostrando un bastón de proporciones intimidantes, se desgañitaba exigiendo a los congregados que no le destrozasen el mobiliario. Las voces de algunas mujeres resonaban aún más altas y agudas, hirientes como chirridos de pájaros, y sobre el mostrador, al fondo, se amontonaban hoces, picas, cuchillos y un par de espadas viejas. En la pared, afianzada con chinchetas gruesas de hierro, una bandera real presidía la estancia.

Illescas era un pueblo pacífico que aquella noche tampoco iba a dormir. Como sucedió en tantos otros de España. El capitán Zamorano se quedó otra vez sorprendido al toparse de plano con la reunión: de nuevo todo el mundo parecía haberse enterado antes que él de los acontecimientos que se estaban produciendo en Madrid. Se quedó inmóvil, clavado en jarras en la puerta, con una mano apoyada en la empuñadura de su sable y pensando que los informadores que de común servían a los ejércitos eran estúpidas tortugas si se les comparaba con la velocidad de liebre con que se extendían las noticias por los pueblos a su paso.

El vocerío era ensordecedor allí dentro. La Venta se había convertido en pura bulla. Porque, como oleadas de mar bravío, unas voces se superponían a las otras, a cuál más estridente, a cuál más apasionada.

—¡A las armas! —gritaba uno.

—¡Muera el extranjero! —asentía otro.

—¡Orden, orden! —intentaba imponerse el cura.

—¡El orden lo pondremos nosotros, señor cura! —se oía en voz de mujer.

Sartenes miró al capitán, como preguntando qué hacer. Zamorano, tan dubitativo como estupefacto, al comprobar que nadie reparaba en su presencia, decidió entrar cauto en la estancia, se dirigió lentamente a un extremo y tomó asiento sin hacer ruido, alejándose del tumulto con la pretensión de pasar inadvertido. Sartenes, sin despreciar detalle de lo que allí ocurría, ni perder de vista a los amotinados, lo siguió y se sentó a la misma mesa. Desde allí, despojados del sombrero ambos viajeros, se limitaron a esperar para ver en qué acababa todo aquello.

De todos modos, y a pesar de la novedad que representaban como forasteros, hubo de transcurrir un buen rato hasta que el posadero se dio cuenta de la presencia de los recién llegados y, convenciéndose de que el patriotismo no estaba reñido con el negocio, optó por desentenderse de los demás y corrió a su lado.

—Disculpad, señores, cuanto ocurre en mi casa —señaló en vano los cuatro puntos cardinales de la taberna—. Pero os supongo informados de… En fin, ¿en qué puedo serviros?

—Buscamos comida y posada —contestó el capitán, alzando la voz para ser oído.

—No sé si… —se encogió de hombros el posadero, fingiendo abatimiento, y de nuevo señaló al gentío—. Cuarto hay, desde luego. Ahí arriba. Pero comida…, en fin, no sé si podré complaceros… Mal día elegís para poneros en viaje. ¡Y tú bájate de ese taburete, Policarpo, que te arreo!

Sartenes y Zamorano se miraron desolados. Tenían hambre y estaban fatigados, así que el capitán decidió identificarse para ver si, de esa manera, conseguía ablandar a aquel hombre que parecía preocupado únicamente por la integridad de su casa. Se puso de pie para decirle:

—Posadero: soy el capitán Manuel Zamorano, del Cuerpo de Granaderos del Ejército de Extremadura en camino para reincorporarme a mi Regimiento. Estamos en guerra y soy portador de novedades importantes para mis superiores. Os recuerdo que es vuestro deber favorecer a un oficial y a su asistente.

—Por supuesto, por supuesto… —El posadero frunció el ceño, acobardado de repente, y de inmediato se mostró servicial, inclinando la cabeza—. Os ruego otra vez que me disculpéis. Acompañadme, por favor, a vuestras habitaciones y, en unos minutos, os tendré preparada una buena cena. Bajad luego y procuraré que esté todo dispuesto a vuestro completo agrado.

Eso era exactamente lo que esperaba el capitán que dijese. Y, sin perder la altivez, afirmó con la cabeza, mantuvo la barbilla en alto y cerró los ojos unos segundos, alimentando la idea de lo importante de su presencia allí. Y al instante aceptó la invitación y, acompañado de Sartenes, se dirigió a las escaleras, detrás del posadero, dejando la algarabía de voces a su espalda. Una vez en el piso superior, ambos huéspedes se instalaron en dos cuartos contiguos y, hasta la hora de la cena, aprovecharon para arrancarse el polvo del camino y lavarse las manos y la cara. Después, con la noche ya entrando por las ventanas, y un sorprendente silencio en la casa, el capitán golpeó la puerta del aposento de Sartenes y juntos bajaron en busca de la cena.

Pero, al asomarse a la balaustrada de madera para iniciar el descenso del primer peldaño, se quedaron petrificados. En efecto: allá, en el centro del salón, había una mesa dispuesta con platos, vasos, una jarra de vino y una enorme fuente sobre la que humeaba un guiso de carne y patatas. A su alrededor, los vecinos habían formado un corro y permanecían sentados, en silencio, con la aplicación propia de un aula de escolares esperando la llegada de su severo maestro. El posadero, al pie de las escaleras, sonreía. Y todos los vecinos de Illescas, que antes habían quedado enzarzados en disputas y batiéndose en un combate de gritos, ahora les miraban expectantes, deseosos de escuchar a unos militares que sin duda les dirían lo que tenían que hacer.

—La cena está a vuestra disposición, señor capitán. —El posadero inclinó la cabeza mientras con el vuelo de la mano les señalaba la mesa preparada.

Zamorano respiró hondo y, afirmando con la cabeza, se acopló bien la bolsa de cuero al hombro e inició el descenso pausado, arrogante, disimulado, acobardado. Sartenes, a continuación, siguió sus pasos, hueco de aspecto pero intimidado también. Despacio, poco a poco, se llegaron hasta la mesa, tomaron asiento, carraspearon y dejaron que les sirviesen vino. Todos los ojos del mundo parecían haberse quedado clavados en aquellos hombres aquel instante. El capitán se llevó la bebida a los labios, apocado, y sorbió un trago corto. Jamás se había sentido tan incómodo: había demasiada expectación puesta en él, demasiada gente lo rodeaba observándole como si esperasen verle levitar de un momento a otro. Parecían obispos en el momento de la consagración o inquisidores a punto de dictar su sentencia. El peso de una mirada fija es más insoportable cuando sorprende con el alma desnuda, como estaba la suya. Zamorano no sabía lo que esperaban de él, pero pronto empezó a temer que todo aquello fuese la platea de un teatro que aguardaba con ansiedad que comiesen deprisa para poder iniciar cuanto antes la función que les había congregado allí y que era lo único que les interesaba.

—Sírvanse, sírvanse —les animó el posadero—. Espero que esté todo a vuestro gusto.

—Sí, sí… —balbució Zamorano—. Pero, decidme: ellos… En fin. ¿Es que no… cenarán?

—No. Sólo esperan a que les hable, capitán —sonrió el posadero—. Todos esperamos que nos diga lo que se ha de hacer. Pero no antes de que acabéis de cenar, como es de razón. También nos hemos permitido la libertad de alojar a vuestros caballos al abrigo de…

—Bien.

Hacía mucho tiempo que Zamorano y Sartenes no se servían con tanta prudencia, comían con tal delicadeza ni usaban con tanta frecuencia la servilleta, excediéndose en los modales y ademanes más corteses que conocían. Parecían dos nobles desayunando frugalmente en Palacio, en presencia del mismísimo rey. En realidad, si lo pensaban bien, nunca habían utilizado semejantes maneras. Las habían visto en gente refinada, eso sí; por eso conocían de su existencia. Pero ellos, por lo que podían recordar, era la primera vez que se cedían el turno de partir el pan, que masticaban despacio y que se limpiaban de continuo la comisura de los labios. Hasta tal punto pensaron lo mismo que, convencidos de que estaban llegando a una situación ridícula, se miraron, coincidieron en lo cómico de su actuación y, sin poderlo evitar, comenzaron a esbozar una sonrisa leve que, poco a poco, fue convirtiéndose en una sonora carcajada que dejó perplejos a quienes seguían el curso de sus ademanes refinados sin perderse detalle.

—¿Os place este manjar, señor marqués? —se desternillaba Zamorano entre espasmos de risa franca.

—Delicioso, señor duque —Sartenes se sujetaba con fuerza las tripas, congestionado, con lágrimas en los ojos.

—Pues aún no habéis probado las
pommes de terre
… —lloraba también de risa el capitán.

La estupefacción creció entre los presentes. De pronto se sintieron espectadores de una comedia que no comprendían y se miraron entre ellos pidiéndose explicaciones, o buscando alguien que justificara qué les había hecho tanta gracia, en momentos tan dramáticos como aquellos, a dos militares a quienes tan respetuosamente velaban para recibir después las instrucciones que decidieran más acertadas. El cura, molesto por lo que consideró, si no una burla, sí al menos una falta de consideración para sus parroquianos, se levantó de su asiento y carraspeó dos veces, la segunda mucho más sonora que la primera.

—Mis queridos hermanos —empezó diciendo, como si se tratase de una homilía dictada desde el púlpito—. Todos los presentes nos sentimos muy honrados con vuestra estancia entre nosotros, pero albergamos algunas dudas que quisiéramos resolver con vuestra experiencia en asuntos como el que nos concierne. ¿Podemos, pues, solicitar a sus señorías que recuperen el ánimo y nos guíen en este conflicto que se le ha presentado a nuestra noble Villa Imperial?

Zamorano se fijó en quien les hablaba y, viéndolo tan severo, limpió de inmediato aquel risueño semblante para recuperar la seriedad. Sartenes tardó algo más, pero pronto imitó su actitud.

—Por supuesto, señor cura. Estoy a vuestra disposición.

El clérigo, más sosegado por la calma recobrada, se adelantó un paso y volvió a hablar.

—España ha declarado la guerra al invasor. El Bando del señor alcalde de Móstoles así nos lo indica. Pero nosotros, vecinos de Illescas, no sabemos qué hacer. ¿Podría decirnos, si es posible, qué espera de nosotros la patria, señor capitán?

Other books

Unfaithful Ties by Le'Shea, Nisha
Isaac's Army by Matthew Brzezinski
Hinterlands by Isha Dehaven
Wolf's Bane by D. H. Cameron
The Natural History of Us by Rachel Harris
Click - A Novella by Douglas, Valerie


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024