Una novela de aventuras, intrigas y amor en la España de 1808. A la muerte de Manuela Malasaña, en los trágicos sucesos madrileños del Dos de Mayo de 1808, el capitán Zamorano es encargado de trasladar una bolsa desde Madrid a su regimiento asentado en Extremadura y entregarla al teniente coronel Díaz Porlier. Le acompaña Sartenes, un preso de la Cárcel de Casa y Corte que ha sido liberado para combatir a los franceses y pronto se les suma una bordadora amiga de Manuela, Teresa. El contenido de la bolsa es de la máxima importancia para el rey Fernando VII: nada menos que las claves para descubrir, recuperar, custodiar y devolver las muchas riquezas de su patrimonio real. La invasión napoleónica obliga a los protagonistas a formar una partida de guerrilleros que, a lo largo de la Guerra de la Independencia, combate a las tropas francesas. Pero otra nueva misión les aguarda: rescatar el tesoro del rey cautivo escondido en un Madrid ocupado y sometido. Allí, el maestro Ezequiel, un grupo de judíos asentados en Madrid y Cayetana, la marquesa de Laguardia, vivirán junto a los otros personajes una serie de tramas de intriga política, rivalidades amorosas y aventuras emocionantes que les llevarán a situaciones al límite de las pasiones humanas.
El secreto del rey cautivo es así, una novela de aventuras, intrigas y amor en la España de los primeros años del siglo XIX. La recuperación de un episodio poco recordado de la historia de España, encarnado por las peripecias de unos personajes que nos devuelven la dimensión real de unos hechos capitales del pasado de nuestro país.
Antonio Gomez Rufo
El secreto del rey cautivo
ePUB v1.4
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20.07.12
Título original:
El secreto del rey cautivo
Antonio Gomez Rufo, 06/2005.
ePub base v2.0
A mi hija María,
que tanto ama Madrid y la libertad
No hay en la tierra contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida.
Miguel de Cervantes
Quizás hiciese un hermoso día de primavera, pero lo cierto es que nadie tuvo tiempo para detenerse a reparar en los colores del cielo. Desde el amanecer, oleadas de susurros y suspiros de miedo se extendieron por la ciudad como si todos sus habitantes supiesen que se avecinaban horas de luto. Hasta los famélicos perros, tan habituados al sesteo, zigzaguearon apresurados por las callejuelas solitarias olisqueando el viento y buscando en lo alto, donde el cielo parecía quebrarse, algún signo de tormenta. Pero no eran truenos secos los que sonaban a lo lejos y causaban su inquietud, sino los primeros aldabonazos de la sublevación popular que se estaba levantando en Madrid contra los franceses, rasgando la alborada.
En el taller de bordadoras de la calle de las Fuentes las costureras habían acudido puntuales al trabajo, como cualquier otro día. Pero ahora se mostraban más silenciosas que de costumbre: ninguna de ellas canturreaba, ni siquiera Paquita, en quien un ruiseñor, al nacer, había plantado un nido en las honduras de su garganta y ya nunca se echó a volar. Ninguna cantaba, no; ni tampoco hablaba. Incluso Teresa, una mujer decidida y hermosa como una cimitarra, se había guardado para sí aquel escalofrío que sintió al amanecer, un latigazo de dolor que le pareció una señal del diablo.
Al llegar, todas habían repetido atropelladamente las frases oídas a los hombres y algunos labios habían temblado, sin lágrimas; pero después empezaron a coser y a bordar con resignación, como si la mañana no fuese víspera y en las calles de Madrid la vida no se hubiese tropezado una vez más con la tragedia.
Doña Eugenia, la patrona, también cosía sin levantar los ojos de la pañoleta que estaba bordando, pero en las arrugas apretadas de los ojos se le dibujaban los miedos. A las diez había ido ya dos veces a la trasera de la casa con la excusa de rellenar el botijo con agua fresca, sin que nadie lo hubiese mermado; y a las diez y media había dejado por fin de disimular y se asomaba desasosegada a la ventana, mirando a un lado y otro de la calle, como si esperase la llegada de una importante visita que se retrasaba. Las modistillas, cada vez más inquietas, terminaron por contagiarse del nerviosismo de la dueña, cosían despacio sus labores y se herían una y otra vez con la aguja, como aprendices. Hasta que Teresa, la más veterana, no pudo resistirlo más.
—Apacígüese ya, señora Eugenia, por lo que más quiera. Que le va a dar un aire.
—Sí, hija, sí —respondió la mujer, pasándose una esquina del chal por la cara y los lagrimales—. Tienes razón. Pero este silencio me está despertando gatos en las tripas.
—Lo que yo decía: eso va a ser de la misma hambre…
Las demás costureras rieron la ocurrencia de su compañera porque en semejantes circunstancias cualquier excusa hubiese servido para rasgar la tensión que les oprimía el pecho; y además, porque aún no se habían desayunado, aunque precisamente aquel no fuese el día en que más lo echasen a faltar. Pero doña Eugenia, complacida por compartir cualquier viruta de alegría en aquella mañana de plomo, por pequeña que fuese, accedió de buena gana a decretar un rato de recreo para dar cuenta del queso, el vino y el pan que guardaba para el almuerzo.
De repente el eco de un obús, caído sobre la multitud que se agolpaba ante Palacio, sacudió el taller con la fuerza de un rayo cercano. Unas mujeres se taparon la boca con la mano, ahogando un grito, y otras, las más jóvenes, no pudieron evitar echarse a llorar. Doña Eugenia se abrazó a la más joven, Manuela, y le apretó la cabeza contra su pecho, para sujetarse el miedo. Un hombre descamisado, esgrimiendo una charrasca en la mano, cruzó la calle corriendo mientras gritaba:
—¡A las armas, todos a las armas! ¡Muerte a los franchutes…!
Las mujeres se abalanzaron a las ventanas, volcándose sobre el alféizar, hasta perder de vista al hombre que corría en dirección a la Plaza Mayor. Otro paisano pasó ante ellas, asimismo desbocado.
—¡A las armas, a las armas…! ¡Que se llevan al infante!
Manuela miró a la patrona, con los ojos brillantes como diamantes puestos al sol.
—¡Por fin! ¡Por fin la guerra al francés, señora Eugenia! ¿Qué hacemos? ¿Eh?
Todas se volvieron para ver qué decidía el ama. Pero doña Eugenia permaneció en silencio, pálida, con la mirada perdida, sin pestañear. Las mujeres esperaron ansiosas su decisión, pero ella parecía haberse quedado muda, alelada, como ida. Teresa corrió a su lado y la zarandeó.
—¿Qué le pasa, eh? ¡Eh! ¡Señora Eugenia!
Y el ama, sin mover los ojos ni gesto alguno de su cuerpo, con una voz apenas audible, alcanzó a decir:
—Que me estoy meando…
Y, en efecto, todos los ojos comprobaron el charco que, a sus pies, se fue extendiendo como un río de lava dorada.
Un cañonazo; otro más. Disparos desordenados. Correrías de hombres arriba y abajo por las calles, gritando consignas y enarbolando pistolones, cuchillos y garrotas. Por la calle de las Fuentes, de las Hileras, Arenal… Por la calle Mayor… La ciudad parecía haber enloquecido. Pero no había lugar para la sorpresa en aquellos momentos porque todas sabían lo que tarde o temprano iba a ocurrir. O en todo caso lo imaginaban porque el día anterior, domingo, Murat había cruzado la Puerta del Sol con su Estado Mayor para dirigirse al Prado, en donde iba a efectuar la revista a las tropas francesas acampadas en Madrid; y a su paso se oyeron silbidos, abucheos y gritos contra él, el gran mariscal Murat, el altivo duque de Berg. Desde entonces no se había hablado de otra cosa en los corrillos públicos y en las casas durante la noche, donde los vecinos susurraban lo que se avecinaba. En el interior de la ciudad y también en otros muchos pueblos de los alrededores. Porque aquel domingo primero de mayo fuera día feriado, celebrándose la tradicional Feria anual de Santiago el Verde, y muchos campesinos se encontraban en la capital llevando a cabo sus negocios. Además, desde la mañana se habían repartido por todos los rincones de Madrid pasquines con un texto tan enigmático para los franceses como evidente para los madrileños: «Las diez de la mañana es la hora fatal acordada para alzar el telón a la más sangrienta tragedia». Aquella era, pues, una cita ineludible para congregarse ante Palacio aquel lunes 2 de mayo de 1808; una llamada a la que todos acudirían airados y sin saber muy bien para qué.
Durante la noche se había respirado un aire desacostumbrado que no presagiaba nada bueno. Y desde primeras horas, por las calles desiertas, varios grupos de vecinos armados habían ido desplazándose de un lugar a otro a los gritos de «¡Muera Murat!», «¡Fuera el extranjero!» o, sencillamente, dando vivas a España.
Se dirigían al Palacio Real.
Desde entonces, las bordadoras habían oído gritos y correrías. Y después, un gran silencio. Pero ahora ya podían oír los disparos de la fusilería, los cañonazos y otras descargas de arcabuces. Los hombres corrían de aquí para allá con gran desorden, llamando a la defensa de Madrid. Algunas mujeres, remangadas las faldas, corrían también en dirección a la Plaza Mayor exhibiendo facas, navajas, cuchillos o cualquier otro utensilio punzante que sirviese para la lucha. Algunos edificios de madera se habían incendiado y crecían humaredas densas, como neblinas, y lluvias azules, de cenizas. Llantos de niños y aullidos de madres rompían los silencios de las pequeñas pausas abiertas entre la furia de las andanadas, como grietas sordas en mitad de la zalagarda. Y es que las guerras en las ciudades, sea quien sea el vencedor, no son guerras, sino matanzas.
Antes del mediodía el ruido de los disparos provenía de todas las esquinas de la ciudad. Se oían ecos de combate y el viento traía estridencias de metal y olor a sangres recientes. En el taller, la mayoría de las bordadoras musitaba rezos o guardaba un silencio acobardado, sin atreverse a salir; y aunque Teresa, la más sosegada también, propuso que se fuesen a sus casas a resguardarse, por temor a las represalias de los invasores, Manuela, la más joven de todas ellas, levantó la voz para decir que lo que tenían que hacer era unirse a los hombres que se alzaban en armas en el Parque de Artillería o ayudar a los combatientes en la Plaza Mayor, que estaba muy cerca.
—Pero, hija…, ¿qué podríamos hacer allí? Sólo estorbar… —replicó doña Eugenia.
—Por lo menos recargarles el mosquetón; para eso sí les servimos.
—Ay, Manuela… —se santiguó la patrona—. Con quince años y ya tan
echá p'alante
…
Las otras mujeres miraron a la muchacha con curiosidad, que parecía crecer como si se estuviese abriendo una flor en un parterre del jardín; y luego se volvieron hacia la dueña, intrigadas por saber qué le replicaría.
Pero Manuela Malasaña, impaciente, insistió:
—Bueno, ¿vamos o qué?
Estaba hermosa la joven en aquel momento, con los ojos muy abiertos, iluminados por el brillo de la mañana, húmedos por la emoción, firmes como si jamás hubiesen conocido la sombra que deja el miedo al cruzar la oscuridad en mitad de la noche. El pelo ondulado y negro, como las crines recién cepilladas de un caballo árabe, enmarcaban un rostro pálido de labios gruesos y sonrosados, nariz regordeta y barbilla altiva. Su cuello era largo, su escote liso y su busto se alzaba en plena madurez. No sonreía, pero tampoco había en aquel rostro lugar donde pudiese esconderse el temor. Plantada en jarras en medio del taller, observando una a una a sus compañeras, resplandecía como un retrato antiguo. Mirándola, la patrona no sabía qué decidir. Su obligación era cuidar de sus empleadas, procurar que nada les ocurriese. Y si ese era su deber con todas ellas, sobre todo debía cuidar de Manuela, la más joven, a la que más quería también. Y dejarla cumplir su voluntad era un riesgo tan grande que no se atrevió a correrlo, aunque una rabia oculta le invitase a unirse aquella mañana a quienes estaban saliendo a las calles intentando recuperar la libertad. Pero si le ocurriese algo, si algo malo le sucediese, no se lo hubiese perdonado jamás. No, no podía acceder a sus deseos.